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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (10 page)

—Una hembrita entradora, de ésas que un dice blanco y ellas negro, uno negro y ellas no, blanco —dice Ambrosio —. Mañas para calentar al hombre, pero que hacen su efecto.

—Claro que te espero —dijo Santiago —. ¿Te hago repasar un poco?

La historia persa, Carlomagno, los aztecas, Carlota Corday, factores externos de la desaparición del imperio austrohúngaro, el nacimiento y la muerte de Danton: que le tocara una balota fácil, que aprobara. Volvieron al primer patio, se sentaron en una banca. Un canillita entró voceando los diarios de la tarde, el muchacho que estaba junto a ellos compró
El Comercio
y un momento después dijo desgraciados, era el colmo. Se volvieron a mirarlo y él les mostró un titular y la fotografía de un hombre con bigotes. ¿Lo habían metido preso, exilado o matado, y quién era el hombre? Ahí estaba Jacobo, Zavalita: rubio, escuálido, los claros ojos furiosos, el dedo curvado sobre la fotografía del diario, la voz arrastrada protestando, el Perú iba de mal en peor, un dejo extrañamente serrano en esa cara lechosa, donde se ponía el dedo brotaba pus como decía Gonzáles Prada, advertida alguna vez, a lo lejos y de paso, en las calles de Miraflores.

—¿Otro de ésos? —dice Ambrosio —. Caramba, San Marcos era un nido de subversivos, niño.

Otro puro de ésos, piensa, en rebelión contra su piel, contra su clase, contra sí mismo, contra el Perú. Piensa: ¿seguirá puro, será feliz?

—No había tantos, Ambrosio. Fue una casualidad que nos juntáramos los tres ese primer día.

—A esos amigos de San Marcos usted nunca los llevaba a su casa —dice Ambrosio —. En cambio, el niño Popeye y sus compañeros de colegio se las pasaban tomando té donde usted.

¿Te daba vergüenza, Zavalita?, piensa: ¿que Jacobo, Héctor, Solórzano no vieran dónde y con quién vivías, que no conocieran a la vieja y no oyeran al viejo, que Aída no escuchara las lindas idioteces de la Teté? Piensa: ¿Que la vieja y el viejo no supieran con quien te juntabas, que el Chispas y la Teté no vieran la cara de huaco del cholo Martínez? Ese primer día comenzaste a matar a los viejos, a Popeye, a Miraflores, piensa. Estabas rompiendo, Zavalita, entrando a otro mundo: ¿fue ahí, se cerraron ahí? piensa: ¿rompiendo con qué, entrando a cuál mundo?

—Me oyeron hablar de Odría y se fueron —Jacobo señaló al grupo de postulantes que se alejaba y los miró a ellos con una curiosidad sin ironía —. ¿También ustedes tienen miedo?

—¿Miedo? —Aída se enderezó violentamente en la banca —. Yo digo que Odría es un dictador y un asesino, y lo digo aquí, en la calle, en cualquier parte.

Pura como las muchachas de
Quo Vadis
, piensa, impaciente por bajar a las catacumbas y salir al circo y arrojarse a las zarpas y colmillos de los leones. Jacobo la escuchaba desconcertado, ella se había olvidado del examen, un dictador que subió al poder en la punta de las bayonetas, alzaba la voz y accionaba y Jacobo asentía y la miraba con simpatía y había suprimido los partidos y la libertad de prensa y ahora entusiasmado y había ordenado al Ejército masacrar a los arequipeños y ahora hechizado y había encarcelado, deportado y torturado a tantos, ni siquiera se sabía a cuántos, y Santiago observaba a Aída y a Jacobo y de pronto, piensa, te sentiste torturado, exilado, traicionado, Zavalita, y la interrumpió: Odría era el peor tirano de la historia del Perú.

—Bueno, no sé si el peor —dijo Aída, tomando aire —. Pero uno de los peores, claro que es.

—Dale tiempo y verás —insistió Santiago, con ímpetu —. Será el peor.

—Salvo la del proletariado, todas las dictaduras son la misma cosa —dijo Jacobo —. Históricamente.

