Cometas en el cielo (22 page)

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Authors: Khaled Hosseini

Llegamos al acuerdo de que Soraya y yo renunciaríamos al
Shirini-khori
. Todo el mundo conocía el motivo, así que nadie lo mencionó: que a Baba le quedaban pocos meses de vida.

Mientras se llevaban a cabo los preparativos de la boda, Soraya y yo nunca salimos solos... Se consideraba inapropiado. Aún no estábamos casados y ni siquiera habíamos tenido un
Shirini-khori
. Así que tuve que contentarme con cenas en casa de los Taheri en compañía de Baba. Yo me sentaba a la mesa enfrente de Soraya imaginándome cómo sería sentir su cabeza apoyada en mi pecho y oler su cabello. Besarla. Hacerle el amor.

Baba se gastó treinta y cinco mil dólares, prácticamente los ahorros de toda su vida, en el
awroussi
, la ceremonia de la boda. Alquiló un gran salón de banquetes afgano de Fremont (conocía de Kabul a su propietario, y éste le hizo un sustancioso descuento). Baba pagó las
chilas
, nuestros anillos de boda y la sortija de brillantes que yo escogí. Me compró el esmoquin y el vestido tradicional de color verde para el
nika
, la ceremonia del juramento.

De todos los frenéticos preparativos que acabaron en la noche de bodas (la mayoría, por suerte, llevados a cabo por Kanum Taheri y sus amigas), recuerdo únicamente algunos fragmentos.

Recuerdo nuestro
nika
. Nos sentamos en torno a una mesa. Soraya y yo íbamos vestidos de verde, el color del Islam, aunque también de la primavera y de los nuevos proyectos. Yo llevaba el traje tradicional, y Soraya, la única mujer en la mesa, lucía un vestido de manga larga e iba cubierta con un velo. Estaban también Baba, el general Taheri, de esmoquin, y varios tíos de Soraya. Ella y yo manteníamos los ojos bajos, solemnemente respetuosos; sólo de vez en cuando nos lanzábamos miradas furtivas. El
mullah
interrogó a los testigos y leyó el Corán. A continuación, pronunciamos los juramentos y firmamos los certificados. Un tío de Soraya que vivía en Virginia, Sharif
jan
, hermano de Kalium Taheri, se puso en pie y tosió para aclararse la voz. Soraya me había contado que llevaba más de veinte años viviendo en Estados Unidos. Era un hombre bajito, con cara de pájaro y cabello encrespado. Trabajaba para el INS y su esposa era norteamericana. Además, escribía poesía, y nos leyó un largo poema dedicado a Soraya que había garabateado en un papel de carta del hotel.

—¡
Wah wah,
Sharif
jan
! —exclamaron todos cuando finalizó.

Luego me recuerdo vestido de esmoquin dirigiéndome al escenario con Soraya de la mano. Mi futura esposa llevaba un
pari
blanco con velo. Baba cojeaba a mi lado; el general y su esposa avanzaban junto a su hija. Una procesión de tíos, tías y primos seguía nuestro paso por el salón, partiendo en dos el mar de invitados que aplaudían y pestañeaban ante los flashes de las cámaras. Un primo de Soraya, el hijo de Sharif
jan
, sostenía un Corán sobre nuestras cabezas mientras avanzábamos lentamente. La canción de boda,
Ahesta
boro
, resonaba en los altavoces, la misma canción que cantaba el soldado ruso en el puesto de control de Mahipar la noche en que Baba y yo abandonamos Kabul:

Convierte la mañana en una llave y arrójala al pozo,
ve despacio, encantadora luna, ve despacio.
Deja que el sol de la mañana se olvide de salir por el este,
ve despacio, encantadora luna, ve despacio.

Recuerdo estar sentado en el sofá que había en el escenario como si de un trono se tratara. La mano de Soraya unida a la mía, mientras nos observaban cerca de trescientas caras. Hicimos el Ayena Masshaf, nos entregaron un espejo y nos cubrieron la cabeza con un velo, de modo que sólo pudiéramos ver nuestra imagen reflejada en él. Cuando vi la cara sonriente de Soraya en el espejo, cobijado por la intimidad momentánea del velo, le susurré por primera vez que la quería. Un sofoco, rojo como la henna, le tiñó las mejillas.

Recuerdo bandejas llenas de colorido con
chopan kabob
,
sholeh-goshti
y arroz salvaje. Recuerdo hombres empapados en sudor bailando el tradicional
attan
en círculo, saltando, girando cada vez más rápido al ritmo enfebrecido de la tabla, hasta quedar agotados. Recuerdo haber deseado que Rahim Kan estuviese allí.

Y recuerdo haberme preguntado si también Hassan se habría casado. Y de haberlo hecho, ¿qué cara habría visto bajo el velo? ¿Qué manos pintadas de henna habría tomado entre las suyas?

Hacia las dos de la mañana la fiesta se trasladó del salón de banquetes al piso de Baba. Volvió a correr el té y la música sonó hasta que los vecinos llamaron a la policía. Más tarde, cuando faltaba menos de una hora para que saliese el sol y se habían marchado finalmente todos los invitados, Soraya y yo nos acostamos por vez primera. Había pasado mi vida rodeado de hombres. Aquella noche descubrí la ternura de una mujer.

