Capitán de navío (48 page)

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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

—¿Qué es el
pis aller?

—El último recurso. Lo que uno acepta cuando no puede conseguir nada mejor. Esa es mi única esperanza.

—Es usted demasiado humilde. ¡Desde luego que lo es! Estoy segura de que se equivoca. Créame Stephen; después de todo, soy una mujer.

—Además, soy católico, ¿sabe? Y papista.

—Eso no importa, y mucho menos a ella. De todos modos, los Howard son católicos; la señora Fizherbert es católica.

—¿La señora Fizherbert? ¡Qué extraño que usted la mencione! Bueno, tengo que irme, querida. Gracias por preocuparse tanto de mí. ¿Puedo escribirle otra vez? ¿No le han causado algún disgusto mis cartas?

—No. No las he mencionado.

—Pero no escribiré hasta dentro de un mes más o menos, y quizás pase por Mapes después. ¿Cómo están su madre y sus hermanas? ¿Me permite preguntarle por el señor Bowles?

—Están muy bien, gracias. Y por lo que se refiere a él —dijo, y la ira se reflejó en sus serenos ojos grises—, le mandé a paseo. Se puso impertinente. Me dijo: «¿Acaso tiene depositado su afecto en otra persona?». Le contesté: «Sí, señor, así es». Y me dijo: «¿Sin el consentimiento de su madre?». Entonces le pedí que abandonara la sala inmediatamente. Es el paso más atrevido que he dado en mucho tiempo.

—Sophie, soy su más humilde servidor —dijo Stephen, poniéndose de pie—. Por favor, transmita mis saludos al almirante.

—Demasiado humilde, demasiado humilde —dijo Sophie, ofreciéndole la mejilla.

* * *

En la playa de Cork una embarcación esperando la luna, la subida de la marea. Por las tórridas montañas peladas, que lanzaban destellos por el sol, iba una muía a paso ligero entre los palmitos. El señor Esteban Maturin y Domanova besó los pies del reverendo abad de Montserrat y le pidió audiencia. Un camino tortuoso e interminable. El inhóspito paisaje de Aragón, un despiadado sol, el polvo del camino; cansancio, terrible cansancio, y duda. ¿Qué era la independencia sino una palabra? ¿Qué importancia tenía una forma de gobierno? ¿Libertad? ¿Para hacer qué? Suciedad; y tanto cansancio que cabalgaba inclinado sobre la silla, casi sin poder mantenerse montado. Un chubasco en Maladeta, y por todas partes el olor a tomillo; águilas volando alto, revoloteando bajo las nubes que presagiaban tormenta. «Mi mente está tan confusa que sólo puedo pasar a la acción directa. Un aparente avance que, en realidad, es una huida», se dijo.

La playa solitaria; destellos de faroles en lontananza, un mar infinito. De nuevo Irlanda, con tantos recuerdos en cada rincón. «¡Si pudiera desprenderme de una parte de mis recuerdos, tal vez tendría más cordura! Esto va por ti, Villiers, cariño mío», pensó Stephen al beberse el segundo vaso de láudano. El barco correo en el puerto de Holyhead; doscientas setenta millas, fuerte balanceo, sueño, despertar en otro país. Lluvia y más lluvia; durante la noche, voces que hablaban en galés. Londres. La presentación de su informe, procurando quitar las trazas de altruismo, necedad, mero entusiasmo, egoísmo, deseo de violencia y rencores personales, y procurando también dar la imposible respuesta sencilla a la pregunta: «¿Va España a aliarse con Francia en contra de nosotros, y si es así, cuándo?». Y otra vez estaba en Deal, sentado en el acogedor Rose and Crown, observando los barcos frente a los
downs
y bebiendo una taza de té. Curiosamente, se sentía alejado de aquel escenario tan conocido; los uniformes que pasaban frente al mirador donde estaba le resultaban muy familiares, pero le parecía que pertenecían a otro mundo, un mundo algo distante en el que sus habitantes, que caminaban, hablaban y reían al otro lado del cristal, habían enmudecido y habían perdido el color y su esencia real.

