Read Conversación en La Catedral Online

Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (4 page)

—No quiere entrar a la Católica sino a San Marcos —dijo la señora Zoila —. Eso lo tiene hecho una noche a Fermín.

—Yo lo haré entrar en razón, Zoila, tú no te metas —dijo don Fermín —. Está en la edad del pato, hay que saber llevarlo. Riñéndolo, se entercará más.

—Si en vez de consejos le dieras unos cocachos te haría caso —dijo la señora Zoila —. El que no sabe educarlo eres tú.

—Se casó con ese muchacho que iba a la casa —dice Santiago —. Popeye Arévalo. El pecoso Arévalo.

—El flaco no se lleva bien con su viejo porque no tienen las mismas ideas —dijo Popeye.

—¿Y qué ideas tiene ese mocoso recién salido del cascarón? —se río el senador.

—Estudia, recíbete de abogado y podrás meter tu cuchara en política —dijo don Fermín — ¿De acuerdo, flaco?

—Al flaco le da cólera que su viejo ayudara a Odría a hacerle la revolución a Bustamante —dijo Popeye —. Él está contra los militares.

—¿Es bustamantista? —dijo el senador —. Y Fermín cree que es el talento de la familia. No debe ser tanto, cuando admira al calzonazos de Bustamante.

—Sería un calzonazos, pero era una persona decente y había sido diplomático —dijo la vieja de Popeye —. Odría, en cambio, es un soldadote y un cholo.

—No te olvides que soy senador odriísta —se rio el senador —. Así que déjate de cholear a Odría, tontita.

—Se le ha metido entrar a San Marcos porque no le gustan los curas, y porque quiere ir donde va el pueblo —dijo Popeye —. En realidad, se le ha metido porque es un contreras. Si sus viejos le dijeran entra a San Marcos, diría no, a la Católica.

—Zoila tiene razón, en San Marcos perderá las relaciones —dijo la vieja de Popeye —. Los muchachos bien van a la Católica.

—También en la Católica hay cada indio que da miedo, mamá —dijo Popeye.

—Con la plata que está ganando Fermín ahora que anda de cama y mesa con Cayo Bermúdez, el mocoso no va a necesitar relaciones —dijo el senador —. Sí, pecoso, anda nomás.

Popeye se levantó de la mesa, se lavó los dientes, se peinó y salió. Eran sólo las dos y cuarto, mejor iba haciendo tiempo. ¿No somos patas, Santiago?, anda, dame un empujoncito con la Teté. Subió por Larco pestañeando por la resolana y se detuvo a curiosear las vitrinas de la Casa Nelson: esos mocasines de gamuza con un pantaloncito marrón y esa camisa amarilla, bestial. Llegó al Cream Rica antes que Santiago, se instaló en una mesa desde la que podía ver la avenida, pidió un milk-shake de vainilla. Si no lo convencía a Santiago de que fueran a oír discos a su casa irían a la matiné o a timbear donde Coco Becerra, de qué querría hablarle el flaco. Y en eso entró Santiago, la cara larga, los ojos como afiebrados: sus viejos la habían botado a la Amalia, pecoso. Acababan de abrir la sucursal del Banco de Crédito, por las ventanas del Cream Rica, Popeye veía cómo las puertas tumultuosas se tragaban a la gente que había estado esperando en la vereda. Hacía sol, los Expresos pasaban repletos, hombres y mujeres se disputaban los colectivos en la esquina de Shell. ¿Por qué habían esperado hasta ahora para botarla, flaco? Santiago encogió los hombros, sus viejos no querían que él se diera cuenta que la botaban por lo de la otra noche, como si él fuera tonto. Parecía más flaco con esa cara de duelo, los pelos retintos le llovían sobre la frente. El mozo se acercó y Santiago le señaló el vaso de Popeye, ¿también de vainilla?, sí. Por último qué tanto, lo animó Popeye, ya encontraría otro trabajo, en todas partes necesitaban sirvientas. Santiago se miró las uñas: la Amalia era buena gente, cuando el Chispas, la Teté o yo estaban de mal humor se desfogaban requintándola y ella nunca nos acusó a los viejos, pecoso. Popeye removió el milk-shake con la cañata, ¿cómo te convenzo de que vayamos a oír discos a tu casa, cuñado?, sorbió la espuma.

