Crónicas de la América profunda (13 page)

Gran parte de la lucha por recuperar el espíritu de América consiste en sanar las almas de estos americanos y hacer que despierten de esa superabundancia de artículos de consumo y espectáculos que los idiotiza. Consiste en asegurarse de que ellos —como nosotros— rechacen la tortura como una actividad propia de «héroes» y que dejen de pensar que los bebés deformados por el uranio empobrecido son solamente «el pre cio de la libertad». Atrapados en el gran holograma autárquico de la América imperial, alimentados a la fuerza con productos y orgullo como si fuesen novillos cebados, los trabajadores norteamericanos disfrutan con el Campeonato Mundial de Lucha Libre y las banderas confederadas, los televisores de pantalla plana y la idea de un imperio Americano. («¡Imperio Americano! ¡Me encanta cómo suena!», piensan sin tener la más remota idea de cuál puede ser su significado histórico). Esa gente que hace por nosotros el trabajo sucio, la misma gente a la que enviamos a combatir en nuestras guerras lejanas, no son altruistas y probablemente nunca lo fueron. Se la trae floja la pobreza en el mundo, el futuro del planeta Tierra o la extinción de animales o cualquier otra cosa. De verdad que les importa una mierda. Al «pueblo» le gusta la gasolina barata. Al «pueblo» le gusta ir de rebajas después de Navidad o del día de Acción de Gracias. Y si viene el fascismo también estarán contentos con eso, siempre y cuando el precio de la gasolina no sea demasiado alto y Comcast tenga el canal de la liga de fútbol americano las veinticuatro horas del día.

Ése es el holograma americano. El espejismo dentro del cual vivimos, la ilusión que nos mantiene unidos y que hace que nos parezcamos como clones, aunque se insista en que cada uno de nosotros es único. Y seguirá vigente hasta que toda la mierda nos caiga encima y nos llegue hasta el cuello. La gente trabajadora no niega la realidad: ellos la crean desde lo más profundo de su ignorancia, mientras la presunta izquierda reflexiona y se pregunta por qué no puede obtener ninguna influencia política sobre esas almas. Para esta gente la realidad es el fútbol americano, las carreras NASCAR y una república sin matrimonios homosexuales y con armas de fuego que no tengan el seguro puesto. Ésa es la realidad por la que votan: una república armada y con principios éticos.

Y ésa es la realidad que tenemos, mientras nos quedamos de brazos cruzados y vemos cómo a nuestros ciudadanos les extirpan la humanidad a golpes, dejando que los exploten y los cultiven como si fueran una cosecha humana con fines de lucro.

Los auténticos valores no tienen nada que ver con la política. Pero en un país obsesivamente religioso, los valores siguen siendo una cortina de humo que oculta el robo a gran escala por parte de los ricos y el odio y el miedo por parte de los demás. Los cristianos y muchos americanos normales y reservados votaron en las elecciones presidenciales de 2000 y 2004 motivados por el temor que les inspiran personas culturalmente distintas a ellos, sobre todo el miedo a los gays, las lesbianas, los musulmanes y los no cristianos. Por eso en once estados republicanos se votaron enmiendas de la Constitución para prohibir el matrimonio entre personas del mismo sexo. En nueve de ellos el proyecto de ley fue aprobado sin problemas. El motivo siempre era el miedo, y en los peores casos el odio al «otro».

Como buen sureño que soy, he sentido odio durante toda mi vida. Recuerdo las charlas en el patio de recreo, cuando comentábamos las historias de los «negratas» que por la noche eran apuñalados por chavales blancos y cosas de ese estilo. Y, como a la mayoría de los cincuentones, las huellas del odio se reflejan en mi cara, porque todos nosotros tenemos el rostro que merecemos. También he observado el odio en los demás y siempre lo reconozco cuando lo veo. Y ahora lo veo más que antes, lo que es mucho decir teniendo en cuenta que crecí aquí en la época en que la discriminación racial era legal. El odio actual, alentado y alimentado por los conservadores, es idéntico al que veía en mi gente durante aquellos años violentos: un odio irracional, profundamente enraizado, basado en un miedo incipiente.

Aquí el miedo prevalece sobre todo en las clases media y alta, entre la misma gente que abiertamente y con vehemencia se declara contraria al uso de palabras como «negrata» y «joder». Aquí en Winchester pasan por gente educada. Se puede oler su miedo. Miedo a perder sus privilegios y su dinero. Miedo a que no les dé tiempo de meter mano y acumular lo suficiente para que tanto ellos como su descendencia puedan seguir viviendo bien y bebiendo chardonnay y ventilando con pedos sus trajes de seda durante los próximos cincuenta años. Así que, mientras tanto, mantienen bien engrasada la maquinaria de la mentira y el generador de humo girando a tope, esperando a que llegue el momento de elegir a otro de los suyos para que se instale en la Casa Blanca —demócrata o republicano, qué más da mientras la estafa continúe—. Las Lauritas Barr hablan como personas bien documentadas y con autoridad, mientras que el miedoso pintor de brocha gorda y la madre soltera que conduce la carretilla elevadora la escuchan y asienten. ¿Por qué correr el riesgo de votar a un partido que permitiría que los homosexuales fueran jefes de los Boy Scouts?