Pero sin que lo advirtiera, el buen té (un colagogo incomparable), el bizcocho, la comodidad de su sillón, la tranquilidad y la relajación después de semanas y meses de viajar incesantemente y con mucha prisa —con tensión, peligro y recelo—, iban introduciéndole de nuevo en aquel cuadro, uniéndole de nuevo a aquella vida de la que había sido parte integral. Le habían tratado muy bien en el Almirantazgo; un caballero enviado por el Foreign Office, ya mayor, muy cortés, inteligente y sagaz, le había alabado mucho; y lord Melville le había expresado repetidamente su gratitud y el deseo de demostrarle su estima y su reconocimiento de alguna forma, señalando que cualquier nombramiento o cualquier petición del doctor Maturin sería considerada desde el punto de vista más favorable. Estaba recordando la escena, mientras bebía a sorbos el té y sentía en su interior pequeños ruidos y una agradable sensación, cuando vio a Heneage Dundas detenerse en la acera, protegerse los ojos del sol con la mano y mirar hacia dentro por la ventana, seguramente buscando a un amigo. Su nariz se pegó al cristal y la punta se aplastó hasta formar un disco blanco. «Parece la parte inferior de un gasterópodo», pensó Stephen, y después de observar unos instantes cómo cambiaba su contacto con la superficie, atrajo la atención de Dundas y le pidió por señas que entrara y se tomara una taza de té y un pedazo de bizcocho.

—No le he visto en los últimos meses —dijo Dundas en tono amistoso—. Pregunté por usted varias veces, cada vez que el
Polychrest
estaba en el puerto, y me dijeron que se había ido con permiso. ¡Qué moreno se ha puesto! ¿Dónde estaba?

—En Irlanda, por aburridos asuntos familiares.

—¿En Irlanda? Me asombra usted, porque siempre que he ido a Irlanda estaba lloviendo. Si no me hubiera dicho el lugar, habría jurado que estuvo usted en el Mediterráneo. Ja, ja, ja! Bueno, pregunté por usted varias veces porque tenía algo importante que decirle. Excelente bizcocho, ¿verdad? Lo que más me gusta con una taza de té es precisamente un trozo de bizcocho bien hecho.

Después de este prometedor comienzo, Dundas enmudeció repentinamente. Era obvio que tenía algo importante que decir pero no sabía cómo expresarlo o no con la suficiente claridad. ¿Querría pedirle dinero prestado? ¿Tenía alguna enfermedad que le preocupaba?

—Siente usted un especial afecto por Jack Aubrey, doctor Maturin, ¿no es así?

—Si, le tengo una gran simpatía, sin duda.

—Yo también. Yo también. Fuimos compañeros de tripulación desde antes de ser clasificados guardiamarinas, participamos juntos en media docena de misiones. Pero no me escucha, ¿sabe? No me presta atención. Tal vez porque soy más joven que él; pero, además, hay cosas que no se le pueden decir a un hombre. Lo que quería decirle es que, si le fuera posible, le diera usted a entender que está… no diría que arruinando su carrera pero sí navegando casi contra el viento. No ayuda a los convoyes… ha habido quejas… atraca frente a los
downs
cuando el tiempo no es muy malo. Y la gente tiene una idea bastante clara de cuál es la razón, y eso no está bien visto, no en Whitehall.

—Quedarse en el puerto no es una práctica ajena a la Marina.

—Sí, lo sé. Pero es una práctica restringida, de almirantes que ya han participado en dos batallas navales y tienen un título de nobleza, no de capitanes. No es correcto, Maturin, le ruego que se lo diga.

—Haré lo posible. Sabe Dios cuál será el resultado. Gracias por esta prueba de confianza, Dundas.

