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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (60 page)

El señor Simmons avanzó hacia el saltillo del alcázar, miró a un lado y a otro y solamente dijo:

—¡Preparados para levar ancla!

Y antes de que se apagaran los pasos apresurados, añadió:

—¡Largar velas!

Al instante, los obenques se oscurecieron con los hombres que subían corriendo. En silencio se largaron las gavias, las profundas y bien cortadas gavias, se ataron las escotas y se subieron las vergas, y a la vez que la
Lively
se movía hacia delante, fue levada el ancla sin que se oyera una palabra. Pero eso no fue todo; antes de que llegara arriba el ancla, habían aparecido el foque, la trinquetilla y la juanete de proa, y la fragata se deslizaba por el agua cada vez a mayor velocidad, dirigiéndose casi directamente hacia el faro de Nore. Todo esto sin una palabra ni un grito, a excepción de un horrible aullido en lo alto de la jarcia. Jack nunca había visto nada semejante. En medio de su sorpresa, alzó la vista hacia la verga de la juanete mayor y allí vio una figura pequeña que colgaba de un brazo. Ésta, aprovechando el balanceo del barco, se lanzó hacia delante y, describiendo una pronunciada curva, llegó hasta el estay del mastelero mayor. De forma casi increíble se agarró a ese cabo, y después, también de forma increíble, saltó de un lugar de la jarcia a otro, hasta llegar a la sobrejuanete de proa, donde se sentó.

—Es Cassandra, señor —dijo el señor Simmons, observando la expresión aterrorizada de Jack—. Una mona de Java.

—¡Válgame Dios! —dijo Jack, recuperándose—. Pensé que era un grumete del barco que se había vuelto loco. Nunca había visto nada igual; me refiero a la maniobra. ¿Sus hombres siempre largan velas dando por sí mismos todos los pasos?

—Así es, señor —dijo el primer oficial con aire triunfante.

—Bien. Muy bien. La
Lively
tiene su propia forma de hacer las cosas, por lo que veo. Nunca he visto…

La fragata escoraba con la brisa, con una energía increíble, y Jack se dirigió al pasamanos, donde Stephen, que llevaba un abrigo y calzones de color pardo, conversaba con el señor Randall, inclinándose para oír su vocecilla. Jack miró hacia el agua oscura que se deslizaba con rapidez por el costado, formando grandes curvas; ya había alcanzado los siete nudos, siete y medio. Contempló la estela, y tomando como referencia un navío de setenta y cuatro cañones anclado y el campanario de una iglesia, observó que el barco no tenía apenas abatimiento. Se inclinó por encima de la aleta de babor; allí, a un grado por la amura de babor, estaba el faro de Nore, y soplaba un viento abierto dos grados por la amura de estribor. Cualquiera de los barcos en que había navegado estaría a punto de embarrancar.

—¿Le parece adecuado este rumbo, señor Simmons? —preguntó.

—Muy adecuado, señor —dijo el primer oficial.

Simmons conocía su barco, eso era evidente. Conocía sus posibilidades, desde luego. Jack se lo repitió; Simmons estaba convencido de que era adecuado. Pero los cinco minutos siguientes fueron para Jack los más desesperados de su vida; ese barco tan, tan hermoso quedaría desarbolado, desfondado, reducido a un simple casco… Y contuvo la respiración durante los momentos en que la
Lively
se deslizaba por el agua turbia del fondeadero, al borde del banco de arena, donde un pequeño abatimiento la haría naufragar inevitablemente. Luego el banco quedó atrás.

Con toda la tranquilidad de que pudo hacer acopio, inhaló aire puro y fresco y le pidió al señor Simmons que pusiera rumbo a los
downs,
donde debía recoger a algunos tripulantes supernumerarios y, a menos que Bonden hubiera desaparecido, a su propio timonel, ya que el capitán Hamond se había llevado al suyo a Londres. Empezó a dar paseos por el lado de barlovento del alcázar, observando detenidamente el comportamiento de la
Lively
y de la tripulación.

No era extraño que fuera considerada una fragata de primera clase; sus características para la navegación eran extraordinarias, y la gran disciplina de su tripulación, impuesta de forma silenciosa, sobrepasaba todo lo que había visto hasta entonces; por otra parte, la rapidez con que ganaba velocidad y largaba velas era algo prodigioso, tan misterioso como el grito del gibón en la jarcia.

Por su lado iba deslizándose aquella costa tan conocida, baja, gris, cenagosa; el mar tenía un color gris metálico, y el horizonte, allá en alta mar, se diferenciaba claramente del cielo abigarrado. La fragata seguía navegando, con el viento abierto un grado, como si siguiera exactamente un camino recto, sin desviaciones. Vio algunos mercantes dirigiéndose al río de Londres, cuatro barcos que hacían el comercio con Guinea y un bergantín de guerra que navegaban rumbo a Chatham, aparte de los botes y lanchas habituales. ¡Qué frágiles e inseguros le parecían en comparación con la
Lively.

