Read Cometas en el cielo Online
Authors: Khaled Hosseini
—Existe sólo lo que hacemos y lo que no hacemos —dije.
Rahim Kan se echó a reír.
—Acabas de hablar igual que tu padre. Lo echo mucho de menos. Pero es la voluntad de Dios, Amir
jan
. Créeme. —Hizo una pausa—. Además, hay otra razón por la que te he pedido que vengas. Quería verte antes de irme, sí, pero hay algo más.
—Dime.
—Ya sabes que durante muchos años viví en casa de tu padre después de que os marchaseis...
—Sí.
—No estuve solo. Hassan estuvo viviendo conmigo.
—¡Hassan! —exclamé con un suspiro.
¿Cuándo había sido la última vez que había pronunciado su nombre? Las púas espinosas de la culpabilidad volvían a acecharme una vez más, como si al pronunciar su nombre hubiese roto un hechizo y las hubiera liberado para que me atormentaran de nuevo. De pronto, el ambiente del pequeño piso de Rahim Kan se tornó sofocante, excesivamente cargado con los olores de la calle.
—Pensé en escribirte y contártelo, pero no estaba seguro de que quisieras saberlo. ¿Me equivocaba?
La verdad era «No». La mentira era «Sí». Me decidí por la solución intermedia.
—No lo sé.
Tosió de nuevo y escupió sangre en el pañuelo. Cuando agachó la cabeza para escupir, observé unas costras inflamadas de color miel en su nuca.
—Te he hecho venir porque quiero pedirte algo. Quiero pedirte que hagas algo por mí. Pero antes de hacerlo, quiero contarte algunas cosas sobre Hassan.
¿De acuerdo?
—Sí —murmuré.
—Quiero contártelo todo. ¿Me escucharás?
Moví la cabeza en un gesto de asentimiento.
Entonces Rahim Kan dio un nuevo sorbo a su té, apoyó la cabeza en la pared y empezó a hablar.
Hubo muchas razones por las que me desplacé a Hazarajat en 1986 con el objetivo de encontrar a Hassan. La más importante de ellas, que Alá me perdone, era que estaba solo. Por aquel entonces, la mayoría de mis amigos y familiares o bien habían muerto o habían huido del país hacia Pakistán o Irán. Apenas conocía ya a nadie en Kabul, la ciudad donde había vivido toda mi vida. Todos habían huido. Si paseaba por el barrio de Kateh-Parwan, donde solían ponerse los vendedores de melones —¿lo recuerdas?—, ya no reconocía a nadie. No tenía a nadie a quien saludar, nadie con quien sentarme para tomar un
chai
, nadie con quien compartir historias, sólo soldados
roussi
patrullando por las calles. De modo que, al final, dejé de salir a pasear por la ciudad. Pasaba los días en la casa de tu padre, arriba, en el despacho, leyendo los viejos libros de tu madre, escuchando las noticias, viendo la propaganda comunista que emitían por televisión. Luego rezaba el
namaz
, me cocinaba cualquier cosa, comía, leía un poco más, volvía a rezar y me acostaba. Al día siguiente, me levantaba, rezaba y volvía a hacer otra vez lo mismo.
Y con mi artritis, me resultaba cada día más complicado mantener la casa. Me dolían las rodillas y la espalda... Cuando me levantaba por la mañana, necesitaba como mínimo una hora para deshacerme de la rigidez de las articulaciones, sobre todo en invierno. No quería que la casa de tu padre cayera en decadencia; todos nos lo habíamos pasado muy bien en aquella casa Tantos recuerdos, Amir
jan
... No estaba bien... Tu padre había diseñado personalmente la casa; había significado mucho para él; además, yo le había prometido que cuidaría de ella cuando él y tú huisteis a Pakistán. Sólo quedábamos la casa y yo... Yo hacía lo que podía, intentaba regar los árboles con frecuencia, cortar el césped, cuidar las flores, reparar cosas, pero había dejado de ser una persona joven.
