Capitán de navío (51 page)

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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Fue andando hasta New Place. A juzgar por la tímida mirada que había acompañado el «no está en casa», estaba convencido de que podría ver la luz de Diana. Allí arriba brillaba la luz débilmente tras las cortinas; lo comprobó dos veces, pasando de un lado a otro del camino. Luego, dando un rodeo por detrás de las casas, llegó a una callejuela que pasaba por detrás de New Place. Las cercas alrededor de las zonas sin cultivar no fueron un obstáculo; pero en el muro de los patios interiores, fue necesario pasar con la capa por encima de los cristales rotos del borde, por eso tuvo que correr y saltar con más agilidad. Al bajar al patio, el ruido del mar cesó de repente. El silencio era absoluto, profundo, y él permaneció inmóvil bajo el rocío, entre los lirios. Poco a poco el silencio fue menos profundo y se oyeron ruidos en el interior de la casa: llegaban conversaciones desde diversas ventanas y alguien cerraba las puertas y los postigos del piso inferior. Entonces se oyeron en el camino pasos fuertes y rápidos, y roncos ladridos; era Fred, el mastín, que andaba suelto por el jardín y el patio durante la noche y dormía en el invernadero. Pero Fred era un animal callado y conocía al capitán Aubrey, así que pasó el húmedo hocico por su mano y no ladró más. No obstante, no estaba completamente tranquilo, y desde que Jack llegó por fin al sendero cubierto de musgo, le siguió, gruñendo y empujándole por la parte de atrás de las rodillas, hasta que llegó a la casa. Jack se quitó la capa, la dobló, la puso en el suelo y luego puso el sable al lado. Enseguida Fred se echó encima de la capa y se quedó custodiando ambas cosas.

Desde hacía muchos meses, un constructor estaba sustituyendo las tejas de New Place; la improvisada grúa, hecha con una polea, sobresalía del antepecho, y todavía tenía la cuerda, que estaba enganchada a un cubo. Jack fijó los extremos y probó la cuerda, luego tomó impulso y comenzó a subir. Arriba, una mano tras la otra; pasó la biblioteca, donde el señor Lowndes escribía sentado en su escritorio; pasó una ventana que daba a la escalera y siguió hacia el antepecho. Desde allí a la ventana de Diana sólo había unos pasos. Pero a mitad de camino del antepecho, reconoció la risa fuerte y alegre de Canning, una especie de graznido que aumentaba de tono partiendo de uno muy grave, una risa tan peculiar que no podía confundirse. A pesar de eso, siguió hasta el final. Y allí estaba, sentado en el antepecho, desde donde veía en diagonal toda la habitación. Aspiró profundamente tres veces, mientras pensaba en irrumpir en ella; todo en la habitación iluminada era muy real, sus rostros, cuyas expresiones acentuaba la luz de las velas, su gran animación y su candor por ignorar que había allí una tercera persona. Pero la vergüenza, la tristeza y un tremendo cansancio aplacaron su ímpetu, lo apagaron por completo. No sentía rabia ni pasión; se habían ido y no había nada para ocupar su lugar. Se alejó unos pasos para no ver ni oír nada más, y después de unos instantes caminó hasta la grúa y buscó la cuerda; mecánicamente apretó los dos cabos, se agarró a la cuerda como lo hacían los marineros y se lanzó a la oscuridad, y bajó, bajó, bajó, perseguido por aquella estruendosa y divertida risa.

