Creación (92 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

—No he comprado paz —dijo—. He comprado tiempo.

Pero mi relato no es ordenado. Aunque el general Pericles no estaba en la casa cuando llegamos, Aspasia compensó su ausencia con ventaja. Tiene una voz encantadora, canta canciones milesias con gran delicadeza, recita poemas mejor que nadie. Por supuesto, creo que no hay en la tierra una lengua más hermosa que el griego de Jonia bien hablado. Sí, Demócrito: es aún más bello que el persa.

—He querido conocerte desde el día que llegaste a Atenas. —Aspasia retenía mi mano entre las suyas. Cada palabra que decía parecía verdadera.

Cuando elogié su valor por haberme invitado a su casa, se echó a reír.

—Siempre me han considerado medizante. Personalmente, no me preocupa. Sin embargo, hay momentos en que… —La voz se perdió. Maldije una vez más mi ceguera. ¡Qué no habría dado por estudiar su rostro! Demócrito dice que Aspasia es pequeña, y que está algo más delgada que el invierno pasado. El pelo es castaño claro y no está teñido. O eso cree. No eres todavía tan experto en estas cosas como lo soy, o lo era, yo.

Aspasia me presentó a varios hombres. Uno era Formio, mano derecha de Pericles en la asamblea. Otro era un general llamado Sófocles. Hace años, cuando él tenía pocos más de veinte, escribió una tragedia que ganó el primen premio en el festival de Dionisos. El viejo Esquilo se enfureció tanto al verse en segundo término, después de ese joven principiante, que se marchó a Sicilia, donde aquella águila de buena vista puso fin a su rivalidad con una tortuga bien apuntada. Siempre me encanta recordar la muerte de Esquilo.

Sófocles constituye en Atenas una especie de escándalo porque persigue, abiertamente, a los jóvenes de su propia clase. Por alguna razón, esto es tabú en esta ciudad. Aunque se alienta a los ciudadanos atenienses a tener relaciones con muchachos adolescentes, apenas un joven tiene barba, debe dejar de tener relaciones sexuales con otros ciudadanos. Se espera que se case y forme una familia. Y una vez cumplida esta obligación, se le induce a buscar un muchacho para continuar con… el adiestramiento, supongo, de un nuevo ciudadano y soldado. Estas costumbres no son desconocidas en otras partes, especialmente entre nuestros primos arios, las tribus del norte. Aun así, no termino de comprender el poderoso tabú contra las relaciones sexuales entre hombres adultos, ciudadanos de Atenas. Aunque los hombres que prefieren ese tipo de sexualidad pueden encontrar fácilmente esclavos y extranjeros, dos ciudadanos adultos que deseen una relación pierden todo derecho a la función pública.

Hasta ahora, Sófocles ha logrado tener funciones públicas y, a la vez, seducir a jóvenes ciudadanos. Pero Pericles está profundamente preocupado por él. Hace poco ha dado una reprimenda a su amigo y colega.

—Debes dar ejemplo —dijo el comandante en jefe—. Nunca toques a uno de tus soldados. Aparta la vista cuando se bañan.

Sin embargo, Sófocles continúa escandalizando a los atenienses. Se dice que cuando visita a un amigo, se ordena a los jóvenes de la casa que se escondan. A propósito de este tema: como el general Pericles no ha demostrado jamás el menor interés por los muchachos, se dice de él que no tiene corazón. Ésta es una sociedad muy peculiar.

Aspasia me condujo a un diván. Me senté en el borde, y ella a mis pies, como una nieta. Nos trajeron vino. Oí risas de muchachas. Aunque Aspasia no procure mujeres a Pericles, como mantienen sus enemigos, ciertamente logra atraer a su casa a las cortesanas de más talento de la ciudad. Hace muchos años que no lo pasaba tan bien como anoche. Aunque a mi edad estos placeres son no sólo incorrectos, sino también peligrosos, me agradó recordar —por primera vez desde que abandoné la India— cuán satisfactoria es la reunión de mujeres inteligentes con hombres de primer rango. Esto es algo impensable en Persia. Por eso, supongo, es preciso reconocer a los atenienses la invención de una nueva y magnífica forma de sociedad.

