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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (5 page)

—Estoy un poco saltón —dijo Santiago —. Anoche me las pasé desvelado, debe ser por eso.

—Estás saltón porque te has desaminado —dijo Popeye —. Me invencionas, no va a pasar nada, no seas rosquete, y a la hora de la hora el que se chupa eres tú. Vámonos al cine, entonces.

—No me he desanimado, ya se me pasó —dijo Santiago —. Espera, voy a ver si los viejos se fueron.

No estaba el carro, ya se habían ido. Entraron por el jardín, pasaron junto a la fuente de azulejos, ¿y si se había acostado, flaco? La despertarían, pecoso. Santiago abrió la puerta, el clic del interruptor y las tinieblas se convirtieron en alfombras, cuadros, espejos, mesitas con ceniceros, lámparas. Popeye iba a sentarse pero Santiago subamos de frente a mi cuarto. Un patio, un escritorio, una escalera con pasamanos de fierro. Santiago dejó a Popeye en el rellano, entra y pon música, iba a llamarla. Banderines del Colegio, un retrato del Chispas, otro de la Teté en traje de primera comunión, linda pensó Popeye, un chancho orejón y trompudo sobre la cómoda, la alcancía, cuánta plata habría. Se sentó en la cama, encendió la radio del velador, un vals de Felipe Pinglo, pasos, el flaco: ya estaba, pecoso. La había encontrado despierta, súbeme unas Coca-colas, y se rieron: chist, ahí venía, ¿sería ella? Sí, ahí estaba en el umbral, sorprendida, examinándolos con desconfianza. Se había replegado contra la puerta, una chompa rosada y una blusa sin botones, no decía nada. Era Amalia y no era, pensó Popeye, qué iba a ser la de mandil azul que circulaba en la casa del flaco con bandejas o plumeros en las manos. Tenía los cabellos greñudos ahora, buenas tardes niño, unos zapatones de hombre y se la notaba asustada: hola, Amalia.

—Mi mamá me contó que te habías ido de la casa —dijo Santiago —. Qué pena que te vayas.

Amalia se apartó de la puerta, miró a Popeye, cómo estaba niño, que le sonrió amistosamente desde la calzada, y se volvió a Santiago: no se había ido por su gusto, la señora Zoila la había botado. Pero por qué, señora, y la señora Zoila porque le daba la gana, haz tus cosas ahora mismo. Hablaba y se iba aplacando los pelos con las manos, acomodándose la blusa. Santiago la escuchaba con la cara incómoda. Ella no quería irse de la casa, niño, ella le había rogado a la señora.

—Pon la charola en la mesita —dijo Santiago —. Espera, estamos oyendo música.

Amalia puso la charola con los vasos y las Coca-colas frente al retrato del Chispas y quedó de pie junto a la cómoda, la cara intrigada. Llevaba el vestido blanco y los zapatos sin taco de su uniforme, pero no el mandil ni la toca. ¿Por qué se quedaba ahí parada?, ven siéntate, había sitio. Cómo se iba a sentar, y lanzó una risita, a la señora no le gustaba que entrara al cuarto de los niños, ¿no sabía acaso? Sonsa, mi mamá no está, la voz de Santiago se puso tensa de repente, ni él ni Popeye la iban a acusar, siéntate sonsa. Amalia se volvió a reír, decía eso ahora pero a la primera que se enojara la acusaría y la señora la resongaría. Palabra que el flaco no te acusará, dijo Popeye, no te hagas de rogar y siéntate. Amalia miró a Santiago, miró a Popeye, se sentó en una esquina de la cama y ahora tenía la cara seria. Santiago se levantó, fue hacia la charola, no se te vaya a pasar la mano pensó Popeye y miró a Amalia: ¿le gustaba cómo cantan ésos? Señaló la radio, ¿regio, no? Le gustaban, bonito cantaban. Tenía las manos sobre las rodillas, se mantenía muy tiesa, había entrecerrado los ojos como para escuchar mejor: eran los Trovadores del Norte, Amalia. Santiago seguía sirviendo las Coca-colas y Popeye lo espiaba, inquieto. ¿Amalia sabía bailar? ¿Valses, boleros, huarachas? Amalia sonrió, se puso seria, volvió a sonreír: no, no sabía. Se arrimó un poquito a la orilla de la cama, cruzó los brazos. Sus movimientos eran forzados, como si la ropa le quedara estrecha o le picara la espalda; su sombra no se movía en el parquet.

