Read Crónicas de la América profunda Online
Authors: Joe Bageant
Cuando Estados Unidos atacó Iraq, en el Royal Lunch se vivió un brusco cambio de ánimo y se oyeron algunos comentarios sobre la guerra, pero no hubo nada parecido a una discusión. Los profesionales, la gente de clase media blanca, esos bebedores de cerveza de importación que se reúnen en los bares de diseño del centro de la ciudad, estaban irritadísimos por la guerra que había empezado su presidente. Pero en el Royal Lunch, como de costumbre, las discusiones giraban en torno a deportes, películas, dónde pueden conseguirse los mejores mariscos y costillas y por qué los de General Motors parecen incapaces de fabricar un buen motor. No es precisamente asombroso, teniendo en cuenta que nuestra realidad nacional es la televisión. Nada nos mantiene políticamente unidos excepto el miedo, e incluso eso viene generado por nuestros televisores. Así que cuando la voz de la televisión le habla a la multitud y le dice que apoye a las tropas, lo único que pensamos es: «Nada podría ser más natural», y tomamos notas mentales diciéndonos: «Apoya a las tropas». Y luego nos bebemos una cerveza. Como ya he comentado, la vida intelectual de la mayor parte de los trabajadores americanos está hecha de cosas que parecen verdad, y para eso se invierten millones en frases con gancho y eslóganes.
En la medida en que puede afirmarse que tenemos opiniones, sólo tenemos las opiniones que se espera que tengamos. Del mismo modo que agitamos banderitas estadounidenses y ponemos pegatinas en el coche para dejar bien claro a los demás quiénes creemos que somos: somos norteamericanos y sólo norteamericanos. Simples norteamericanos aislados del resto del mundo y con la certeza de que ser norteamericano es mejor que ser cualquier otra cosa, aunque en realidad no podamos probarlo. Aunque estemos a dos días de quedarnos sin techo, aunque nuestros hijos no sepan leer y nuestros culos se hayan ensanchado tanto que podrían tener su propio código postal, resulta reconfortante saber que al menos vivimos en el mejor país del planeta. Eso es América, y luego está el resto del mundo: una pandilla de envidiosos que conspiran para derrumbarnos y «robarnos nuestra libertad».
No olvidemos las actuaciones estelares de esos agitadores de mierda o, dicho con buenos modales, de esa pandilla de activistas políticos como Laurita Barr. Muchas de las lamentables actitudes arraigadas que los liberales de Internet atribuyen a una «herencia cultural» son sólo el fruto del trabajo de estos mensajeros malvados, dedicados a jornada completa a la venta de mentiras al por menor, mejor recibidas en los ambientes populares donde se distribuyen. En ciudades como Winchester es más fácil encontrar a los jefes de propaganda de la extrema derecha en los bares, clubes y hermandades que buscando su pista en blogs o periódicos. Me he dado cuenta de que los republicanos parecen estar naturalmente integrados en el tejido comunitario, cosa que no ha hecho la izquierda desde la Gran Depresión y los movimientos que reivindicaban la justicia social en los sesenta. A pesar del sistema de clases reinante en estas ciudades, muchos republicanos adinerados todavía se juntan con la pequeña clase empresarial y la clase obrera en sus propios territorios. Los trabajadores se encuentran cara a cara con los republicanos en las iglesias, en los buffets libres que se organizan para hacer una colecta, en las reuniones de las hermandades como el El Club y en los pequeños comercios de la ciudad. Los ideales republicanos de toda la vida siempre han tenido una firme aceptación en el corazón del país, y puede que esa proximidad conduzca a la identificación.
Por eso en noches como ésta te encuentras en la taberna con gente como Laurita Barr bebiendo una cerveza con los proletarios: Mac el pintor de brocha gorda, los currantes del segundo turno de Rubbermaid, Tom y Nance (que suele beber una coca-cola light y luego se las pira); a éstos se suman un par de parroquianos más que acercan las sillas a la mesa para escuchar las opiniones de la gran dama. El solo hecho de estar sentados con ella es para ellos un honor, un honor tan grande que puede que hasta Nance se quede esta noche y pida otra coca-cola light. Laurita es una de las mayores propietarias inmobiliarias de la ciudad —pero ni de lejos la más importante—, con doscientas o trescientas viviendas, muchas de ellas en el deteriorado vecindario de North End. Y por supuesto es agente inmobiliaria.