—El
Polychrest
estaba doblando el cabo de South Foreland; vi desde el
Goliath
que no podía virar por avante y tenía que hacerlo en redondo. Había cruzado para tratar de encontrarse con las lanchas francesas de Etaples. Conseguirá doblar cuando la brisa marina amaine; pero por Dios que el abatimiento de ese barco es enorme. No debería estar navegando.

—Tomaré un bote y le alcanzaré —dijo Stephen—. Estoy impaciente por ver otra vez a mis compañeros de tripulación.

Le recibieron con amabilidad, con mucha amabilidad, pero estaban ocupados, ansiosos y agotados. Las dos guardias estaban en cubierta para amarrar el
Polychrest,
y mientras les miraba trabajar, Stephen comprendió que el ambiente del barco no había mejorado. ¡Nada más lejos de eso! Sabía lo suficiente de la mar para distinguir entre una tripulación dispuesta y un grupo de hombres ariscos y malhumorados a quienes había que empujar. Jack estaba en la cabina escribiendo su informe y Parker tenía a su cargo la cubierta. ¿Estaría trastornado? Daba una sarta de órdenes a voz en cuello, lanzando amenazas e insultos acompañados de patadas y golpes aún más violentos que cuando Stephen se había ido del barco. Había algún rasgo de histerismo, no cabía duda. A su espalda, no muy lejos, estaba dando voces el sustituto de Macdonald, un joven robusto, rubio, de piel rosada y labios pálidos y gruesos. Sólo podía imponer su autoridad a los soldados, pero lo conseguía por su gran actividad, pues saltaba de un lado para otro con la vara como si saliera de una caja sorpresa.

Cuando llegó abajo, su impresión se confirmó. Su ayudante, el señor Thompson, tal vez no tenía muchos conocimientos ni habilidad —había intentado hacerle una litotomía a Cheseldon y la zona alrededor de la herida tenía un horrible aspecto gangrenoso— pero no parecía ser violento, ni mucho menos despiadado; sin embargo, cuando hicieron la ronda para ver a los pacientes no hubo ni una sonrisa; respuestas correctas, pero ningún tipo de intercambio, ninguna muestra de amabilidad, excepto por parte de un ex tripulante de la
Sophie,
un polaco llamado Jackrusckie, que de nuevo tenía molestias a causa de su hernia. Aunque se expresaba en su extraña jerga (hablaba muy poco inglés), lo hacía forzadamente como si estuviera preocupado o cohibido. En el coy siguiente al suyo había un hombre con la cabeza vendada. ¿Tenía gomas
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, las secuelas de una antigua fractura reducida, se fingía enfermo? Thompson, ansioso por justificar su diagnosis, señaló la cabeza del hombre y trató de acercar el dedo hasta ella, pero inmediatamente éste se protegió con el brazo doblado.

Cuando se instaló en su cabina, después de terminar la ronda, el
Polychrest
ya estaba amarrado. Jack se había ido a presentar su informe, y a bordo del barco comenzaba a reinar la paz. Sólo se escuchaba el constante rechinar de las bombas y la voz ahora enronquecida del primer oficial ordenando que aferraran las mayores, las velas
cuadras
mayores y las gavias con camiseta, como si esperaran una inspección del Rey.

Entró en la sala de oficiales. En ella sólo quedaba el teniente de infantería de marina, tumbado sobre dos sillas y con los pies sobre la mesa, quien estiró la cabeza y dijo:

—¡Vaya! Usted debe de ser el matasanos que está de vuelta. Me alegro de verle. Mi nombre es Smithers. Perdone que no me levante, pero amarrar el barco me ha dejado molido.

—Observé que se movía usted mucho.

—Bastante, bastante. Me gusta que mis hombres sepan quién es quién y qué cosa es cada cosa; y que se muevan con rapidez. Si no es así, les trato con dureza. Me han dicho que toca usted muy bien el violonchelo. Podemos juntarnos. Toco la flauta travesera.