De todos modos, habría podido arreglármelas. Al menos durante un tiempo más. Pero cuando me llegó la noticia del fallecimiento de tu padre... sentí, por vez primera, una soledad terrible en aquella casa. Un vacío horrible.
Así que un día llené el Buick de gasolina y me dirigí a Hazarajat. Recordaba que, cuando Alí se despidió de la casa, tu padre me había contado que él y Hassan se habían trasladado a un pequeño pueblo situado en las afueras de Bamiyan. Yo sabía que Alí tenía un primo allí. Lo que no sabía era si Hassan seguiría allí ni si alguien lo conocería y podría decirme su paradero. Al fin y al cabo, habían pasado diez años desde que Alí y Hassan habían abandonado la casa de tu padre. En 1986, Hassan sería un hombre adulto, tendría veintidós o veintitrés años..., si es que seguía con vida. Los
shorawi
, que se pudran en el infierno por hacer lo que hicieron con nuestros
watan
, mataron a tantos jóvenes... Bueno, eso no es necesario que te lo cuente.
Pero, con la ayuda de Dios, lo encontré allí. Me costó muy poco, me limité a formular unas cuantas preguntas en Bamiyan y la gente me indicó el pueblo. No me acuerdo de cómo se llamaba, ni siquiera si tenía un nombre. Pero recuerdo que era un día de verano abrasador y que llegué hasta allí por un camino de tierra, lleno de baches, con nada alrededor excepto unos arbustos chamuscados por el sol, troncos de árboles torcidos y llenos de espinas y hierba seca de color pajizo. Pasé junto a un asno muerto que estaba pudriéndose junto al camino. Luego, después de una curva, en medio de aquella tierra desolada, apareció un grupo de casas de adobe. Más allá de ellas no había más que el cielo y unas montañas serradas como dientes.
La gente de Bamiyan me había dicho que lo encontraría fácilmente porque vivía en la única casa del pueblo que tenía un jardín vallado. El muro de adobe, bajo y plagado de agujeros, rodeaba la totalidad de una casita que en realidad era poco más que una cabaña. En la calle había unos niños descalzos que jugaban a golpear una pelota de tenis rota con un palo. En cuanto me detuve y apagué el motor, se pararon a mirarme. Llamé a la puerta de madera y pasé a un jardín donde no se veía más que unas cuantas fresas secas y un limonero pelado. A la sombra de una acacia había un
tandoor
y un hombre agachado junto a él que en ese momento colocaba la masa sobre una gran espátula de madera y la aplastaba contra las paredes del
tandoor
. Al verme soltó la masa. Tuve que pedirle que parara de darme besos en las manos.
—Deja que te vea —dije, y él dio un paso hacia atrás.
Estaba altísimo... Yo me ponía de puntillas y no le llegaba ni a la barbilla. El sol de Bamiyan le había curtido la piel y la tenía más oscura de lo que yo la recordaba; había perdido algunos dientes. En la barbilla le asomaba algún pelo. Por lo demás, tenía los mismos ojos verdes rasgados, la cicatriz en el labio superior, la cara redonda, la sonrisa amable. Lo habrías reconocido, Amir
jan
. Estoy seguro.
Entramos en la casa. En un rincón había una joven mujer hazara de piel clara cosiendo un chal. Era evidente que estaba embarazada.
—Es mi esposa, Rahim Kan —dijo Hassan con orgullo—. Se llama Farzana
jan
.
Era una mujer tímida, así que se dirigió a mí cortésmente en un tono de voz apenas más elevado que un susurro y no levantó sus preciosos ojos avellana para que no se cruzaran con los míos. Pero, por el modo en que miró a Hassan, bien podría haberse dicho que estaba sentado en el trono de la antigua ciudadela de Teherán, Ark.
—¿Cuándo llegará el bebé? —pregunté una vez que todos nos instalamos.
Las paredes de la habitación eran de adobe y no había más mobiliario que una alfombra vieja, unos cuantos platos, un par de colchones y una linterna.