Laurita, de cincuenta años, va muy bien vestida con un traje de chaqueta durante el día, y después del trabajo se presenta en el Royal Lunch con un estilo que combina la línea deportiva de Max Studio y la informalidad de Nordy. Es más que millonaria y hace funcionar el negocio familiar de propiedades y alquileres como una máquina bien engrasada. «No pierdo el tiempo. El proceso de desahucio empieza en el momento en que se retrasan lo suficiente en el pago del alquiler como para empezar con el papeleo», dice mientras bebe a sorbos su Sam Adams. Las veinticuatro horas del día es agente y guardiana del Partido Republicano. Además de su incesante activismo en el ayuntamiento en contra de los derechos de los inquilinos y los impuestos sobre la propiedad (en Winchester, los edificios fragmentados en múltiples minipisos pagan los mismos impuestos que una vivienda unifamiliar, a pesar de que demandan un esfuerzo mil veces menor en materia de servicios municipales), también pasa tiempo en el bar hablando mal de los políticos progresistas y de todo lo que esté remotamente vinculado al Partido Demócrata. Es justo lo que está haciendo esta noche de junio.
Laurita es capaz de sacar tajada de cualquier cosa. El
Winchester Star
ha ido publicando una historia acerca de una mujer
de la ciudad
condenada a veinte años de cárcel por suministrar fotos pornográficas de su hija de trece años a su marido, que estaba cumpliendo condena por abusar de la niña. La foto de la pederasta aparece en primera plana siempre que a los editores les apetece. Su cara parece salida de un álbum de fotos hechas por Dorotea Lange. El placer con el que la gente de Winchester disfruta de un espectáculo como éste nos recuerda que nuestra ciudad fue fundada en un ambiente de torturas públicas, flagelaciones y acusaciones de brujería. La ciudad de Salem no estaba sola en aquella era de la superstición. Los yanquis, sin embargo, parecen haber llegado aún más lejos.
Laurita exhorta a los bebedores de su mesa:
—¡Esto es más que repugnante! ¡Una mujer que hace fotos pornográficas a su hija para enviárselas a su marido, que está en prisión por haber abusado de esa misma niña! Apostaría dinero a que los de la ACLU vendrán a rescatarla. Esa tía es exactamente la clase de personas a las que los liberales y los del Partido Demócrata defienden. —Laurita pronuncia la palabra «liberal» con desprecio. Cuando una voz menos tendenciosa sugiere que quizá se esté pasando, Laurita dice—: ¿Habéis oído hablar de la Asociación Norteamericana en Defensa del Amor entre Hombres Adultos y Chicos Menores? Pues tenían un asiento en la Convención del Partido Demócrata de 2000. Delegados oficiales. Los Boy Scouts fueron abucheados pero los de esa asociación tenían su asiento. Demócratas, liberales…, son todos iguales.
—¿Dónde oíste eso de que los Boy Scouts fueron abucheados por los demócratas? —pregunta Tom; me parece que tiene un nieto en los Boy Scouts.
—El responsable de los Scouts del distrito nos lo comentó en nuestra reunión —dice Laurita. (Más tarde busqué en Google esta información. La única referencia que encontré aparecía en dos sitios conservadores,
www.NewsMax.com
y
www.FreeRepublic.com
, y reproducía su comentario casi al pie de la letra: «El delegado del distrito lo comentó en una reunión de tropas.») Laurita añade:
»Los demócratas pretenden tachar a los Scouts de grupo racista.
