Read Crónicas de la América profunda Online
Authors: Joe Bageant
Toda la bajeza en la que nos formamos se va puliendo hasta convertirse un día en una devoción homicida muy útil para la institución militar. Por eso, al alcanzar la edad militar (con doce años) somos capaces de hacer lo que hizo Lynndie England con cualquier ser humano desconocido. La mayoría de los soldados a los que envían a Iraq o a Afganistán, dadas las circunstancias de cansancio y estrés, parecen capaces de torturar al «otro» despreocupadamente, como un gato juega con un ratón. Que podamos hacer eso de buena gana y sin remordimientos es uno de los secretos más siniestros que subyacen a esa mitología de los «héroes» que la industria cultural realza fervorosamente a través de las series bélicas más recientes. Cuando uno de los nuestros muere asesinado en Bagdad por un francotirador agazapado en un tejado, todos lloramos amargamente, unidos como hermanos fronterizos bajo un juramento ancestral de máxima lealtad y coraje.
Así han ido las cosas desde que tengo uso de razón, y dudo que esto acabe hasta que se desmorone el imperio americano y el reinado del César, sea republicano o demócrata, no necesite a gente salvaje e idiota como nosotros. La bajeza pura y dura es un valor altamente cotizado en las legiones del César. No parece que a muchos americanos les importe haber enviado una jauría de cachorros feroces mezcla de pit bull y escocés del Ulster a una desértica nación de mala muerte, ni que esos mismos sujetos anden sueltos por la Casa Blanca, siempre y cuando sean nuestros propios pit bulls, los protectores de Wall Street y de los planes de jubilación 401K para la clase media.
El problema es el siguiente: a los pit bulls les va la lucha encarnizada y no cejan hasta que el último perro está muerto. Limpiar la sangre del campo de batalla es tarea de razas más dulces.
Ahora que está sentada en el catre de su celda en la prisión militar del ejército, Lynndie England ya no es la niña desamparada de las fotos de Abu Ghraib. «Huele a jabón. Se frota las manos constantemente y tiene las cutículas en carne viva. Se sujeta el pelo tirante con cuatro horquillas de carey, y ya le han salido algunas canas prematuras», escribe Tara McKelvey en su reportaje. Ha recibido visitas sólo una vez, y eso gracias a que McKelvey le ofreció la oportunidad a su madre, quien acudió acompañada de su hermana Jesse y su bebé Carter, el hijo de Charles Graner Jr., el soldado que hizo las fotografías que indignaron al mundo entero.
Parece que incluso antes de que salieran a la luz, las fotos de Graner ya eran famosas dentro de prisión, más de lo que los jefazos llegaron a admitir. De hecho, aquella de la pirámide humana era usada como salvapantallas, según los investigadores militares. Que en un ambiente militar, superestricto por naturaleza, se sintieran tan relajados como para hacer una cosa así dice mucho sobre la postura de los superiores en esa prisión de Iraq. Nadie corre riesgos en una prisión militar llena de terroristas, y menos por simple diversión.
Pero quizá sea algo que sí se hace por amor. O por la ilusión que produce el sentido de pertenencia. Lo cierto es que la chica del campamento de caravanas pegado al garito que está al borde de la carretera lo hizo. Y sea o no sea el Monstruo de Abu, en otros tiempos esa chica pasaba el rato con sus amigos en la heladería de Evan's Dairy Dip e incluso fue miembro de los Futuros Granjeros de América. Nadie de su familia obtuvo una licenciatura.
Y si ella se unió al ejército fue porque quería dinero para la universidad. Dejó su trabajo en la infame planta procesadora de pollos porque allí «la gente hacía cosas malas. Y a los encargados les daba igual». Lo mismo que sucedía en Abu Ghraib cuando la gente hacía cosas malas. A aquellos jefazos tampoco les importaba.
Así que Lynndie espera a que pase el tiempo de su condena como una prisionera de renombre. A diferencia de otros presidiarios, no está autorizada a arriar la bandera al final del día. Después de todo, alguien podría verla y hacerle otra foto. Y está claro que nuestro imperio no necesita más fotografías de jovencitas de origen scots-irish demasiado dispuestas a complacer los deseos de cualquiera.
No a todos los que habitan en este rincón del mundo les preocupa el destino de nuestra Constitución, ni todos ellos son cristianos renacidos. Por ejemplo Dottie, nuestra cantante de karaoke favorita: por muy patriota que sea, nunca se ha parado a pensar en la Constitución y seguramente jamás ha pasado el tiempo suficiente en el banco de una iglesia como para impedir que se acumule el polvo en él.
