Capitán de navío (66 page)

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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

* * *

Las uvas ya estaban maduras en Cataluña cuando el doctor Maturin, tras dejar al abad de Montserrat, atravesaba el país hacia el oeste, trotando en su mula. A su alrededor, los viñedos tenían aquel aspecto desolado que le resultaba familiar; las calles de los pueblos tenían un color rojo púrpura por los posos del vino y el aire caliente estaba cargado por la fermentación; era un año de frutos tempranos, un buen año. Por todas partes vendían melones, diez por un realillo; en Lérida había higos secándose al sol y naranjas doradas en los árboles. Luego, en Aragón, el otoño era más definido; y en el verde País Vasco, la lluvia, fuerte y pertinaz, le siguió incluso hasta la oscura playa solitaria donde permaneció esperando el bote, y las gotas caían de su capa empapada y desaparecían entre los guijarros, a sus pies.

El golpeteo de las olas al romper y su rumor al retirarse; y por fin el tenue sonido de los remos y una llamada con voz queda bajo la lluvia:

—Abrahán y su estirpe, eternidad.

—Wilkes y libertad.

—Echa el anclote, Tom.

Un golpe, salpicaduras; y luego, muy cerca de él oyó:

—¿Está usted ahí? Déjeme ayudarle. ¡Pero si está usted empapado!

—Es por la lluvia.

La lluvia salía a chorros de la cubierta del lugre; la lluvia cayó con fuerza aplastante sobre las olas a todo lo largo del Canal; la lluvia caía copiosamente sobre las calles de Londres, y salía a raudales de los canalones del Almirantazgo.

—¡Cómo llueve! —dijo el joven caballero con una bata de flores y un gorro de dormir cuando le recibió—. ¿Quiere darme su capa, señor, para extenderla junto al fuego?

—Muy amable, señor, pero puesto que sir Joseph no está, creo que seguiré hasta mi posada. He hecho un viaje muy largo.

—Lamento infinitamente, señor, que el
First Lord
y sir Joseph estén en Windsor, pero enviaré un mensajero enseguida si usted cree que el almirante Knowles no lo hará.

—Ésta es, en mi opinión, una decisión fundamentalmente política. Sería mejor esperar a mañana, aunque, sin duda, es un asunto urgente.

—Debían emprender el regreso esta noche, lo sé. Y por las órdenes que sir Joseph me dio, estoy seguro de no equivocarme si le invito a desayunar con él, a venir a su residencia oficial tan temprano como estime conveniente.

Grapes estaba profundamente dormido, oscuro, con los postigos cerrados, tan reacio a responder que parecía que todos habían muerto de la peste. Stephen se desesperaba ante la idea de que ya no le darían de comer y que pasaría la noche en el coche de alquiler o en el burdel.

—Tal vez sería mejor que probáramos en Hummums —dijo con tono cansado.

—Llamaré una vez más —dijo el cochero— a este condenado atajo de tercos dormilones.

Golpeó furiosamente los postigos con el látigo, y por fin hubo signos de vida en aquel húmedo vacío cuando una voz preguntó:

—¿Quién es?

—Es un caballero que quiere entrar a guarecerse de la lluvia —dijo el cochero—. Dice que no es una maldita sirena.

—¡Vaya, si es usted, doctor Maturin! —exclamó la señora Broad, abriendo la puerta entre crujidos y jadeos—. Pase. El fuego está encendido en su habitación desde el martes. ¡Dios mío, señor, está usted empapado! Déme su capa, señor… ¡Pesa una tonelada!

—Señora Broad —dijo Stephen, después de entregársela dando un suspiro—, tenga la amabilidad de darme un huevo y un vaso de vino. Estoy desfallecido de hambre.

