Conjuro de dragones (31 page)

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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

La kalanesti desechó la sensación y seleccionó otro hechizo. Mientras hacía efecto, observó cómo la elfa marina retrocedía, sorprendida. La dimernesti agarró una escultura y la levantó frente a ella, y Feril rezó para que la elfa marina no fuera a golpearla con aquello. La kalanesti necesitaba desesperadamente que su primer encuentro con una criatura de aquel mundo fuera amistoso.

La elfa marina devolvió la escultura a su lugar, y Feril suspiró aliviada mientras continuaba su transformación. La cola se alargó y dividió para dar forma a unas piernas cubiertas con escamas amarillo pálido; las aletas se estiraron a los costados, engordaron y se convirtieron en brazos revestidos de escamas. Al cabo de unos instantes, Feril flotaba ante la elfa marina, los cabellos ondulando como la melena de un león en el agua, los tatuajes del rostro y el brazo bien visibles. Había recuperado su forma de kalanesti, pero el cuerpo conservaba las escamas y colores del pez ballesta, y el cuello seguía teniendo agallas de pez.

Velo. La palabra que la mujer volvió a repetir sonó como «velo». La dimernesti se aproximó con cautela a Feril, y nuevas palabras surgieron de su boca. La única que la kalanesti consiguió entender fue «elfa».

Feril intentó responder, pero descubrió que no podía hablar de forma inteligible. Sus propias frases elfas eran desconocidas para la elfa marina; de modo que, pensando en Groller, que se encontraba ahora tan lejos, decidió adoptar otra táctica. Señaló en dirección al techo, ahuecó las manos frente a ella, como si sostuviera algo, y luego hizo avanzar las manos como si se tratara de un bote. Finalmente colocó las manos planas una contra la otra y las inclinó hacia abajo, imitando la acción de sumergirse.

La elfa marina la miró con expresión curiosa, pero amistosa, extendió una mano, y la condujo fuera de la habitación. Mientras se movían, la dimernesti siguió hablando; las palabras resultaban musicales, aunque únicamente unas pocas tenían alguna similitud con la lengua elfa que Feril conocía. Las únicas que reconoció fueron «elfa», «magia» y «dragón».

Su camino las condujo a través del parque. Feril no vio por ninguna parte a criatura alguna, sólo los peces ballesta y unos cangrejos que correteaban por las arenosas calles. La elfa marina nadaba veloz, sin dejar de lanzar miradas furtivas arriba y abajo de cada uno de los canales que separaban las hileras de casas. Se introdujo por entre un par de edificios rosados, instando a Feril a seguirla.

Luego la dimernesti torció por una calle bordeada de enormes y brillantes conchas, y dejaron atrás varias otras edificaciones en ruinas mientras avanzaban. Feril hubiera querido preguntar a su guía sobre ellas, pero guardó las preguntas para más tarde, para una ocasión en que la comunicación fuera posible. Tal vez la elfa la llevaba hasta alguien que podría ayudarla.

Se acercaron a un edificio que, al parecer, tenía entre cinco y seis pisos de altura. Era de un gris pálido, atravesado en ciertos lugares por rayas plateadas. Una luz de un suave tono naranja se filtraba por las ventanas que ascendían en espiral por sus costados.

La elfa marina empezó a hablar de nuevo, más deprisa, con palabras que la kalanesti no comprendió. Empujó a Feril hacia una puerta redonda y golpeó en ella con una mano de color azul pálido. Tras unos instantes, la puerta se abrió, y un elfo marino apareció en el umbral.

Su piel era de un azul brillante, y los cabellos eran verde oscuro y cortos. Las contempló a ambas con expresión perpleja, mientras la mujer que había actuado de guía lanzaba un torrente de sonidos que Feril supuso era una explicación de cómo un pez había penetrado en su casa y se había transformado en una elfa cubierta de escamas.