Pero aun así la ha pillado el diablo, y ahora vive en la ciudad de Romney, Virginia Occidental, en una de esas casas a mitad de camino del infierno en las que el Diablo da refugio a las almas perdidas hasta acabar de negociar con ellas. Cuando por fin le han concedido el Seguro de Incapacidad de la Seguridad Social, Dot vive en un «centro de atención residencial» de diez unidades. Con su característica actitud vital, Dottie le saca a esta situación el mayor partido posible, sobre todo porque al fin tiene una atención médica fiable y puede estar segura de que no la echarán a la calle. Ahora se pasa las veinticuatro horas del día respirando oxígeno a través de un tubo y hablando con
Buddy,
su pajarraco. Y entre un viaje al hospital y el siguiente, Dot aprovecha para seguir con su carrera de cantante de karaoke.
Hace años solicitó una plaza en el centro sin decírselo a su marido. «De todos modos estoy pensando en divorciarme de ese cabrón perezoso. Me he enterado de que lleva años viéndose con una zorra. Yo me vuelvo a Romney. De hecho, allí es donde crecí».
Aunque no fuera cierto que Dottie creció en Romney, no resultaría sorprendente que haya acabado en un sitio como éste o en otro similar, un rincón escondido al que van a parar muchos trabajadores de la ciudad cuando ya están demasiado mayores y achacosos para seguir trabajando. Si bien las ciudades como Romney son típicas de la América profunda, los más sofisticados vecinos de Winchester, la hebilla reluciente del cinturón de la pobreza, siempre vimos Romney como un lugar deprimente situado en el fin del mundo, nuestro pequeño vecino tercermundista al otro lado de la frontera estatal. Así, en el gran orden global americano, Romney es como un pequeño pueblo de Bangladesh que sólo sirve para proporcionar a nuestra industria local mano de obra palurda y barata. Porque en Romney mismo casi no hay trabajo, tampoco en Fort Ashby, que es la ciudad más próxima. De modo que ese lugar no es más que un catre en el que sus habitantes se dejan caer cuando ya se han jubilado.
Por otro lado, algunas personas ven en Romney un lugar que ofrece una posibilidad de vida tranquila y que se pueden permitir. Bendecido por la presencia de cuatro tiendas de «todo a un dólar», es el sitio donde por 359 dólares pueden alquilar una casa —incluso por 250 si no son muy exigentes y buscan a fondo—, donde disfrutar de sus últimos días de aniquilamiento por medio del alcohol y del tabaco, noche tras noche, con apenas un salario mínimo. En fin, todo es una cuestión de perspectiva.
Romney tiene una población de 1.975 habitantes. El 97 por ciento de ellos son más blancos que la barriga de un pez. Hay ocho mexicanos y diez hindúes; estos últimos son familiares de los médicos de la India que trabajan allí mismo. Más de un tercio de la población ya ha superado la edad de jubilarse, y el resto tiene que lidiar con el mismo ambiente de marginalidad provinciana en el que me crié. O sea que, por muy blancos que sean, se enfrentan a los mismos problemas que los barrios negros de las ciudades. Hay un alto índice de delincuentes que acaban encarcelados y una tasa de estudios universitarios bajísima, y una buena cantidad de niños son concebidos fuera del matrimonio. Tal como dijo una jovencita del lugar, es uno de esos sitios en los que «si eres tan buena chica que ni siquiera tienes un novio en la cárcel dirán que eres una esnob». Y en cuanto a los cuidados sanitarios, Romney cuenta con una especie de hospital (el Hampshire Memorial) y unos pocos médicos. Lo que nos lleva directamente al asunto de Dottie y el sistema sanitario, y a cómo los trabajadores pobres son dejados de lado en el momento en que ya no pueden trabajar.
Hoy es sábado y Dottie habla conmigo por teléfono mientras mi mujer me mira mal porque estoy escribiendo al ordenador con una copa al alcance de la mano cuando son apenas las once y media de la mañana. Dottie saldrá para ir a la feria de artesanía en Kaiser. Como va en silla de ruedas, necesita de alguien que la empuje. Si bebo una copa más puede que el ambiente en casa de los Bageant se caldee tanto que lo mejor para mí sea coger el portante e irme a recoger a Dottie para llevarla a Kaiser. Ya me veo empujando esa silla de ruedas entre osos de ganchillo, calabazas pintadas y cazasueños de todos los colores. En fin, cualquier cosa con tal de pirarme de aquí.
Una hora más tarde estoy en casa de Dot, observando cómo su cacatúa,
Buddy,
se pasea por encima, por debajo y alrededor del tubo de oxígeno y cómo se le sube a la cabeza mientras ella me habla: «Hay gente que dice que debería quitarme este oxígeno. Y yo les digo: ¿Por qué no te pones una bolsa de plástico en la cabeza e intentas respirar?».
Dottie me descubre los entresijos del sistema sanitario de Romney: «Estos indios, pakis o lo que coño sean, llevan el hospital como si fuera un motel barato. Está sucio». Sabe de primera mano que los médicos no reparten analgésicos entre los pacientes cuando se supone que los pobres los necesitan. Hay que reconocer que es un buen truco en un lugar como éste, donde la mayoría de los pacientes son tipos duros de clase obrera sureña, para los cuales morder una bala durante una operación delicada es más que suficiente para resistir el dolor.
