—Si no es seguro que deba ser así, no lo hagas, por favor. Sería mucho mejor para mí pasar desapercibido. Y además, Jack, respecto a lo que hemos hablado y lo que hayas adivinado, confío en que serás discreto. En algunas ocasiones, mi vida podría depender de ello.
Podía confiar totalmente en Jack, que seguía al pie de la letra sus consejos; pero no todos los capitanes eran tan discretos. La
Medusa
llegó apresuradamente desde Plymouth, con un caballero moreno que sabía hablar español a bordo, y después de que éste estuviera encerrado con los capitanes de la
Lively,
la
Amphiony
la
Medusa
y el doctor Maturin, mientras estaban al pairo frente a Dodman, esperando la
Indefatigable,
la opinión general de los tripulantes era que iban rumbo a Cádiz y que España había entrado o estaba a punto de entrar en la guerra, lo cual les producía mucha satisfacción, porque hasta entonces los mercantes españoles eran intocables. Por los mares en los que ya casi no había presas, éstos navegaban tranquilamente y pasaban junto a los navíos de crucero y atravesaban escuadras de bloqueo riendo y diciendo adiós, con tanta riqueza en las bodegas que un marinero simple podría conseguir la paga de cinco años en una sola tarde.
Por fin fue avistada la
Indefatigable,
una potente fragata de cuarenta cañones que avanzaba pesadamente, navegando contra el viento del oeste, con el beque sobresaliendo con claridad entre las verdes aguas y con las banderas de señales indicando
Formar enfila por popa; desplegar todas las velas posibles.
Mientras las cuatro fragatas avanzaban en una fila perfecta, cada una a dos cables de la otra, rumbo sursuroeste, los tripulantes de la
Lively
pasaban por un periodo tedioso, decepcionante, y los gavieros rara vez bajaban a cubierta, aunque no porque tuvieran que desplegar velas. La
Lively,
para mantener su posición en la estela de la
Amphion,
tenía que arrizar, cargar y arriar continuamente los foques, las velas de estay y la vela de mesana y rebujar las escotas. Y después que se abriera el sobre sellado con las órdenes y se reunieran nuevamente los capitanes a bordo de la
Indefatigable,
cuando supieron con certeza que iban a interceptar una escuadra española en su recorrido desde el río de la Plata hasta Cádiz, su exasperación llegó hasta tal punto que vieron con buenos ojos cómo se nublaba la tarde del domingo. Al sureste se veía en el cielo una masa informe y oscura y había fuerte marejada, tan fuerte que se marearon incluso los hombres que apenas habían bajado a tierra durante años. El viento era inestable y unas veces era caliente y otras frío; el sol se hundió en un pequeño grupo de nubes de intenso color púrpura con destellos verdes. El cabo Finisterre estaba a sotavento, no muy lejos; reforzaron los contraestayes y los aparejos, izaron las velas de mal tiempo, aseguraron los botes atándolos a las botavaras, pusieron retrancas dobles a los cañones y colocaron los mastelerillos sobre cubierta; estaban preparados para hacer frente a la tempestad.
Al sonar las dos campanadas en la guardia de media, el viento, que soplaba con fuerza del suroeste, roló repentinamente hacia el norte, embistiendo las gigantescas olas con el triple de su fuerza. Y había truenos y relámpagos justo encima de ellos, y caía tanta lluvia que un farol colocado en el castillo no podía verse desde el alcázar. La trinquetilla se soltó de la relinga, y sus blancos trozos desaparecieron como fantasmas por sotavento. Jack mandó más marineros al timón y después fue a la cabina; Stephen estaba tumbado en su coy, que se balanceaba, y él le dijo que ya había llegado la tormenta.
—¡Qué exagerado eres, amigo mío! —dijo Stephen—. ¡Y qué pesado! Un cuarto de galón de agua ha conseguido cambiarte en breve tiempo… ¡Mira cómo se mueve a un lado y a otro desafiando la gravedad!
—Me gusta que haya una fuerte tormenta —éste es uno de sus encantos— porque puede retener a los españoles, ¿sabes?, y a nosotros nos falta mucho tiempo, bien lo sabe Dios. Y si ellos llegaran a Cádiz antes que nosotros haríamos el ridículo.
—Jack, ¿ves ese trozo de cuerda colgando? ¿Tendrías la amabilidad de atarlo a aquel gancho? Se ha soltado. Gracias. Tiro de él para moderar el movimiento del coy, que agudiza mis síntomas.
—¿Te sientes mal? ¿Tienes mareo? ¿Náuseas?
—No, no. Nada de eso. ¡Qué idea más tonta! No. Creo que corresponden a la aparición de una enfermedad muy mala. Hace poco me mordió un murciélago y tengo razones para dudar que tuviera la mente sana; era un murciélago orejudo, una hembra. Me parece que mis síntomas son similares a los de la enfermedad descrita por Ludolff.
—¿Quieres un vaso de
grog?
¿O un sandwich de jamón con bastante grasa? —preguntó Jack, con una sonrisa.
