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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (8 page)

—Aunque nos hayamos visto poco, tú has seguido siendo mi mejor amigo —casi se entristeció el coronel —. De chicos, yo te estimaba, Cayo. Más que tú a mí. Te admiraba, hasta te tenía envidia.

Bermúdez escrutaba al coronel, imperturbable. El cigarrillo que tenía en la mano se había consumido, la ceniza caía sobre la alfombra, las volutas de humo rompían contra su cara como olas contra rocas pardas.

—Cuando estuve de Ministro de Bustamante toda la Promoción me buscó, menos tú —dijo Espina —¿Por qué? Estabas en mala situación, habíamos sido como hermanos. Yo hubiera podido ayudarte.

—¿Vinieron como perros a lamerte las manos, a pedirte recomendaciones y a proponerte negociados? —dijo Bermúdez —. Como yo no vine, dirías éste anda rico o ya se murió.

—Sabía que estabas vivo, pero medio muerto de hambre —dijo Espina —. No me interrumpas, déjame hablar.

—Es que todavía eres muy lento —dijo Bermúdez —. Hay que sacarte las palabras con tirabuzón, como en el José Pardo.

—Quiero servirte —murmuró Espina —. Dime qué puedo hacer por ti.

—Dame movilidad para regresar a Chincha —susurró Bermúdez —. El jeep, un pasaje en colectivo, lo que sea. Por este paseíto a Lima puedo perder un negocito interesante.

—Estás contento con tu suerte, no te importa llegar a viejo de provinciano y sin un medio —dijo Espina —. Ya no eres ambicioso, Cayo.

—Pero todavía soy orgulloso —dijo Bermúdez, secamente —. No me gusta recibir favores. ¿Eso es todo lo que querías decirme?

El coronel lo observaba, como midiéndolo o adivinándolo, y la sonrisita cordial que había estado flotando en sus labios se esfumó. Juntó las manos de uñas enceradas, adelantó la cabeza:

—¿Al pan pan y al vino vino, Cayo? —dijo, con súbita energía.

—Ya era hora —Bermúdez aplastó la colilla en el cenicero —. Me estabas cansando con tantas declaraciones de amor.

—Odría necesita gente de confianza —el coronel contaba las sílabas, como si su seguridad y desenvoltura se vieran de pronto amenazadas —. Aquí todos están con nosotros y nadie está con nosotros.
La Prensa
y la Sociedad Agraria sólo quieren que suprimamos el control de cambios y protejamos la libertad de comercio.

—Como ustedes les van a dar gusto, no hay problema —dijo Bermúdez —. ¿No?


El Comercio
llama a Odría el salvador de la Patria sólo por odio al Apra —dijo el coronel Espina —. Esos sólo quieren que tengamos a los apristas a la sombra.

—Ya es cosa hecha —dijo Bermúdez —. Tampoco hay problema por ahí ¿no?

—Y la International, la Cerro y demás compañías sólo quieren un gobierno fuerte que les tenga tranquilos a los sindicatos —continuó Espina, sin escucharlo —. Cada uno tira para su lado ¿ves?

—Los exportadores, los antiapristas, los gringos y además el Ejército —dijo Bermúdez —. La platita y la fuerza. No sé de qué se puede quejar Odría. No se puede pedir más.

—El Presidente conoce la mentalidad de estos hijos de puta —dijo el coronel Espina —. Hoy te apoyan, mañana te clavan un puñal en la espalda.

—Como se lo clavaron ustedes a Bustamante —sonrió Bermúdez, pero el coronel no se rió —. Bueno, mientras los tengan contentos, apoyarán al régimen. Después, se conseguirán otro general y los sacarán a ustedes. ¿Siempre no ha sido así en el Perú?

—Esta vez no va a ser así —dijo el coronel Espina —. Nosotros vamos a guardarnos las espaldas.

—Me parece muy bien —dijo Bermúdez, ahogando un bostezo —. Pero yo qué pito toco en todo esto.

—Le he hablado al Presidente de ti —el coronel Espina consideró un momento el efecto de sus palabras, pero Bermúdez no había cambiado de expresión; el codo en el brazo del sillón, la cara sobre la palma abierta, escuchaba inmóvil —. Estábamos barajando nombres para la Dirección de Gobierno y el tuyo se me vino a la boca y lo solté. ¿Hice una estupidez?