El hombre se hizo a un lado, gesticulando, y Feril se dejó conducir a una cámara circular, cuyas paredes estaban cubiertas de mosaicos de conchas que representaban peces, elfos de piel azul y criaturas fantásticas. En el techo había un agujero que facilitaba el acceso a otro piso. Un agujero similar en el extremo de la habitación conducía a algún punto debajo de ésta.

Otros tres elfos marinos penetraron nadando por una puerta oval situada justo delante de Feril. Eran jóvenes y fornidos, ataviados sólo con telas relucientes alrededor de los muslos. Y sostenían redes. Feril retrocedió hacia la puerta, presa del pánico.

Su guía sacudió la cabeza ante los hombres, agitando las manos palmeadas, y habló con rapidez. Pero éstos parecieron no hacerle caso y avanzaron hacia Feril.

La kalanesti percibió el flujo del agua cuando la puerta se cerró a su espalda, cortándole la huida. Giró en redondo y chocó contra el elfo de color azul brillante. Este la agarró por los hombros y pronunció unas palabras que ella no consiguió descifrar; forcejeó, pero las manos del hombre tenían una fuerza sorprendente y le inmovilizaron los brazos. La empujó contra la pared y siguió hablando.

—¡No quiero hacer daño a nadie! —gritó Feril en su idioma; luego lo repitió en Común, pero en ambas ocasiones las palabras surgieron incomprensibles para los elfos marinos—. ¡No puedo permitir que suceda esto!

Reuniendo todas sus energías, apretó los pies contra la pared y empujó hasta conseguir soltarse del elfo azul.

Luego agitó los pies con toda la fuerza de que fue capaz. Consiguió distanciarse unos metros, aunque los hombres de las redes se iban acercando mientras su guía continuaba discutiendo con ellos.

La kalanesti nadó hacia la abertura oval, esquivando por muy poco las redes extendidas. Luego varió el rumbo con rapidez; podía haber más elfos en las habitaciones contiguas. En el último instante, se impulsó con fuerza con las piernas y dirigió el cuerpo hacia el agujero del techo; estaba a punto de batir las piernas con más fuerza cuando una mano se cerró en torno a su tobillo.

Golpeó un rostro con el pie, y empezó a debatirse salvajemente para liberarse. Pero una mano agarró el otro tobillo, y, si bien continuó luchando, las manos tiraron de ella hacia abajo. Una red cayó sobre ella. Feril desgarró varias hebras, pero a ésta se añadió una segunda red de malla muy tupida. Y luego una tercera.

La kalanesti fue transportada a través del agujero del techo. La elfa marina que había conducido a Feril hasta el edificio quedó atrás mientras a ésta la llevaban hasta el tercer piso de la torre. Allí la mantuvieron custodiada por un par de elfos que intentaron hablar con ella; pero fue inútil: ella seguía sin comprender una sola palabra. La redes que la envolvían quedaron sujetas a un poste ornamental.

La habitación estaba amueblada, y uno de sus guardianes se sentó en una de las losas adosadas a las paredes, en tanto que el más fornido se instaló en una silla de malla que colgaba en una esquina. Renunciando a entablar comunicación con ella, se pusieron a conversar entre sí. Feril los escuchó mientras forcejeaba para soltarse. «Elfa» fue la palabra que se repitió más veces. «Magia», «pez» y «dragón» la seguían siempre. Entraron y salieron otros elfos, que charlaban con sus guardianes y la miraban con curiosidad.

Podía usar su magia para transformarse, hacerse lo bastante pequeña para escabullirse por las aberturas de la red, o bien partir y desgarrar la red para huir bajo esta apariencia. Pero ¿debía lanzar estos conjuros? ¿O era mejor que esperara, que aguardara el momento oportuno? Los elfos marinos no le habían hecho daño. Y, si actuaban como otros grupos elfos, no había duda de que se había convocado a sus cabecillas para que decidieran qué hacer con ella. A lo mejor podría explicarles a ellos el asunto de la corona.