—¿Tú sabes cuál es la diferencia entre aprismo y comunismo? —dice Santiago.

—No hay que darle tiempo a que sea el peor —dijo Aída —. Hay que echarlo abajo antes.

—Bueno, los apristas son muchísimos y los comunistas poquísimos —dice Ambrosio —. Qué más diferencia que ésa.

—No creo que ésos se fueran porque rajabas de Odría, sino porque están estudiando —dijo Santiago —. Todos deben ser progresistas en San Marcos.

Te miró como si te hubiera visto un par de alitas en la espalda, piensa, San Marcos ya no era lo que había sido, como a un niño bueno y tarado, Zavalita. No sabías, no entendías ni el vocabulario, tenías que aprender qué era aprismo, qué fascismo, qué comunismo, y por qué San Marcos ya no era lo que había sido: porque desde el golpe de Odría los dirigentes eran perseguidos y los centros federados desmantelados y porque las clases estaban llenas de soplones matriculados como alumnos y Santiago frívolamente lo interrumpió: ¿vivía Jacobo en Miraflores? Le parecía haberlo visto por allá alguna vez, y Jacobo se ruborizó y asintió de mala gana y Aída se echó a reír: así que los dos eran miraflorinos, así que los dos eran unos niños bien. Pero a Jacobo, piensa, no le gustaba bromear. Los ojos azules pedagógicamente posados en ella, la voz paciente, andina, desenvuelta, explicaba no importa donde se vive sino lo que se piensa y se hace, y Aída era cierto, pero ella no había dicho en serio sino, jugando lo de niños bien, y Santiago leería, estudiaría, aprendería marxismo como él: ah, Zavalita. El conserje gritó un apellido y Jacobo se puso de pie: lo llamaban. Fue hacia el aula sin prisa, confiado y calmado como hablaba, ¿inteligente, no?, y Santiago miró a Aída, inteligentísimo, y además cuánto sabía de política y Santiago decidió él sabría más.

—¿Será cierto que hay soplones entre los alumnos? —dijo Aída.

—Si descubrimos alguno en nuestro año, lo apañaremos —dijo Santiago.

—Ya hablas como alumno, quién como tú —dijo Aída —. Vamos a repasar otro poquito.

Pero apenas habían reanudado las preguntas y el paseo circular salió Jacobo del aula, lento y angosto en su desvaído terno azul, y se les acercó, risueño y decepcionado, los exámenes eran una broma, Aída no tenía de qué preocuparse, el presidente del jurado, un químico, sabía de letras menos que tú o yo. Había que contestar con seguridad, sólo al que dudaba lo jalaba. Me había caído mal, piensa, pero cuando llamaron a Aída y la acompañaron hasta el aula y regresaron a la banca y conversaron solos, te cayó bien, Zavalita. Se te quitaron los celos, piensa, comencé a admirarlo. Había terminado el colegio hacía dos años, no ingresó a San Marcos el año anterior por una tifoidea, opinaba como quien da hachazos. Te sentías mareado, imperialismo, idealismo, como un caníbal que ve rascacielos, materialismo, conciencia social, confuso, inmoral. Cuando sanó, venía en las tardes a dar vueltas por la Facultad de Letras, iba a leer a la Biblioteca Nacional, y sabía todo y tenía respuestas para todo y hablaba de todo, piensa, menos de él. ¿En qué colegio había estudiado, era judía su familia, tenía hermanos, en qué calle vivía? No se impacientaba con las preguntas, era prolijo e impersonal en sus explicaciones, el aprismo significaba reformismo y el comunismo revolución. ¿Llegó alguna vez a estimarte y odiarte, piensa, a envidiarte como tú a él? Iba a estudiar Derecho e Historia y tú lo escuchabas deslumbrado, Zavalita: estudiaban juntos, iban a la imprenta clandestina juntos, conspiraban, militaban, preparaban juntos la Revolución. ¿Qué pensaba de ti, piensa, qué pensaría ahora de ti? Aída llegó a la banca con los ojos chispeando: la balota uno, se había cansado de hablarles. La felicitaron, fumaron, salieron a la calle. Los automóviles pasaban por Padre Jerónimo con los faros encendidos, y una brisa lustral les refrescaba la cara mientras bajaban por Azángaro, locuaces, excitados, hacia el Parque Universitario. Aída tenía sed, Jacobo hambre, ¿por qué no iban a tomar algo? propuso Santiago, ellos buena idea, él los invitaba y Aída uy qué burgués. No fuimos a esa chingana de la Colmena a comer panes con chicharrón sino a contarnos nuestros proyectos, piensa, a hacernos amigos discutiendo hasta perder la voz. Nunca más esa exaltación, esa generosidad. Piensa: esa amistad.