—Te traje esto para que te compres algo —dijo Santiago.

—¿A mí? —Amalia miró los billetes, sin agarrarlos —. Pero si la señora Zoila me pagó el mes completo, niño.

—No te la manda mi mamá —dijo Santiago —. Te la regalo yo.

—Pero usted qué me va a estar regalando de su plata, niño —tenía los cachetes colorados, miraba al flaco confusa —. ¿Cómo voy a aceptarle, pues?

—No seas sonsa —insistió Santiago —. Anda, Amalia.

Le dio el ejemplo: alzó su vaso y bebió. Ahora tocaban
Siboney
, y Popeye había abierto la ventana: el jardín, los arbolitos de la calle iluminados por el farol de la esquina, la superficie azogada de la fuente, el zócalo de azulejos destellando, ojalá que no le pase nada, flaco. Bueno pues, niño, a su salud, y Amalia bebió un largo trago, suspiró y apartó el vaso de sus labios semivacío: rica, heladita. Popeye se acercó a la cama.

—Si quieres, te enseñamos a bailar —dijo Santiago —. Así, cuando tengas enamorado, podrás ir a fiestas con él sin planchar.

—A lo mejor ya tiene enamorado —dijo Popeye —. Confiesa Amalia, ¿ya tienes?

—Mírala cómo se ríe, pecoso —Santiago la cogió del brazo —. Claro que tienes, ya te descubrimos tu secreto, Amalia.

—Tienes, tienes —Popeye se dejó caer junto a ella, la cogió del otro brazo —. Cómo te ríes, bandida.

Amalia se retorcía de risa y sacudía los brazos pero ellos no la soltaban, qué iba a tener, niño, no tenía, les daba codazos para apartarlos, Santiago la abrazaba por la cintura, Popeye le puso una mano en la rodilla y Amalia un manazo: eso sí que no, niño, nada de tocarla. Pero Popeye volvió a la carga: bandida, bandida. A lo mejor hasta sabía bailar y les había mentido que no, a ver confiesa: bueno, niño, se los aceptaba. Cogió los billetes que se arrugaron entre sus dedos, para que viera que no se hacía de rogar nomás, y los guardó en el bolsillo de la chompa. Pero le daba pena quitarle su plata, ahora no tendría ni para la matiné del domingo.

—No te preocupes —dijo Popeye —. Si no tiene, los del barrio hacemos colecta y lo convidamos.

—Como amigos que son, pues —y Amalia abrió los ojos, como recordando —. Pero pasen, aunque sea un momentito. Disculparán la pobreza.