Demócrito cree que ese reconocimiento se le debe, de modo específico, a Aspasia. Me dice que las demás cortesanas atenienses no son así, y que en sus reuniones tienden a ser obtusas y a coger borracheras. Demócrito debe saberlo. Merced a la principesca asignación de su padre, puede pasar tanto tiempo como desee en las casas de las cortesanas. Y también ha logrado escapar de las garras de un hombre adulto. En general, debes dar las gracias por un destino que ha sido —hasta ahora— benigno. No es extraño que rías tan a menudo.

Pregunté a Aspasia por Anaxágoras.

—Está en Corinto.

—¿Volverá?

—No lo sé. Así lo espero.

—Yo estoy seguro. Escuché la defensa de Pericles.

Cuidadosamente velado, yo había asistido a la asamblea. Tucídides atacó a Anaxágoras y a sus teorías. Pericles defendió a su amigo, e ignoró sus teorías. No puedo decir que ninguno de ambos oradores me impresionara mucho. Pericles habla con gracia y fluidez y es capaz, cuando lo desea, de dar una nota frigia de pasión. Utilizo un término musical porque el general utiliza su voz como un instrumento. Pero en el juicio de Anaxágoras, la lira de Pericles enmudeció. Los dos oradores estaban preocupados por los acontecimientos recientes: la invasión espartana, la pérdida de Beocia, la rebelión de Eubea. En cierto sentido, se enjuiciaba a Pericles, en un momento en que es más necesario que nunca. En definitiva, cuando la asamblea decidió que Anaxágoras no era un ateo ni un medizante, lo que hizo fue reafirmar su confianza en Pericles. Tucídides tomó a mal su derrota en la asamblea, y prometió volver al ataque en otra oportunidad. No dudo que lo hará. Con todo tacto, Anaxágoras se marchó de Atenas después del juicio. Debo decir que lo extraño casi tanto como Pericles.

Felicité a Aspasia pon el vino, la música, y la fragancia del aire.

Aspasia rió. Era un agradable sonido.

—Mi casa debe parecerte muy pobre, en comparación con el harén del Gran Rey.

—¿Cómo sabes que conozco el harén?

—Eras el confidente de la vieja reina, y gozas del favor de la reina madre. Lo sé todo acerca de ti. —Era verdad. A juzgar por las apariencias, las mujeres griegas del harén persa han logrado mantener la comunicación con sus iguales de las ciudades griegas. Me sorprendió lo mucho que sabía Aspasia de la vida de la corte—. Es natural —agrego—. Mi padre sirvió al Gran Rey, como los conservadores nos recuerdan todos los días.

—El Gran Rey amaba la ciudad de Mileto —respondí. En realidad, Mileto ha dado más trabajo a Persia que todas las demás ciudades griegas del Asia Menor juntas. Jerjes quería arrasarla.

Pericles se acercó tan silenciosamente que no advertí su presencia hasta que sentí una mano sobre mi hombro y oí su famosa voz murmurando:

—Bienvenido, Ciro Espitama.

—General. —Traté de ponerme de pie, pero la mano en el hombro me obligó a permanecer sentado.

—No te muevas, embajador. Me sentaré a tu lado.

Aspasia fue a buscar vino para el general. Observé que la fiesta continuaba como si el general no estuviera en la habitación. El cuerpo sentado a mi lado en el diván era, aun en la oscuridad, una formidable presencia. Ignoraba que Pericles fuera tanto más alto que yo.

—No te hemos atendido como corresponde —dijo—. Pero no ha sido porque lo quisiéramos así.

—Comprendo, general.

