Capitán de navío (62 page)

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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

—Así que estuvo en San Vicente —dijo el pastor—. ¿Y en qué otras batallas, si no es demasiada indiscreción, aparte de la última, en la que hizo una osada captura y sobre la que todos hemos leído?

—Sólo en pequeñas batallas —escaramuzas en el Mediterráneo y en las Antillas durante la última guerra—, siempre del mismo tipo —dijo Jack.

—Y la batalla con el
Cacafuego,
me parece, señor —dijo el señor Simmons, sonriendo.

—Debe de haber sido maravilloso cuando era usted joven, señor —dijo el guardiamarina—. Ahora nunca sucede nada.

—Estoy seguro de que me perdonará si le parezco indiscreto —dijo el capellán—, pero me gustaría formarme una imagen del oficial que ha luchado, como usted dice, en un cierto número de batallas. Además de participar en las acciones de guerra de la Armada, ¿en qué otro tipo de acciones ha tomado parte?

—Bueno, la verdad es que lo he olvidado —dijo Jack, pensando que era injusto que los otros tuvieran ventaja sobre él y que los pastores estaban fuera de lugar en un navío de guerra.

Le hizo una seña a Killick para que trajera otra jarra de vino y el asado; y cuando empezó a trinchar la carne el rumbo de su pensamiento se desvió tan bruscamente como si el casco de la fragata hubiera sido alcanzado por un cañonazo de dieciocho libras. Mientras permanecía allí de pie, trinchando el venado, sentía una opresión cada vez mayor en el pecho y le parecía que se ahogaba. El primer oficial, que hacía rato había notado que al capitán Aubrey le molestaba la insistencia del señor Lydgate, sacó otro tema de conversación: los animales que se llevaban a bordo. Habló de los perros que había visto en los barcos, el Terranova que con tanta bondad había traído una granada de humo, el cocodrilo del
Culloden,
gatos…

—A propósito de animales —dijo el capellán, que no podía permanecer mucho tiempo callado en la esquina de la mesa—. Eso me trae a la mente una pregunta que quería hacerles, caballeros. ¿Por qué a la juanete de mesaría se le llama
perico
31
?
¿Cuál es la relación con las aves?

—Bueno —dijo Stephen—, porque al desplegarla, al barco le salen alas.

Miradas de incomprensión. Stephen dio un leve suspiro, pero ya estaba acostumbrado a ellas.

—Señor Butler, páseme la botella, por favor —dijo Jack—. Señor Lydgate, permítame ofrecerle un poco de vino.

Fue el guardiamarina quien reaccionó primero y le susurró a su vecino de mesa, el señor Dashwood:

—Ha dicho
alas,
que al desplegar la
perico
al barco le salen
alas.
¿Entiendes?

Era el tipo de broma sencilla que le gustaba a la tripulación. La alegría contagiosa, la diversión, las risas estruendosas, llenaron al castillo, provocando asombro y conjeturas. Jack se apoyó en el respaldo del asiento, con la cara roja, mientras se secaba las lágrimas que resbalaban por ella.

—¡Oh, es lo mejor que he oído! ¡Lo mejor! —dijo—. Dios te bendiga, Stephen. ¡Un vaso de vino a tu salud! Señor Simmons, si cenamos con el almirante, debe usted formularme la pregunta y entonces contestaré: «Bueno, porque al desplegarla, al barco le salen alas». Pero dudo que sea capaz de decirlo con la suficiente seriedad.

Sin embargo, no cenaron con el almirante; no hubo ningún mensaje amable en respuesta a su saludo al buque insignia. Pero tan pronto como anclaron frente a los
downs,
entre innumerables embarcaciones, Parker, con la charretera recién estrenada, salió apresuradamente de la
Fanciulla
para subir a bordo y dar la enhorabuena y recibirla. Jack sintió una especie de punzada cuando a la llamada de la
Lively,
el bote contestó
—¡Fanciulla!—,
lo cual significaba que su capitán estaba a bordo. No obstante, cuando vio a Parker llegar a cubierta y notó el afecto que se reflejaba en su rostro, desapareció su malestar. Parker parecía diez, quince años más joven; subió por el costado como un muchacho; era completamente feliz. Lamentaba con gran amargura tener órdenes de zarpar dentro de una hora, pero invitó solemnemente a Jack y Stephen a cenar con él la próxima vez que se encontraran; pensaba que la
perico
y las
alas
era lo mejor que había oído en su vida, y que lo repetiría, desde luego. Dijo que siempre había creído que el doctor Maturin tenía una brillante inteligencia; seguía tomando las píldoras, por la mañana y por la noche, y debería continuar haciéndolo hasta el final de su vida. Cuando se marchaba, Jack dijo, en tono vacilante, que no quería ofender al capitán Parker, pero le sugería «un poco más de relajación o, en otras palabras, recortar el látigo», y él se lo tomó muy bien. Dijo que tendría muy en cuenta el consejo de un oficial a quien tenía en tan gran estima. Al despedirse, tomó las manos de Jack entre las suyas y, con lágrimas en sus ojos tan pequeños y juntos, dijo:

—No sabe usted, señor, lo que significa triunfar a los cincuenta y seis, triunfar por fin. Eso cambia por completo el
corazón
de un hombre. Tengo ganas de besar incluso a los grumetes del barco.

