Crónicas de la América profunda (32 page)

A las nueve de la mañana de un sábado Woody McCauley murió como lo hacen un buen número de norteamericanos: sentado en el retrete y a causa de una insuficiencia cardíaca. (El movimiento de los intestinos es más estresante para el organismo de lo que uno puede imaginar). Dos de sus nietos, un niño de seis años y una chica de trece, estaban en la casa cuando ocurrió. La chica se llama Alyssa y recuerda que su abuelo «rugía como un león» en el momento de la muerte. «De verdad que daba miedo». Woody sólo tenía sesenta y nueve años.

Su nombre real era Elwood, pero a su regreso de la guerra de Corea la gente empezó a llamarle Woody y así se quedó. Había estado un año allí y de todo aquello recordaba: «Cada día me salvaba de morir acribillado o congelado, y todo para que algún general de Washington pudiera mantener una chincheta en un jodido mapa». Después de haberse pasado el año entero intentando dormir durante los ataques con morteros, el primer empleo que le ofrecieron a su regreso, como camionero de distancias cortas para una distribuidora de productos de alimentación, le pareció tan bueno que lo conservó el resto de su vida.

Cuando empezó a trabajar, el seguro médico era casi gratuito, aunque el coste iba subiendo regularmente. Woody estaba contento con su trabajo. «Empecé cobrando un dólar veinticinco la hora, luego mi salario fue aumentando cada año». Cuando se jubiló ganaba más de nueve dólares la hora, y eso le bastaba para no sentirse pobre.

Veinte años antes de su jubilación, Woody había empezado a sufrir de diabetes y en aquel entonces tenía un seguro que le cubría la mayor parte de los gastos médicos. Una vez reunidos los requisitos necesarios para optar a Medicare, aún debía seguir pagando de su bolsillo más o menos lo mismo, sólo que eran gastos por otras atenciones médicas. Un mes después de cruzar la línea de meta, cuando por fin podía quedarse en casa a gusto durmiendo hasta las nueve, sufrió un infarto grave, complicaciones con la diabetes e hipertensión y le diagnosticaron una enfermedad congénita del corazón que hasta entonces no le habían descubierto. Durante los tres años siguientes pasó la mayor parte del tiempo sin salir de su habitación. Cuando se sentía bien escuchaba los discos antiguos de Jim Reeves, leía la Biblia comentada y miraba en la tele las series
Buckmasters
y
Texas Deer Hunter.
Aunque no salía a cazar, se aseguraba de engrasar y pulir las armas, que guardaba bajo llave, como un vikingo afilaría su espada la mañana de su último día.

Puede que quisiera tener las armas en condiciones para cuando fueran entregadas como herencia. En medio de estas actividades, Woody comía cosas que no le estaban permitidas. Los bombones de chocolate Milky Way fueron sus más terribles verdugos, aunque se podrían mencionar muchos más. Pero lo que de verdad hacía que Woody se sintiera de puta madre eran las visitas de sus nietos; sólo en esas ocasiones tan especiales salía de su habitación, aparte de las numerosas veces al día en que tenía que ir a mear por efecto de los diuréticos.

Cada vez que Woody regresaba a su habitación se topaba con un cartel brillante, amarillo y negro, pegado en la puerta, que decía:
no resucitar
(un aviso poco estimulante, la verdad). Se trataba de un aviso para los enfermeros de urgencias, exigido por el estado de Virginia en los casos en que los pacientes no quieren que los entuben, les introduzcan chismes por todo el cuerpo, o les peguen cosas con pegamento, ni que los dejen en compañía de aparatos de esos que emiten los últimos pitidos que uno va a oír en vida. «Ese pegamento me da ganas de vomitar», decía Woody. En cualquier caso, no sobrevivió al viaje en ambulancia rumbo al hospital. Y si algo llegó a oler antes de morir fue el tufo del caucho quemado de los neumáticos por efecto del hielo cuando la ambulancia quedó atascada en la nieve en el camino lleno de baches que conduce a su casa. Pero al menos murió convencido de que la Seguridad Social y Medicare cubrirían las necesidades básicas de su esposa, Ruth.

Seis meses más tarde Ruth, que llevaba veinte años con un grado de parálisis considerable porque habían tenido que extraerle varias vértebras, enloquecía de dolor a causa de los constantes problemas por culpa del progresivo hundimiento de la vivienda modular de cien metros que ya casi habían terminado de pagar. «Trabajas toda la vida para tener una casa propia, y ni siquiera dura hasta que te mueres», decía ella.

En el caso de Ruth «toda una vida de trabajo» supone un total de cincuenta y dos años. Empezó a la edad de quince, después de convencer al gobierno de que tenía dieciocho y así poder entrar a trabajar en el astillero naval de Norfolk con una de sus hermanas mayores. A partir de entonces pasó de una fábrica a otra, en su mayoría industrias de conservas y de confección, hasta que su pierna izquierda comenzó a atrofiarse doblándose hacia dentro, impidiéndole permanecer de pie más de quince minutos seguidos. Así que empezó a ganar algún dinero con el «cuidado de niños», como hacía mucha gente antes de que aparecieran las guarderías. Solía ocuparse de tres niños al mismo tiempo, y la verdad es que le alegraban bastante la vida mientras sorbían ruidosamente sus refrescos y correteaban con el perro por el herbazal donde estaba instalada la casa modular.