* * *

Stephen pasó la mañana del viernes escribiendo, codificando y decodificando. Rara vez había trabajado tan rápido y tan bien, con la agradable sensación de que había hecho una descripción clara de una situación compleja. Por razones morales, se había abstenido de tomarse su medicina habitual y había pasado la mayor parte de la noche con la mente lúcida. Cuando terminó de atar todos los cabos, puso doble envoltura a sus documentos, escribió: «Capitán Dundas» en la exterior y luego volvió a su diario. «Éste es, quizás, el último acto independiente. Es quizás la única forma de vivir bien, sin preocupaciones, sin perder el interés pero sin compromiso, con libertad, una libertad que casi nunca he conocido. Es la vida en su más pura forma, admirable en todos los aspectos, sólo por el hecho de que no es vivir, tal como entiendo yo la palabra. ¡Y cómo cambia el transcurso del tiempo! Los minutos y las horas se alargan; hay tiempo libre para ver pasar el presente. Iré andando hasta el castillo de Walmer, atravesando las dunas; el tiempo parece infinito en ese paraje arenoso».

Jack también pasó algún tiempo sentado en su escritorio, pero cerca de mediodía fue llamado al buque insignia.

«Le he cansado un poco, listillo», pensó el capitán Harte, mirándole con satisfacción. Entonces le dijo:

—Capitán Aubrey, tengo órdenes para usted. Tiene que ir a Chaulieu. El
Thetis
y el
Andrómeda
dieron caza a una corbeta y la llevaron al puerto. Se cree que es la
Fanciulla.
También se dice que numerosas cañoneras y pramas se preparan para colocarse a lo largo de la costa. Debe tomar las medidas pertinentes para proteger su barco, destruir esas embarcaciones e inutilizar la corbeta. Y es esencial hacerlo con celeridad, ¿me ha entendido?

—Sí, señor. Pero es mi deber decirle que es necesario llevar el
Polychrest
a la dársena, que aún faltan veintitrés hombres para completar su dotación, que le entran dieciocho pulgadas de agua en calma chicha y que su abatimiento hace la navegación costera sumamente peligrosa.

—¡Tonterías, capitán Aubrey! Mis carpinteros dicen que puede muy bien seguir navegando un mes más. Y en cuanto al abatimiento, todos lo tienen; los barcos de los franceses tienen abatimiento, pero ellos no temen entrar y salir de Chaulieu.

En caso de que la indirecta no hubiera sido suficientemente clara, repitió la última frase poniendo énfasis en la palabra «temen».

—¡Oh, por supuesto, señor! —dijo Jack con total indiferencia—. Solamente he hablado, como he dicho, por considerarlo mi deber.

—Supongo que querrá las órdenes por escrito.

—No, gracias, señor. Creo que podré recordarlas muy fácilmente.

Cuando volvía al barco, se preguntaba si Harte comprendía qué tipo de servicio era el que exigía al
Polychrest
y que las órdenes eran como una sentencia de muerte; no era un verdadero marino. Por otra parte, tenía bajo su mando otros navíos mucho más adecuados para pasar por el intrincado la Punta del Raz y sus fondeaderos; el
Aetna
y el
Tartarus
lo harían admirablemente. Ignorancia y malicia a partes iguales, fue la conclusión de Jack. Además, seguramente Harte esperaba que él se negaría a cumplir las órdenes, que insistiría en una inspección y arruinaría así su carrera. Y si era ese su propósito, por lo que se refería al
Polychrest,
había escogido bien el momento. «Pero, ¿qué importancia tiene?», pensó mientras subía por el costado, con una expresión tranquila, confiada. Dio las órdenes pertinentes y pocos minutos después la bandera de salida apareció en la punta del mastelero de velacho, acompañada por un cañonazo para atraer la atención hacia ella. Stephen oyó el cañonazo, vio la señal y se apresuró a volver a Deal.

Había otros tripulantes del
Polychrest
en tierra: el señor Goodridge, Pullings, que visitaba a su novia, Babbington, con sus amantísimos padres, y algunos hombres de permiso. Se reunió con ellos en la playa de guijarros, donde estaban tratando de conseguir un bote a buen precio, y a los diez minutos ya estaba de vuelta en su cabina, con aquel olor a humedad, libros, medicamentos y agua de sentina. Apenas había acabado de cerrar la puerta cuando una serie de lazos inadvertidos por él comenzaron a atarle, convirtiéndole de nuevo en un concienzudo cirujano naval que se enfrentaba a la compleja vida diaria con muchos hombres más.