Pero ¿cuánto tiempo debería esperar?

Un poco, decidió por fin; el tiempo suficiente para recuperar energías. Feril estaba cansada. Se sumergió en un sueño inquieto e incómodo para reponer fuerzas. Sospechó que había transcurrido ya la mayor parte del día cuando advirtió que cambiaban a sus guardianes. Los dos nuevos centinelas charlaban con sus capturadores en la entrada.

La kalanesti se concentró y, recordando al pez ballesta, se dijo que uno pequeño podría escabullirse y perderse en aquella ciudad. Un pez ballesta entre docenas de peces. Notó cómo su piel se volvía tirante, y su figura empezó a empequeñecerse. Interrumpió el conjuro al ver que uno de los nuevos guardas se acercaba.

—¿Entiendes el Común? —inquirió, las palabras ahogadas por el agua, pero lo bastante claras para que ella pudiera comprenderlas—. Veylona creyó oírte hablar en él. ¿Vienes de la superficie?

Su corazón empezó a latir excitado, y asintió con fuerza. Intentó hablar y fracasó miserablemente, aunque algunas palabras consiguieron salir al exterior: «Feril», que sonó como «Fril», y «corona» que más bien pareció «roña». Debía hallar otra forma...

El elfo marino desgarró las redes.

—Esto era una precaución, nada más —explicó—. No pensábamos hacerte daño. Veylona estaba segura de que tú no nos querías hacer ningún daño, aunque nos tuvo que convencer.

Veylona, se dijo Feril. ¿Velo? Era la palabra que la elfa marina había repetido.

—Éstos son tiempos difíciles para nosotros —continuó el dimernesti—. Y debes comprender que los visitantes aquí son muy raros. Nuestros místicos vaticinaron que estabas sola, que no eras una espía del dragón.

—¿Veylona? —dijo Feril en voz alta y muy despacio.

—Veylona, ella te trajo aquí. Sus conocimientos del Común no son tan buenos como los míos. Veylona me ha pedido que te guíe. Cree que eres una hechicera.

Feril nadó fuera de las redes y flexionó brazos y piernas.

—¿Eres una hechicera?

La kalanesti sacudió la cabeza. ¿Cómo podía explicarlo? Tal vez era mejor no hacerlo. Finalmente, asintió despacio.

—Una hechicera de la superficie. Entonces, ¿necesitas aire? ¿Prefieres aire?

Feril asintió de nuevo, con más energía. Si tenía aire para respirar, podría hablar mejor con él, y explicar por qué se encontraba allí y lo que necesitaba.

Le hizo una seña, y ella lo siguió; el otro guarda nadó detrás, sujetando la empuñadura de un tridente.

—Yo soy Beldargh —indicó—, uno de los guardianes de la ciudad. Te llevaré a una habitación con aire, a la que, hace décadas, conducíamos a los visitantes de la superficie. No se ha utilizado en un tiempo muy largo.

La sala en cuestión se encontraba en lo alto de la torre, y el agua la ocupaba sólo en parte, controlada sin duda, se dijo Feril, por algún hechizo realizado en tiempos ancestrales. Sacó la cabeza a la superficie al tiempo que se concentraba otra vez en su cuerpo, y regresaba ahora por completo a su aspecto de kalanesti. El guardián asomó la cabeza fuera del agua junto a ella.

—Feril —jadeó la elfa, mientras aspiraba con fuerza el aire viciado—. Mi nombre es Feril.

—Hechicera Feril de la superficie —dijo Beldargh despacio, y sus palabras sonaron veladas en el aire—, ¿estabas en una nave que Piélago hundió? ¿Sobreviviste gracias a la magia?

—No. El dragón no ha hundido nuestro barco. Espero que se encuentre fuera de su alcance. Pero estoy aquí debido al dragón..., a todos los dragones. Necesito vuestra ayuda. Necesito la corona.