—A mediodía y en las noches esto se repleta —dijo Jacobo —. Los estudiantes vienen aquí después de las clases.

—Quiero contarles algo de una vez —Santiago apretó los puños debajo de la mesa y tragó saliva —. Mi padre está con el gobierno.

Hubo un silencio, el cambio de miradas entre Jacobo y Aída parecía eterno, Santiago oía pasar los segundos y se mordía la lengua: te odio, papá.

—Se me ocurrió que eras pariente de ese Zavala —dijo Aída, por fin, con una afligida sonrisa de pésame —. Pero qué importa, tu padre es una cosa y tú otra.

—Los mejores revolucionarios salieron de la burguesía —le levantó la moral Jacobo, sobriamente. Rompieron con su clase y se convirtieron a la ideología de la clase obrera.

Dio algunos ejemplos y, conmovido, piensa, agradecido, Santiago les contaba sus peleas sobre religión con los curas del colegio, las discusiones políticas con su padre y sus amigos del barrio, y Jacobo se había puesto a revisar los libros que estaban sobre la mesa:
La condición humana
, era interesante aunque un poquito romántica, y no valía la pena leer
La noche quedó atrás
, su autor era anticomunista.

—Sólo al final del libro —protestó Santiago —, sólo porque el Partido no quiso ayudarlo a rescatar a su mujer de los nazis.

—Peor todavía —explicó Jacobo —. Era un renegado y un sentimental.

—¿Si se es sentimental no se puede ser revolucionaria? —preguntó Aída, apenada. Jacobo reflexionó unos segundos y alzó los hombros: quizá en algunos casos se podía.

—Pero los renegados son lo peor que hay, fíjense en el Apra —añadió —. Se es revolucionario hasta el final o no se es.

—¿Tú eres comunista? —dijo Aída, como si preguntara qué hora tienes, y Jacobo perdió un instante su calma: sus mejillas se sonrosaron, miró alrededor, ganó tiempo tosiendo.

—Un simpatizante —dijo, cautelosamente —. El Partido está fuera de la ley y no es fácil ponerse en contacto. Además, para ser comunista, hay que estudiar mucho.

—Yo también soy simpatizante —dijo Aída, encantada —. Qué suerte que nos conociéramos.

—Y yo también —dijo Santiago —. Conozco poco de marxismo, pero quisiera saber más. Sólo que dónde, cómo.

Jacobo los miró uno por uno a los ojos, lenta y profundamente, como calculando su sinceridad o discreción, y echó una nueva ojeada en torno y se inclinó hacia ellos: había una librería de viejo, aquí en el centro. La había descubierto el otro día, entró a curiosear y estaba hojeando unos libros cuando aparecieron unos números, antiquísimos, interesantísimos, de una revista que se llamaba piensa Cultura soviética. Libros prohibidos, revistas prohibidas y Santiago vio estantes rebalsando de folletos que no se vendían en las librerías, de volúmenes que la policía había retirado de las Bibliotecas. A la sombra de paredes roídas por la humedad, entre telarañas y hollín, ellos consultaban los libros explosivos, discutían y tomaban notas, en noches como boca de lobo, a la luz de improvisados candeleros, hacían resúmenes, cambiaban ideas, leían, se instruían, rompían con la burguesía, se armaban con la ideología de la clase obrera.

