Crónicas de la América profunda (31 page)

En Norteamérica el estatus económico determina el estatus social. La mujer de un dentista recibe un trato diferente del que recibe su niñera. A menudo la gente como Dot es ninguneada y ofendida por médicos, abogados y administradores que ni siquiera son conscientes del trato despectivo que les dispensan. Si yo vistiera de manera informal y me comiera un par de letras de cada palabra que pronuncio, me pasaría lo mismo. Todo esto viene dictado, desde luego, por el acceso a una educación superior, algo cuyas posibilidades dependen en gran medida del estatus económico.

El encuentro de Dottie con el médico de su madre me hizo pensar en la mía. La pobre vive en una residencia de ancianos en Winchester que retumba día y noche con gritos de “¡socorro! ¡socorro!”. Como cualquier persona que tenga a sus padres ingresados en un centro como ése, gano un sueldo medio, trabajo cincuenta y cinco horas a la semana contando los viajes, tengo una cónyuge con dos empleos a tiempo parcial y vivo en una casa vieja que es todo escaleras. Todos nos sentimos culpables por no poder acoger a nuestros padres en casa y cuidarlos como ellos cuidaron de nuestros abuelos, y nuestros padres no consiguen entender cómo es que apenas podemos sobrevivir siendo dos personas que trabajan un total de 118 horas a la semana. Pero así están las cosas. ¿O acaso conocen a alguien que se las arregle para quedarse en casa disfrutando de esta maravillosa nueva economía del desempleo y compartiendo con sus ancianos padres la labor de punto junto al fuego? Nos tronchamos de risa cada vez que oímos en la radio pública a esa gente de clase acomodada nacida durante la posguerra hablando de la importancia de «elegir la mejor residencia para nuestros mayores». Tanto la familia de Dot como la mía sólo podíamos elegir entre la residencia Hallmont de Winchester, que huele a una mezcla de mierda y producto de limpieza Pine-Sol, o la de Romney, que huele a pis y caca y nada más. Nosotros elegimos la que nos quedaba más cerca; recuerdo cuando empujaba a mamá en su silla de ruedas mientras ella no paraba de dar caladas a un Camel con filtro. Tal como le ocurre a la madre de Dot, la mía rara vez le ve la cara al médico, a menos que algo vaya demasiado mal.

Como si se tratara de una casa en ruinas alquilada por un especialista en barrios depauperados, estos centros son simplemente espacios que permiten a sus propietarios, médicos y administradores de los seguros de salud, forrarse a costa del enfoque que nuestro gobierno le da al asunto de la asistencia sanitaria. Actualmente, la mayor parte del dinero —o quizá todo— de estos establecimientos de tipo medio proviene del gobierno en forma de pago a los seguros Medicaid y Medicare por los servicios que cubren —lo que incluye absolutamente todo, desde los procedimientos médicos rutinarios hasta la extirpación de una uña del pie por el podólogo y las dietas especiales de los nutricionistas—. La dependencia de estos pagos es mayor en las zonas rurales y las áreas urbanas de clase trabajadora que en las localidades de gente adinerada, en muchas de las cuales los seguros médicos se las apañan para recibir una cuota de reembolso desproporcionadamente alta por parte del gobierno. Medicaid fue creada en los años sesenta para hacer frente a las necesidades de los norteamericanos sin seguro médico menores de sesenta y cinco años, mientras que Medicare contribuía a cubrir los gastos sanitarios de todos los norteamericanos mayores de esa edad. Pero la nueva economía del desempleo que le dio alas a Wall Street nos dejó con 45 millones de ciudadanos sin seguro médico, aumentando así la lista de afiliados a Medicare, que pasó de 33 a 56 millones de personas entre 2001 y 2005. Esto vino acompañado de la casi total destrucción del sistema de hospitales públicos y centros de salud por obra y gracia de los recortes presupuestarios llevados a cabo en todos estos sistemas de protección social por parte de la Administración Bush, y el crecimiento de la red de falsos «hospitales sin ánimo de lucro». Ahora bien, pese al hecho de que Medicare y Medicaid atienden de una forma u otra a 87 millones de personas, el presupuesto sanitario de la Administración Bush para 2007 exigía una reducción drástica de 10.000 millones de dólares en los fondos destinados a Medicaid y Medicare, para preservar así su «solvencia». Es cierto que estos programas, en 2006, absorbieron 417.000 millones de un presupuesto nacional de 2.338 billones de dólares. Pero también es cierto que el Pentágono se llevó 419.000 millones de dólares, y hasta ahora nadie parece haberse preguntado cuál es la solvencia de nuestro programa de Defensa.