—¿La Corona de las Mareas?

Ella asintió.

—Feril, no creo que eso sea posible. —La expresión del dimernesti se ensombreció, y éste sacudió la cabeza.

—Por favor escúchame —le suplicó ella y, mientras Beldargh escuchaba, la kalanesti inició la larga explicación sobre lo que la había llevado al reino subacuático.

—Dimernost —repuso Beldargh cuando ella finalizó el relato—. Tardaremos un día en llegar allí. En Dimernost se lo preguntarás a nuestro... —Buscó una palabra en el idioma de la elfa—. Nuestro jefe. Nuestro jefe más sabio decidirá. Nos vamos ahora.

Le indicó que lo siguiera y luego añadió:

—Tendrás una desilusión, hechicera Feril de la superficie.

* * *

Dimernost, la capital del reino submarino, se parecía mucho a la otra ciudad que Feril había visitado, aunque era mucho más grande. Beldargh le hizo de guía, y la acompañaron un puñado de otros elfos marinos, incluida Veylona, el primer elfo marino que la kalanesti había conocido.

La condujeron a través de una serie de cúpulas parcialmente llenas de aire, y el grupo se detuvo en una sala ornamentada en la que se encontraban docenas de elfos. Feril observó que la mayoría llevaban poca ropa y tenían la piel azul pálido, aunque otros tenían la piel de un tono gris, y unos pocos de color azul oscuro. El color de los cabellos variaba también, desde blanco a casi rubio, verde y, en muchos casos, diversas tonalidades de azul.

En el centro de la reunión se encontraba una mujer cubierta con una túnica a la que los otros elfos parecían tratar con deferencia. Tenía un aire de matrona, y sus ojos fijos observaron a la kalanesti con atención.

—Me llamo Nuqala, Oradora del Mar —empezó la mujer en Común vulgar, y con un acento que Feril había escuchado en Khur—. Y tú eres una kalanesti. Sólo recuerdo una ocasión en que uno de tu tribu nos visitara. Eso fue hace mucho tiempo, y acompañaba a un comerciante que quería intercambiar mercancías. Al igual que el comerciante, tú también pareces querer algo de nosotros.

Feril asintió e intentó explicarse, pero Nuqala siguió:

—Las noticias se mueven deprisa en el agua. Lo que deseas es algo muy valioso, precioso para nosotros y que nos sustenta. —Calló unos instantes, y luego prosiguió:— Pareces poseer un considerable dominio de la magia. Esa magia te permitió evitar a Brynseldimer.

Una vez más, Feril asintió.

—Explícate —dijo la mujer.

La palabras brotaron por entre los labios de la kalanesti. Era la misma historia que ya había contado a Beldargh, pero más completa: cómo había cruzado el océano Courrain Meridional con sus camaradas en busca de Dimernesti, y cómo había elegido hacer esta parte del viaje sola a causa de su dominio de la magia de la naturaleza. Explicó que no había visto ni rastro del dragón, pero sí el cementerio de barcos.

—Los barcos ya no navegan por esta aguas —repuso Nuqala con un dejo de melancolía en la voz—. Ya no comerciamos con la superficie. Estamos prisioneros aquí; pero somos luchadores. No nos rendimos. Nuestra gente caza, aunque algunos son a su vez cazados por Brynseldimer. Nos ocupamos de nuestras cosechas, y el dragón devora a algunos de nuestros labriegos. Pero no nos rendiremos al dragón. Creo que Brynseldimer no quiere matarnos a todos, porque entonces no tendría con qué jugar. Usamos la Corona de las Mareas para mantenerlo a raya, para impedir que destruya todas nuestras ciudades. ¿Y tú deseas la corona que es nuestra defensa? —Nuqala lanzó una carcajada entristecida y meneó la cabeza—. Tú, elfa de la superficie, quieres que nos rindamos. Nos condenarías, y ¿con qué propósito?

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