—Un poco de atención a la naturaleza en el mundo que recorrió con tanta despreocupación. Aparte de algunas observaciones muy superficiales sobre el elefante marino, apenas hay otras curiosas en el libro. Debería haber llevado con él a un naturalista.
—Si te hubiera llevado a ti a bordo, podría ser el padrino de media docena de pájaros con picos raros; pero, por otra parte, ahora tendrías noventa y seis años. No sé cómo soportaron sus hombres esta espera, pero terminó felizmente.
—Ni un pájaro, ni una planta, ninguna referencia a la geología… ¿Por qué no tocamos música después del té? He escrito una pieza que me gustaría que oyeras. Es una endecha, un lamento por la pérdida de Tir nan Og.
—¿Qué es Tir nan Og?
—La única parte digna de mi país; desapareció hace mucho tiempo.
—Esperaremos a que llegue la oscuridad, ¿de acuerdo? Entonces me reuniré contigo y nos lamentaremos todo lo que quieras.
Oscuridad. Una noche larga, larga y sofocante en la cubierta inferior y las cabinas, con poco sueño; muchos marineros, y también oficiales, daban una cabezada en cubierta o en las cofas. El día 5, ya antes del alba, se limpiaban las cubiertas —habían conseguido sin dificultad que los marineros se levantaran— y salía humo de la cocina, que el viento entablado del noreste alejaba; entonces el serviola de proa, el bendito Michael Scanlon, gritando tan fuertemente que podrían haberle oído en Cádiz, avisó que la
Medusa,
la última de la línea que formaban las fragatas en dirección norte, hacía señales indicando que cuatro grandes barcos se acercaban por el oeste cuarta al sur.
El cielo se hizo más claro por el este, y una luz dorada, desde el horizonte, iluminaba en lo alto las bandas de nubes; el mar blanquecino era cada vez más brillante; y allí estaban los barcos, navegando rumbo a Cádiz, como cuatro manchas blancas sobre la línea del horizonte.
—¿Son españoles? —preguntó Stephen al entrar en la cofa del mayor.
—Desde luego que lo son —dijo Jack—. Mira lo cortos que son los masteleros. Toma, aquí tienes mi catalejo. ¡Cubierta! ¡Todos preparados para virar!
En ese mismo momento, apareció en la
Indefatigable
la señal para virar y darles caza. Entonces Stephen inició su difícil descenso, sujeto por Jack, Bonden y un ayudante del contramaestre, y se agarraba con tanta fuerza a la coleta de éste que hacía que se le saltaran las lágrimas. Había preparado una serie de argumentos para el señor Osborne, pero quería repasarlos mentalmente antes de reunirse con él a bordo de la
Indefatigable,
cuyo capitán estaba al mando de la escuadra como comodoro. Mientras bajaba, el corazón le latía más aceleradamente de lo normal. Los barcos españoles se estaban agrupando, se hacían señales unos a otros; las negociaciones serían delicadas, realmente muy delicadas.
El desayuno fue frugal. El comodoro hizo una señal de llamada al doctor Maturin; y Stephen, con una taza de café en una mano y una rebanada de pan con mantequilla en la otra, esperaba a que bajaran el cúter. ¡Habían llegado a aproximarse tanto, tan repentinamente! Los barcos españoles ya habían formado la línea de batalla, amurados a babor con el viento abierto un grado, y estaban tan cerca que él podía ver sus amplias portas; todas estaban abiertas.
Las fragatas británicas, obedeciendo la señal de darles caza, habían abandonado la formación en línea, y la
Medusa,
que por estar más al sur, había quedado en primer lugar cuando habían virado, se acercaba navegando de bolina hacia la fragata que venía a la cabeza de la escuadra española; algunas yardas más atrás estaba la
Indefatigable,
aproximándose hacia la segunda fragata española, la
Medea,
con la insignia de Bustamante en el palo de mesana; luego la
Amphion;
y en último lugar, la
Lively.
Ésta trataba de acortar la distancia que la separaba del resto, y tan pronto como bajaron a Stephen al cúter, desplegó la juanete, cruzó la estela de la
Amphion
y se dirigió hacia la
Clara,
la última fragata de la línea de batalla española.
La
Indefatigable
dio una guiñada, puso en facha las gavias, subió a Stephen a bordo y siguió navegando. El comodoro, un hombre moreno, de expresión malhumorada y colérica, con los nervios de punta, le condujo abajo rápidamente y, mientras Stephen exponía los argumentos que persuadirían al almirante español de que se rindiera, le prestaba muy poca atención, tamborileaba con los dedos en la mesa y respiraba entrecortadamente por el nerviosismo y la ira. El señor Osborne, un hombre inteligente y sagaz asentía, mirando a Stephen a los ojos; asentía, escuchaba un nuevo punto y volvía a asentir, sin despegar los labios.
—… y por último —dijo Stephen—, convénzale por todos los medios posibles de tener un encuentro con nosotros para que podamos dar respuesta a objeciones imprevistas.
—Vamos, caballeros, vamos —dijo el comodoro, subiendo apresuradamente a cubierta.