Paseando la mirada por las dos mesas que han juntado, observo que la gente parece un poco molesta. Debido al estatus social y económico de Laurita, nadie es capaz de cuestionar la veracidad de sus afirmaciones. En las provincias americanas, especialmente en las del Sur, la riqueza es la prueba del amor de Dios y otorga poder para confundir a cualquiera que no esté de acuerdo contigo. Dejando eso a un lado, a Nance le parece prudente —de eso estoy seguro— evitar cualquier partido político que considere a los Boy Scouts un grupo racista. Veo lo mismo casi cada día en de los foros locales y en los tablones de anuncios de Internet. Esto viene a ser en gran medida el acercamiento del Partido Republicano a los dominios de Internet, para lo cual no existe un equivalente liberal igual de significativo. Si bien la blogosfera del Partido Demócrata es muy sólida, los demócratas parecen menos inclinados que los republicanos a recorrer el centro de la ciudad y comunicar su palabra en persona. Quizá simplemente el partido no disponga de tantos agentes en contacto con los sectores populares. Quizá sus agentes no tengan los mismos intereses personales en juego que Laurita, cuyos ingresos, al igual que los impuestos que paga por sus propiedades, se ven afectados en gran medida por el partido que gobierna. En cualquier caso, las tertulias radiofónicas racistas del Ilustre y Antiguo Partido Republicano, sumadas a la labor de su red de agentes, componen una maquinaria de propaganda doblemente poderosa.
La clave está en la tergiversación y en crear un sentimiento de culpa por asociación. Un buen ejemplo es la costumbre de apelar al viejo lema de «menor intervención gubernamental» para asociar la supuesta incompetencia esencial en todo gobierno con el mal funcionamiento de la Seguridad Social. En lugar de abolir la Seguridad Social por completo —algo que la derecha sabe que no puede hacerse porque sigue siendo el programa de gobierno más popular creado en toda la historia—, los neoconservadores proponen privatizarla para hacerla más eficiente e incrementar de este modo el rendimiento de los planes de jubilación.
En palabras de Tom: «Deja que la gestionen los profesionales de Wall Street. Todos saben cuán costosa e ineficiente es la burocracia». Pero los conservadores se niegan a aceptar la verdad: los costes administrativos de la Seguridad Social son mucho más bajos que los costes administrativos de cualquier compañía del sector privado: sólo un 3,5 por ciento de su presupuesto anual, según datos del departamento de contabilidad del gobierno. Pero al vincular la Seguridad Social con la idea de despilfarro por parte del gobierno, los conservadores simplifican la cuestión reduciéndola a unos términos que el ciudadano corriente, el mismo que paga cuarenta dólares y pierde la mayor parte del día en la Jefatura de Tráfico para que le pongan un sello en su permiso de conducir, puede comprender sin problemas.
Para difundir este mensaje, el Ilustre Partido Republicano cuenta con unas bases amplísimas. Sus miembros están presentes en todas partes —en los plenos del ayuntamiento y en la sección de «Cartas al director» de los periódicos locales—. En cuanto ven la oportunidad de inyectar un eslogan, recitar un discurso conservador o hacer circular un rumor inventado en NewsMax, TownHall o FrontPage, no la dejan pasar. Por eso el Ilustre Partido Republicano tiene una respuesta uniforme frente a cualquier mensaje liberal.
La red de fervorosos afiliados conservadores como Laurita que se extiende por todo el país recluta mano de obra para el Ilustre Partido. En las ciudades pequeñas y humildes se realza la imagen de los candidatos locales, quienes son preparados por la oficina nacional del partido para ocupar sus puestos en las administraciones locales, y que son respaldados por una multitud de Lauritas que colaboran con su parloteo e influyen en las masas y que encuentran tiempo libre para escribir quejumbrosas «Cartas al director». En el seno de estas bases locales del Ilustre Partido que se concentran en las empresas es donde nace el ejército de voluntarios, activistas políticos y portavoces para las campañas. Como resultado tenemos que, aunque la visión económica y social de la ultraderecha sea repulsiva, la derecha nos ha impuesto su visión de Norteamérica con notable éxito, y esto se debe a que han llevado a cabo un excelente trabajo de organización y comunicación. Sufrieron una derrota en 2006, y puede que sufran más derrotas en 2008, pero están decididos a alcanzar la victoria a toda costa.