Al ponerse un traje de franela propiedad del difunto señor Broad, observó su piel; estaba muy pálida, floja, empapada. La parte cubierta por la camisa y los calzoncillos, como por ejemplo, el estómago, tenía un tono azul grisáceo; la parte restante, el color índico de sus calcetines o el color tabaco del tinte de su chaqueta, que incluso había formado una mancha que parecía sangre en la punta de su cortaplumas.

—Aquí tiene el huevo, señor —dijo la señora Broad—, con un buen pedazo de jamón ahumado. Y estas cartas que han llegado para usted.

Se sentó junto al fuego, devorando la comida, con las cartas balanceándose sobre sus rodillas. En una la letra grande y clara de Jack; en la otra la de Sophie, redonda, desigual, pero con algunos trazos rectos que denotaban decisión.

«Esta carta estará emborronada por las lágrimas», decía Sophie, «pues aunque trato de que caigan en un lado de mi escritorio, me temo que algunas caerán sobre el papel, porque son muchas». En efecto, habían caído en el papel; la superficie de la carta era moteada e irregular. «La mayoría son lágrimas de pura felicidad, porque el capitán Aubrey y yo hemos hecho un pacto: nunca me casaré con otro ni él se casará con otra, nunca. Esto
no
es un compromiso secreto, que sería incorrecto, pero se parece tanto que pienso que mi mentalidad se ha vuelto muy flexible. Estoy segura de que usted notará la diferencia, aunque nadie más pueda distinguirla. ¡Qué feliz soy! ¡Y qué amable ha sido usted conmigo…!» «Sí, sí, querida…», pensó Stephen, saltando algunas frases largas en que expresaba su gratitud, algunas muy sentidas, y un relato pormenorizado de lo que ocurrió aquella vez que, detenidos por falta de viento frente a la isla de Wight una tarde de sábado «agradable y tranquila, mientras los simpáticos marineros cantaban y bailaban en el castillo con la chillona música del violín y el señor Dredge, un infante de marina, le enseñaba a Cecilia las estrellas», ellos habían hecho un pacto en la cabina, «… sí, sí, pero vaya al grano, se lo ruego. Quiero saber de esas otras lágrimas».

Fue al grano en el dorso de la tercera página. La señora Williams había montado en cólera a su regreso. Se preguntaba cómo al almirante Haddock se le había ocurrido una cosa así… Se asombraba de que su hija Sophie se hubiera exhibido con un hombre que, todos lo sabían, tenía dificultades económicas, que era un cazador de dotes, no cabía duda. ¿Acaso Sophia no sabía cuál era su sagrado deber respecto a su madre, una madre que había hecho innumerables sacrificios? ¿No conocía la religión? La señora Williams insistía en que aquella relación cesara inmediatamente y en que si ese hombre tenía la imprudencia de visitarla debía echarlo, aunque no creía que bajara a tierra. Estaba muy bien que hubiera capturado aquel pequeño barco francés y que su nombre hubiera salido en los periódicos, pero la principal obligación de un hombre era con sus acreedores y su cuenta bancaria. La señora Williams no se dejaba impresionar por esas cosas; en los periódicos nunca había aparecido el nombre de ninguno de
su
familia, gracias a Dios, excepto cuando se anunciaba su boda en
The Times.
¿Qué clase de marido sería un hombre que siempre que se le antojara se fuera a lugares lejanos y atacara a la gente de forma temeraria? Aunque algunos elogiaran a lord Nelson, ¿le gustaría a Sophie compartir la suerte de la pobre lady Nelson? ¿Sabía lo que una amante significaba? En cualquier caso, ¿qué sabían ellas del capitán Aubrey? Podría tener aventuras en los puertos, y gran cantidad de hijos naturales. La señora Williams estaba muy descontenta.