Más y más cerca; al alcance de los cañonazos, con todas las banderas izadas; a tiro de mosquete, y en las cubiertas españolas se veían multitud de rostros; a tiro de pistola.
—¡Virar! —dijo el comodoro.
El timón giró, y la enorme fragata, entre el ruido de las órdenes, viró y se colocó a estribor del almirante, a veinte yardas por barlovento. El comodoro cogió la bocina y dijo:
—¡Disminuyan vela! —gritó, dirigiéndola hacia el alcázar de la
Medea.
Los oficiales españoles apenas hablaban entre sí; uno de ellos se encogió de hombros. Había un silencio sepulcral en toda la línea de batalla; sólo se oía el viento en la jarcia y las olas chocando suavemente.
—¡Disminuyan vela! —repitió, en voz todavía más alta.
No hubo ninguna respuesta, ningún signo. La fragata española continuaba navegando rumbo a Cádiz, que estaba a dos horas de distancia. Las dos escuadras navegaban en paralelo, deslizándose silenciosamente a cinco nudos, tan cerca que el pálido sol proyectaba la sombra de los mastelerillos españoles sobre las cubiertas inglesas.
—¡Disparar cruzando su proa! —dijo el comodoro.
El cañonazo cayó en el agua, delante de la
Medea,
a una yarda del pie de la roda, lanzando salpicaduras hacia atrás. Y como si el impacto hubiera roto aquel periodo de silencio e inmovilidad, a bordo de la
Medea
comenzó una inusitada actividad, se dieron órdenes y se cargaron las gavias.
—Haga todo lo que pueda, señor Osborne —dijo el comodoro—. Pero él tendrá que tomar su decisión en cinco minutos.
—Haga todo lo posible por traerle —dijo Stephen—. Y sobre todo, recuérdele que Godoy ha cometido traición, que ha entregado el reino a los franceses.
El bote se alejó; luego se detuvo junto a la fragata española y Osborne subió a bordo de ella, se quitó el sombrero y le hizo una inclinación de cabeza al crucifijo, al almirante y al capitán, por este orden. Entonces se le vio bajar con Bustamante.
Ahora el tiempo pasaba con lentitud. Stephen estaba de pie junto al palo mayor, con las manos tras la espalda, fuertemente unidas. Detestaba a Graham, el comodoro; detestaba lo que iba a ocurrir. Trataba con todas sus fuerzas de seguir e influir en la discusión que se celebraba muy cerca de allí. ¡Si Osborne pudiera traer a Bustamante a bordo, habría grandes posibilidades de llegar a un acuerdo!
Miró de un lado a otro de la línea de batalla mecánicamente. Por delante de la
Indefatigable,
la
Medusa
permanecía junto a la
Fama,
meciéndose suavemente; por detrás de la
Medea,
la
Amphion
se había desplazado hasta situarse a sotavento de la
Mercedes,
y detrás estaba la
Lively,
a barlovento de la
Clara.
Incluso alguien con ojos inexpertos como Stephen se daba cuenta de que los españoles estaban muy preparados para el combate, pues no tiraban al mar apresuradamente barriles, gallineros y ganado para dejar libres las cubiertas, algo que había visto tan a menudo en el Mediterráneo. Cada brigada de artilleros esperaba inmóvil junto a su cañón; y el humo de las mechas retardadas formaba una fina niebla azulada sobre la larga fila de cañones.
Graham se paseaba de un lado a otro con paso ágil, de ritmo desigual.
—¿Va a tardar toda la noche? —dijo en voz alta, mirando a un marinero de guardia que estaba cerca—. ¿Toda la noche? ¿Toda la noche?
Un cuarto de hora interminable; y mientras tanto sentían el olor acre de las mechas que ardían. Otra docena de paseos y ya el comodoro no podía soportar más.
—¡Un disparo de advertencia al bote! —gritó, y de nuevo un cañonazo cruzó la proa de la
Medea.
Osborne apareció en la cubierta española, se deslizó hasta el bote, y subió a bordo de la
Indefatigable,
sacudiendo la cabeza. Tenía la cara pálida y una expresión tensa.
—El almirante Bustamante le presenta sus respetos, señor —le dijo al comodoro—, pero no acepta su propuesta. No permite que se le detenga. Casi cedió cuando le hablé de Godoy —se dirigía a Stephen—, le odia.
—Déjeme ir allí, señor —dijo Stephen—. Todavía hay tiempo.
—No, señor —dijo el comodoro, con una mirada furiosa—. Él ya ha tenido tiempo. Señor Carroll, cruzaremos por su proa.
—¡Brazas a sotavento…!
El grito fue ahogado por la impresionante andanada que la
Mercedes
le disparó a la
Amphion.
—Haga la señal de entrar en combate —dijo el comodoro.