—
Inshallah
, este invierno —contestó Hassan—. Rezo para que sea chico y pueda llevar el nombre de mi padre.
—Hablando de Alí, ¿dónde está?
Hassan bajó la vista. Me explicó que Alí y su primo, el antiguo propietario de la casa, habían tropezado con una mina antipersonas dos años atrás, en las afueras de Bamiyan. Ambos murieron en el acto. Una mina antipersonas. ¿Existe una manera más afgana de morir, Amir
jan
? Y por alguna estrambótica razón, estuve al instante completamente seguro de que había sido la pierna derecha de Alí, la pierna castigada por la polio, la que lo había traicionado y pisado la mina. Sentí una profunda tristeza al enterarme de la muerte de Alí. Tú padre y yo nos criamos juntos, como bien sabes, y recuerdo siempre a Alí a su lado. Recuerdo cuando éramos pequeños, el año en que Alí contrajo la polio y estuvo al borde de la muerte. Tu padre pasaba el día dando vueltas por la casa, llorando.
Farzana nos preparó
shorwa
con judías, nabos y patatas. Nos lavamos las manos y mojamos el
naan
fresco del
tandoor
en el
shorwa
. Era mi mejor comida en muchos meses. Fue entonces cuando le pedí a Hassan que fuese a Kabul conmigo. Le expliqué lo de la casa, que ya no podía ocuparme yo solo de ella. Le dije que le pagaría bien, que él y su Kanum estarían muy cómodos. Se miraron el uno al otro sin decir nada. Más tarde, después de lavarnos las manos y de que Farzana nos sirviera uvas, Hassan me dijo que el pueblo se había convertido en su hogar; que él y Farzana tenían su vida allí.
—Y Bamiyan está muy cerca. Conocemos a mucha gente allí. Perdóname, Rahim Kan. Te ruego que me comprendas.
—Por supuesto —dije—. No tienes nada de que disculparte. Lo comprendo.
Mientras tomábamos el té, después del
shorwa
, Hassan me preguntó por ti. Le dije que estabas en América y que poca cosa más sabía. Me hizo muchas preguntas. ¿Te habías casado? ¿Tenías hijos? ¿Eras muy alto? ¿Seguías volando cometas y yendo al cine? ¿Eras feliz? Dijo que había entablado amistad con un viejo profesor de farsi que le había enseñado a leer y escribir. ¿Te haría llegar una carta si te la escribía? ¿Creía yo que le responderías? Le conté lo que sabía de ti a partir de las escasas conversaciones telefónicas que había mantenido con tu padre, pero en su mayor parte no supe cómo responderle. Luego me preguntó por tu padre. Cuando se lo dije, Hassan se tapó la cara con las manos y se echó a llorar. Siguió llorando como un niño el resto de la noche.
Insistieron en que pasase la noche allí. Farzana me preparó una pequeña cama y me dejó un vaso de agua del pozo por si tenía sed. Durante toda la noche ella estuvo susurrándole a Hassan y él sollozando.
Por la mañana, Hassan me dijo que él y Farzana habían decidido acompañarme a Kabul.
—No debería haber venido —le dije—. Tú estabas bien aquí, Hassan
jan
.
Tienes
zendagi
, una vida aquí. Fue muy presuntuoso por mi parte aparecer de pronto aquí y pedirte que lo dejaras todo. Soy yo quien necesita que me perdones.
—No tenemos mucho que dejar, Rahim Kan —repuso Hassan. Tenía todavía los ojos rojos e hinchados—. Iremos contigo. Te ayudaremos a ocuparte de la casa.
—¿Estás completamente seguro?
Asintió y bajó la cabeza.
—
Agha Sahib
era como mi segundo padre... Que Dios lo tenga en paz.