—Sabes que fui yo quien envió a Calias a hacer la paz en Susa.

—Sí, ya entonces lo sabía.

—Espero que sepas también que me opuse a la expedición egipcia. Era, desde luego, una flagrante violación de nuestro tratado. Pero como nunca he podido presentar el tratado a la asamblea, tampoco podía invocarlo en aquel momento. De todos modos, presentado o no, el tratado está absolutamente en vigencia, en lo que concierne al actual gobierno.

—El Gran Rey diría lo mismo.

—Hemos vivido para ver este día. —El general unió ruidosamente sus palmas, ¿con alegría? Su voz no me lo decía con certeza—. Has conocido a Temístocles. —Era una afirmación, no una pregunta.

—Sí. Fui su intérprete cuando acababa de llegar a Susa.

Pericles se puso de pie. Me ofreció su brazo, un firme y musculoso brazo de soldado. Me erguí.

—Me gustaría hablar contigo —dijo—. En privado.

Me guió a través del salón. Aunque se detuvo a cambiar unas palabras con algunos hombres, no se dirigió a otra mujer que Aspasia. Me llevó a un cuarto pequeño que olía a encierro y a viejo aceite de oliva.

—Éste es mi lugar de trabajo. —Me ofreció un banco. Estábamos tan cerca que olía su sudor, similar al bronce calentado.

—Yo tenía veintiocho años —dijo— cuando Temístocles fue condenado al ostracismo. Creía entonces que era el hombre más grande que ha producido esta ciudad.

—Pero… —Inicié una respuesta de cortesano, pero el general me interrumpió. No le agrada mucho la adulación… al estilo persa. Como buen griego, ansía la variedad ática.

—He cambiado de idea —continuó Pericles—. Era un hombre codicioso. Recibía dinero de todo el mundo. Aun del tirano de Rodas, lo cual es inexcusable. Y hay algo peor: después de aceptar el dinero del tirano, nada hizo por ayudarle.

—Tal vez, de esa manera, Temístocles deseara probar que era un verdadero demócrata. —No pude contener la tentación de una pequeña broma a expensas del partido de Pericles.

La broma fue ignorada.

—Temístocles probó solamente que su palabra no tenía valor. Pero en su momento fue nuestro mayor jefe militar. Y, lo que es más importante, comprendía el mundo mejor que cualquier otro hombre que yo haya conocido.

—¿Mejor que Anaxágoras?

—Anaxágoras comprende muchos secretos de la creación. Esas cosas son profundas e importantes. Pero yo hablaba de política. Temístocles sabía qué harían las personas mucho antes que ellas mismas. Podía ver el futuro. Podía decir qué ocurriría a continuación, y no creo que hubiese recibido ese don de Apolo. No. Creo que podía predecir el futuro porque comprendía profundamente el presente. Por eso quería saber…

—Pericles se interrumpió. Tuve la sensación de que miraba fijamente.

—¿Qué deseas saber, general?

—Qué te dijo Temístocles de Atenas, de Esparta, de Persia. Como es natural, si no quieres hablar, comprenderé.

—Te diré lo que pueda —respondí sinceramente—. Es decir, lo que puedo recordar. Mi memoria del pasado reciente no es demasiado buena. Podría repetir cada palabra dicha por el Gran Rey Darío hace treinta años; pero he olvidado la mayor parte de lo que me dijo Tucídides en el Odeón el invierno pasado.