Y la inmensa bahía retumbó con el estallido de cien cañones. Enseguida se formó una espesa cortina de humo que ascendía y se desviaba hacia el suroeste, y en medio de ella se sucedían los fogonazos de los disparos como relámpagos. Un enorme estrépito, un fuerte estremecimiento. Stephen estaba de pie cerca del palo mayor, con las manos tras la espalda, mirando a su alrededor; tenía un horrible sabor a pólvora en la boca y sentía nacer en su pecho la misma ferocidad que le provocaba una corrida de toros, los entusiastas vivas de las brigadas de artilleros le molestaban. Entonces los vivas fueron acallados, ahogados, aniquilados por un estallido tan fuerte que anuló el pensamiento y casi la conciencia: la
Mercedes
había disparado, lanzando un surtidor de brillantes luces anaranjadas que llegaron hasta el cielo.
Una lluvia de palos y trozos de madera sin forma definida caía desde la nube de humo, una cabeza fue arrancada, y antes de que terminaran de caer, volvieron a tronar los cañones. La
Amphion
se había colocado a sotavento de la
Medea,
y el barco español estaba entre dos fuegos.
Un viva tras otro, fuego nutrido, y los grumetes servidores de pólvora corrían sin parar para que no se interrumpiera. Vivas, y luego un grito más fuerte, muy diferente, un grito exultante: «¡Se ha rendido! ¡El almirante se ha rendido!».
El fuego disminuía a lo largo de la línea de batalla. Sólo la
Lively
disparaba todavía insistentemente a la
Clara,
en tanto que la
Medusa
lanzaba algunos cañonazos a la lejana
Fama,
que después de haberse rendido había arribado y ahora navegaba velozmente hacia sotavento con gran despliegue de velamen.
Pocos minutos después, la
Clara
arrió su bandera. La
Lively
se adelantó y se abordó con la
Indefaligable,
y Jack le gritó al comodoro:
—Enhorabuena, señor. ¿Puedo llevar a cabo la persecución?
—Gracias, Aubrey—dijo el comodoro—. Persígala con todas sus fuerzas; tiene el tesoro a bordo. Vaya a toda vela; todos nosotros sufrimos daños.
—¿Puede venir el doctor Maturin conmigo, señor? Mi cirujano está a bordo de la presa.
—Sí, sí. Echen una mano, vamos. No la deje escapar, Aubrey, ¿me ha oído?
—Sí, sí, señor. Rápido, a recibir el cúter.
—La
Lively
viró, pasó rozando el bauprés de la dañada
Amphion
y se apartó de ella, con las juanetes desplegadas y las escotas cazadas, rumbo al suroeste. La
Fama,
sin daños en los mástiles ni en la jarcia, ya estaba a tres millas de distancia, dirigiéndose a una zona de aguas más profundas, donde poder encontrar un viento más fuerte que le permitiera llegar hasta Canarias o volver hacia atrás y virar hacia Algeciras de noche.
—Bueno, mi querido Stephen —dijo Jack, empleando toda su fuerza para subirle a bordo—, esa ha sido una buena escaramuza, ¿eh? Espero que no haya habido huesos rotos. Todo salió bien, ¿verdad? ¡Vaya! Tienes la cara negra por el humo de la pólvora. Vamos, ve abajo a lavarte, en la sala de oficiales te prestarán una jofaina, pues la cabina aún no está arreglada. Continuaremos con el desayuno tan pronto como el fuego de la cocina esté de nuevo encendido. Me reuniré contigo cuando hayamos anudado y ayustado lo que haya sufrido más daño.
Stephen le miró con curiosidad. Estaba muy derecho, parecía haber crecido e incluso tener una luz a su alrededor.
—Era una acción necesaria.
—Claro que lo era —dijo Jack—. No sé mucho de política, pero me parece que era una acción condenadamente necesaria. No, no quiero decir eso —Stephen había fruncido la boca y apartado la mirada—, me refiero a que ella nos disparó, y si no le hubiéramos contestado, nos habríamos encontrado en un terrible apuro, no cabe duda. Con la primera andanada desmontó dos cañones. Aunque —se reía entre dientes— era necesaria en el otro sentido también. Anda, vete abajo y me reuniré contigo enseguida. No le daremos alcance —señalaba la distante
Fama—
mucho antes de mediodía, si lo conseguimos.
Stephen bajó a la enfermería. Había presenciado varias batallas, pero esa era la primera vez que oía risas en aquel lugar donde los hombres pagaban por lo ocurrido en cubierta. Los dos ayudantes del señor Floris y tres pacientes estaban sentados en baúles alrededor de la mesa de los guardiamarinas, donde habían acabado de entablillar y vendar al cuarto paciente, que tenía una simple fractura de fémur. Éste les contaba cómo a causa de la prisa había dejado la varilla dentro del cañón y había sido disparada contra el costado de la
Clara
y que el señor Dashwood, al verla allí clavada había dicho en tono sarcástico: «Se la deberían descontar de la paga, Bolt, maldito cerdo».
—Buenos días, caballeros —dijo Stephen—. Puesto que el señor Floris no está a bordo, vengo a ver si puedo serles útil.
Los ayudantes del cirujano dieron un salto; adoptaron una expresión muy grave, procuraron esconder la botella y le dieron las gracias encarecidamente pero dijeron que como resultado de la batalla los únicos heridos eran aquellos hombres: dos heridas por astillas, superficiales, otra de bala de mosquete y ese fémur.