Sin embargo, sin Woody todo se le hace muy cuesta arriba. Ruth pensaba en vender la casa. Pero pese al boom de la vivienda su casa se había desvalorizado casi por completo, ya que por mucho que pintara los paneles de fibra de madera, seguiría siendo una casa de cartón que se había ido pudriendo en menos de veinticinco años, porque cada nuevo invierno se va filtrando más y más humedad por todas partes, y los malos materiales del tejado se van hundiendo bajo el peso de la nieve. Y, encima, el terreno donde la habían montado no valía ni un centavo, entre otras cosas porque carecía tanto de alcantarillado como de fosa séptica (el vendedor sabía cómo evitar los controles), y por lo tanto no se podía emplazar en él una nueva vivienda. Por si todo lo anterior fuera poco, las leyes de recalificación del suelo están llevando las nuevas zonas urbanizadas lejos de aquella zona del condado, hacia las tierras que son propiedad de los especuladores que ejercen su influencia sobre el consejo comarcal, lo que significa que ni el agua corriente ni el alcantarillado llegarán jamás al terreno de Woody. Eso lo convertía básicamente en una parcela agrícola sin ninguna utilidad y con una choza desvencijada en medio. Y es que las oleadas de prosperidad que nos han vendido apenas alcanzan a unos pocos norteamericanos, mientras que la gran mayoría sólo las ven pasar desde lejos. Claro que jamás lo sabremos por los periódicos. En las secciones de «negocios» y «sociedad» siempre sacan y citan a los ganadores; ni un solo perdedor.

De modo que ahí estaba Ruth, atascada hasta nuevo aviso, viendo cómo las facturas de la calefacción aumentaban en invierno y el aire acondicionado se encarecía durante el verano, contemplando una casa que se iba desmoronando y esperando a que su hijo tuviera algo de tiempo para venir a cortar los hierbajos que una vez fueron un bonito césped. En aquel entonces Ruth vivía con una mensualidad de 756 dólares que cobraba de la Seguridad Social y rogando para que Medicare siguiera en pie. Eran los frutos recogidos después de más de medio siglo de trabajo.

En teoría ella tenía que apañárselas. El importe total de sus gastos mensuales ascendía a 645 dólares. He aquí su presupuesto:

200 dólares hipoteca

160 dólares comida

40 dólares servicios públicos

65 dólares cuota de Medicare Plan B

75 dólares promedio de la calefacción

40 dólares teléfono

65 dólares medicamentos para la hipertensión

Le quedaban 111 dólares para vestirse, gastos del dentista, revisión del oculista y las gafas, pagar chequeos médicos y análisis, y un montón de cosas más. Podemos decir que en el mejor de los casos su presupuesto era una barca precaria que apenas le permitía mantenerse a flote. Cualquier gasto extra, como que se le estropeara la estufa de petróleo, bastaba para hundir la barca. Con unos ingresos adicionales de otros trescientos dólares al mes de la Seguridad Social, todo habría sido muy distinto. Al fin y al cabo, había cotizado lo bastante como para justificar por lo menos otros quinientos. Pero ella nunca podría haberlo previsto, y en cualquier caso tampoco hubiera conseguido una jubilación más digna, teniendo en cuenta el tratamiento injusto que la Seguridad Social da a la mayoría de las mujeres que han trabajado y cotizado toda su vida.

El problema radica en que el programa de la Seguridad Social fue concebido para el modelo familiar vigente en los años treinta, época en la que dos tercios de las mujeres se quedaban en casa mientras sus maridos iban a trabajar. En la actualidad, sin embargo, sólo una de cada cinco mujeres es ama de casa, y dos tercios de las familias son de «doble ingreso», muy probablemente porque hoy en día se requieren dos trabajos como mínimo para pagar la casa, o bien porque sale por un pico llevar una vida medianamente mejor. Lo normal sería que una mujer que se retira después de haber fichado y cotizado toda su vida, año tras año, tuviera unas prestaciones superiores (o al menos no inferiores) a las que percibe una esposa que se ha quedado en casa hasta la edad de jubilarse. Pero no es así, está claro: las mujeres trabajadoras casadas que cotizan en la Seguridad Social no reciben mayores prestaciones que las que nunca cotizaron.

