Crónicas de la América profunda (26 page)

Después de convivir toda una vida con este conflicto de identidad, he llegado a aceptar que ésa es mi gente —mis parientes de sangre, al menos, ya que no tenemos afinidad espiritual ni política—. Con ellos he rezado y he guardado luto, y hemos celebrado juntos las bodas. Compartimos unos gustos y un humor más bien toscos, y estoy marcado por el mismo autodesprecio inculcado por un Dios fundamentalista. Por mucho que haya cambiado o mejorado mi condición personal, no puedo librarme de ese patetismo. Salgo adelante, pero en el fondo sigo siendo el mismo. Ansío cambiar y lucho por ello, por librarme de todo lo que ahoga cada vez más la libertad personal, la belleza, el arte y la autorrealización en América. Ellos, en cambio, esperan a Jesús, sumidos en una calma horripilante.

Mientras tanto me sobresalto cada vez que algo me trae a la memoria esa forma de pensar mágica y sombría de los fundamentalistas. Hace un par de semanas, por ejemplo, le presté mi vieja camioneta a mi hermano hasta que él pudiera reparar el motor de la suya.

Una semana más tarde me la devolvió con un sincero agradecimiento y una sonrisa, además de obsequiarme con una brazada de carne de ciervo congelada, casi todo filetes de lomo, la parte que un cazador suele reservar para él.

En la ventanilla triangular de mi camioneta llevo una pegatina de diez centímetros con la silueta de una pareja de bailarines de country (casualmente, mi suegro, el que me regaló la camioneta, era bailarín de country). Al día siguiente, cuando me subí advertí que la habían tapado con cinta aislante por dentro y por fuera. Enseguida supe por qué la figura de los bailarines estaba tapada. Era una medida de protección espiritual. Después de todo, no podemos conducir una camioneta con emblemas demoníacos que emiten radiaciones invisibles que provienen del «poder celestial» de Satanás. No creo que nadie pueda discutir eso.

Lo cierto es que cada vez que miro a un fundamentalista al que conozco personalmente veo a una persona sumamente bondadosa, valiente y trabajadora que encarna todo lo que se supone que un americano debería ser. Pero al saber cómo eran antes y cómo son ahora, veo algo más. Veo que uno de los acontecimientos políticos más significativos e incomprendidos hasta el momento en nuestro país es la conversión de cristianos apolíticos en activistas políticos cristianos. Pese a las reivindicaciones de independencia, sus iglesias han sido manipuladas en gran medida por sus propios líderes sedientos de poder y por el Partido Republicano, a partir de la era Reagan.

Sin embargo, tal vez con el tiempo los historiadores recuerden nuestra agitación política como una historia menor, ya que el fervor religioso actual podría llegar a ser considerado como simplemente el «cuarto» en la lista de los Grandes Despertares Históricos que han dado forma a la nación americana. En ninguno de esos despertares participó la mayoría —me refiero a la mayoría de los americanos de cada una de esas épocas—; pues aquellas mayorías, al igual que la que conformamos nosotros en el presente, estaban muy ocupadas con sus asuntos cotidianos y no tuvieron tiempo para participar en uno de los grandes movimientos de su época. Ninguno de los despertares tuvo nada que ver con la política, pero a la larga todos ellos produjeron profundos cambios sociales y políticos. El primer Gran Despertar ocurrió entre 1730 y 1740, el segundo entre 1820 y 1830, el tercero entre 1880 y los primeros años del siglo
XX
. Los tres primeros tuvieron su origen en movimientos evangelistas y no emergieron como un intento de cambiar el gobierno. Así, quizá estemos siendo testigos del Cuarto Despertar y algún día los historiadores lo certifiquen como algo que comenzó en 1973, con la publicación de aquellos volúmenes precursores de R. J. Rushdoony,
The Institutes of Biblical Lata.
No podremos saberlo hasta más adelante; cada uno de los despertares anteriores tardó entre veinte y treinta años en consolidarse y alcanzar su punto culminante.

Si resulta que estamos viviendo el Cuarto Despertar, el nuestro habrá sido el más radical. El James Davenport del Primer Despertar fue visto como un extremista desquiciado por afirmar que era capaz de distinguir a los salvados de los condenados. Ahora en cambio se presume que todos estamos condenados de antemano hasta que somos salvados según las especificaciones de la iglesia. ¡Y es que ya ni siquiera podemos ganarle por la mano al diablo! Davenport sólo creía en la prohibición y la quema de libros, incluso cuando los predicadores que impulsaron el despertar de su época creían en la necesidad de una educación universal, ya que «a los pies de la cruz todos estamos al mismo nivel». Si los predicadores y participantes de aquellos primeros despertares vieron a Davenport como un extremista, apuesto a que dirían que Ted Haggard, Tim LaHaye y muchos de los líderes religiosos de nuestro tiempo —hombres tan poderosos que asesoran al presidente del país— están como cabras. Como el viejo Baldwin, probablemente.