«De todos modos —me dice Dot suspirando—, ya había echado un vistazo a nuestro hospital en
www.healthgrades.com
. Me salió por siete dólares». Teniendo en cuenta su edad y la clase de la que proviene no es normal que Dottie esté tan familiarizada con Internet, y sin embargo lo está a consecuencia de su inmovilidad. Se las apaña bastante bien para obtener la información que necesita, por no hablar de cómo ha ampliado su vocabulario a pasos agigantados. «¿Y sabes otra cosa? Me he enterado de que ese maldito doctor turbante que me atiende ha estudiado sólo cuatro años en algún colegio universitario de Sudamérica».
Sin duda habrá lectores que esbocen una mueca de desagrado por ese término racista: «doctor turbante». Pero así es como habla la gente, y si usamos el racismo como excusa para no escuchar, tendremos que dejar de escuchar a media América. Además, palabrotas aparte, es una realidad innegable que doctores chapuceros del Segundo y el Tercer Mundo se trasladan a Estados Unidos a trabajar en sitios como Romney, Virginia Occidental y Winchester, Virginia. Así que si algún lector se siente especialmente molesto, le reto a que venga aquí la próxima vez que enferme de gravedad y se haga tratar por uno de esos doctores.
Dottie continúa: «Voy a serte sincera, maldita sea: creo que estos médicos han venido a limpiar este país de viejos decrépitos. Para cargárselos en lugares apartados y a la vista de nadie. Nos tratan como si esperasen a que estiremos la pata de una vez y como si quisieran sacarnos dinero hasta el último minuto».
Dottie habla por experiencia. Trabajaba en el hospital de Winchester y a menudo llevaba en camillas y sillas de ruedas a pacientes moribundos de entre ochenta y noventa años para hacerles un último escáner de los caros antes de que la palmaran. Una vez tuvo que acompañar a una enfermera que le hizo a un pobre desgraciado tres reanimaciones cardiopulmonares de camino a la sala en la que le realizó el último TAC para cargarlas a la cuenta del seguro. El hombre murió a los pocos minutos.
La madre de Dottie, que ahora tiene ochenta y ocho años, vive en la residencia de ancianos del hospital, que ocupa la mayor parte del edificio. Su padre murió de neumoconiosis y su madre también padece esa enfermedad, entre otras, incluida la demencia (el típico diagnóstico apresurado que sirve para allanar el camino del papeleo e ingresar a los pacientes). Muchas esposas de mineros acaban contrayendo la neumoconiosis tras hacer durante años la colada de sus maridos, compartir el coche con ellos y vivir en una ciudad neumoconiótica. Durante bastante tiempo, los gastos de la madre de Dot se pagaron con un fondo de pensiones para los mineros del carbón. Pero alcanzó hace poco el límite de edad estipulado, de modo que el programa de seguro público Medicare —que le ofrece menos ayudas que el fondo de mineros— se ha hecho cargo de su cobertura médica.
Como haría cualquier persona cuyos padres están ingresados en una residencia para gente de bajos ingresos, Dottie vigila constantemente los cuidados que recibe su madre. «Créeme, su médico no pasó a verla ni una sola vez hasta que fui a hablar con él y le dije que moviera el culo», dice.
A menudo las familias de clase trabajadora son tan respetuosas o cautelosas con los médicos que nunca los cuestionan. Pero no es el caso de Dottie.
—Oiga, doctor —le dijo Dottie al médico cuando él mencionó la demencia de su madre como la posible causa de que ella no recordara las visitas—, no intente colármela. Usted no me asusta. Verá, mi madre recuerda las letras de todas las malditas canciones que ha cantado en su vida y puede mantener una conversación lúcida con quien sea. Puede ganarle una partida de naipes a cualquiera de los que están aquí, se acuerda de los nombres de todos sus nietos y de las fechas de sus cumpleaños. Si está aquí es porque se rompió la cadera, eso es todo.
—Verá, vi a su madre la semana pasada en el comedor. ¿Qué quiere que le diga? A mí me dio la impresión de que se encontraba bien.
—¿En el comedor? Oiga, si se tomara la molestia de examinarla sabría que tiene neumonía y que le duele tanto la tendinitis que podría echarse a llorar.
—¿Acaso está insinuando que cobro por un servicio que no presto? Ésas son acusaciones muy graves —dice él.
Luego el médico se acerca a la cama de la mamá de Dottie, le pregunta a la anciana cómo se siente y enseguida sale y se pierde por el pasillo.
Palabras como «acusaciones» siempre funcionan para impresionar a las personas trabajadoras y con menos formación. En esta zona cualquier cosa que suene vagamente legal les provoca un susto de muerte, pues todos saben muy bien que sólo darle los buenos días a un abogado ya cuesta más dinero del que pueden permitirse. Si los ricos acuden a los abogados para cobrar sus deudas o recuperar sus inversiones, los pobres lo hacen solamente si se enfrentan a una demanda por conducir en estado de ebriedad.