En las Navidades de 2005, la red de afiliados neoconservadores bullía de actividad. Dos días antes de Nochebuena un agente republicano llamado Ted trabajaba con entusiasmo haciendo circular por los foros de Internet que hablan de Winchester una falsa historia de Navidad contada por los republicanos.

CASERO DEMÓCRATA ESTAFA A UN REFUGIO REPUBLICANO

PARA INDIGENTES

Un abogado liberal de Los Ángeles ha dejado en la calle a casi tres docenas de personas sin techo que vivían en un centro de acogida, simplemente por algo que él encuentra inaceptable: el fundador del centro es un republicano que votó por el presidente Bush…

Según la noticia, unas treinta personas entre hombres, mujeres y niños fueron echadas a la calle por el desalmado demócrata liberal, un casero malvado, abogado por si fuera poco, que había subido los alquileres que pagaban sus inquilinos de 2.500 a 18.333 dólares al mes. El telefonista del centro era un tipo llamado Ted Hayes que al parecer «renunció a su estilo de vida de clase media hace algunos años para vivir en las calles» y socorrer a los sin techo. Se le citaba de manera conveniente y obvia manifestando cosas como: «Le doy mi apoyo al presidente Bush y se lo doy al Partido Republicano». Casi al terminar la historia, se añadía el toque de gracia para rizar el rizo: Hayes es negro.

De esto se encarga la máquina de humo y mentiras que poseen los
neocons.
No se detiene jamás. Nunca aminora la marcha. Ni siquiera en Navidad.

Hace treinta años, las Lauritas y los Teds de Winchester y los estados conservadores de Norteamérica hacían lo mismo: manejar a su antojo a las Nances y a los Toms, y hacerles pensar tonterías. Se trata de un sistema de clases, y a los miembros de la clase de Laurita los comienzan a manejar con guantes de seda cuando nacen. Se relacionan entre sí y con el mundo como cuando iban al instituto. En aquel entonces ya sabíamos quién iba a trabajar en Rubbermaid y quién iba a trabajar envasando frutas. Ahora todos siguen ocupando el mismo nicho en el sistema de castas de la pequeña ciudad (aunque a día de hoy seamos algo más que una pequeña ciudad), y todos siguen viendo el mundo desde el diminuto puesto que les ha correspondido en este limitado sistema. Tienen la misma visión de Nueva York como un infierno plagado de delincuentes en el que ninguna persona sensata pondría jamás el pie. Y creen que Francia es un país de cagados y comedores de coños. «Gabachos».

Lo más preocupante es que la guerra de Iraq, pese a todo el alboroto, es para ellos algo muy lejano en el momento en que escribo este libro, en el año 2006. Como mucho, nos llega un ataúd escupido de vez en cuando hacia nosotros y que contiene el cadáver del hijo o a la hija de un miembro de la clase trabajadora local. El féretro envuelto en la bandera aparece en la portada del periódico de la ciudad, todos saludan y expresan sus condolencias. Pero en realidad a nadie le importa un bledo, salvo a la familia del muchacho o a la novia y a la gente de su misma iglesia. De verdad que no les importa. Puede verse en sus ojos. Se habla más, muchísimo más, del final de la nueva liga nacional de béisbol en Washington que de la guerra y los muertos de aquí y de los que no son de aquí. El duelo profundo y doloroso que viven las pequeñas ciudades cada vez que uno de sus chicos muere en Iraq es uno de los mayores mitos mediáticos del holograma americano. Puede que alguna vez haya sido cierto, pero hace ya mucho tiempo que nos hemos vuelto insensibles. Por culpa del trabajo duro de cada día y porque desde que nacemos hasta que morimos vivimos saturados de información, productos y espectáculos deportivos, y porque nunca hemos cuestionado abiertamente y con sinceridad la idea de Norteamérica como la mejor nación del mundo entero, superior en todo y por lo tanto invulnerable. Es cierto que crece la decepción en torno a la guerra, pero, por lo menos en esta ciudad, no es por las muertes que ocasiona, sino porque no estamos ganando. Una comunidad que se ha vuelto tan insensible que ya ni siquiera lamenta su propia muerte no merece ser llamada comunidad, y desde luego no se puede esperar que guarde luto por los chicos de Iraq. Es imposible que esa gente que vive tan atrapada en la América imaginaria que los medios de comunicación exaltan a diario con fines comerciales llegue a comprender de qué manera la masacre de personas inocentes que se encuentran a millones de kilómetros puede servir para inculcarles premeditadamente un fuerte sentimiento de orgullo nacionalista, promoviendo así un sentido vacuo de la unidad frente a la abismal degeneración de nuestra república.