—Tu vieja le fue a dar sus quejas a la senadora por lo de San Marcos —dijo.

—Puede ir a darle sus quejas al rey de Roma —dijo Santiago.

—Si tanto les friega San Marcos, preséntate a la Católica, qué más te da —dijo Popeye —. ¿O en la Católica exigen más?

—A mis viejos eso les importa un pito —dijo Santiago —. San Marcos no les gusta porque hay cholos y porque se hace política, sólo por eso.

—Te has puesto en un plan muy fregado —dijo Popeye —. Te las pasas dando la contra, rajas de todo, y te tomas demasiado a pecho las cosas. No te amargues la vida por gusto, flaco.

—Métete tus consejos al bolsillo —dijo Santiago.

—No te las des tanto de sabio, flaco —dijo Popeye —. Está bien que seas chancón, pero no es razón para creer que todos los demás son unos tarados. Anoche lo trataste a Coco de una manera que no sé cómo aguantó.

—Si a mí no me da la gana de ir a misa, no tengo por qué darle explicaciones al sacristán ése —dijo Santiago.

—O sea que ahora también te las das de ateo —dijo Popeye.

—No me las doy de ateo —dijo Santiago —. Que no me gusten los curas no quiere decir que no crea en Dios.

—¿Y qué dicen en tu casa de que no vayas a misa? —dijo Popeye —. ¿Qué dice la Teté, por ejemplo?

—Este asunto de la chola me tiene amargo, pecoso —dijo Santiago.

—Olvídate, no Seas bobo —dijo Popeye —. A propósito de la Teté, por qué no fue a la playa esta mañana.

—Se fue al Regatas con unas amigas —dijo Santiago —. No sé por qué no escarmientas.

—El coloradito, el de las pecas —dice Ambrosio —. El hijito del senador don Emilio Arévalo claro. ¿Se casó con él?

—No me gustan los pecosos ni los pelirrojos —hizo una morisqueta la Teté —. Y él es las dos cosas. Uy, qué asco.

—Lo que más me amarga es que la botaran por mi culpa —dijo Santiago.

—Más bien di culpa del Chispas —lo consoló Popeye —. Tú ni sabías lo que era yobimbina.

Al hermano de Santiago le decían ahora sólo Chispas, pero antes, en la época en que le dio por lucirse en el Terrazas levantando pesas, le decían Tarzán Chispas. Había sido cadete de la Escuela Naval unos meses y cuando lo expulsaron (él decía que por haberle pegado a un alférez) estuvo un buen tiempo de vago, dedicado a la timba y al trago y dándoselas de matón. Se aparecía en el óvalo de San Fernando y se dirigía amenazador a Santiago, señalándole a Popeye, a Toño, a Coco o a Lalo: a ver, supersabio, con cuál de ésos quería medir sus fuerzas. Pero desde que entró a trabajar a la oficina de don Fermín se había vuelto formal.

—Yo sí sé lo que es, sólo que nunca había visto —dijo Santiago —. ¿Tú crees que las vuelve locas a las mujeres?

—Cuentos del Chispas —susurró Popeye —. ¿Te dijo que las vuelve locas?

—Las vuelve, pero si se le pasa la mano las puede volver cadáveres, niño Chispas —dijo Ambrosio —. No me vaya a meter en un lío. Fíjese que si lo chapa su papá, me funde.

—¿Y te dijo que con una cucharada cualquier hembrita se te echaba? —susurró Popeye —. Cuentos, flaco.

—Habría que hacer la prueba —dijo Santiago —. Aunque sea para ver si es cierto, pecoso.

Se calló, atacado por una risita nerviosa y Popeye se rió también. Se codeaban, lo difícil era encontrar con quién, excitados, disforzados, ahí estaba la cosa, y la mesa y los milk-shakes temblaban con los sacudones: de locos eran, flaco. ¿Que le había dicho el Chispas al dársela? El Chispas y Santiago se llevaban como perro y gato y vez que podía el Chispas le hacía perradas al flaco y el flaco al Chispas perradas vez que podía: a lo mejor era una mala pasada de tu hermano, flaco. No pecoso, el Chispas había llegado hecho una pascua a la casa, gané un montón de plata en el hipódromo, y lo que nunca, antes de acostarse se metió al cuarto de Santiago a aconsejarlo: ya es hora de que te sacudas, ¿no te da vergüenza seguir virgo tamaño hombrón?, y le convidó un cigarro. No te muñequées, dijo el Chispas, ¿tienes hembrita?, Santiago le mintió que sí y el Chispas; preocupado: es hora de que te desvirgues, flaco, de veras.

