Cometas en el cielo (23 page)

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Authors: Khaled Hosseini

Supe que Kanum Taheri (a quien ahora llamaba Khala Jamila) había sido famosa en Kabul por su encantadora voz. A pesar de no haber cantado nunca como profesional, tenía talento para ello... Supe que era capaz de cantar canciones folklóricas,
ghazals
, incluso
raga
, normalmente de dominio exclusivo de los hombres. Pero por más que al general le gustara escuchar música (de hecho, tenía una considerable colección de cintas de
ghazals
clásicos interpretados por cantantes afganos e hindúes), consideraba que era mejor dejar su interpretación en manos de artistas de reputación inferior. Una de las condiciones que impuso el general al contraer matrimonio fue que ella nunca cantara en público. Soraya me explicó que su madre había querido cantar en la ceremonia de nuestra boda, una única canción, pero el general le lanzó una de sus miradas, con lo que el asunto quedó zanjado. Khala Jamila jugaba a la lotería una vez por semana y veía el programa de Johnny Carson todas las noches. Pasaba los días en el jardín, cuidando sus rosas, sus geranios, sus patateras y sus orquídeas.

Cuando me casé con Soraya, las flores y Johnny Carson pasaron a ocupar un lugar menos destacado. Yo era la nueva ilusión en la vida de Khala Jamila. A diferencia de los modales reservados y diplomáticos del general (él nunca me corregía cuando me dirigía a él como «general
sahib
»), Khala Jamila no guardaba como un secreto lo mucho que me adoraba. En primer lugar, escuché su impresionante lista de enfermedades, algo a lo que el general hacía oídos sordos desde hacía mucho tiempo. Soraya me contó que desde que su madre había sufrido el ataque, cada palpitación que sentía en el pecho era un infarto, cada articulación dolorida, el principio de una artritis reumatoide, y cada contracción en el ojo, un nuevo ataque. Recuerdo la primera vez que Khala Jamila me mencionó que tenía un bulto en la garganta.

—Mañana no iré a la universidad y la acompañaré al médico —le dije, a lo que el general me sonrió y repuso:

—Entonces será mejor que cuelgues los libros,
bachem
. Los cuadros médicos de tu Khala son como las obras de Rumi: llegan por volúmenes.

Pero no era tan sólo que hubiera encontrado a alguien dispuesto a escuchar sus monólogos sobre enfermedades. Yo creía firmemente que, aunque hubiera cogido un rifle y cometido una masacre, habría seguido disfrutando de su amor inquebrantable. Porque había liberado su corazón de la peor enfermedad. La había liberado del mayor miedo de cualquier madre afgana: que ningún
khastegar
honorable pidiera la mano de su hija. Que su hija se hiciera mayor sola, sin marido, sin hijos. Toda mujer necesitaba un marido. Aunque silenciara sus canciones.

Y, por boca de Soraya, conocí los detalles de lo sucedido en Virginia.

Estábamos en una boda. El tío de Soraya, Sharif, el que trabajaba para el INS, casaba a su hijo con una joven afgana de Newark. La boda tenía lugar en el mismo salón donde, seis meses antes, Soraya y yo habíamos celebrado nuestro
awroussi
. Nos encontrábamos entre un grupo de invitados observando cómo la novia aceptaba los anillos por parte de la familia del novio, cuando oímos la conversación de dos mujeres de mediana edad que nos daban la espalda en esos momentos.

—Qué novia más encantadora —dijo una de ellas—. Mírala. Tan
maghbool
como la luna.

—Sí —dijo la otra—. Y pura, además. Virtuosa. Sin novios.

—Lo sé. Te digo que este chico hizo bien no casándose con su prima.

Soraya estalló en el camino de vuelta a casa. Frené el Ford y paré bajo la luz de una farola en Fremont Boulevard.

—No pasa nada —dije, retirándole el cabello de la cara—. ¿A quién le importa eso?

—Es malditamente injusto —me espetó.

—Olvídalo.

—Sus hijos salen de discotecas en busca de ganado, dejan preñadas a las muchachas y tienen hijos fuera del matrimonio. Y nadie hace un maldito comentario. ¡Oh, sólo son hombres que se divierten! Yo cometo un error, y de repente todo el mundo habla de
nang
y
namoos
y tienen que restregármelo por la cara el resto de mi vida. —Con el pulgar le sequé una lágrima que le resbalaba por la barbilla, justo por encima de su marca de nacimiento—. No te lo dije —continuó Soraya, frotándose los ojos—, pero aquella noche apareció mi padre con una pistola. Le dijo... que tenía dos balas en la recámara, una para él y otra para él mismo si yo no regresaba a casa. Yo gritaba, llamé a mi padre por todos los nombres imaginables, le dije que no podía tenerme encerrada bajo llave para siempre, que deseaba su muerte. —Las lágrimas luchaban por salir de entre sus párpados—. De hecho, le dije que deseaba que estuviese muerto. Cuando me llevó a casa, mi madre me abrazó y se echó a llorar. Hablaba, pero yo no podía entender nada porque apenas era capaz de articular las palabras. Mi padre me llevó a mi habitación y me sentó delante del espejo del vestidor. Me entregó un par de tijeras y, con toda la calma, me pidió que me cortara el pelo. Me observó mientras lo hacía. Pasé semanas sin salir de casa. Y cuando lo hice, oía murmuraciones, o creía oírlas, por todas partes. De eso hace cuatro años. Ahora estamos a cinco mil kilómetros de distancia y aún sigo oyéndolas.