Por una vez el
Polychrest
viró a babor y arribó perfectamente en pleamar. Gracias al suave viento de través dobló el cabo South Foreland costeando, y cuando se dio la voz de rancho ya se divisaba Dover. Stephen salió de la enfermería, subió a cubierta por la escotilla de proa y se dirigió al castillo. Cuando llegó allí, la conversación cesó por completo, y notó que Plaice y Lakey tenían una mirada extraña, hosca, recelosa. Se había acostumbrado a la actitud reservada que Bonden, como timonel del capitán, había mostrado en los últimos días, y suponía que Plaice la había adoptado también por sus lazos familiares, pero le sorprendía verla en Lakey, un hombre comunicativo, alegre y de buen corazón. Enseguida volvió abajo, y estaba atendiendo al señor Thompson cuando oyó: «¡Todos a virar!». Y el
Polychrest
puso rumbo a alta mar. Se sabía que debían cruzar el Canal y entrar en un puerto francés; unos decían que era Wimereux, otros que Boulogne, y algunos que el lejano Dieppe; pero cuando se sentaron a cenar corrió la noticia de que su destino era Chaulieu.

Stephen nunca había oído mencionar aquel lugar. Smithers (que había recobrado su buen humor) lo conocía muy bien:

—Mi amigo, el marqués de Dorset, iba siempre allí con su barco de recreo en periodos de paz, y me rogaba insistentemente que fuera con él. Me decía: «Sólo se tarda un día y una noche en mi cúter. Deberías venir, George. No podemos pasar sin ti y sin tu flauta».

El señor Goodridge, pensativo y circunspecto, no aportó nada a la conversación. Después de que se hicieran comentarios sobre los barcos de recreo, su extraordinario lujo y sus excelentes características para la navegación, el señor Smithers volvió a hablar con aire triunfante de sus amigos que poseían barcos de recreo y de la profunda devoción que sentían por él; luego se habló de la aburrida temporada de ópera de Londres y la dificultad para mantener a los debutantes a una prudente distancia. Una vez más Stephen notó que todo eso le gustaba a Parker, que aunque era un hombre de una familia respetable y, por su forma de comportarse, un tipo duro, animaba a Smithers al escucharle atentamente, como si cogiera algo de aquello para él. Este hecho le sorprendía, pero se animaba por ello; se inclinó sobre la mesa y le dijo en voz baja al segundo oficial:

—Señor Goodridge, le agradecería que me hablara de ese puerto.

—Venga conmigo, doctor —dijo el segundo oficial—. Tengo las cartas marinas desplegadas en mi cabina. Será más fácil explicarle las cosas con esos bancos de arena ante nuestra vista.

—Éstos, según creo, son los bancos de arena —dijo Stephen.

—Exactamente. Esos números indican la profundidad con pleamar y bajamar; y en rojo aparecen las zonas que están por encima de la superficie.

—Un peligroso laberinto. No sabía que podía acumularse tanta arena en un mismo lugar.

—Bueno, es por las corrientes, ¿ve usted? —son muy rápidas en el cabo Noir y Prelleys— y los ríos. En la antigüedad, éstos debían de ser muy grandes, a juzgar por la gran cantidad de limo que han arrastrado.

—¿Tiene un mapa más grande, que tenga aspectos más generales?

—Justo detrás de usted, señor, según el obispo Ussher.