Jack arqueó tanto las cejas que tropezaron con el vendaje, pero le devolvió a Parker el afectuoso apretón de manos y le acompañó hasta el portalón. Estaba profundamente conmovido, y se quedó allí, observando el bote alejarse en dirección a la hermosa corbeta, hasta que el primer oficial se acercó y le dijo:

—El señor Dashwood desea hacer una petición, con su permiso, señor. Le ajustaría llevar a su hermana hasta Portsmouth. Está casada con un oficial de marina de allí.

—¡Oh, por supuesto, señor Simmons! Será bienvenida. Puede ocupar la cabina de popa. Pero espere, la cabina de popa está repleta de…

—No, no, señor. Él no quisiera importunarle en lo más mínimo; es simplemente su hermana. Colgará un coy para él en la sala de oficiales y le dejará a ella la cabina. Así es como arreglábamos estas cosas cuando el capitán Hamond estaba a bordo. ¿Va a desembarcar, señor?

—No. Killick irá a recoger a mi timonel y algunas provisiones, y un ungüento contra las picadas de abeja, pero yo me quedaré a bordo. De todos modos, guarde un bote para el doctor Maturin, pues creo que desea bajar a tierra.

En ese momento, la señora Armstrong, la esposa del condestable, llegaba al portalón, que se estremeció con su peso, y Jack, haciéndose a un lado y quitándose el sombrero, le dijo:

—Buenos días, señora. Tenga cuidado. Sujétese a los cabos laterales con ambas manos.

—Dios le bendiga —dijo la señora Armstrong en tono alegre—. Entro y salgo de los barcos desde que era muy joven. Sujetó un cesto con los dientes, se puso otros dos bajo el brazo izquierdo y saltó al bote como si fuera un guardiamarina.

—Es una mujer extraordinaria, señor —dijo el primer oficial, mirando atentamente el bote—. Me cuidó cuando me dio una fiebre en Java, a pesar de que el señor Floris y los cirujanos holandeses me daban por muerto.

—Bien —dijo Jack—, había mujeres en el Arca, así que supongo que deben tener algún sentimiento bueno, pero, en general, lo único que hacen es causar problemas cuando están a bordo: peleas, discusiones, celos, nunca se dan por satisfechas. Tampoco me gusta que estén en los puertos, pues se emborrachan y padecen una larguísima lista de enfermedades. Esto no tiene ni la más mínima relación con la esposa del condestable, desde luego, ni con las esposas de los otros oficiales, ni mucho menos con la hermana del señor Dashwood. ¡Ah, Stephen, estás ahí! (Simmons se retiró.) Le estaba diciendo al primer oficial que probablemente bajarás a tierra. ¿Vas a usar la barcaza, verdad? Dos de los tripulantes supernumerarios no se reincorporarán hasta por la mañana, así que tendrás todo el tiempo del mundo.

Stephen le miró fijamente, sin pestañear. Le parecía ver otra vez aquella reserva, aquella extraña tristeza. Aunque la expresión de Jack era alegre, se notaba que no era natural; era un mal actor.

—¿Tú no vas a ir, Jack? —preguntó.

—No —dijo Jack—. Me quedaré a bordo. Entre nosotros —bajó mucho más la voz—, no creo que vuelva a poner pie en tierra nunca más, al menos por mi voluntad: de hecho, he jurado no exponerme a que me detengan. Pero —pasaba a lo superficial y lo intrascendente de una forma brusca que Stephen conocía muy bien— quiero pedirte que traigas un poco de café decente. Killick no entiende de eso. Puede diferenciar el buen vino del malo, como es de esperar de un contrabandista, pero de café no sabe nada.

Stephen asintió con la cabeza.

—También tengo que comprar guisantes —dijo—. Iré a New Place y pasaré por el hospital. ¿Quieres que lleve algún mensaje?

—Saludos, desde luego, mis saludos más cordiales. Y a Babbington y al resto de los heridos del
Polychrest
les deseo lo mejor… y espero que esto les sirva de consuelo. A Macdonald también. Por favor, dile a Babbington que lamento de veras no poder visitarle, pero me resulta totalmente imposible.

CAPÍTULO 13

Era casi de noche cuando Stephen salió del hospital. Sus pacientes se recuperaban bien —asombrosamente, un hombre con una terrible herida en el estómago había sobrevivido— y Babbington no había perdido el brazo. Como profesional, se sentía tranquilo y satisfecho. Pero mientras atravesaba la ciudad para ir a New Place, estaba turbado, pues su mente, como si a través de unas antenas pudiera percibir lo inmaterial, ya estaba preparada para lo peor; por eso cuando llegó no le sorprendió encontrar la casa cerrada y vacía.

