«Entramos, si van a por Juan, entramos», aseguró Niebla. Y hubo algún suspiro. Yo no. Miren, ya he visto mucho en las cárceles para suspirar. En ese momento, antes de que Niebla diera la orden de asalto ya tendría Juan un pincho en el corazón, tan certero como machete en la mano de un carnicero experto. Solo encontrarían su cadáver y quién sabe si los de los tres rehenes también. Yo no quiero criticar a los políticos, que alguno de ustedes puede serlo, líbreme Dios, que cada uno opina como quiere, pero es que eso de pensar en las consecuencias políticas de las cosas antes que en las personas me solivianta. Vamos, para serles sincero, que yo para entonces, en un momento propicio, ya hubiera dado órdenes a los geos para que entrasen y liquidasen la cuestión, porque allí había cuatro vidas en juego, cuatro, pendientes que sé yo... de una mirada, de un gesto, de una palabra atravesada. Que he visto mucho en las cárceles, que aquí vale muy poco el pellejo de la gente, a veces ni un paquete de cigarrillos, miren qué mierda, pero es así. Pues por esa razón yo no suspiré, sino que estaba pendiente de las manos, ¿saben?, de las manos de Malamadre y de Tachuela, y de Pincho también, que se situó a las espaldas de Utrilla. En la cárcel hay que mirar las manos, pero todas, las del amigo y las del enemigo, aunque sea de reojo, porque es en las manos donde viaja la muerte, rápida como un rayo. Son como magos, no ves nada extraño y de pronto el frío del acero hundiéndose en la carne, por eso yo miraba las manos de Malamadre y aunque no veía su pincho sabía que estaba cerca de él, muy cerca, que Malamadre también era mago. Nada por aquí, nada por allá, y... ¡zas! No saldría una paloma del pañuelo, sino un buitre con las entrañas en el pico.
Ha matado a Elena y ahora quiere matarme a mí. Cuando crucé con él la mirada me lo estaba diciendo: «Tengo cartas y las voy a jugar». La misma gente que hace un momento estaba conmigo me mira ahora desconfiada. Ha sido curioso. En vez de dar un paso al frente como ya he visto hacer aquí cuando se quiere amenazar a alguien, algunos lo han dado para atrás, como si temiesen mi reacción. Malamadre y Tachuela no. Ellos no han dado paso atrás alguno. Tampoco los daba Elena. Aquel día que le dieron el tirón en Santander no solo impidió que le quitaran el bolso, sino que logró desmontar al tío de la moto y lo pateó. «Mira, Juan, parecía un futbolista, toma, toma, toma, y el tipo nada más sabía decir ay, ay, y después me reía, mi amor, me hubiera gustado que me vieras, porque llegó el camarero de un bar y me decía, señorita, tiene usted dos cojones muy bien puestos, y yo me mondaba de pensar que tú me vieras así, desnuda, con esas cosas colgando». Ya no estás, mi amor. Te ha matado esta rata que ahora mueve el bigote y me amenaza a mí. Allá arriba lo están viendo todo. Ellos tienen la culpa. Si desde el primer momento me hubiesen dicho que estabas malherida, ahora Utrilla estaría pudriéndose en un calabozo y yo velando tu cadáver. No puede ser verdad, Dios, no puede ser cierto que Elena esté como dormida y que no despierte nunca más.