Fue Soraya quien sugirió trasladarse a vivir con Baba y conmigo.

—Pensaba que querías que tuviésemos nuestra propia casa —le dije.

—¿Con Kaka
jan
enfermo como está? —Sus ojos me decían que aquélla no era manera de empezar un matrimonio. La besé.

—Gracias.

Soraya se dedicó a cuidar de mi padre. Le preparaba las tostadas y el té por la mañana y lo ayudaba a subir y a bajar de la cama. Le daba los analgésicos, le lavaba la ropa y por la tarde le leía la sección internacional del periódico. A menudo le cocinaba su plato favorito, patatas
shorwa
—aunque él apenas comía unas pocas cucharadas—, y todos los días le llevaba a dar un breve paseo alrededor de la manzana. Y cuando quedó postrado en cama, le cambiaba de lado cada hora para que no se llagara.

Un día llegué a casa después de comprar en la farmacia las pastillas de morfina de Baba. Nada más cerrar la puerta, vi de reojo que Soraya ocultaba rápidamente algo debajo de las sábanas de Baba.

—¡Lo he visto! ¿Qué estabais haciendo vosotros dos? —pregunté.

—Nada —respondió Soraya sonriendo.

—Mentirosa. —Levanté las sábanas de Baba—. ¿Qué es esto? —inquirí, aunque lo supe tan pronto como tuve en mis manos mi cuaderno de piel.

Recorrí con los dedos las puntadas doradas de los bordes. Recordé los fuegos artificiales de la noche en que Rahim Kan me lo regaló, la noche de mi decimotercer cumpleaños, los silbidos y las explosiones de los cohetes que formaban ramilletes rojos, verdes y amarillos.

—No puedo creer que puedas escribir así —me dijo Soraya.

Baba levantó la cabeza de la almohada.

—Se lo he dado yo. Espero que no te importe.

Le devolví el cuaderno a Soraya y salí de la habitación. Baba odiaba verme llorar.

Un mes después de la boda, los Taheri, Sharif, su esposa Suzy y varios tíos de Soraya fueron a cenar a nuestro piso. Soraya preparó
sabzi challow
(arroz blanco con espinacas y cordero). Después de cenar tomamos té verde y jugamos a las cartas repartidos en grupos de cuatro. Soraya y yo jugamos con Sharif y Suzy en la mesita de centro, junto al sofá donde estaba tumbado Baba, cubierto con una manta de lana. Me observaba bromear con Sharif, nos observaba a Soraya y a mí entrelazando los dedos, me observaba cuando le retiré de la cara un mechón de cabello. Yo veía su sonrisa interior, ancha como los cielos de Kabul en las noches en que los álamos se estremecen y el sonido de los grillos inunda los jardines.

Antes de medianoche, Baba nos pidió que lo ayudáramos a acostarse.

Soraya y yo pasamos sus brazos por nuestros hombros y enlazamos las manos detrás de su espalda. Cuando lo acostamos, le dijo a Soraya que apagase la luz de la mesilla. Luego nos pidió que nos agachásemos y que le diéramos un beso.

—Te traeré la morfina y un vaso de agua, Kaka
jan
—dijo Soraya.

—Esta noche no —replicó él—. Esta noche no tengo dolor.

—De acuerdo —dijo ella. Le tapó con la manta y cerramos la puerta.

Baba nunca despertó.

En los alrededores de la mezquita de Hayward ya no quedaban plazas libres de aparcamiento. En el campo de hierba rala que había detrás del edificio, coches y vehículos todoterreno aparcaban en filas improvisadas. La gente se veía obligada a desplazarse cuatro o cinco manzanas al norte para encontrar un hueco.

La zona de hombres de la mezquita consistía en una gran sala cuadrada cubierta de alfombras afganas y cojines dispuestos en hileras. Los hombres entraron en fila, después de dejar los zapatos en la entrada, y se sentaron con las piernas cruzadas en los cojines. Un
mullah
cantó al micrófono suras del Corán. Yo me senté junto a la puerta, el lugar tradicionalmente destinado a la familia del fallecido. El general Taheri se sentó a mi lado.

A través de la puerta abierta veía los coches que iban llegando. La luz del sol centelleaba en los parabrisas. Dejaban a los pasajeros, hombres con traje oscuro y mujeres vestidas de negro y con la cabeza cubierta con las tradicionales
hijabs
blancas.

Mientras las palabras del Corán resonaban en la sala, yo pensaba en la vieja historia de Baba luchando contra un oso negro en Baluchistán. Baba se había pasado la vida luchando contra osos. Perdiendo a su joven esposa. Criando él solo a un hijo. Abandonando su querido país, su
watan
. Pobreza. Indignidad. Al final, había llegado el oso al que no podía derrotar. Había perdido, sí, pero había sido él quien había establecido las reglas.