—¿No te he pedido tanto que me lleves al bulín? —dijo Santiago.

—Te pueden quemar y el viejo me mata —dijo el Chispas —. Además, los hombres se ganan su polvo a pulso, no pagando. Te las das de sabido en todo y estás en la luna en cuestión hembras, supersabio.

—No me las doy de sabido —dijo Santiago —. Ataco cuando me atacan. Anda, Chispas, llévame al bulín.

—Y entonces por qué le discutes tanto al viejo —dijo el Chispas —. Lo amargas dándole la contra en todo.

—Sólo le doy la contra cuando se pone a defender a Odría y a los militares —dijo Santiago —. Anda, Chispas.

—Y por qué estás tú contra los militares —dijo el Chispas —. Y qué mierda te ha hecho Odría a ti.

—Subieron al gobierno a la fuerza —dijo Santiago —. Odría ha metido presa a un montón de gente.

—Sólo a los apristas y a los comunistas —dijo el Chispas —. Ha sido buenísimo con ellos, yo los hubiera fusilado a todos. El país era un caos cuando Bustamante, la gente decente no podía trabajar en paz.

—Entonces tú no eres gente decente —dijo Santiago —: Porque cuando Bustamante tú andabas de vago.

—Te estás rifando un sopapo, supersabio —dijo el Chispas.

—Yo tengo mis ideas y tú las tuyas —dijo Santiago —. Anda, llévame al bulín.

—Al bulín, nones —dijo el Chispas —. Pero te voy a ayudar a que te trabajes una hembrita.

—¿Y la yobimbina se compra en las boticas? —dijo Popeye.

—Se consigue por lo bajo —dijo Santiago —. Es algo prohibido.

—Un poquito en la Coca-cola, en un hot-dog —dijo el Chispas —, y esperas que vaya haciendo su efecto. Y cuando se ponga nerviosita, ahí depende de ti.

—¿Y eso se le puede dar a una de cuántos años, por ejemplo, Chispas? —dijo Santiago.

—No vas a ser tan bruto de dársela a una de diez —se rió el Chispas —. A una de catorce ya puedes, pero poquito. Aunque a esa edad no te lo va a aflojar, le sacarás un plan bestial.

—¿Será de verdad? —dijo Popeye —. ¿No te habrá dado un poco de sal, de azúcar?

—La probé con la punta de la lengua —dijo Santiago —. No huele a nada, es un polvito medio picante.

En la calle había aumentado la gente que trataba de subir a los atestados colectivos, a los Expresos. No hacían cola, eran una pequeña turba que agitaba las manos ante los ómnibus de corazas azules y blancas que pasaban sin detenerse. De pronto, entre los cuerpos, dos menudas siluetas idénticas, dos melenitas morenas: las mellizas Vallerriestra. Popeye apartó la cortina y les hizo adiós, pero ellas no lo vieron o no lo reconocieron. Taconeaban con impaciencia, sus caritas frescas y bruñidas miraban a cada momento el reloj del Banco de Crédito, estarían yéndose a alguna matiné del centro, flaco. Cada vez que se acercaba un colectivo se adelantaban hasta la pista con aire resuelto, pero siempre las desplazaban.

—A lo mejor están yendo solas —dijo Popeye —. Vámonos a la matiné con ellas, flaco.

—¿Te mueres por la Teté, sí o no, veleta? —dijo Santiago.

—Sólo me muero por la Teté —dijo Popeye —. Claro que si en vez de la matiné quieres que vayamos a oír discos a tu casa, yo de acuerdo.