Así es como está montado: al jubilarse una ama de casa puede cobrar una «prestación conyugal» que asciende al cincuenta por ciento de la jubilación que cobra su marido. El sistema de pensiones le da un trato decente porque en 1935, año en el que fue creado ese sistema, esa mujer representaba la norma. La mujer trabajadora casada puede elegir al retirarse entre cobrar una jubilación basada en sus propias aportaciones realizadas a lo largo de su vida laboral u optar a las prestaciones conyugales, según le convenga. Lo más probable, teniendo en cuenta que siempre ha ganado menos que su marido, es que elija cobrar la mitad de la jubilación de su cónyuge —el equivalente a lo que cobra una mujer que nunca ha trabajado—. Así que Ruth —e incontables mujeres como ella— ha pagado una montaña de impuestos sobre la renta a lo largo de décadas sin recibir gran cosa en compensación. Los investigadores del National Center for Policy Analysis (Centro Nacional de Análisis de la Política) han sacado a luz cifras realmente alarmantes: «Si el segundo cónyuge de una pareja integrada por dos personas de veinticinco años con estudios secundarios ingresa en el mercado laboral y trabaja a tiempo completo, las retenciones sobre la renta previstas para la pareja aumentan a lo largo de su vida en un 74%, mientras que sus beneficios para futuras prestaciones sólo aumentarán en un 17%».

Las mujeres mayores dependen de la Seguridad Social más que los hombres. Entre otras cosas, ellas son muchas más: representan el 67% de todos los que viven de los fondos de la Seguridad Social, 27 millones de mujeres en total. De éstas, 24 millones viven exclusivamente de las prestaciones de la Seguridad Social, cuyo importe las sitúa por debajo del umbral de la pobreza, sobre todo a las que comienzan a recibir esas prestaciones después de vivir toda la vida por debajo del mismo. Sólo el trece por ciento de las mujeres mayores que cobran de la Seguridad Social disponen de otros ingresos, como pensiones, y la mayoría de ellas pertenecen al veinte por ciento de los americanos con mayores ingresos. Había empezado a escribir: «Y las pensiones de esas mujeres por lo general son más bajas que las de sus maridos…», pero me he acordado de que las pensiones son un asunto discutible para los trabajadores de ciudades como la mía. Aquí nunca nadie ha cobrado una pensión por haber trabajado en cosas como extraer el corazón de las manzanas, llenar latas de lubricantes o hacer el reparto en camioneta para una tienda de comestibles.

Se trate de hombres o de mujeres, la Seguridad Social es el problema nacional más importante de América. Afecta de manera directa a millones de vidas. Y sin embargo sólo esos días en los que no tienen nada nuevo que contar —cuando no detienen a Britney Spears por conducir sin haber colocado a su bebé en la sillita reglamentaria o cuando ningún coche bomba estalla en Bagdad— los medios se acuerdan de la Seguridad Social. Entonces aparecen los expertos, los presentadores y los analistas financieros y nos hablan de una «crisis de solvencia», nos dicen que los días del sistema público de la Seguridad Social están contados, y que hará falta «coraje político» para que los miembros del Congreso «acuerden una solución para la crisis». Pero ninguno de esos pronunciamientos tiene mucho que ver con el quid de la cuestión.

Cualquiera que se tome la molestia de leer algo más que esas recalentadas frases hechas que sacan en los telediarios sabrá que, aunque el sistema esté amenazado, aún faltan años para que reviente y aún queda tiempo para remediar el problema. El debate entre republicanos y demócratas no es una búsqueda de «compromiso bipartidista», sino más bien un enfrentamiento ideológico que comenzó cuando el presidente Franklin D. Roosevelt creó el programa de la Seguridad Social sobre todo como una tapadera para ocultar una crisis nacional (ya habían comenzado los disturbios en las calles). Desde entonces los ideólogos conservadores más acérrimos no han dejado de disparar a mansalva tratando de cargarse la Seguridad Social: Alf Landon fue el primero, en 1936, seguido de muchos otros con las pelotas necesarias para atacar el programa social más popular de América, entre ellos Barry Goldwater y Milton Friedman. La Seguridad Social crea debilidad moral y dependencia, sostienen los conservadores. Hace tambalear los cimientos de la disciplina, que es la base de toda moral, nos dicen. Y desde luego nunca mencionan el hecho de que si ellos pudieran apropiarse de los fondos del programa e invertirlos en sus propias empresas lo harían, porque de esa manera podrían enriquecerse aún más. Mientras tanto los demócratas, al menos públicamente, aseguran ser partidarios de la filosofía de Roosevelt consistente en la redistribución de las rentas: que los ricos ayuden a los desfavorecidos, que cada generación ayude a la anterior a encontrar la tranquilidad y el reposo en la vejez, y al diablo con esa historia de la supervivencia de los más fuertes y esos rollos de la inversión privada.

En todos estos años nunca ha habido un compromiso bipartidista ya que la ideología, por naturaleza, no se presta al compromiso. La privatización del sistema fue simplemente la tentativa más reciente de hacerse con el dinero, la alegre promesa a los trabajadores norteamericanos de que con su participación en los fondos privados de pensiones ellos también podrían ganar dinerales jugando en la Bolsa, como los amos de sus empresas. Una vez más, a los republicanos los hechos les han bajado los humos. Por suerte para ellos, su intento parece haberse perdido en el agujero de la memoria, y puede que nunca tengan que pagar un precio político por ello. Siempre pueden volver a cortar un jugoso filete de Medicare y seguir con el estofado ideológico, mientras Dottie se pregunta qué fue del pequeño hospital de su ciudad, mientras Ruth se ahoga en la pobreza con un vieja estufa de petróleo atada al cuello.

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