—Tienes suerte. También yo querría olvidar a Tucídides. Pero no me deja. Es un luchador, ¿sabes? Y peligroso. De esos que se aferran y luego, disimuladamente, muerden. Atenas es demasiado pequeña para nosotros dos. Tarde o temprano, uno de ambos deberá retirarse. Porque…

Pericles se interrumpió nuevamente. Tiene cierta tendencia a la autocompasión, expresada en una forma peculiar: simula no comprender a la oposición. En la última reunión de la asamblea, su conducta fue positivamente infantil. Era criticado por gastar demasiado dinero del imperio en construir nuevos edificios. En lugar de decir que, si no invertía el dinero, media población quedaría sin trabajo, Pericles respondió: «Está bien. Utilizaré mi propio dinero para terminar los edificios. Pero entonces, estarán todos dedicados a mí, y no a la ciudad». Como se había ensayado cuidadosamente de antemano un coro de negación, obtuvo los fondos pedidos, y salvó su fortuna.

Pericles toma los asuntos políticos de un modo demasiado personal. Pero ésta es una ciudad pequeña; y como los hombres públicos se conocen demasiado bien, sus ataques recíprocos son siempre personales y destinados no sólo a herir, sino también a lograr, que la herida se infecte.

De todos modos, urgido por Pericles, hice lo posible por evocar la única conversación privada que mantuve con Temístocles. Había sido en Magnesia, uno o dos años antes de su muerte. No puedo recordar por qué estaba yo en esa parte del mundo. Pero recuerdo que cuando corrió la voz de que se acercaba el amigo del rey, Temístocles me envió un mensajero. ¿Querría yo ser su huésped en la casa del gobernador? Naturalmente, por ser yo persa, me agradó que aquel gran hombre me recordara; naturalmente, por ser él griego, comprendí que deseaba algo de mí.

Era el final de una tarde, en verano, creo. Estábamos sentados en una hermosa galería situada sobre los jardines de su espléndida propiedad. A lo largo de los años, Temístocles había amasado una enorme fortuna que, de un modo u otro, logró sacar de Atenas antes de perder el poder.

—Ha habido un malentendido entre el sátrapa de Sardis y yo. —Temístocles sirvió vino con sus propias manos—. No es cosa grave, pero… —Al modo griego, derramó un poco de vino en el pavimento—. Hace años —continuó— erigí, en Atenas, una estatua llamada el aguador. Lo hice en recuerdo de una época en que fui supervisor de aguas, tarea muy difícil que creo haber cumplido no demasiado mal. La estatua era de bronce. De estilo antiguo, desde luego, pero a todo el mundo le gustaba. Pues bien; después de la caída de Atenas, los persas llevaron la estatua al templo de Hera, en Sardis.

Sí, Demócrito. Eso dijo: «la caída de Atenas».

—Pregunté entonces al sátrapa si podía comprar la estatua y enviarla nuevamente a Atenas, ¿sabes?, como un símbolo de la paz entre persas y griegos. El sátrapa se enfureció. Me acusa ahora de insultar al Gran Rey, de traición, de…

Temístocles enumeró con extensión considerable las amenazas del sátrapa. Estaba verdaderamente preocupado por ese intercambio. Hice lo posible por tranquilizarlo. Le dije que hablaría con la cancillería y con la tercera casa del harén. Por cierto, el tratado de paz era más importante para el Gran Rey que una mera estatua. Infortunadamente, por esa época, a los atenienses se les ocurrió atacar nuestra provincia de Egipto. Indignado, el Gran Rey ordenó a Temístocles que reuniera la flota. Una semana más tarde, Temístocles murió, según se dijo, a consecuencia de una mordedura de caballo. Y la estatua del aguador se conserva hasta hoy en Sardis.

Después de asegurar a Temístocles que el Gran Rey no se dejaría influir por un mero sátrapa de Lidia, hablamos de mil y una cosas. Temístocles tenía una mente veloz y curiosa. Hizo muchas preguntas y escuchó muchas de, si no todas, mis respuestas.

También yo formulé interrogantes. Entre otras cosas, acerca de Egipto. Aun en aquel momento, era públicamente sabido que ciertos elementos opositores, en el interior de Egipto, estaban buscando ayuda exterior. ¿Los atenienses ayudarían a los egipcios a rebelarse contra Persia? La respuesta de Temístocles fue clara:

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