—Seguro que la toca usted muy bien.

—Bastante, bastante. No me gusta presumir, pero me parece que era el mejor flautista de Eton en mis tiempos. Si hubiera escogido eso como profesión, ganaría el doble de lo que me dan por combatir en las guerras en nombre de Su Majestad, aunque el dinero a mí no me importa, desde luego. Es muy tedioso estar en este barco, ¿no le parece? No hay nadie con quien hablar; nada que hacer excepto escoltar convoyes, buscar lanchas francesas y jugar a cartas. ¿Qué me dice si jugamos una partida?

—¿Sabe usted si el capitán ha vuelto?

—No. No regresará hasta dentro de muchas horas. Tiene usted mucho tiempo. Vamos, juguemos al juego de los cientos.

—No sé jugar muy bien.

—No debe usted temer por él. Va hasta Dover navegando contra corriente —va a ver un estupendo ejemplar de mujer allí— y no regresará hasta dentro de muchas horas. Un estupendo ejemplar, a fe mía; podría jurarlo. Pensaría en eliminarle si no fuera mi capitán; es asombroso lo que puede hacer un infante de marina, créame. Y no es imposible que lo haga; ella invitó a todos los oficiales la semana pasada y me miraba de un modo…

—¿No estará usted hablando de la señora Villiers, señor?

—Sí, exacto. Una joven y hermosa viuda. ¿La conoce?

—Sí, señor. Y lamento oír hablar de ella con tanta falta de respeto.

—Bueno, si es amiga suya —dijo Smithers con una mirada suspicaz—, eso es diferente. No he dicho nada. En boca cerrada no entran moscas. ¿Qué me dice ahora de esa partida?

—¿Juega usted bien?

—Nací con la baraja en la mano.

—Debo advertirle que nunca juego con apuestas pequeñas, porque me aburre.

—¡Oh! No le tengo miedo. He jugado en White… ¡Estuve jugando en Almack con mi amigo lord Carven hasta que se hizo de día! ¿Qué le parece?

Los restantes oficiales fueron llegando uno a uno, y todos se pusieron a mirar cómo jugaban. Estuvieron mirándoles en silencio hasta el final de la sexta partida, cuando Stephen tiró un ocho seguido de la cuarta mayor. Entonces Pullings, sentado junto a él y esperando verle ganar con tal nerviosismo que tenía el estómago muy tenso, dijo:

—¡Ja, ja! Se ha equivocado al elegir al doctor Maturin.

—Por favor, ¿quiere callarse mientras jugamos los caballeros? Además, el humo de esa horrible y apestosa pipa hace que la sala de oficiales parezca una de esas cervecerías de mala muerte que frecuentan ustedes. ¿Cómo puede un hombre concentrarse con todo este ruido? Me ha hecho perder los tantos. ¿Qué tiene usted, doctor?

—Repico, y además gano otros cuarenta tantos, así que tengo ciento treinta y seis; y como creo que le falta aún mucho para cien, debo añadir sus tantos a los míos.

—¿Me aceptará un pagaré?

—Acordamos que jugaríamos con dinero en efectivo, ¿recuerda?

—Entonces tendré que ir a buscarlo. Me quedaré escaso de fondos. Tendrá que darme la oportunidad de desquitarme.

—El capitán va a subir a bordo, caballeros —dijo un oficial de derrota.

Un momento después reapareció y dijo:

—Por el costado de babor.

Entonces todos se relajaron; al regresar de ese modo el capitán, no habría ceremonia.

—Tengo que dejarle —dijo Stephen—. Gracias por la partida.

—Pero usted no puede irse justo ahora que ha ganado todo ese dinero —dijo Smithers.

—Al contrario —dijo Stephen—. Éste es el mejor momento para irme.

—Bueno, no es muy ético. Es lo único que digo. No es muy ético.

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