La explicación a todo esto estaba en que el capitán Hamond, un caballero a quien gustaba aplicar métodos científicos, había elegido a sus oficiales con gran cuidado y había dedicado años a adiestrar a la tripulación; durante los primeros años les había hecho correr de un mástil a otro para aferrar y largar velas y les había hecho ensayar todas las maniobras y combinaciones de maniobras hasta que consiguieron una sincronización perfecta a una velocidad inmejorable, e incluso los marineros del combés podían aferrar, arrizar y llevar el timón. Y hoy, celosos por el honor de su barco, los tripulantes se habían superado a sí mismos. Lo sabían muy bien, y a medida que pasaban cerca del capitán suplente, le dirigían discretas miradas llenas de satisfacción, como si dijeran: «Te hemos enseñado un par de cosas, amigo; te hemos dejado con la boca abierta».

«¡Un navío estupendo para luchar en una batalla!», pensó. Si se encontraba con una de las grandes fragatas francesas le daría cien vueltas, a pesar de que aquéllas tuvieran una excelente construcción. Sí, pero, ¿cómo eran los tripulantes de la
Lively
como personas? Eran auténticos marinos, de eso no había duda, marinos formidables. Pero, ¿no eran un poco mayores, en general, y un poco raros y silenciosos? Incluso los grumetes del barco eran fornidos y muy desarrollados, en su mayoría ya con la voz ronca, y resultaban bastante pesados para tumbarse en las vergas de las sobrejuanetes. Por otra parte, había bastantes hombres extraños a bordo. Bum
el bajo,
que ahora estaba al timón y lo llevaba con extraordinaria precisión, no había sentido la necesidad de dejarse crecer la coleta cuando había embarcado en Macao; ni tampoco John
Satisfacción
ni Horacio
Barriga de Gelatina
ni media docena de sus compañeros de tripulación ¿Sabrían luchar? Los tripulantes de la
Lively
no habían llevado a cabo incursiones rápidas, que convertían el peligro en algo cotidiano y hacían posible vencerlo, sino que sus circunstancias habían sido totalmente distintas; Jack debería haber leído el diario de navegación para saber con exactitud qué habían hecho. Fijó la mirada en una de las carronadas del alcázar y observó que la capa de pintura marrón, ya un poco desteñida, cubría en parte el fogón, lo cual significaba que no la habían utilizado desde hacía mucho. Indudablemente, debería echar un vistazo al diario de navegación para ver en qué empleaban el tiempo los tripulantes de la
Lively.

En el costado de sotavento, el señor Randall le dijo a Stephen que su madre estaba muerta y que tenían una tortuga en casa; esperaba que la tortuga no le echara de menos. ¿Era realmente cierto que los chinos no comían pan con mantequilla? ¿Nunca, en ninguna ocasión? Él y el viejo Smith comían con el condestable, y la señora Armstrong era muy amable con ellos. Tirándole a Stephen de la mano para atraer su atención, le dijo con su vocecilla clara y aguda:

—¿Cree que el nuevo capitán va a azotar a George Rogers, señor?

—No puede decírselo, jovencito. Espero que no.

—¡Oh, deseo que lo haga! —dijo el niño, dando un salto—. Nunca he visto azotar a un hombre. ¿Ha visto azotar a algún hombre, señor?

—Sí —dijo Stephen.

—¿Y había mucha sangre, señor?

—Desde luego que sí —dijo Stephen—. Varios cubos llenos.

El señor Randall volvió a dar un salto y preguntó si faltaba mucho para las seis campanadas.

—George Rogers tuvo un horrible ataque de cólera, señor —añadió—. Le llamó a Joe Brown holandés maricón de mierda y le maldijo dos veces, yo le oí. ¿Le gustaría oír cómo recito las divisiones del compás sin parar, señor? Allí está mi papá haciéndome señas. Adiós, señor.

—Señor —dijo el primer oficial, acercándose a Jack—, le ruego que me perdone, pero hay dos cosas que olvidé decirle. El capitán Hamond permitía que los cadetes utilizaran la cabina de proa por la mañana para sus lecciones con el maestro. ¿Desearía mantener esa costumbre?

—Por supuesto, señor Simmons. Es una excelente idea.

—Gracias, señor. Y la otra cosa es que en la
Lively
solemos aplicar los castigos los lunes.

—¿Los lunes? ¡Qué curioso!

—Sí, señor. El capitán Hamond pensó que era conveniente dejar que los que habían cometido faltas tuvieran el domingo para reflexionar.

—Bien, bien. Que así sea. Quería preguntarle cuál es la política general del barco por lo que se refiere a los castigos. No me gustaría hacer cambios bruscos, pero debo advertirle que no soy partidario de los azotes.

—Tampoco lo es el capitán Hamond, señor —dijo Simmons, sonriendo—. Nuestro castigo suele ser achicar. Abrimos una válvula para que entre agua y se mezcle con la que hay en la sentina, y luego hay que achicar; eso mantiene el barco limpio. Casi nunca azotamos a nadie. En el océano Índico estuvimos casi dos años sin sacar el látigo de su bolsa, y desde entonces no lo hemos sacado más de una vez cada dos o tres meses. Pero es posible que hoy considere usted necesario usarlo; tenemos un caso desagradable.