Al final de cada ronda de oraciones, los grupos de dolientes formaban una fila y me daban el pésame. Yo les estrechaba las manos sumisamente. A muchos de ellos apenas los conocía. Sonreía educadamente, les daba las gracias por sus buenos deseos y escuchaba lo que tuvieran que decir sobre Baba.

—...me ayudó a construir la casa en Taimani...

—...bendito sea...

—...no tenía a nadie a quien acudir y me prestó...

—...me encontró un trabajo..., apenas me conocía...

—...como un hermano para mí...

Escuchándolos, pensé en cuánto de lo que yo era había sido definido por Baba y por la impronta que él había dejado en la vida de la gente. Durante toda mi vida, yo había sido «el hijo de Baba». Y se había ido. Baba ya no volvería a enseñarme el camino; tendría que encontrarlo por mi cuenta.

Pensarlo me aterrorizaba.

Antes, en la pequeña zona del cementerio dedicada a los enterramientos musulmanes, había visto como metían a Baba en la fosa. El
mullah
y otro hombre entablaron una discusión sobre cuál era el
ayat
más apropiado del Corán para recitar en el cementerio. La situación se habría puesto fea si no hubiera intervenido el general Taheri. El
mullah
eligió finalmente un
ayat
y lo recitó, siendo víctima de las miradas desagradables del otro hombre. Observé cómo arrojaban la primera palada de tierra sobre la tumba. Luego me fui. Me dirigí al lado opuesto del cementerio y me senté a la sombra de un arce rojo.

Los últimos dolientes presentaron sus respetos y la mezquita se quedó vacía, a excepción del
mullah
, que estaba desconectando el micrófono y envolviendo su Corán en una tela verde. El general y yo salimos al exterior, al sol de última hora de la tarde. Bajamos las escaleras, pasamos junto a pequeños grupos de hombres que fumaban. Oí fragmentos de las conversaciones, un partido de fútbol que se celebraría el siguiente fin de semana en Union City, un nuevo restaurante afgano en Santa Clara... La vida continuaba ya, y dejaba a Baba atrás.

—¿Cómo estás,
bachem
? —me preguntó el general Taheri.

Apreté los dientes. Me mordí sin conseguir que emergieran las lágrimas que habían estado amenazándome el día entero.

—Voy a buscar a Soraya —dije.

—De acuerdo.

Me dirigí a la zona de mujeres de la mezquita. Soraya estaba en las escaleras junto a su madre y un par de señoras que reconocí vagamente del día de la boda. Le hice una señal. Ella le dijo algo a su madre y se acercó a mí.

—¿Podemos dar un paseo? —inquirí.

—Claro. —Me dio la mano.

Caminamos en silencio por un zigzagueante sendero de gravilla flanqueado por una hilera de arbustos bajos. Nos sentamos en un banco y observamos a una pareja de ancianos que estaban arrodillados junto a una tumba situada unas cuantas hileras más allá. En ese momento, depositaban un ramo de margaritas sobre la lápida.

—¿Soraya?

—¿Sí?

—Voy a echarlo de menos.

Me puso la mano en el regazo. La
chila
de Baba brillaba en su dedo anular. Detrás de ella, alejándose por Mission Boulevard, veía a todos los que habían asistido al funeral. Pronto nos marcharíamos también nosotros, y, por primera vez, Baba se quedaría completamente solo.

Soraya me atrajo hacia ella y por fin llegaron las lágrimas.

Soraya y yo no pasamos por el período de compromiso y, por esa razón, prácticamente todo lo que conocía sobre los Taheri lo supe después de entrar en la familia como casado. Supe, por ejemplo, que el general sufría una vez al mes migrañas cegadoras que le duraban casi una semana. Cuando aparecían los dolores de cabeza, el general entraba en su dormitorio, se desnudaba, apagaba la luz, cerraba la puerta con llave y no volvía a salir hasta que el dolor había remitido. Nadie tenía permiso para entrar, ni siquiera para llamar a la puerta. Finalmente, acababa saliendo, una vez más vestido con su traje gris, con olor a sueño y a sábanas y con los ojos hinchados e inyectados en sangre. Supe por Soraya que él y Kanum Taheri dormían en habitaciones separadas desde que ella podía recordar. Supe también que era quisquilloso, por ejemplo cuando probaba el
qurma
que su esposa le servía. Resoplaba y lo empujaba para que se lo retirase. «Te prepararé otra cosa», decía Kanum Taheri, pero él la ignoraba, ponía cara larga y comía pan con cebolla. Soraya se enfadaba y su madre lloraba. Soraya me explicó que su padre tomaba antidepresivos. Supe que había mantenido a su familia gracias a la beneficencia y que en Estados Unidos nunca había trabajado; prefería aceptar los cheques en metálico que emitía el gobierno antes que degradarse con un trabajo inapropiado para un hombre de su categoría... Consideraba el mercadillo como una afición, una forma de relacionarse con sus compañeros afganos. El general creía que, tarde o temprano, Afganistán sería liberado, la monarquía restablecida y volverían a reclamar sus servicios. Por eso cada día se vestía con el traje gris, observaba el reloj de bolsillo y esperaba.

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