... Eso es mu fácil decirlo ahora, Tachuela, que a toro pasao hasta yo le hago la rana esa a un Vitorino en las Ventas, a ver, que pasa el bicho hasta que le veo mover la escobilla y, hala, dos saltos, y me marcho con el pasito corto, así, gustándome, olé, me grita el gentío, y me tiran hasta los sombreros esos de los mejicanos, pero eso a toro pasao, que si le veo los cuernos como me los veía yo cuando me enteré de lo de la Patri con el portugués, que mala puñalá le den, con cuernos de un metro, pues ni rana ni polla en vinagre, pues eso, coño, que ahora es mu fácil decir que to se veía venir, que si el Comepollas tenía razón, que había algo raro en el Calzones, pero qué raro, joé, a ver, Tachuela, ¿cuántas casualidades hay aquí en el trullo, eh?, ¿cuántas?, a manojitos, ¿y cuántas veces la mano en el pincho porque uno cree lo que no es?, ¿cuántas?, a espuertas, que yo antes, ya sabes, que nos conocemos mucho, pues tenía el muelle del brazo siempre tensao, listo pa saltar, Tachuela, pero la edad no solo te da canas, joé, sino también coco, y vale más tener dos ojos abiertos, mu abiertos, pa ver las manos de los demás, que tener la de uno enterrá en el mondongo del otro, que yo lo sé, na hacía pensar que pasara eso, allí estábamos tos paraos, pendientes del Comepollas, que tragaba saliva el tío, que parece que bebía garbanzos el joputa, glu, glu, no te rías, joé, que era así, qué coño, y eso, que no hacía falta decirle na al tío, solo un a ver, y mirarlo de frente, y el tío venga a tragar saliva, y va y dice el Comepollas volviéndose pa la cámara, ahí lo saben bien, Malamadre, que lo que yo digo es verdá y, claro, eso no era na, me cago en mi puta madre, que allí arriba estaba el enemigo, coño, que vamos a ver, Comepollas, que es mu fuerte lo que has dicho y lo tienes que demostrar, ¿vale?, que si no te corto los huevos y te los meto por el culo, y el tío que dice que sí, pero na más tragaba saliva, y va y dice quítame la guita de las manos, y dijo el Calzones, venga, quítasela, yo mismo te la quito, cabrón de mierda, que te voy a dar de hostias cuando acabes de soltar la basura que tienes en la boca, y entonces el Calzones le quitó la guita de las manos, y eso, que es mu fácil decir ahora que yo ya, que yo ya...
«Vas a salir de esta, Juan, lo vas a conseguir», pensé en voz alta. Almansa hizo un análisis de la situación bajo su prisma de psicólogo, pero yo no le eché mucha cuenta a eso. Ahí abajo había gente muy visceral, que se movía por impulsos, algunos con serios trastornos psíquicos, y están muy bien las cosas de Freud y de esos científicos, pero de nada sirve ante mentes tan complejas, únicas en su morboso discurrir, ¿saben?, que yo también he leído libros de psicología. Almansa apostaba por un Juan frío, que lo negara todo, que planteara las preguntas de tal forma que aunque el otro tuviera respuestas ciertas pareciesen tabulaciones, trucos de novelero. Pero yo no, yo deseaba, y se lo gritaba, créanme, desde mi interior, un Juan macho, que acojonara a Utrilla, que le hiciera pensar que cada palabra de más surgida de sus labios sería un golpe a aguantar, un Juan con dos pares, y perdonen la expresión, huérfano de bonitas palabras y hurgando en su herida, en la muerte de Elena, que les hiciese ver a todos el sinvergüenza que tenían enfrente, provocándolos para que lo zarandearan e incluso que le pegara tres buenas bofetadas, no debo decirlo, pero es que se las merecía; después sería él quien calmase los ánimos. Así sí se convertiría en el líder, nadie tendría dudas de él. Niebla volvió a repetir por el micrófono: «Grupo de asalto en la línea. Al cero, dentro», y todos cruzamos los dedos, porque ya Malamadre se había dirigido a Utrilla para que hablase y miraba a Juan de reojo, con indignación y con desconfianza, como queriendo advertirle que todo lo ocurrido antes, incluso la muerte de Elena, no importaba nada, como si la página de su relación con él estuviera de nuevo en blanco, que lo que dijera Utrilla y lo que él le contestara sentenciaría a uno o a otro. No sería yo el que en un juzgado se pusiese en las manos de Malamadre, pero, aunque les pueda resultar extraño oírlo en mi boca, allá abajo sí, porque Malamadre era un tío justo, solo que la justicia que empleaba era el código no escrito de la cárcel, tan cruel como necesario para sobrevivir en ella. Juan le quitó las cuerdas de las manos y las tiró al suelo. Lo hizo con una rapidez extraordinaria. Como un mago.
Quiere que le liberemos las manos. Costra se las ató atrás, pulgar con pulgar y doble nudo marinero en las muñecas, como le enseñaron cuando se ganaba la vida peinando las olas en aquel pesquero desvencijado en el Atlántico onubense. «Yo te las quito, joder», le digo, y veo el nudo sólido, pétreo, de esos que habría que hacerle a la vida para que no se escape la felicidad. Elena se lo hubiese explicado bien a Malamadre: «Mira, Vicente, cuando amas a alguien, como yo amo a Juan, se hace un nudo tan imposible de deshacer que solo con una cizalla, como si la maroma fuese de hierro, se puede cortar, porque cuanto más tires de un cabo, más sólido se vuelve el nudo». Elena expone bien las cosas. A veces me deja boquiabierto, porque lo hace con hondura pero de forma que todo el mundo lo pueda entender. Malamadre da un paso para cortarle la cuerda, pero se para.