Calló, un gesto de contrariedad o fatiga o duda o pesar, torció su boca y achicó sus ojos. Permaneció unos segundos con una expresión ausente y luego buscó la cara de Bermúdez: estaba allí, idéntica, absolutamente quieta, esperando.

—Un cargo oscuro, pero importante para la seguridad del régimen —añadió el coronel —. ¿Hice una estupidez? Ahí necesitas alguien que sea como tu otro yo, me advirtieron, tu brazo derecho. Y tu nombre se me vino a la boca y lo solté. Sin pensar. Ya ves, te hablo francamente. ¿Hice una estupidez?

Bermúdez había sacado otro cigarrillo, lo había encendido. Chupó encogiendo un poco la boca, se mordió apenas el labio inferior. Miró la brasa, el humo, la ventana, los muladares de los techos limeños.

—Yo sé que si quieres tú eres mi hombre —dijo el coronel Espina.

—Ya veo que tienes confianza en tu viejo condiscípulo —dijo, al fin, Bermúdez, tan bajo que el coronel avanzó la cabeza —. Haber elegido a este provinciano frustrado y sin experiencia para ser tu brazo derecho, es todo un honor, Serrano.

—Déjate de ironías —Espina dio un golpecito en la mesa —. Dime si aceptas o no.

—Una cosa así no se decide tan rápido —dijo Bermúdez —. Dame unos días para darle vueltas.

—No te doy ni media hora, vas a contestarme ahora mismo —dijo Espina —. El Presidente me espera a las seis en Palacio. Si aceptas, vienes conmigo para que te lo presente. Si no, puedes regresarte a Chincha.

—Las funciones de Director de Gobierno me las imagino —dijo Bermúdez —. En cambio, no me imagino el sueldo.

—Un sueldo básico y unos gastos de representación —dijo el coronel Espina —. Unos cinco o seis mil soles, calculo. Ya sé que no es mucho.

—Es bastante para vivir modestamente —sonrió apenas Bermúdez —. Como yo soy un hombre modesto, me alcanzaría.

—Ni una palabra más, entonces —dijo el coronel Espina —. Pero todavía no me has contestado. ¿He hecho una estupidez?

—Eso sólo puede decirlo el tiempo, Serrano —sonrió otra vez Bermúdez, a medias.