—No será el artículo treinta y nueve, ¿verdad?

—No, señor. Robo.

Se decía que era robo. La autoridad habló por boca del maestro de armas, quien con voz ronca, solemnemente, dijo que era un caso de robo, rebeldía y resistencia a la detención.

Luego, en presencia de la tripulación reunida en la popa, los infantes de marina alineados y todos los oficiales, llevó a la víctima ante el capitán.

—Robó una cabeza de mono… —dijo.

—¡Eso es mentira! —gritó George Rogers, todavía encolerizado.

—… propiedad de Evan Evans, artillero mayor…

—Eso es mentira.

—Y habiéndosele pedido que fuera a popa…

—¡Eso es mentira, mentira! —gritó Rogers.

—¡Silencio! —dijo Jack—. Ya le llegará su turno, Rogers. Continúe, Brown.

—Y habiéndole comunicado que me habían informado que estaba en posesión de esta cabeza, y habiéndole pedido cortésmente que viniera a popa para comprobar las afirmaciones de Evan Evans, artillero mayor, de la guardia de babor —dijo el maestro de armas, moviendo los ojos sólo hacia donde estaba Rogers—, pronunció frases ofensivas. Además, estaba bebido y se escondió en el pañol de velas.

—Es mentira.

—Y cuando fue sacado de allí, se enfrentó con violencia a Button, Menhasset y Mutton, marineros de primera.

—¡Eso es mentira! —gritó Rogers, indignado, fuera de sí—. ¡Todo es mentira!

—Bien, ¿qué ocurrió? —preguntó Jack—. Explíquelo con sus propias palabras.

—Así lo haré, Su Señoría —dijo Rogers, pálido, temblando de rabia, lanzando una mirada feroz a su alrededor—. Con mis propias palabras y con sinceridad. El maestro de armas viene a proa —yo estaba dando una cabezada y mi grupo de guardia estaba abajo—, me da un golpe en el trasero, con perdón, y dice: «Levántate deprisa, George; estás jodido». Y me levanto y le digo: «Me traes sin cuidado, Joe Brown y también ese jodido cabrón de Evans». No es mi intención ofender, Su Señoría, pero esa es la pura verdad, para que vea Su Señoría las mentiras que dice con eso de «comprobar las afirmaciones». Todo es mentira.

Esta versión parecía más verosímil; pero la siguió un relato confuso en el que no se sabía quién había empujado a quién, en qué parte del barco, con evidente contradicción entre Button, Menhasset y Mutton y observaciones sobre sus caracteres; y parecía que la cuestión principal iba a quedar ensombrecida por una discusión sobre quién había prestado a quién un par de dólares cerca de Banda y no los había recuperado ni en
grog
ni en tabaco ni de ninguna otra forma.

—¿Qué pasa con esa cabeza de mono? —preguntó Jack.

—Aquí está, señor —dijo el maestro de armas, sacando una cosa peluda del pecho.

—Usted dice que es suya, Evans. Y usted dice que es suya, de su propiedad, ¿verdad, Rogers?

—Es mi Andrew Masher, Su Señoría —dijo Evans.

—Es mi pobre Ajax, señor, ha estado en mi petate desde que se enfermó en el cabo de Buena Esperanza.

—¿Cómo puede identificarlo, Evans?

—¿Qué, señor?

—¿Cómo sabe que se trata de su Andrew Masher?

—Por sus suaves facciones, señor, Su Señoría. Por sus facciones. Griffi Jones, el de la tienda de animales disecados de Dover, va a darme una guinea por ella mañana. Sí. Sí.

—¿Qué tiene que alegar, Rogers?

—¡Todo es mentira, señor! —gritó Rogers—. Es mi Ajax, a quien he alimentado desde que salimos de Kampong… compartía mi
grogy
comía galletas como un cristiano.

—¿Alguna señal distintiva?

—Bueno, lo reconocería por la forma de la mandíbula, señor, en cualquier lugar, por arrugado que esté.

Jack observó detenidamente la cara del mono, cuya expresión denotaba profundo desprecio y melancolía. ¿Quién decía la verdad? Los dos estaban convencidos de que la decían, sin duda alguna. Había habido dos cabezas de mono en el barco y ahora sólo había una. Pero no se explicaba cómo alguien podía pretender que reconocía los rasgos de aquella especie de coco rojo pesado y apergaminado que tenía en la mano.

—Andrew Masher era hembra, supongo, y Ajax macho, ¿no es así? —preguntó.

—Así es, Su Señoría.

—Dígale al doctor Maturin que suba a cubierta, si no está ocupado —dijo Jack—. Doctor Maturin, ¿es posible saber cuál es el sexo de un mono por la dentadura y cosas de ese tipo?

—Depende del mono —dijo Stephen, mirando atentamente el objeto que Jack tenía en la mano—. Éste, por ejemplo —lo cogió y le dio vueltas—, es un excelente ejemplar de
simio satyrus
macho, el hombre salvaje de los bosques que describió el conde de Buffon. Observen la expansión lateral de las mejillas, tal como señaló Hunter, y los restos de esa bolsa del cuello, característica del macho.

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