Allí habían caído muchas más lágrimas; la ortografía y la sintaxis estaban confundidas; dos líneas se habían borrado. «Pero esperaré siempre, si es preciso» era legible, y también «y estoy segura, completamente segura de que él hará lo mismo». Stephen aspiró con fuerza, echó un vistazo a las líneas que decían que «debía darse prisa o no alcanzaría el coche correo», sonrió al leer
«muy
afectuosamente, Sophie», y cogió la carta de Jack. La abrió dando un enorme bostezo, tumbado en la cama, con la vela cerca de la almohada, y fijó sus soñolientos ojos en ella.
«Lively,
en el mar. 12 de septiembre de 1804. Querido Stephen…» Septiembre 12; el día que Mendoza estaba en El Ferrol. Abrió mucho más los ojos, tratando de que se mantuvieran así. Las líneas le parecían más vivas, pero seguían bailando. «¡Dame la enhorabuena!» «Bueno, te la doy.» «Nunca adivinarás la noticia que voy a darte!» «¡Oh, sí, la adivino, amigo mío; por favor, no uses tantos signos de admiración.» «¡¡Tengo la mejor parte de una esposa!! Me refiero a su corazón.» Stephen aspiró con fuerza otra vez. Una descripción horriblemente tediosa del aspecto y las virtudes de la señorita Williams, a quien Stephen conocía mucho mejor que el capitán Aubrey. «Tan sincera… decidida… transparente, ya me entiendes… no te defrauda… no hace juramentos… es como un cañón de treinta y dos libras.» ¿Había comparado realmente a Sophie con un cañón de treinta y dos libras? Era perfectamente posible. ¡Cómo bailaban las líneas! «No debía hablar irrespetuosamente de su suegra putativa, pero…» ¿Qué pensaba Jack que quería decir «putativa»? «Sería completamente feliz si… barco… reúnete conmigo en Falmouth… Portsmouth… convoy… ¡Madeira! ¡Cabo Verde!… ¡Cocoteros!… debo darme prisa para no perder el coche correo.» Cocoteros, palmas inmensamente altas meciéndose, meciéndose…
Deus ex machina.

Ya era de día cuando se despertó de su profundo e ininterrumpido sueño. Se sentía feliz; pidió café, bollos y una copita de whisky. Leyó de nuevo las cartas mientras desayunaba, sonriendo y asintiendo con la cabeza, y bebió por ellos y su felicidad. Sacó sus papeles de un rollo de tela impermeable y permaneció allí sentado, decodificando y haciendo un resumen. Luego escribió en su diario: «La felicidad es un bien, pero si la suya debe conseguirse con años de espera y tal vez desgracia, entonces puede resultar demasiado cara. J. A. es mucho más viejo de lo que era, quizás todo lo maduro que su carácter le permite llegar a ser, pero es un hombre, y el celibato no es adecuado para él. Lord Nelson decía: «Cuando se ha pasado Gibraltar, todos los hombres se sienten como solteros». ¡Cuánto pueden conseguir el calor del trópico, las jóvenes sin escrúpulo, el hábito de comer en exceso y el instinto animal exacerbado! ¿Habrá una renovada pasión, un nuevo desafío de Diana? No, no. Si no aparece ningún
deus ex machina
en este momento crucial, todo terminará en una triste, larga, lamentable tragedia. Sé lo que es un compromiso largo, Dios es testigo. Pero, según tengo entendido, lord Melville está casi perdido; en este asunto hay hechos que no puede revelar, no puede defenderse ni, por tanto, tampoco sus amigos. Nota: He dormido más de nueve horas esta noche
sin tomar ni una sola gota.
Esta mañana he visto el frasco intacto en la chimenea; esto es insólito.

Cerró el diario, sonó la campanilla y dijo:

—Joven señora, tenga la amabilidad de llamar un coche.

Más tarde le dijo al cochero:

—Al Paseo de la Guardia montada.

Allí le pagó al cochero y luego se quedó mirando cómo se alejaba. Y después de dar una o dos vueltas se dirigió con rapidez a una pequeña puerta verde que daba a la parte trasera del Almirantazgo.