No les dio tiempo a negarse, entró a la casa corriendo y ellos la siguieron. Lamparones y tiznes, unas sillas, estampas, dos camas deshechas. No podían quedarse mucho, Amalia, tenían un compromiso. Ella asintió, frotaba con su falda la mesa del centro de la habitación, un momento nada más. Una chispa maliciosa brotó en sus ojos, ¿la esperarían un ratito conversando?, iba a comprar algo para ofrecerles, ya volvía. Santiago y Popeye se miraron asustados, encantados, era otra persona, flaco, se había puesto loquita. Sus carcajadas resonaban en todo el cuarto, tenía la cara sudada y lágrimas en los ojos, sus disfuerzos contagiaban a la cama un escalofrío chirriante. Ahora ella también acompañaba la música dando palmadas: sí, sí sabía. Una vez la habían llevado a Agua Dulce y había bailado en un sitio donde tocaba una orquesta, está loquísima pensó Popeye. Se paró, apagó la radio, puso el tocadiscos, volvió a la cama. Ahora quería verla bailar, qué contenta estás bandida, ven vamos, pero Santiago se levantó: iba a bailar con él, pecoso. Conchudo, pensó Popeye, abusas porque es tu sirvienta, ¿y si la Teté se aparecía?, y sintió que se le aflojaban las rodillas y ganas de irse, conchudo. Amalia se había puesto de pie y evolucionaba por el cuarto, sola, dándose encontrones con los muebles, torpe y pesada, canturreando a media voz, girando a ciegas, hasta que Santiago la abrazó. Popeye apoyó la cabeza en la almohada, estiró la mano y apagó la lamparilla, oscuridad, luego el resplandor del farol de la calle iluminó ralamente las dos siluetas. Popeye las veía flotar en círculo, oía la voz chillona de Amalia y se metió la mano al bolsillo, veía que sí sabía bailar, niño? Cuando terminó el disco y Santiago vino a sentarse a la cama Amalia quedó recostada en la ventana, de espaldas a ellos, riéndose: tenía razón el Chispas, mírala cómo se ha puesto, calla conchudo. Hablaba, cantaba y se reía como si estuviera borracha, ni los veía, se le torcían los ojos, pecoso, Santiago estaba un poco saltón, ¿y si se desmaya? Déjate de bobadas, le habló al oído Popeye, tráela a la cama. Su voz era resuelta, urgente, la tenía al palo, flaco, ¿y tú no?, angustiada, espesa: él también, pecoso. La calatearían, la manosearían: se la tirarían, flaco. Medio cuerpo inclinado sobre el jardín, Amalia se balanceaba despacito, murmurando algo, y Popeye divisaba su silueta recortada contra el cielo oscuro: otro disco, otro disco. Santiago se incorporó un fondo de violines y la voz de Leo Marini, terciopelo puro pensó Popeye, y vio a Santiago ir hacia el balcón. Las dos sombras se juntaron, lo invencionó y ahora lo tenía tocando violín en gran forma, esta perrada me la pagarás, conchudo. Ni se movían ahora, la cholita era retaca y parecía colgada del flaco, se la estaría paleteando de lo lindo, qué tal concha, y adivinó la voz de Santiago, ¿no estás cansadita?, estreñida y floja y como estrangulada, ¿no quería echarse?, tráela pensó. Estaban junto a él, Amalia bailaba como una sonámbula, tenía los ojos cerrados, las manos del flaco subían, bajaban, desaparecían en la espalda de ella y Popeye no distinguía sus caras, la estaba besando y él en palco, qué tal concha, sírvanse niños.

—Les traje estas cañitas, también —dijo Amalia —. Así toman ustedes?no?

—Para qué te has molestado —dijo Santiago —. Si ya nos íbamos.

Les alcanzó las Coca-colas y las cañitas, arrastró una silla y se sentó frente a ellos; se había peinado, se había puesto una cinta y abotonado la blusa y la chompa y los miraba beber. Ella no tomaba nada.

—No has debido gastar así tu plata, sonsa —dijo Popeye.

—No es mía, es la que me regaló el niño Santiago —se rió Amalia —. Para hacerles una atención siquiera, pues.

La puerta de calle estaba abierta, afuera comenzaba a oscurecer y se oía a veces y a los lejos el paso del tranvía. Trajinaba mucha gente por la vereda, voces, risas, algunas caras se detenían un segundo a mirar.

—Ya están saliendo de las fábricas —dijo Amalia —. Lástima que el laboratorio de su papá no esté por aquí, niño. Hasta la avenida Argentina voy a tener que tomar el tranvía y después ómnibus.

—¿Vas a trabajar en el laboratorio? —dijo Santiago.

—¿Su papá no le contó? —dijo Amalia —. Sí, pues, desde el lunes.

Ella estaba saliendo de la casa con su maleta y encontró a don Fermín, ¿quieres que te coloque en el laboratorio?, y ella claro que sí, don Fermín, donde sea, y entonces él llamó al niño Chispas y le dijo telefonea a Carrillo y que le dé trabajo: qué papelón, pensó Popeye.

—Ah, qué bien —dijo Santiago —. En el laboratorio seguro estarás mejor.

Popeye sacó su cajetilla de Chesterfield, ofreció un cigarrillo a Santiago, dudó un segundo, y otro a Amalia pero ella no fumaba, niño.

—A lo mejor sí fumas y nos estás engañando como el otro día —dijo Popeye —. Nos dijiste no sé bailar y sabías.

La vio palidecer, no pues niño, la oyó tartamudear, sintió que Santiago se revolvía en la silla y pensó metí la pata. Amalia había bajado la cabeza.

—Es una broma —dijo, y las mejillas le ardían —. De qué te vas a avergonzar, ¿acaso pasó algo, sonsa?