En mi opinión, la ceguera moral más profunda en el corazón del país nace de la ingenua confianza en nuestro sistema. El otro día, en el aparcamiento de Food Lion, mientras metía las bolsas de la compra en mi furgoneta, me encontré con Carolyn, un viejo amor del instituto. Tiene cincuenta y ocho años y todavía sigue en Rubbermaid, donde ya lleva veinte trabajando. Por eso todavía se encuentra en buena forma, una mujer maciza y hermosa con nalgas de acero y una sonrisa de chica country que la hace parecer diez años más joven, si eso es posible. Suficiente para que a un viejo gordo seboso como yo le entren ganas de arrastrarse debajo de la furgoneta hasta que ella desaparezca. Pero conseguí decir «hola» y mantener la charla obligatoria, que en el Sur dura unos sesenta segundos. Aquí un «hola y adiós» no es suficiente, se considera un desaire. Al darme cuenta de que Carolyn llevaba cuatro pegatinas diferentes de «Apoyemos a nuestras tropas» en su Toyota último modelo, no pude evitar decir:

—Joder, Carolyn, ¿no te quedaba espacio para otra pegatina?

—Pues sí —suspiró— tenía otra pero me la arrancaron, supongo que querían aparentar que ellos también habían contribuido a la causa.

—¿Qué causa?

—El dinero que recaudan con las pegatinas lo usan para apoyar a las tropas —respondió.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Nadie. Pero me imagino que es así. ¿Para qué las harían si no?

Me fijé en su rostro, mezcla de niña, mujer adulta y anciana, y en sus rizos canosos, y no era ignorancia lo que veía —pese a que también había algo de eso—, sino más bien confianza en cierto sistema invisible que establece «cómo deben ser las cosas». Cuando los universitarios se encuentran con semejante muestra de credulidad esbozan una sonrisa socarrona, pero se trata de un gesto sincero y sin la menor pizca de cinismo. En este país, la pérdida de contacto con la realidad te puede dejar tan atónito que a veces no sabes si reír o llorar, ni qué decir cuando se presenta el caso.

—¿Y qué, cómo están Ron y los niños? —pregunto cuando todavía me quedan treinta segundos de tiempo.

Dentro de cuatro horas Carolyn atravesará las puertas de la ciudad nocturna de hormigón y se pondrá el equipo de protección de Rubbermaid adosado a ese cuerpo macizo y hermoso. Y ella, al igual que Tom y Nance, suspendida en ese silencio aplastante que reina dentro de sus auriculares aislantes, nunca llegará a preguntarse por qué alguien tiene derecho a hacerte mear en un bote, o si realmente el Partido Demócrata apoya a los colectivos que defienden las relaciones sexuales entre niños y adultos, o por qué los maestros budistas eligen el departamento de Fuerza Bruta. Ésta es, sin duda, la cuestión más candente de todas.

3
CARAVANAS Y CASAS MODULARES:
TODO UN ESTILO DE VIDA

Cueste lo que cueste, el chanchullo de las hipotecas
te facilitará un techo de propiedad.

Pregunta: ¿Cómo sabe un paleto cuándo
su caravana está bien nivelada?

Respuesta: Comprobando que al bebé le cuelgan igual
de largos los mocos por las dos fosas nasales.

«Si se presenta en mi despacho un sándwich de jamón y me pide un préstamo hipotecario, se lo concedo al instante. Me basta con que me muestre su contrato de trabajo», me dijo Mike Molden, agente hipotecario, mientras se reclinaba en la silla de 35 dólares que había comprado en Wal-Mart. Su despacho parecía un salón de una casa de una sola planta de los años cuarenta; era evidente que se trataba de una antigua residencia reconvertida de la noche a la mañana en oficina, aunque la reforma había sido sólo parcial, y tampoco aparentaba haber intención de disimularlo. Cuando visité a Mike en la primavera de 2005 su empresa era uno de los miles de tinglados que ofrecían créditos hipotecarios, sacando partido del boom de la vivienda que habían generado los inversores que, con el estallido de la crisis de las puntocom e Internet a finales de los noventa, salieron de la Bolsa aullando como perros escaldados y en busca de otro cerdo rellenito del que se pudiera sacar tajada. Ese animal lo encontraron en el negocio de las hipotecas, gracias a la impagable ayuda de Alan Greenspan. Supongo que, para cuando esta obra llegue a las librerías, dicho negocio estará más muerto que la ciudad de Dallas un lunes por la noche, o por lo menos ya se habrá «enfriado» tanto que será necesario romper una capa de hielo para conseguir una hipoteca. En cualquier caso, habrán sido diez buenos años de vacas gordas.

Los agentes hipotecarios como Mike están agradecidos a la vida por tanta bonanza. «Dime en qué otro lugar un tipo como yo, que apenas tengo estudios secundarios, puede ganar 66.000 dólares al año trabajando sólo doce horas a la semana».

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