Todavía sir Joseph tenía espuma en sus rosadas mejillas cuando entró apresuradamente para rogarle que se sentara junto al fuego y le echara un vistazo al periódico, que se pusiera cómodo… Le subirían víveres enseguida… él no tardaría más que un momento.

—Estábamos muy preocupados por usted, doctor Maturin —dijo al volver, aseado y arreglado—. Mendoza fue capturado en Hendaya.

—No llevaba nada encima —dijo Stephen—, y el único secreto que podría revelar ya no tiene valor. España va a entrar en la guerra.

—¡Ah! —dijo sir Joseph, dejando a un lado su taza y mirándole muy serio—. ¿Es un compromiso firme?

—Lo es. Se han comprometido seriamente. Por eso me atreví a visitarle tan tarde ayer por la noche.

—¡Cómo me hubiera gustado estar aquí! ¡Cómo maldije Windsor cuando el mensajero nos alcanzó justo en Staines! Sabía que debía ser algo muy importante; el
First Lord
dijo lo mismo.

Stephen sacó su resumen del bolsillo y dijo:

—Están preparando sus fuerzas militares en El Ferrol y emplearán los barcos que tenían cuando se firmó el Tratado de San Ildefonso; aquí tiene una lista de los navíos. Los marcados con una cruz están ya listos para zarpar y llevan provisiones para seis meses. Estos son regimientos españoles estacionados en el puerto y sus alrededores, con una valoración de los oficiales al mando; el signo de interrogación junto a esos nombres indica que no doy mucho crédito a las observaciones respecto a ellos. Estos son los regimientos franceses que actualmente están avanzando —dijo, y le pasó la hoja.

—Perfecto, perfecto —dijo sir Joseph, mirando la hoja con avidez, pues prefería las listas, los números y la información concreta a las vagas impresiones y los rumores—. Perfecto. Esta información corresponde casi por completo a la que nos ha dado el almirante Cochrane.

—Sí —dijo Stephen—. Demasiado perfecto, quizás. Mendoza era un agente secreto, pero a sueldo, un profesional. Personalmente, no puedo garantizarla, aunque me parece que es muy fiable. Pero lo que sí puedo garantizar, lo que me indujo a intentar verle lo antes posible, es el acuerdo entre París y Madrid. Desde el mes de julio, Madrid ha estado bajo una creciente presión, como usted ya sabe; ahora Godoy ha cedido, pero se niega a declarar la guerra hasta que lleguen a Cádiz los barcos cargados de tesoros que vienen de Montevideo. Sin esa gran cantidad de dinero, España está al borde de la ruina. Los barcos en cuestión son fragatas de la Armada española: la
Medea,
de cuarenta cañones, y la
Fama,
la
Clara
y la
Mercedes,
de treinta y cuatro. Se dice que la
Fama
tiene extraordinarias características para la navegación; y de las otras se habla bien. La escuadra está al mando del contralmirante don José Bustamante, un oficial decidido y competente. El valor total de las monedas embarcadas en Montevideo era de cinco millones, y hay diez mil ochocientas monedas de ocho. Se espera que las fragatas arriben a Cádiz a principios de octubre, y en cuanto se sepa en Madrid que el tesoro ha llegado, habrá una declaración de guerra y el incidente de Sarastro será el motivo alegado. Sin este tesoro, Madrid estará en una situación tan difícil que un levantamiento en Cataluña, apoyado por los barcos que están frente a Tolón, tendría grandes probabilidades de triunfo.

—Doctor Maturin —dijo sir Joseph, agitando la mano—, le estamos infinitamente agradecidos. Tenía que suceder, tarde o temprano, como todos sabíamos… ¡Pero ahora que ha llegado el momento, la ocasión…! Todavía tenemos tiempo de actuar. Debo decírselo a lord Melville enseguida; seguramente querrá verle. El señor Pitt tiene que saberlo de inmediato… ¡Oh, cómo maldigo esa visita a Windsor!… Perdóneme un momento.

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