¿Si el Serrano nunca reconoció a Ambrosio? Cuando Ambrosio era chofer de don Cayo subió al auto mil veces, don, mil veces lo había llevado a su casa. Tal vez lo reconocería, pero el caso es que nunca se lo demostró, don. Como él era Ministro entonces, se avergonzaría de haber sido conocido de Ambrosio cuando no era nadie, no le haría gracia que Ambrosio supiera que él estuvo enredado en el rapto de la hija de la Túmula. Lo borraría de su cabeza para que esta cara negra no le trajera malos recuerdos, don. Las veces que se vieron trató a Ambrosio como a un chofer que se ve por primera vez. Buenos días, buenas tardes, y el Serrano lo mismo. Ahora que le iba a decir una cosa, don. Es verdad que la Rosa se puso indiota y se llenó de lunares, pero en el fondo su historia daba compasión ¿no, don? Después de todo era su mujer ¿no es cierto? Y la dejó en Chincha y ella no pudo gozar de nada cuando don Cayo se volvió importante. ¿Que qué fue de ella todos estos años? Cuando don Cayo se vino a Lima ella se quedó en la casita amarilla, a lo mejor todavía sigue ahí ahuesándose. Pero a ella no la abandonó como a la señora Hortensia, sin un medio. Le pasaba su pensión, a Ambrosio le dijo muchas veces hazme recuerdo que tengo que mandarle plata a Rosa, negro. ¿Qué hizo ella todos estos años? Quién sabe, don. Su vida de siempre sería, una vida sin amigas ni parientes. Porque desde el matrimonio no volvió a ver a nadie de la ranchería, ni siquiera a la Túmula. Se lo prohibiría don Cayo, seguro. Y la Túmula se las pasaba maldiciendo a su hija porque no la recibía en su casa. Pero ni por ésas, don; no entró a la sociedad de Chincha, qué esperanza, quién se iba a estar juntando con la hija de la lechera aunque fuera mujer de don Cayo y se pusiera zapatos y se lavara la cara a diario. Si todos la habían visto arreando el burro y repartiendo porongos. Y, además, sabiendo que el Buitre no la reconocía como nuera. No tuvo más remedio que encerrarse en un cuartito que tomó don Cayo detrás del Hospital San José, y llevar vida de monja. No salía casi nunca, de vergüenza, porque en la calle la señalaban, o de miedo al Buitre quizá. Después ya sería por costumbre. Ambrosio la había visto algunas veces, en el mercado, o sacando una batea a la calle y fregando ropa, arrodillada en la vereda. Así que de qué le sirvió tanta viveza, don, tanta mañosería para pescar al blanquito. Ganaría un apellido y mejoraría de clase, pero se quedó sin una amiga y hasta sin madre. ¿Don Cayo, don? Sí, él tenía amigos, los sábados se lo veía tomándose sus cerveciolas en el "Cielito lindo", o jugando sapo en el Jardín El Paraíso, o en el bulín y decían que se metía siempre al cuarto con dos. Rara vez salía con la Rosa, don, hasta al cine se iba solo. ¿En qué trabajó don Cayo, don? En el almacén de los Cruz, en un banco, en una notaría, después vendía tractores a los hacendados. Pasó como un año en el cuartito ése, cuando mejoró se mudó al barrio Sur, Ambrosio en ese tiempo ya era chofer interprovincial y paraba poco en Chincha, y en una de ésas que llegó al pueblo le dijeron se murió el Buitre y don Cayo y la Rosa se han ido a vivir con la beata. Doña Catalina se murió cuando el gobierno de Bustamante, don. Cuando a don Cayo le cambió la suerte, con Odría, en Chincha decían ahora la Rosa se hará casa nueva y tendrá sirvientas. Nada de eso, don. Comenzaron a lloverle visitas a la Rosa, entonces. En
La Voz de Chincha
salían fotos de don Cayo que decían Chinchano ilustre y quién no le caía a la Rosa para pedirle un puestecito para mi marido, una bequita para mi hijo y que a mi hermano lo nombren profesor aquí, subprefecto allá. Y las familias de apristas y apristones a llorarle que don Cayo suelte a mi sobrinito o deje volver al país a mi tío. Ahí vino la venganza de la hija de la Túmula, don, ahí pagaron los que le hicieron desaires. Dicen que los recibía en la puerta y que a todos les ponía la misma cara de idiota. ¿Estaba preso su; hijito? Ay, qué pena. ¿Un puesto para su entenadito? Que fuera a Lima y le hablara a su marido y hasta lueguito. Pero todo esto Ambrosio sólo lo sabía de oídas, don, ¿no ve que entonces ya estaba en Lima, también? ¿Quién lo había convencido a él que se viniera a buscar a don Cayo, don? La negra, Ambrosio no quería, decía dicen que a todos los chinchanos que van a pedirle algo los larga. Pero a él no lo largó, don, lo ayudó y Ambrosio se lo agradecía. Sí, odiaba a los chinchanos, quién sabe por qué, ya ve que no hizo nada por Chincha, ni una escuelita hizo construir en su tierra. Cuando pasó el tiempo y las gentes comenzaron a hablar mal de Odría, y volvieron a Chincha los apristas desterrados, dicen que el subprefecto puso un policía en la casita amarilla para proteger a la Rosa, ¿no ve que don Cayo era tan odiado, don? Pura tontería, desde que él estaba en el gobierno ni vivían juntos ni se veían, todos sabían que si la mataban a la Rosa con eso no le hacían daño a don Cayo, más bien un favor. Porque no sólo no la quería, don, sino que hasta la odiaría, por habérsele puesto tan fea, ¿no cree usted?

—Ya ves qué bien te recibió —dijo el coronel Espina —. Ya has visto qué clase de hombre es el General.

—Necesito poner en orden mi cabeza —murmuró Bermúdez —. La tengo hecha una olla de grillos.