Los liberales, por su parte, se limitan a chatear entre ellos o a reunirse en eventos sociales, y apenas si se esfuerzan por llegar a las tribus paganas, y mucho menos convertirlas. A la larga tendrán que salir al mundo real y abordar a tipos como el viejo Pootie para conseguir su voto, un trabajo ingrato que no le deseo a nadie. Estoy seguro de que él estará encantado de que le presten atención.
Mientras tanto, sin que importen mucho las victorias de los demócratas a mitad del período presidencial en 2006, para Laurita y para todo el aparato republicano de por aquí, la rastrera estrategia de la crispación sigue funcionando. Conmigo no surte efecto, ya que Laurita y yo somos enemigos declarados. Enemigos a muerte, como para que uno se vaya del bar cuando el otro entra, a pesar de que a veces ambos nos quedamos, si da la casualidad de que estamos lo bastante borrachos para buscar pelea.
Evidentemente, toda esa crispación de mierda que siembra el Partido Republicano en el mundo sería vana si no hubiera una clase trabajadora iracunda y ansiosa de recibir una palmadita en el hombro. Puede que los trabajadores no se pasen el día rajando de los políticos, pero que me maten si no es cierto que muchos de ellos maldicen para sus adentros sus propias vidas y sus condiciones laborales. Y muchos currantes de esta ciudad, quizá la mayoría, sienten una rabia profunda que muy poco tiene que ver con los temas proclamados a bombo y platillo por sus líderes religiosos y políticos. No les preocupa demasiado un programa de televisión donde las estrellas son cuatro homosexuales ni eso de que un aborto equivalga a un asesinato, aunque si uno se lo pregunta responden que lo encuentran repugnante. El motivo de su rabia es algo mucho más elemental. Son los insultos diarios que tienen que soportar por parte de sus patronos, sus gobernantes y demás americanos con estudios, todos esos médicos, abogados, periodistas, universitarios y demás que desprecian callada pero ostensiblemente a los trabajadores.
Los valores aparentemente malévolos que mucha gente trabajadora exhibe en relación con la sexualidad y la raza no derivan de una perversidad inherente. Los Tom Henderson que antaño disfrutaban tocando la guitarra en el porche durante toda la noche no se convirtieron en tipos con corazones de piedra por voluntad propia. Vietnam tuvo algo que ver en eso. La creciente brutalidad en el entorno laboral americano y el hecho de acabar compitiendo con cada obrero del país por un puto puesto de trabajo hicieron el resto. Tom fue lo bastante fuerte para vencer la heroína pero no para hacer frente a esa mezquindad que sigue creciendo en el corazón de nuestra república, a causa de la cual vio cómo su juventud se evaporaba mientras él estaba en la guerra. La marea de nuestra mezquindad nacional sube cada vez más, y en el interior de cada persona cada experiencia embrutecedora se suma a la anterior, y añade otro eslabón a la larga cadena de norteamericanos de clase trabajadora que han padecido esta clase de ignominias durante décadas. Es una historia que me lleva hasta esa niña aterrorizada de diecinueve años de Weirton, Virginia Occidental, que vigila durante la noche los apestosos corredores de las prisiones más remotas del imperio; hasta ese anciano de ochenta años, padre de un vecino mío, que recuerda cuando le pagaban dos dólares por unidad por partirles (literalmente) la cabeza a los organizadores sindicales de nuestras fábrica de tejidos y talleres de confección durante la época en que Virginia era víctima de la maquinaria política de Byrd. (Fue en tiempos de la Depresión y él necesitaba dinero para mantener a su familia). El brutal modo en que los trabajadores más laboriosos de América fueron históricamente forzados a interiorizar los valores de los gánsteres capitalistas es algo que a la izquierda se le escapa, y salvo contadas excepciones la izquierda tampoco entiende nada acerca de cómo este sistema político y económico ha machacado a golpe de martillo hasta la humanidad misma de los trabajadores corrientes.