—No, no, no —dijo Stephen—. Nada de eso. Te lo he dicho, esto es un asunto serio, requiere… ahí va de nuevo. ¡Oh, este barco es malísimo! ¡La
Sophie
nunca se habría comportado así, dando estos horribles e inexplicables bandazos! ¿Sería demasiado pedirte que apagaras la luz y te fueras? Creo que en esta situación es necesaria tu constante vigilancia, que éste no es el momento de quedarse sin hacer nada, con una sonrisa forzada.
—¿Seguro que no quieres que te traiga nada? ¿Una jofaina?
—No, no, no —dijo Stephen, con una mueca de dolor en el rostro, ahora verdoso, contrastando con su negra barba—. ¿Esta clase de temporales dura mucho?
—Tres o cuatro días, no más —dijo Jack, tambaleándose a causa de un bandazo a sotavento—. Mandaré a Killick con una jofaina.
—¡Jesús, María y José! —dijo Stephen—. Ahí va otra vez.
En el seno de las enormes olas la fragata tenía estabilidad, pero cuando subía, el viento la inclinaba más y más hacia atrás, con un balanceo interminable, y el pie de la roda subía hasta que el bauprés se colocaba en dirección a las veloces nubes. «Tres días así», pensó, «no puede soportarlos ningún ser humano».
Afortunadamente, el temporal al que tuvo que enfrentarse la
Lively
era de los últimos de septiembre y por eso no demasiado intenso. El cielo se despejó durante la guardia de mañana; el termómetro subió; y aunque la fragata sólo navegaba con las gavias rizadas, era evidente que desplegaría más velamen a mediodía. Al amanecer, el mar estaba completamente blanco de un lado a otro del horizonte, y en él sólo se veían los restos del naufragio de un bacaladero portugués y, a lo lejos, por barlovento, la
Medusa,
aparentemente intacta. Jack era ahora el capitán de más antigüedad y le hizo señales para que desplegara más velas y se dirigiera al cabo de Santa María, donde tendrían el siguiente encuentro, la recalada frente a Cádiz.
Alrededor de mediodía, Jack cambió el rumbo directamente hacia el norte, de modo que la
Lively
tuviera el viento por la aleta y se moviera con más facilidad. Stephen subió a cubierta, todavía muy mal, pero con mejor semblante. Había pasado la mañana junto con el señor Floris y sus ayudantes, medicándose unos a otros; todos tenían los primeros síntomas de alguna enfermedad (orquitis, escorbuto, la horrible parálisis de Ludolff), pero en el caso del doctor Maturin, por lo menos se había impedido el ataque mediante una adecuada mezcla de bálsamo de Locatelli y polvos de Algarot.
Después de la comida, en la
Lively
se hacían prácticas con los cañones, con marejada o sin ella, no sólo sacándolos y volviéndolos a meter sino disparando varias andanadas; y ahora que la fragata navegaba a once nudos dirigiéndose hacia el sur, a unas veinte leguas de la costa de Portugal, la precedía una nube de su propio humo. El reciente entrenamiento había tenido efecto, y aunque todavía las descargas eran muy lentas —tres minutos y diez segundos entre una andanada y otra era el mejor tiempo que habían conseguido—, tenían mucha más precisión, a pesar del balanceo y el cabeceo. Un tronco de palma que flotaba a trescientas yardas de distancia, por la amura de estribor, saltó por los aires con la primera descarga; y volvieron a darle, y los vivas se oyeron en la
Medusa
antes de que llegara a popa. La
Medusa
también se dedicó afanosamente a las prácticas durante una hora; y también a bordo de la
Medusa
muchos marineros se dedicaban a seleccionar las balas, cogiendo las más esféricas y quitándoles las partes oxidadas. Pero la
Medusa
empleaba la mayor parte del tiempo tratando de adelantar a la
Lively.
Había largado las juanetes antes de que la
Lively
hubiera quitado el último rizo de las gavias; y cuando el viento era más moderado, desplegó las alas y las sobrejuanetes, pero no ganó ni media milla y sólo consiguió perder dos botavaras. Los oficiales de la
Lively y el
velero la miraban con gran satisfacción, pero tras ésta se ocultaba una tremenda angustia: ¿llegarían a tiempo a la altura de Cádiz para interceptar a la escuadra española? Y suponiendo que lo consiguieran, ¿llegarían la
Indefatigable
y la
Amphion
a reunirse con ellos antes de la batalla? Los españoles tenían fama de valientes, aunque no de buenos marinos, y por otra parte, la desigualdad sería muy grande: una fragata de cuarenta cañones y tres de treinta y cuatro contra una de treinta y ocho y una de treinta y dos. Jack les había explicado estas cuestiones tácticas a los oficiales nada más abrir el sobre sellado con las órdenes, cuando ya no había peligro de que se comunicaran con tierra. En toda la fragata había la misma angustia por la posibilidad de que llegaran demasiado tarde; apenas había hombres a bordo que ignoraran lo que venía del río de la Plata, y a esos pocos —uno de Borneo y dos de Java— les decían: «Es oro, compañero. Eso es lo que embarcan en el río de la Plata: oro y plata en baúles y bolsas de cuero».