Con un poco de suerte, este nuevo movimiento —que de ningún modo ha acabado, ya que el fundamentalismo radical ha conseguido que su ámbito de influencia siga creciendo a un ritmo constante, tanto durante los gobiernos republicanos como los demócratas— será recordado en la historia de América como parte de una época nefasta que conseguimos superar. De lo contrario uno siente escalofríos sólo con pensar en las posibles consecuencias.

Ahora que cuentan con el respaldo incondicional de los trabajadores cristianos que rara vez acabaron de comprender el objetivo final, estos fanáticos líderes evangelistas no se conformarán con menos que la «inevitable victoria que Dios prometió a sus nuevos elegidos», según las prédicas de los padres fundadores del reino secreto. Que les jodan a los judíos, ellos ya tuvieron su oportunidad. El resultado de las elecciones presidenciales de 2008, pase lo que pase, no cambiará el hecho de que millones de americanos están sometidos al hechizo de una psicosis colectiva que supone un peligro extraordinario. Quizá Nietzsche tuviera razón cuando escribió: «Uno no se convierte al cristianismo; hay que estar suficientemente enfermo para ello».

Soy consciente de que he arrojado al mar una red inmensa, pero es que hay muchísimos peces y muy escurridizos. Por más que uno escriba, los fundamentalistas regresan diciendo «oye, que yo no soy de esa clase de fundamentalista». Y luego lanzan enrevesados sofismas doctrinales que sólo ellos entienden, porque nadie en su sano juicio se molestaría en leer esos mamotretos retorcidos. Y para cuando uno termina de escribir sobre ellos, los muy listos ya han dado forma a una nueva versión del mismo antiguo juego. Es cierto, sin embargo, que en general los fundamentalistas normales y corrientes no quieren que los asocien con el radicalismo extremo, como es el caso del llamado «reconstruccionismo». Algunos vienen y me dicen: «Eh, que yo no soy un reconstruccionista. Casi nadie lo es». O: «Yo no soy pre-milenarista, soy post-milenarista, o medio-tribulacionista». O lo que sea. Pero, más allá de la misteriosa diferenciación, tanto unos como otros están convencidísimos de que en parte tienen el mismo ADN.

Les ahorraré la agonía de la taxonomía fundamentalista y su soporífero análisis de la teonomía y el erastianismo. Pero si se sienten atraídos por la autoflagelación pueden interesarse por su cuenta y aprender las diferencias entre dominionismo, pre-tribulacionismo, medio-tribulacionismo, post-tribulacionismo, pre-milenarismo y milenarismo. Pueden pasarse diez años discutiendo sobre esto con los fundamentalistas de todos los colores y les aseguro que seguirán sin entender de qué van esos cultos.

¿Que cómo se ha llegado a esos extremos? Bueno, es lo mismo que le pregunto a Fred Clarkson, un yanqui de Nueva Inglaterra con una vena de librepensador de un kilómetro de ancho. El hombre ha escrito sobre el tema más que cualquier otro autor que yo conozca. Su libro
Eternal Hostility: The Struggle Between Theocracy and Democracy
(«Hostilidad eterna: el conflicto entre teocracia y democracia») es un clásico. Él me dice que las cosas han ido tan lejos en parte por el ímpetu de los líderes religiosos, pero más aún «porque el resto de nosotros nos quedamos dormidos al volante. Ellos fueron más listos, estaban organizados y ganaron de manera justa y limpia». Nada de cerebros diabólicos —o no tantos ni tan magistrales como a veces nos gusta creer—. Ni un hatajo de Cocos con sus sacos al hombro, ni una pandilla de Dick Cheneys del fundamentalismo a quienes podamos señalar como la causa principal. Siempre ha habido y habrá montones de líderes y engatusadores, pero en la televisión no muestran siquiera un buen plano del malo o los malos para que uno a la larga pueda reconocerlos.

Lo bueno, me dice Clarkson, es que los fundamentalistas llegaron al poder por vía electoral y puede que el problema se solucione de la misma manera. «Quien desee expulsarlos necesita comprometerse más con la política y no sólo seguirla por la televisión. Tienes que implicarte más y hacer que se impliquen tus amigos. Y tu familia».

Eso es justamente lo que hizo la derecha cristiana.

La propia naturaleza del liberalismo, con el énfasis que pone en la diversidad y la individualidad, hace que resulte más difícil organizarse. Un problema crucial, sin embargo, es que los liberales, al igual que muchos otros norteamericanos, han perdido las aptitudes que permiten movilizar a las organizaciones de base, aparte de haberse quedado sin la necesaria voluntad de acercarse a esas bases. Clarkson observa: “Un buen ciudadano debería aprender a ser un buen activista (o un buen candidato). De acuerdo, puede que eso suponga tomar ciertas decisiones, como mirar menos la televisión y no navegar tanto por Internet. Pero así es como se organiza una democracia constitucional. Así es como funciona. Si dejamos el terreno de juego, ellos ganarán por abandono”. (Si se sienten inspirados y tienen ganas de entrar en acción, www.wellstoneaction.org ofrece un programa excelente y un manual. También pueden encontrar una lista de lecturas recomendadas y grupos de debate en
www.talk2action.org
).