Amontonaron sus cosas sobre unas alfombras viejas y ataron las esquinas. Cargamos los paquetes en el Buick. Hassan se quedó en el umbral de la puerta con el Corán en la mano para que lo besáramos y pasáramos por debajo del libro. Luego partimos en dirección a Kabul. Recuerdo que, mientras nos alejábamos, Hassan se volvió para mirar por última vez su hogar.
Cuando llegamos a Kabul, descubrí que Hassan no tenía ninguna intención de instalarse en la casa.
—Pero si están todas las habitaciones vacías, Hassan
jan
. Nadie va a usarlas —insistí.
Pero no quería. Dijo que era una cuestión de
ihtiram
, una cuestión de respeto. Él y Farzana se instalaron en la cabaña del jardín trasero, donde había nacido. Les supliqué que se trasladaran a una de las habitaciones de invitados de la planta superior pero Hassan no quiso ni oír hablar de ello.
—¿Qué pensará Amir
agha
? —me dijo—. ¿Qué pensará cuando regrese a Kabul después de la guerra y descubra que he usurpado su lugar en la casa? —Luego, en señal de luto por tu padre, Hassan se vistió de negro durante los cuarenta días siguientes.
Yo no lo pretendía, pero los dos pasaron a encargarse de todas las tareas de la cocina y la limpieza. Hassan se ocupó de las flores del jardín, empapó bien las raíces, quitó las hojas amarillentas y plantó rosales. Pintó los muros. En la casa, barrió las habitaciones donde hacía años que no dormía nadie y limpió los baños en los que nadie se había bañado. Era como si estuviese preparando la casa para el regreso de alguien. ¿Recuerdas el muro que había detrás de la hilera de maíz que tu padre había plantado, Amir
jan
? ¿Cómo la llamabais Hassan y tú? ¿La pared del maíz enfermo? Aquella noche, en plena oscuridad, un misil destruyó parte de esa pared. Hassan la reconstruyó con sus propias manos, ladrillo a ladrillo, hasta que volvió a quedar completa. No sé qué habría hecho si no hubiese estado él allí.
Luego, a finales de aquel otoño, Farzana dio a luz a una niña que nació muerta. Hassan besó el rostro sin vida de la pequeña y la enterramos en el jardín, cerca de los escaramujos. Luego cubrimos el pequeño montículo con hojas caídas de los chopos y recé una oración por ella. Farzana permaneció el día entero encerrada en la cabaña, lamentándose... Un sonido que parte el corazón, Amir
jan
, las lamentaciones de una madre... Ruego a Alá que nunca tengas que oírlas.
Fuera de los muros de la casa, la guerra lo asolaba todo. Pero nosotros tres, dentro de la casa de tu padre, habíamos creado nuestro propio refugio. Empezó a fallarme la vista a finales de los ochenta y le pedí a Hassan que me leyera los libros de tu madre. Nos sentábamos en el vestíbulo, junto a la estufa, y Hassan me leía el
Manabí
o a Chayan, mientras Farzana trabajaba en la cocina. Y todas las mañanas Hassan colocaba una flor sobre el pequeño montículo junto a los escaramujos.
Farzana volvió a quedarse embarazada a principios de 1990. Fue en el verano de aquel año cuando llamó a la puerta una mujer cubierta con un burka de color celeste. Me acerqué a la verja delantera y vi que se tambaleaba, como si no pudiese tenerse en pie de debilidad. Le pregunté qué quería, pero no pudo responderme.
—¿Quién eres? —inquirí, y a continuación se derrumbó allí mismo, en la acera.
Llamé a Hassan para que me ayudara a trasladarla hasta el interior de la casa. La acostamos en el sofá y cuando la despojamos del burka, descubrimos a una mujer desdentada, con el pelo canoso y enredado y los brazos ulcerados.
Parecía que llevase días sin comer. Pero lo peor era su cara. La tenía llena de cortes de cuchillo. Uno de ellos iba desde el pómulo hasta la raíz del pelo y se había llevado el ojo izquierdo en su camino. Era grotesco. Le mojé la frente con un paño húmedo y abrió los ojos.