—¿No habrá más revistas en esa librería? —preguntó Santiago.

—A lo mejor sí —dijo Jacobo —. Si quieren, podemos ir juntos a ver. Mañana, por ejemplo.

—También podríamos ir a alguna exposición, a algún museo —dijo Aída.

—Claro, no conozco ningún museo de Lima hasta ahora —dijo Jacobo.

—Ni yo —dijo Santiago —. Aprovechemos estos días, antes que comiencen las clases, y visitémoslos todos.

—Podemos ir en las mañanas a los museos y en las tardes a recorrer librerías de viejo —dijo Jacobo —. Conozco muchas, a veces se encuentran buenas cosas.

—La revolución, los libros, los museos —dice Santiago —. ¿Ves lo que es ser puro?

—Yo creía que ser puro era vivir sin cachar, niño —dice Ambrosio.

—Y también al cine una de estas tardes, a ver una buena película —dijo Aída —. Y si el burgués de Santiago quiere invitarnos, que nos invite.

—Nunca más te invitaré ni un vaso de agua —dijo Santiago —. ¿Adónde nos vemos mañana, y a qué hora?

—A las diez en la Plaza San Martín —dijo Jacobo —. En el paradero del Expreso.

—¿Y, flaco? —dijo don Fermín —. ¿Muy difícil el oral, crees que aprobaste, flaco?

—Creo que sí, papá —dijo Santiago —. Ya puedes perder las esperanzas de que entre algún día a la Católica.

—Debería jalarte las orejas por rencoroso —dijo don Fermín —. Así que aprobaste, así que ya eres todo un señor universitario. Ven, flaco, dame un abrazo.

No dormiste, piensa, estoy seguro que Aída tampoco durmió, que Jacobo tampoco durmió. Todas las puertas abiertas, piensa, en qué momento y por qué comenzaron a cerrarse.

—Ya saliste con tu gusto, ya entraste a San Marcos —dijo la señora Zoila —. Estarás contento, supongo.

—Contentísimo, mamá —dijo Santiago —. Sobre todo porque ya no tendré que juntarme con gente decente nunca más. No te imaginas qué contento estoy.

—Si lo que quieres es volverte cholo, por qué no te haces sirviente, más bien —dijo el Chispas —. Anda sin zapatos, no te bañes, cría pulgas, supersabio.

—Lo importante es que el flaco haya entrado a la Universidad —dijo don Fermín —. La Católica hubiera sido mejor, pero el que quiere estudiar, estudia en cualquier parte.

—La Católica no es mejor que San Marcos, papá —dijo Santiago —. Es un colegio de curas. Y yo no quiero saber nada con los curas, yo odio a los curas.

—Te vas a ir al infierno, imbécil —dijo la Teté —. Y tú lo dejas que te levante así la voz, papá.

—Me da cólera que tengas esos prejuicios, papá —dijo Santiago.

—No son prejuicios, a mí no me importa que tus compañeros sean blancos, negros o amarillos —dijo don Fermín —. Yo quiero que estudies, que no vayas a perder tu tiempo y te quedes sin carrera como el Chispas.

—El supersabio te levanta la voz y te desfogas conmigo —dijo el Chispas —. Lindo, papá.

—Hacer política no es perder tiempo —dijo Santiago —. ¿O sólo los militares tienen derecho a hacer política aquí?

—Primero los curas, ahora los militares, las dos musiquitas de siempre —dijo el Chispas —. Cambia de tema, supersabio, pareces disco rayado.

—Qué puntualito llegaste —dijo Aída —. Venías hablando solo, qué chistoso.

—No se puede estar de a buenas contigo —dijo don Fermín —. Aunque se te trate con cariño, siempre das la patada.

—Es que soy un poco loco —dijo Santiago —. ¿No te da miedo juntarte conmigo?

—Está bien, no llores, no te arrodilles, te creo, lo hiciste por mí —dijo don Fermín —. ¿No pensaste que en vez de ayudarme podías hundirme para siempre? ¿Para qué te dio cabeza Dios, infeliz?

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