—Que se jodan —dije.

Emitió un sonido que era medio sollozo, medio risa.

—Cuando te lo conté por teléfono la noche del
khastegari
, estaba convencida de que cambiarías de idea.

—Ni pensarlo, Soraya.

Me sonrió y me cogió la mano.

—Tengo mucha suerte de haberte encontrado. Eres muy distinto de cualquier chico afgano que haya conocido.

—No hablemos nunca más de esto, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

La besé en la mejilla y puse el coche en marcha. Mientras conducía, me preguntaba por qué yo era distinto de los demás afganos. Tal vez porque me había educado entre hombres, en lugar de entre mujeres, y nunca había estado directamente expuesto al doble rasero con que a veces las trataba la sociedad afgana. Tal vez porque Baba había sido un padre afgano poco común, un liberal que había vivido siguiendo sus propias reglas, un inconformista que había despreciado o aceptado las costumbres sociales según le había convenido.

Pero creo que gran parte de la razón por la que no me importaba el pasado de Soraya era porque yo también lo tenía. Porque conocía perfectamente lo que era el remordimiento.

Poco después de la muerte de Baba, Soraya y yo nos trasladamos a un apartamento en Fremont, a escasas manzanas de la casa del general y Khala Jamila. Como parte del ajuar, los padres de Soraya nos compraron un sofá de piel marrón y una vajilla de Micaza. El general me sorprendió con un regalo adicional, una máquina de escribir IBM por estrenar. En la caja había escrito una nota en farsi:

Amir jan:
Espero que con estas teclas descubras muchas novelas.

General Iqbal Taheri

Vendí el autobús VW de Baba y, hasta la fecha, no he regresado al mercadillo. Todos los viernes me acercaba a su tumba y a veces encontraba junto a la lápida un ramo de freesias recién cortadas, con lo que sabía que Soraya también había estado allí.

Soraya y yo iniciamos la rutina (y las pequeñas preguntas) de la vida de casados. Compartíamos cepillos de dientes y calcetines, y compartíamos el periódico de la mañana. Ella dormía en el lado derecho de la cama, yo prefería el izquierdo. A ella le gustaban las almohadas mullidas, a mí las duras. A modo de aperitivo, ella comía cereales secos y yo los rociaba con leche.

Aquel verano me aceptaron en San Jose State y decidí especializarme en lengua inglesa. Acepté un puesto como vigilante de seguridad en un almacén de muebles de Sunnyvale. El trabajo era tremendamente aburrido, pero sus ventajas eran considerables: cuando a las seis de la tarde todo el mundo desaparecía y las sombras empezaban a cernirse sobre los pasillos de sofás tapados con plásticos y apilados hasta el techo, yo sacaba mis libros y estudiaba. Fue en el despacho de olor a pino de aquel almacén de muebles donde empecé mi primera novela.

Al año siguiente, Soraya siguió mis pasos en San Jose State y se matriculó, con gran disgusto de su padre, en magisterio.

—No sé por qué desperdicias tu talento de esa manera —dijo una noche el general durante la cena—. ¿Sabías, Amir
jan
, que en la escuela superior todas las notas que obtenía eran sobresalientes? —Se volvió hacia ella—. Una chica inteligente como tú podría ser abogada, o política. Y así,
Inshallah
, cuando Afganistán sea libre, podrías ayudar a redactar la nueva constitución. Entonces se necesitarán jóvenes afganos con talento como tú. Y viniendo de la familia que vienes, podrían incluso darte un puesto en el ministerio.

Vi cómo Soraya reprimía su ira.

—No soy una niña,
padar
. Soy una mujer casada. Además, también necesitarán maestros.

—Cualquiera puede ser maestro.

—¿Queda más arroz,
madar
? —preguntó Soraya.

Después de que el general se disculpara porque tenía que ir a visitar a unos amigos en Hayward, Khala Jamila intentó consolar a su hija.

—Te quiere bien —dijo—. Lo único que desea es que tengas éxito.

—Para fanfarronear con los amigos de que tiene una hija abogada. Otra medalla para el general —comentó Soraya.

—¡Qué tonterías dices!

—¡Éxito!... —exclamó entre dientes Soraya—. Al menos no soy como él, que se pasa la vida sentado, mientras otros luchan contra los
shorawi
, a la espera de que las aguas vuelvan a su cauce para regresar y reclamar su pomposo puestecillo en el gobierno. Tal vez los maestros no cobren mucho, pero ¡es lo que quiero hacer! Es lo que me gusta y, por cierto, es muchísimo mejor que cobrar de la beneficencia.