—Anda a descansar —dijo Espina —. Mañana te presentaré a la gente del Ministerio y te pondré al tanto de las cosas. Pero dime al menos si estás contento.

—No sé si contento —dijo Bermúdez —. Como borracho, más bien.

—Bueno, ya sé que ésa es tu manera de darme las gracias —se rió Espina.

—He venido a Lima sólo con este maletín —dijo Bermúdez —. Pensaba que era cuestión de unas horas.

—¿Necesitas dinero? —dijo Espina —. Sí, hombre, te presto algo ahora, y mañana hacemos que te den un adelanto en la caja.

—¿Qué desgracia te pasó en Pucallpa? —dice Santiago.

—Voy a buscarme un hotelito cerca de aquí —dijo Bermúdez. Vendré mañana temprano.

—¿Por mí, por mí? —dijo don Fermín —. ¿O lo hiciste por ti, para tenerme en tus manos, pobre infeliz?

—Uno que creía que era mi amigo me mandó allá —dice Ambrosio —. Anda allá, negro, el oro y el moro. Puro cuento, niño, la ensartada más grande del siglo. Ah, si yo le contara.

Espina lo acompañó hasta la puerta del despacho y se dieron la mano. Bermúdez salió, en una mano el maletín, en la otra el sombrerito. Tenía un aspecto distraído y grave, miraba como para adentro. No contestó la venia del oficial de la puerta del Ministerio. ¿Era la hora de salida de las oficinas? Las calles estaban llenas de gente y de ruido. Se mezcló con la muchedumbre, siguió la corriente, fue, vino, volvió por aceras estrechas y atestadas, arrastrado por una especie de remolino o hechizo, deteniéndose a veces en una esquina o umbral o farol para encender un cigarrillo. En un café del jirón Azángaro pidió un té con limón, que saboreó muy despacio, y al salir dejó de propina el doble de la cuenta. En una librería refugiada en un pasillo del jirón de la Unión, hojeó novelitas de carátulas llameantes y letra manoseada y minúscula, mirando sin ver, hasta que
Los misterios de Lesbos
encendieron sus ojos, un segundo. La compró y salió. Todavía ambuló un rato por el centro, el maletín bajo el brazo, el sombrerito arrugado en la mano, fumando sin tregua. Oscurecía ya y las calles estaban desiertas cuando entró al Hotel Maury y pidió una habitación. Le alcanzaron una ficha y tuvo la pluma levantada unos segundos donde decía profesión, escribió al fin funcionario. El cuarto estaba en el tercer piso, la ventana daba a un patio interior. Se metió a la bañera y se acostó en ropa interior. Manoseó
Los misterios de Lesbos
, dejando que sus ojos corrieran ciegos sobre las figuritas negras apretadas. Luego apagó la luz. Pero no pudo atrapar el sueño hasta muchas horas después. Desvelado, permanecía de espaldas, el cuerpo inmóvil, el cigarrillo ardiendo entre los dedos, respirando con ansiedad, los ojos fijos en la sombra oscura de arriba.

IV

—Asi que en Pucallpa y por culpa de ese Hilario Morales, así que sabes cuándo y por qué te jodiste —dice Santiago —. Yo haría cualquier cosa por saber en qué momento me jodí.

¿Se acordaría, traería el libro? El verano estaba acabando, parecían las cinco y todavía no eran las dos, y Santiago piensa: trajo el libro, se acordó. Se sentía eufórico al entrar al polvoriento zaguán de losetas y pilares desportillados, impaciente, que él ingresara, que ella ingresara, optimista, y tú ingresaste, piensa, y ella ingresó: ah, Zavalita, te sentías feliz.

—Está sano, es joven, tiene trabajo, tiene mujer —dice Ambrosio —. ¿En qué forma puede haberse jodido, niño?

Solos o en grupos, las caras hundidas en sus apuntes, ¿cuántos de éstos entrarían, dónde estaba Aída?, los postulantes daban vueltas al patio a paso de procesión, repasaban sentados en las bancas astilladas, recostados contra las mugrientas paredes se interrogaban a media voz. Cholos, cholas, aquí no venía la gente bien. Piensa: mamá, tenías razón.

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