Ella fue recobrando sus colores, su voz: no quería ni acordarse, niño. Qué mal se había sentido, al día siguiente todavía se le mezclaba todo en la cabeza y las cosas le bailaban en las manos. Alzó la cara, los miró con timidez, con envidia, con admiración: ¿a ellos las Coca-colas nunca les hacían nada? Popeye miró a Santiago, Santiago miró a Popeye y los dos miraron a Amalia: había vomitado toda la noche, no volvería a tomar Coca-cola nunca en su vida. Y, sin embargo, había tomado cerveza y nada, y Pasteurina y tampoco, y Pepsi —cola y tampoco, ¿esa Coca-cola no estaría pasadita, niño? Popeye se mordió la lengua; sacó su pañuelo y furiosamente se sonó. Se apretaba la nariz y sentía que el estómago le iba a reventar: se había terminado el disco, ahora sí, y sacó rápido la mano del bolsillo de su pantalón. Ellos seguían fundidos en la media oscuridad, vengan vengan, siéntense un ratito, y oyó a Amalia: ya se había acabado pues la música, niño. Una voz difícil, por qué había apagado la luz el otro niño, aleteando apenas, que la prendieran o se iba, quejándose sin fuerzas, como si un invencible sueño o aburrimiento la apagara, no quería a oscuras, así no le gustaba. Eran una silueta sin forma, una sombra más entre las otras sombras del cuarto y parecía que estuvieran forcejeando de a mentiras entre el velador y la cómoda. Se levantó, se les acercó tropezando, ándate al jardín pecoso, y él qué tal raza, chocó con algo, le dolió el tobillo, no se iba, tráela a la cama, suélteme niño. La voz de Amalia ascendía, qué le pasa niño, se enfurecía, y ahora Popeye había encontrado sus hombros, suélteme, que la soltara, y la arrastraba, qué atrevido, qué abusivo, los ojos cerrados, la respiración briosa y rodó con ellos sobre la cama: ya estaba, flaco. Ella se rió, no me haga cosquillas, pero sus brazos y sus piernas seguían luchando y Popeye angustiosamente se rió: sal de aquí pecoso, déjame a mí. No se iba, por qué se iba a ir, y ahora Santiago empujaba a Popeye y Popeye lo empujaba, no me voy a ir, y había una confusión de ropas y pieles mojadas en la sombra, un revoloteo de piernas, manos, brazos y frazadas. La estaban ahogando, niño, no podía respirar: cómo te ríes, bandida. Quítese, que la soltaran, una voz ahogada, un jadeo entrecortado y animal, y de pronto chist, empujones y grititos, y Santiago chist, y Popeye chist: la puerta de calle, chist. La Teté, pensó, y sintió que su cuerpo se disolvía. Santiago había corrido a la ventana y él no podía moverse: la Teté, la Teté.

—Ahora sí nos vamos, Amalia —Santiago se paró, dejó la botella en la mesa —. Gracias por la invitación.

—Gracias a usted, niño —dijo Amalia —. Por haber venido y por eso que me trajo.

—Anda a la casa a visitarnos —dijo Santiago.

—Claro que sí, niño —dijo Amalia —. Y salúdela mucho a la niña Teté.

—Sal de aquí, párate, qué esperas —dijo Santiago — Y tú arréglate la camisa y péinate un poco, idiota.

Acababa de encender la lámpara, se alisaba los cabellos, Popeye se acuñaba la camisa en el pantalón y lo miraba, aterrado: salte, salte del cuarto. Pero Amalia seguía sentada en la cama y tuvieron que alzarla en peso, se tambaleó con expresión idiota, se sujetó del velador. Rápido, rápido, Santiago estiraba el cubrecama y Popeye corrió a desenchufar el tocadiscos, sal del cuarto idiota. No atinaba a moverse, los escuchaba con los ojos llenos de asombro y se les escurría de las manos y en eso se abrió la puerta y ellos la soltaron: hola, mamá. Popeye vio a la señora Zoila y trató de sonreír, en pantalones y con un turbante granate, buenas noches señora, y los ojos de la señora sonrieron y miraron a Santiago, a Amalia, y su sonrisa fue disminuyendo y murió: hola, papá. Vio, detrás de la señora Zoila, el rostro lleno, los bigotes y patillas grises, los ojos risueños de don Fermín, hola flaco, tu madre se desanimó de, hola Popeye, ¿estabas aquí? Don Fermín entró al cuarto, una camisa sin cuello, una casaca de verano, mocasines, y tendió la mano a Popeye: cómo está, señor.

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