Ese mapa se parecía más a los que él estaba acostumbrado a ver: mostraba el lado francés del Canal, la costa que se extendía casi de norte a sur desde Etaples hasta un poco más abajo de la desembocadura del Risle, desde donde se desviaba hacia el oeste tres o cuatro millas, formando una pequeña bahía o, más bien, un entrante alargado que terminaba por el oeste frente a la isla Saint Jacques —una pequeña isla en forma de pera a quinientas yardas de la costa— y volvía a seguir hacia el sur y salía de la página en dirección a Abbeville. En la punta del entrante, donde la costa comenzaba a desviarse hacia el oeste, había un rectángulo marcado como «Torre cuadrada», y nada más, ni siquiera un caserío, en una distancia de una milla hacia el oeste. Entonces un cabo entraba unas doscientas yardas en el mar y encima de él había una estrella y el nombre Fortaleza Convention. Tenía la misma forma que la isla; pero, en este caso, la pera no había caído, continuaba unida a tierra firme. Las dos peras, Saint Jacques y Convention, estaba separadas por menos de dos millas, y entre ellas, en la desembocadura de un riachuelo llamado Divonne, estaba Chaulieu. Había sido un puerto importante en la Edad Media, pero se había enarenado, y los enormes bancos de arena habían contribuido aún más a que su actividad cesara. No obstante, tenía sus ventajas; la isla lo protegía de los vientos del oeste y los bancos de los del norte, y las fortísimas corrientes mantenían limpios el fondeadero interior y el exterior. Desde hacía algunos años, el gobierno francés había comenzado la limpieza del puerto, la construcción de un gran rompeolas para protegerlo por el noreste y la profundización de los canales. El trabajo había continuado durante la Paz de Amiens, ya que Chaulieu, una vez recuperado, sería un puerto importante para la flotilla invasora de Bonaparte, cuyas embarcaciones saldrían de todos los puertos a partir de Biarritz, e incluso de todas las aldeas de pescadores donde fueran capaces de construir un lugre, para dirigirse a sus puntos de reunión: Etaples, Boulogne, Wintereux y otros. Había ya más de dos mil pramas, cañoneras y transportes de guerra, y una docena de ellos se habían construido en Chaulieu.

—Aquí es donde están las gradas —dijo Goodridge, señalando la desembocadura del riachuelo—. Y aquí es donde están haciendo la mayor parte del dragado y la cantería, justo por el interior del rompeolas del puerto. Esto impide prácticamente su utilización por el momento, pero a ellos no les importa. Pueden permanecer en el fondeadero interior al abrigo de Convention o en el exterior protegidos por Saint Jacques, a menos que sople el viento del noreste. Y ahora que lo pienso, creo que tengo un libro con mapas desplegables. Sí, aquí lo tiene.

Le ofreció un extraño volumen en cuyas páginas aparecían trozos de la costa, media docena en cada una, vistos desde alta mar. Era una costa baja, sin relieve, en la que había dibujadas dos curiosas elevaciones blanquecinas, una a cada lado del pueblecito, ambas de mucha altura y ambas, como pudo ver al mirarlas más de cerca, rematadas por la inconfundible mano del laborioso y ubicuo Vauban.

—Vauban —dijo Stephen— es como el almíbar en un bizcocho: un poco es estupendo, pero puede llegar a ser empalagoso. Ha puesto esos dibujos como pimenteros desde Alsacia hasta el Rosellón.

Volvió a mirar el mapa. Ahora veía con claridad que el fondeadero interior, que se extendía desde el mismo puerto, por el noreste, hasta después de la fortaleza en el cabo Convention, estaba protegido por dos largos bancos de arena, a media milla de la costa, que se llamaban West Anvil y East Anvil; también observaba que el fondeadero exterior, paralelo al primero, pero del otro lado de los dos bancos, estaba protegido por el este por la isla y por el norte por el banco Old Paul. Los dos excelentes fondeaderos cruzaban la página diagonalmente, desde la esquina de abajo a la izquierda, hasta la esquina de arriba a la derecha, separados por los dos bancos; pero el fondeadero interior tenía poco más de media milla de ancho por dos de largo, mientras que el exterior era muy amplio, el doble de su tamaño.

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