Santiago movió la cabeza con desgano: se había conseguido un poco de plata, iba a llevársela a la chola, vivía por ahí, en Surquillo. Popeye abrió los ojos, ¿a la Amalia?, y se echó a reír, ¿le vas a regalar tu propina porque tus viejos la botaron? No su propina, Santiago partió en dos la cañita, había sacado cinco libras del chancho. Y Popeye se llevó un dedo a la sien: derechito al manicomio, flaco. La botaron por mi culpa, dijo Santiago, ¿qué tenía de malo que le regalara un poco de plata? Ni que te hubieras enamorado de la chola; flaco, cinco libras era una barbaridad de plata, para eso invitamos a las mellizas al cine. Pero en ese momento las mellizas subieron a un Morris verde y Popeye tarde, hermano. Santiago se había puesto a fumar.

—Yo no creo que el Chispas le haya dado yobimbina a su enamorada, inventó eso para dárselas de maldito —dijo Popeye —. ¿Tú le darías yobimbina a una chica decente?

—A mi enamorada no —dijo Santiago —. Pero por qué no a una huachafita, por ejemplo.

—¿Y qué vas a hacer? —susurró Popeye —. ¿Se la vas a dar a alguien o la vas a botar?

Había pensado botarla, pecoso, y Santiago bajó la voz y enrojeció, después estuvo pensando y tartamudeó, ahí se le había ocurrido una idea. Sólo para ver cómo era, pecoso qué le parecía.

—Una estupidez sin nombre, con cinco libras se pueden hacer mil cosas —dijo Popeye —. Pero allá tú, es tu plata.

—Acompáñame, pecoso —dijo Santiago —. Es aquí nomás, en Surquillo.

—Pero después vamos a tu casa a oír discos —dijo Popeye —. Y la llamas a la Teté.

—Conste que eres un interesado de mierda, pecoso —dijo Santiago.

—¿Y si se enteran tus viejos? —dijo Popeye —. ¿y si el Chispas?

—Mis viejos se van a Ancón y no vuelven hasta el lunes —dijo Santiago —. Y el Chispas se ha ido a la hacienda de un amigo.

—Ponte que le caiga mal, que se nos desmaye —dijo Popeye.

—Le daremos apenitas —dijo Santiago —. No seas rosquete, pecoso.

En los ojos de Popeye había brotado una lucecita, ¿te acuerdas cuando fuimos a espiarla a la Amalia en Ancón, flaco? Desde la azotea se veía el baño de la servidumbre, en la claraboya dos caras juntas e inmóviles y abajo una silueta esfumada, una ropa de baño negra, qué riquita la cholita, flaco. La pareja de la mesa vecina se levantó y Ambrosio señala a la mujer: ésa era una polilla, niño, se pasaba el día en "La Catedral" buscando clientes. Vieron a la pareja salir a Larco, la vieron cruzar la calle Shell. El paradero estaba ahora desierto, Expreso y colectivos pasaban semivacíos. Llamaron al mozo, dividieron la cuenta, ¿y por qué sabía que era polilla? Porque además de bar restaurant, "La Catedral" también era jabe, niño, detrás de la cocina había un cuartito y lo alquilaban dos soles la hora. Avanzaron por Larco, mirando a las muchachas que salían de las tiendas, a las señoras que arrastraban cochecitos con bebés chillando. En el parque, Popeye compró
Ultima Hora
y leyó en voz alta los chismes, hojeó los deportes, y al pasar frente a "La Tiendecita Blanca" hola Lalo. En la alameda Ricardo Palma arrugaron el periódico e hicieron algunos pases hasta que se deshizo y quedó abandonado en una esquina de Surquillo.

—Sólo falta que la Amalia esté furiosa y me mande al diablo —dijo Santiago.

—Cinco libras es una fortuna —dijo Popeye —. Te recibirá como a un rey.

Estaban cerca del cine Miraflores, frente al mercado de quioscos de madera, esteras y toldos, donde vendían flores, cerámica y fruta, y hasta la calle llegaban disparos, galopes, alaridos indios, voces de chiquillos: "Muerte en Arizona". Se detuvieron a mirar los afiches: una cowboy tela, flaco.

Other books

oneforluck by Desconhecido(a)
Crazy Love by Amir Abrams
The Night Singers by Valerie Miner
Myself and I by Earl Sewell
The Valentine: The Wedding Pact #4 by Denise Grover Swank
Lord of the Manor by Anton, Shari
Sitka by Louis L'amour
Blood Atonement by Dan Waddell
Gym Boys by Shane Allison