Khala Jamila se mordió la lengua.

—Si te oye decir eso alguna vez, nunca volverá a hablarte.

—No te preocupes —soltó Soraya, tirando la servilleta en el plato—. No machacaré su precioso ego.

En verano de 1988, unos seis meses antes de que los soviéticos se retiraran de Afganistán, di por finalizada mi primera novela, una historia entre padre e hijo, con Kabul como escenario, escrita en su mayor parte con la máquina de escribir que me regaló el general. Envié cartas a una docena de agencias y me quedé perplejo cuando, un día de agosto, abrí el buzón y encontré una carta de una agencia de Nueva York que me solicitaba una copia del original. Lo envié por correo al día siguiente. Soraya estampó un beso en el perfectamente embalado manuscrito y Khala Jamila insistió en pasarlo por debajo del Corán. Me dijo que haría un
nazr
para mí, un juramento que consistía en sacrificar un cordero y regalar la carne a un pobre si aceptaban mi libro.

—Nada de
nazr
, por favor, Khala
jan
—le dije, dándole un beso—. Haz sólo un
kazat
y dale el dinero a alguien necesitado, ¿de acuerdo? Nada de sacrificar corderos.

Seis semanas después, me llamó desde Nueva York un hombre llamado Martin Greenwalt, quien se ofreció a ser mi representante. Sólo se lo dije a Soraya.

—El hecho de que tenga un agente no significa que vayan a publicarme. Si Martin consigue vender la novela, entonces sí que lo celebraremos.

Un mes más tarde recibí una llamada de Martin en la que me informó de que iba a convertirme en un novelista con obra publicada. Cuando se lo dije a Soraya, se puso a gritar.

Aquella noche organizamos una cena de celebración con mis suegros. Khala Jamila preparó
kofta
(albóndigas de carne con arroz) y chocolate
ferni
. El general, con los ojos brillantes, dijo que estaba orgulloso de mí. Cuando el general y su esposa se fueron, Soraya y yo lo celebramos con una cara botella de Merlot que yo había comprado de camino a casa. El general no aprobaba que las mujeres bebieran alcohol y Soraya no bebía en su presencia.

—Me siento tan orgullosa de ti... —dijo, acercando su copa a la mía—. Kaka también se habría sentido orgulloso.

—Lo sé —dije, pensando en Baba, deseando que hubiera podido verme en aquel momento.

Avanzada la noche, después de que Soraya cayera dormida (el vino siempre le da sueño), salí al balcón para respirar el aire fresco del verano. Pensé en Rahim Kan y en la pequeña nota de ánimo que me había escrito después de haber leído mi primer cuento. Y pensé en Hassan. «Algún día,
Inshallah
, serás un gran escritor —había dicho en una ocasión—. Y la gente de todo el mundo leerá tus cuentos.» Había tanta bondad en mi vida, tanta felicidad... Me pregunté si me merecía todo aquello.

La novela se publicó en verano del año siguiente, 1989, y el editor me envió de gira por cinco ciudades. Me convertí en una pequeña celebridad entre la comunidad afgana. Aquél fue el año en que los
shorawi
completaron su retirada de Afganistán. Debería haber sido una época de gloria para los afganos. Pero la guerra continuaba, esta vez entre afganos, los muyahidines contra el gobierno títere de los soviéticos de Najibullah. Mientras tanto, los refugiados afganos seguían congregándose en Pakistán Aquél fue el año en que finalizó la guerra fría, el año en que cavó el muro de Berlín. Fue el año de los sucesos de la plaza de Tiananmen. En medio de todo aquello, Afganistán cayó en el olvido. Y el general Taheri, cuyas esperanzas habían despertado después de la retirada de los soviéticos, volvió a dar cuerda a su reloj de bolsillo.

Aquél fue también el año en que Soraya y yo comenzamos a intentar tener un hijo.

La idea de la paternidad desataba en mí un torbellino de emociones. Lo encontraba simultáneamente aterrador, vigorizante, amedrentador y estimulante. Me preguntaba qué tipo de padre sería. Quería ser igual que Baba y al mismo tiempo no quería tener nada que ver con él.

Pero pasó un año sin que nada sucediera. A cada nueva menstruación, más frustrada se sentía Soraya, más impaciente, más irritable. Por entonces, las sutiles insinuaciones iniciales de Khala Jamila habían pasado a ser totalmente directas: «
Kho degah
!» «¿Cuándo voy a poder cantar
alahoo
a mi pequeño
nawasa
?» El general, el pastún eterno, no hacía nunca ningún tipo de comentario, ya que eso significaba hacer referencia a un acto sexual entre su hija y un hombre, aunque el hombre en cuestión llevara casi cuatro años casado con ella. Sin embargo, cuando Khala Jamila nos atormentaba con sus bromas sobre un bebé, el general levantaba la cabeza y nos miraba.

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