El viento fue amainando a lo largo del día y de la noche. Y en tanto que la cuerda de la corredera, en alguna ocasión, había salido fácilmente del carretel y bajado con rapidez, marcando doce o trece nudos, según el cabeceo, ahora, al amanecer del último día de septiembre hubo que tirar de ella suavemente y ayudarla a bajar, y el guardiamarina de guardia anunció con tristeza: «Dos y una braza, señor, con su permiso».
Un día de vientos flojos y variables, la mayoría en contra, silbando de proa a popa; y la respuesta a las plegarias llegó el jueves 2 de octubre, al soplar un viento favorable. Pasaron el cabo San Vicente ya avanzado el día, con las sobrejuanetes desplegadas y en compañía de la
Medusa,
y durante un tiempo hicieron prácticas con los cañones, a modo de saludo a aquel enorme cabo, que estaba situado a babor y apenas era visible desde el tope. Entonces el contramaestre vino a popa y habló con el primer oficial, y el señor Simmons frunció los labios con aire pensativo y luego cruzó hasta donde se encontraba Jack.
—Señor —dijo—, el contramaestre me ha hecho saber que los hombres, con el mayor respeto, quisieran que usted considerara si es aconsejable no disparar los cañones de proa.
—¿Ah, sí? —dijo Jack, que había advertido ya algunas miradas extrañas, cargadas de reproche—. ¿También piensan que es aconsejable dar doble ración de
grog?
—¡Oh, no, señor! —dijeron los sudorosos artilleros del cañón más cercano.
—¡Silencio! —gritó el señor Simmons—. No, señor. Lo que quieren decir es que… bueno, la opinión general es que disparar los cañones de proa hace disminuir la velocidad, y como tenemos tan poco tiempo…
—Bueno, tal vez tengan razón. Los teóricos no lo creen así, pero no correremos el riesgo. Que saquen los cañones de proa, hagan un simulacro de disparo y luego vuelvan a meterlos.
Por toda la cubierta aparecieron sonrisas satisfechas. Los hombres se secaron el sudor del rostro —había 80° F a la sombra de las velas—, se ajustaron el pañuelo alrededor de la cabeza, se escupieron las manos y se prepararon para elevar con el aparejo los monstruos de hierro y sacarlos y volverlos a meter en dos minutos y medio. Después de un par de andanadas y algunos disparos aislados, la tensión que había en el barco desde que doblara Finisterre, llegó de repente a su punto máximo. La
Medusa
hacía señales indicando que avistaba un barco a un grado por la aleta de babor.
—¡Arriba, señor Harvey! —le dijo Jack a un guardiamarina alto y delgado—. Y lleve el mejor catalejo del barco. El señor Simmons puede prestarle el suyo.
Subió y subió, con el catalejo colgando del hombro, hasta la estrellera y la ostaga; la pobre Cassandra difícilmente habría podido adelantarle. Y ahora su voz llegaba abajo flotando en el aire:
—¡Cubierta! ¡La
Amphion,
señor! ¡Creo que ha puesto un mastelero de velacho provisional!
Efectivamente, era la
Amphion,
y navegando de bolina les alcanzó antes de la caída de la noche. Ahora eran tres, y al día siguiente tuvieron la última reunión prevista, con el cabo de Santa María al noreste, a treinta millas de distancia, visible desde las cofas con aquella brillante luz.
Las tres fragatas, ahora bajo el mando de Sutton, que era el capitán de más antigüedad, se mantuvieron en facha todo el día, y en los topes se aglomeraban los telescopios, observando constantemente el mar por el oeste, el inmenso mar azul y agitado que se extendía hasta América, y en el que tal vez no había nada más que la escuadra española. Por la noche la
Indefatigable
se reunió con ellas, y el día 4 de octubre las fragatas se colocaron de manera que cubrieran la mayor área posible pero manteniéndose a una distancia desde la que pudieran verse las señales. Maniobraban en silencio, y las prácticas con los cañones se habían suspendido por miedo a que sirvieran de alarma. A bordo de la
Lively,
casi los únicos ruidos eran el chirrido de la muela al afilar hachas y picas en el castillo y el que hacía una brigada de artilleros quitando las partes oxidadas de las balas.
De un lado a otro, de un lado a otro, corriendo al primer toque de la campana del barco, cada media hora; hombres en todos los topes observando las otras fragatas por si hacían alguna señal, una docena de catalejos oteando el lejano horizonte.
—¿Te acuerdas de Anson, Stephen? —dijo Jack, cuando se paseaban por el alcázar—. Hizo esto durante semanas y semanas frente a Paita. ¿Has leído su libro?
—Sí. ¡Cómo desperdició las oportunidades!
—Dio la vuelta al mundo, volvió locos a los españoles y se apoderó de un galeón que venía de Manila, ¿qué más quieres?