Mira mis manos cuando me acerco a la espalda de Utrilla. Todos me observan. Como padre, aquel día mientras estudiaba el temario de la oposición. «Estudia, sí, hijo, que seguro que del estudio sacarás provecho». Yo siempre pensé que en mis manos estaba mi futuro. Callosas, rudas, hijas de la tierra, pero estudié y llegó aquella carta del Ministerio de Justicia: «Le ha sido adjudicada una plaza de funcionario...». El día 20 a las ocho de la mañana, y yo fui el 19, ¿por qué coño tuve que ir el 19?, ¿por qué me dejaste, Elena?, ¿por qué no esposaste mi cintura con tus piernas y me dijiste: «Mira, mi amor, en vez de ver a esa gente con cara de pocos amigos pasemos el último día en la cama, todo el día amándonos, hasta quedar extenuados», ¿por qué no fue así, mi bien?
... Apache, el joputa del Apache, tenía una cosa rara en la cara, ¿verdá, Tachuela?, no me había podio decir na, que cuando me lo iba a decir fue cuando el Calzones dijo aquello de no, no, no, y tos nos fuimos a ver la cosa de la Elena, pobre tía, coño, tan joven, tan llena de vida, con un crío en las entrañas, pues eso, el Apache me miró y yo le levanté las cejas, qué coño me ibas a decir, rata de la pradera, jajajá, joé con el nombre que le puso el Tiritas, joputa, rata de la pradera, como si fuese el Apache un aceituno de esos de las películas de caobóis, y él na, yo le levantaba la ceja y él me hacía con el deo así, como diciendo después, Malamadre, y tos pendientes de lo que iba a demostrar el carroñero ese del Comepollas, que era carroñero, Tachuela, no me digas, siempre jodiendo al personal, pero por na, porque le daba la gana al mu joputa, que más de uno le tenía ganas, que lo veía en las caras de la gente, como el Trágala, ¿te acuerdas que vino la amante?, estaba buena la quería del Trágala, una tía de pasta, con coco podrío la gachí, que le gustaba tener lío con los sicópatas, y el Comepollas, que no pue ser por la seguridá, Trágala, que lo dice el reglamento de los fíes, coño, y el Trágala, pero si no trae na, que la registre la poli, coño, y el otro, que no, que lo que pretendía el tío era tirársela y se la tiró, pase usted al despacho, y se la folló en el sofá el mu cabrón y después sí, oye, Trágala, que ties media hora, y la tía se lo dijo al Trágala, que ese Utrilla me ha follao, que si no no podía tener el visavís contigo, y el Trágala que empezó a vomitar, a ver si no, con el coño to sudao la tía, y decía te capo, joputa, te capo, y dos hostias a la jai, pero al Comepollas le daba igual, que él ya le había echao el polvo a la guarra, ¿cuántas así?, dijiste, Tachuela, y, ¿te acuerdas?, le veíamos cuernos a tos, que hasta te los veía a ti, que no te lo he dicho, pero también te los veía, que quién sabe si ese joputa se tiró a las jais de tos, yo qué sé, pues na, que como te decía, que es mu fácil decir ahora eso de que yo ya sabía, yo ya sabía, pero cuando el Calzones le quitó la guita al Comepollas pues to era de lo más normal, chulo que era el Calzones, como diciendo el tío, ¿tú me vas a acojonar?, yo te quito la guita esa y desembucha, que se lo dijo, pero, claro, ni yo ni nadie adivina las cosas, no te joe, Tachuela, tú tampoco, que tú con el yo ya, yo ya, lo arreglas to, pero eso no vale, cabrón...
Tiro la cuerda al suelo. Me mira, y solo cuando lo libero de las ataduras esboza una sonrisa. Se sabe fuerte este hijo de puta, sí, como cuando le pegaba la paliza a Elena, uno, dos, tres golpes con la porra, que ni pudo defenderse con las manos mi Elena, cada golpe más fuerte, con más saña, buscando que le brotara la sangre, que lo alimentaran sus quejidos, sintiéndose hombre destrozando a la mujer más dulce que hubo sobre la Tierra. «¿Sabes, Juan?, nunca comprendí a los hombres que maltratan a sus mujeres, parece como si solo infligiéndoles daño sintieran placer, es sadismo eso, ¿a que no tienen lo que hay que tener para enfrentarse a hombres más fuertes que ellos? Son unos cobardes», y se le ve a Elena la cara crispada, llena de ira, cuando lee esas noticias en el periódico, y me dice: «Si tú me pusieras una vez, solo una vez, Juan, la mano encima, no me volverías a ver en toda tu vida», y yo hago ademán de ir por ella, y la cojo, la tumbo de espaldas en mis rodillas y le bajo las braguitas, «Qué culo más hermoso tienes», y le doy cachetes, ella se ríe, y yo le digo «Por mala, por mala», y ella muerta de risa. Un golpe, dos, tres, y cuando estabas en el suelo, mi amor, la patada en el vientre, que hizo que te doblaras y te vi el gesto de terror en la cara, mi niño, debiste de decir, nuestro niño, exclamé yo, y este cabrón te mató, mató a nuestro bebé y ahora quiere matarme a mí.