Además de aprender mucho más sobre la derecha religiosa, necesitamos aprender a hablar del tema de una manera serena y reflexiva. «De eso depende que encontremos las vías de acción adecuadas», me dice Clarkson con el sentido práctico de un yanqui. En estos tiempos, la derecha religiosa reivindica que América fue fundada como una nación cristiana, pero «ellos buscan restaurar un orden teocrático que nunca existió, al menos desde la ratificación de la Constitución. Los que la redactaron dejaron atrás ciento cincuenta años de teocracias colonialistas y de líderes aspirantes a teócratas. Y una vez aprobada, Benjamin Franklin dijo: "Tenéis una república, si podéis conservarla". Pues yo digo: conservémosla».

Clarkson añade el paso que debemos seguir una vez que hayamos aprendido a tantear el terreno. «Hemos de entender a quién podemos hablar y a quién no». Cuando intentas hablar con el tipo que está sentado en el banco de la iglesia, éste te dice: «Ya verás que en su mayoría los evangelistas y fundamentalistas conservadores no quieren una teocracia ni se inclinan por una guerra civil ni por la guerra en Oriente Próximo. Sus líderes intelectuales y políticos puede que sí, pero la mayor parte de los fieles sólo persiguen la felicidad, como todo el mundo. Ya es hora de que vayamos conociendo a nuestros vecinos». Un par de noches al teléfono hablando con Fred Clarkson bastaron para convencerme de que tiene razón, aunque sea un yanqui de Nueva Inglaterra. Cuenta conmigo, Fred.

Pero, maldita sea, está claro que no será nada fácil, no lo será, sin duda, en estas tierras sureñas donde los pequeños demonios de ojos rojos al servicio de Satanás gruñen como perros y se ciernen sobre nosotros, suspendidos por los misteriosos poderes celestiales que les concede el mismo Diablo.

6
LA BALADA DE LYNNDIE ENGLAND
Con un pie en el Ulster y el otro en Iraq

Observando el comportamiento de los soldados norteamericanos de clase trabajadora en lugares como Abu Ghraib, no podemos evitar preguntarnos: ¿Cómo se han vuelto tan jodidamente perversos? ¿Y cómo es que llegaron a definir nuestra idiosincrasia nacional ante el mundo en términos que —al menos en su mayor parte— no son del todo ciertos? Nos hicieron quedar como un país de fetichistas de las armas (algo que no somos), adoradores de un Dios fundamentalista vengativo (algo que la mayoría de nosotros no somos), y siempre dispuestos a exhibir como bandera una arrogancia y un militarismo que el resto del mundo encuentra sin duda espantoso (y de hecho lo es, pese a que casi siempre se trate de un impulso irreflexivo e inconsciente).

Hay que reconocer que éstos han sido rasgos esenciales de la idiosincrasia de la clase obrera norteamericana, quizá la muestra más fiel desde la época colonial. En aquel entonces la mayoría de los hombres figuraban en los documentos públicos como «obreros», simplemente porque había suficiente trabajo para que todo el mundo se deslomara en la reconstrucción el país —mucha faena trasportando troncos, tierra, piedras, quitando escombros, excavando, llevándolo todo en carretas de aquí de para allá—. Como el trabajo brutal embrutece a quienes lo realizan, los pasatiempos más frecuentes de los obreros, y en particular de aquellos que habitaban a lo largo de la frontera americana en permanente expansión, incluían peleas de perros y osos, riñas de gallos, combates de pugilato no reglamentados en los que los contendientes se sacaban mutuamente los ojos, y otros deportes rudos traídos a raíz de la colonización del Ulster por un grupo conocido como los
scots-irish,
los irlandeses-escoceses. Ningún otro grupo ha influido en nuestra idiosincrasia nacional tanto como ellos, gente feroz, religiosa y belicosa, a quienes también se conoce como los
borderers,
«gente de la frontera», y de cuya cultura se habla a fondo en
Born Fighting: How the Scots-Irish shaped America
(«Nacidos luchando: Cómo los irlandeses-escoceses dieron forma a América»), de James Webb, elegido senador nacional por Virginia en 2006.

Desde Winchester, Virginia, ciudad que en su día fue el eje de la
Great Wagon Road,
el mayor cruce de caminos de la historia de la América colonial, podemos observar tanto la cultura como el espíritu beligerante de las gentes de la frontera, cuyos valores siguen germinando hoy en día en nuestras iglesias, nuestros lugares de trabajo, cabinas de votación y tabernas. La huella que han dejado los irlandeses de origen escocés en la gente de Winchester se hace patente en nuestra manera de rechazar a los gobiernos en general, al tiempo que nos mostramos ultrapatrióticos respecto a ciertos «valores» como «la defensa de nuestro estilo de vida», pese a que éste rara vez —o más bien jamás— se haya visto amenazado.

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