Aparentemente, al caballero loco se lo habían llevado en un coche de cuatro caballos «hacía muchas semanas» o «quizás el mes pasado» o «antes de la recogida de las manzanas». El cochero llevaba una escarapela negra en el sombrero; el caballero había saludado con la cabeza desde la ventanilla, y se reía tanto que parecía que iba a reventar. Los sirvientes se habían ido en un coche «al día siguiente», «una semana más tarde», «poco tiempo después» «a un pequeño pueblo de Sussex», «a Brighton», «a Londres». Quienes le informaron no habían visto a la mujer durante las últimas semanas. El señor Pope, el mayordomo de New Place, era un caballero engreído, de mírame y no me toques; todos los sirvientes se daban aires porque eran de Londres y se mantenían aislados.

Con un comportamiento menos correcto que Jack, Stephen abrió fácilmente la cerradura de la verja del jardín con un pedazo de alambre y la puerta de la cocina con un retractor de Morton. Subió los escalones sin perder la compostura, abrió la puerta forrada de fieltro verde y pasó al recibidor. Un reloj alto de treinta días todavía estaba en marcha, con una pesada carga que casi llegaba al suelo; y su tic—tac solemne, que resonaba por todo el recibidor, le persiguió hasta el salón. Silencio; los guardapolvos colocados perfectamente, alfombras enrolladas, muebles alineados, haces de luz que traspasaban los postigos y motas de polvo revoloteando en ellos; polillas; las primeras telas de araña, muy sutiles, en los lugares más inesperados, como en la repisa tallada de la chimenea de la biblioteca, y escritas en una de sus paredes, escritas con tiza y con la letra grande del señor Lowndes, algunas líneas de Safo.

«Una bonita letra», pensó Stephen, deteniéndose para poder leerlas mejor.
«La luna ya se ha ocultado, y las Pléyades; es medianoche; el tiempo pasa, y estoy yaciendo aquí sola. Quizás y aquí, yo, Safo, estoy yaciendo sola…
para entregar mi sexo. No. El sexo es inmaterial. Es lo mismo para los dos.»

Silencio; perfección anónima; aire encerrado sin el más leve movimiento; silencio. El olor de los tablones del suelo desnudos. Un espejo vuelto hacia la pared.

La habitación de ella tenía el mismo orden esmerado y la misma desnudez; incluso el espejo estaba cubierto por una sábana. Una luz grisácea muy suave, casi imperceptible, hacía que su aspecto fuera menos lóbrego. No había expectación en el silencio, ni tensión de ninguna clase: el crujido de los tablones bajo sus pies no era amenazador ni provocaba ninguna emoción; podía dar un salto o gritar sin que se alterara aquel vacío donde no había presencia humana, tan falto de sentido como la muerte misma, que no era otra cosa que una calavera en un bosque sombrío. Había perdido su futuro; se había borrado su pasado. Aquello le parecía
déjà
—vu
,
nunca antes había experimentado con tal fuerza esa sensación; era lo mismo que haber tenido la certeza de cómo iba a terminar un sueño, o de las palabras que iba a responderle un extraño que viajara en un coche con él, o de la disposición de una habitación que no hubiera visto antes, o incluso del dibujo del papel de la pared.

En la papelera había algunas hojas arrugadas; esa era la única imperfección, salvo los latidos del reloj, en ese desierto, en esa negación, y lo único que no le parecía
déjà—vu.

—En realidad, ¿qué estoy buscando? —dijo, y el sonido de su voz corrió por las habitaciones abiertas—. ¿Un anuncio de mi muerte en el pasado?

Pero eran listas escritas con la letra de un sirviente, sin ningún interés, y un papel en el que se había probado una pluma, con rayas entrecortadas que aunque alguna vez hubieran tenido un significado ahora resultaban incomprensibles. Volvió a tirarlo todo y se quedó inmóvil durante largo tiempo, escuchando los latidos de su corazón; luego se encaminó el vestidor. Allí encontró lo que sabía que encontraría: un vacío total. El bello mueble de madera satinada de la India estaba arrimado a la pared como si no tuviera ninguna importancia, ningún valor; pero allí estaba el rastro de su perfume, sin que pudiera precisar de qué estantería o qué armario salía, unas veces intenso, otras tan tenue que aunque concentrara toda su atención apenas podía percibirlo.

—Por lo menos —dijo— no es éste el horrible final.

Cerró la puerta con gran precaución; bajó al recibidor y detuvo el reloj, dejando así su huella en la casa, y salió al jardín. Cerró tras de sí, recorrió los descuidados senderos llenos de hojarasca, salió por la puerta verde y se dirigió al camino que bordeaba la costa. Con las manos tras la espalda, aprovechando la última luz del día, miraba cómo el camino pasaba bajo sus pies y por dónde se extendía, y lo siguió hasta que vio las luces de Deal. Entonces recordó que había dejado el bote en Dover, dio la vuelta y tranquilamente recorrió de nuevo las mismas millas.

—Da igual —dijo—. De todos modos me habría quedado sentado en un salón de una posada para poder regresar y meterme en la cama sin oír conversaciones ni fórmulas de cortesía.

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