—Malamadre, antes de que este malnacido hable, te quiero preguntar algo.
—Dime, Calzones.
—¿Yo quién soy para ti?
—Por ahora, de los nuestros.
—Sí, Malamadre, ahora más que nunca y para siempre.
Fue un tajo limpio. Arrancó debajo del lóbulo de la oreja izquierda y describió una elipsis hasta la base del cuello, por la derecha, allí donde la cadena de oro balizaba la unión con el hombro. Apenas sufrió. Un estertor muy rápido y, ya en el suelo, varios espasmos musculares, evidenciaron que todo había terminado. Costra estaba completamente bañado en sangre. Su rostro era irreconocible y sobre la camisa, háganse a la idea, corría un venero que pronto le alcanzó la cintura para despeñarse después gota a gota hacia el suelo. Permanecía inmóvil, como si fuera un molde listo para ser vaciado en bronce. Tachuela se acercó a él, lo cogió del brazo y le hizo retroceder, y vimos, ¿saben?, cómo se alejaban todos los demás, huyendo de ese charco negruzco que, como queriendo guarecerse bajo sus zapatos, deslizaba hacia ellos su caudal. El cuerpo permanecía inerte, asaeteado por las miradas de todos, purgándose lentamente, hasta que de la descomunal herida solo surgió un hilo, como el agua del grifo cuando se ha cerrado la llave de paso. Así.
—¿Es verdad lo que he visto? —mi voz me sonó estúpida, extraña, hueca.
—Sí, lo es, Armando.
Niebla se ajustó el auricular, que se había desprendido de su oído. «Negativo, todos quietos», masculló. Quietos, así estábamos todos, hipnotizados por aquellas imágenes que acabábamos de presenciar. La muerte en directo. La guadaña segando. El negro definitivo engullendo toda la luz. Así fue, como lo cuento, así fue.
... Joé, coño, la puta, me cago en mi madre, pero, pero, ¿verdá, Tachuela?, no me salía na que decir que no fuera joé, coño, pero y esas cosas, na me salía, no lo habíamos visto nunca, yo no, Tachuela, ¿tú lo habías visto alguna vez?, no, tampoco, eso se ve una vez en la vida y ya está, que mejor no verlo más, y eso que yo he visto pinchazos y puñalás, joé que si los he visto, tío, de toas las formas y colores, oye, de arriba pa abajo, de abajo pa arriba, cruzás, en el costao, en el corazón, directa, fiuuuuuu, por detrás en los pulmones, que hacen los tíos jiiiiiii y ni aire les sale, Tachuela, incluso a mí me picaron en el cuello, que esta cicatriz no es un tatuaje, pero no había visto a nadie morir así, degollao, na más en las pelis, y eso es ketchu, pero aquello no era ketchu, sino sangre roja, mu oscura, saliendo de la raja, vaya raja, de arriba pa abajo, cruzando el cuello por la nuez, fue mu rápido, ¿eh?, un suspiro y ya está, hoy le hablas tú de eso al Costra y se queda desnortao, ¿verdá, Tachuela?, que no pue hablar el tío de eso, que se lo llevaron al hospital de los presos y le dieron calmantes pa la cabeza, que se quedó que no sabía de na, limpio de coco el Costra, que no recordaba el joputa na, dijeron, y es que fue to mu fuerte, macho, que mira que hay gente curtía aquí, gente bien bragá, coño, de mucho pelo en los cojones, pues hubo quien puso los ojos en la nuca, pa no ver, como la niña esa de la peli aquella con mucho ketchu, sí, la sorcista esa, ¿te acuerdas?, que le daba vueltas la cabeza, pues eso, así, gente con los huevos gordos, mu gordos, y no quisieron ver la cosa...