Cuando se trata del reparto del presupuesto de los servicios sanitarios, parece que al gobierno le trae sin cuidado que el personal de los centros de salud esté integrado por analfabetos funcionales. Lo único que importa es que cada centro sea un lugar donde se autoriza a la gente a morir. Un centro con treinta y cuatro camas como el Hampshire Memorial de Romney llega a ingresar fácilmente entre dos y tres millones de dólares al año. Puede que no parezca gran cosa, pero si el director comercial es un poco listo, una suma así proporciona un buen nivel de vida a sus médicos y demás empleados.

«Ya sabes que estaba muy orgullosa de nuestro hospital —recuerda Dottie—. Yo crecí aquí y todavía me acuerdo de cuando lo inauguraron en 1959. Yo fui la cuarta paciente. Y más tarde parí a tres de mis hijos allí mismo. ¡Ah, ese hospital era el mejor! Siempre luminoso y limpísimo. Gente que jamás en la vida se había hecho radiografías se las hizo allí por primera vez. Los granjeros venían a hacerse sus primeros análisis de sangre y para ponerse la antitetánica. Teníamos dos médicos. El doctor Brown y el doctor Brown, eran hermanos. Sus hijos se criaron aquí mismo. Esos dos sabían más de medicina que cualquier doctor de los de hoy en día. Ahora la mitad de los hospitales se han convertido en cagaderos rentables que se hacen pasar por residencias para la tercera edad. Nadie quiere poner un pie en esos sitios a menos que sea cuestión de vida o muerte. Y a veces ni siquiera en esas circunstancias».

El ala del edificio donde se encontraba el hospital todavía se conserva, pero ahora no es más que la antesala de camino a la unidad de enfermos de larga duración. No vi a ningún recepcionista. Finalmente intercepté a un celador que pasaba por allí y le hice un par de preguntas acerca del hospital. «No, qué va, aquí ya no hacemos partos ni ofrecemos atención médica —dijo—. Para eso la gente va a Winchester o a Cumberland, Maryland. Ahora bien, si viene alguien que ha sufrido un accidente de coche, lo atendemos». La mejor palabra para describir este sitio es «geriátrico». Así que, si a Dottie le falla el corazón, se la llevarán en ambulancia a unos cincuenta kilómetros de distancia, hasta el Winchester Medical Center, asistida por una pareja de voluntarios.

El pequeño hospital del que Dottie guarda gratos recuerdos, aquel en el que nacían todos los bebés de la ciudad y en el que años más tarde los operaban de apendicitis, no estaba en manos de indelicados doctores hindúes. El Winchester Medical Center y otros hospitales de la región lo dejaron vacío y sin vida, y la gente de Romney como Dottie se quedó cavilando en su edificio abandonado de la misma manera en que los habitantes del desierto se quedan pensando en las misteriosas mutilaciones de su ganado. Una víctima más de la inmensa red de hospitales americanos «sin ánimo de lucro».

Apenas el dieciséis por ciento de los hospitales americanos son oficialmente un negocio. Cerca del ochenta por ciento de las camas son propiedad de los llamados «centros hospitalarios sin ánimo de lucro», que por lo tanto tienen un enorme poder en el mercado. (Estos interesantes datos, junto con otros no menos sorprendentes, se pueden encontrar en el excelente libro de Maggie Mahar,
Money-Driven Medicine: The Real Reason Health Care Costs So Much
[«La medicina gobernada por el dinero: la auténtica razón de que la sanidad sea tan cara»]). ¿Cómo es que los hospitales sin ánimo de lucro se han vuelto tan mayoritarios? Pues porque en los últimos veinticinco años una gran cantidad de clínicas privadas se han pasado al bando de los hospitales sin ánimo de lucro, ya que resulta mucho más lucrativo. Ganan miles de millones sin tener siquiera que ocuparse de gran parte del trabajo que los ciudadanos asocian con la auténtica labor sin ánimo de lucro. Lo mejor que se puede decir de ellos es que están en el negocio de los bienes raíces y la evasión de impuestos.

Así es como funciona: abres un hospital libre de impuestos en un barrio bonito, justo en medio de una población próspera en pleno proceso de crecimiento, como el condado de Frederick, Virginia, el mismo donde se encuentra nuestra antigua ciudad de Winchester. Como es un hospital sin ánimo de lucro, está exento de pagar los impuestos locales y estatales de bienes inmobiliarios. De modo que, mientras no paras de ganar dinero vendiendo atención médica, el valor del inmueble siempre en alza incrementa tus activos de forma constante. Pero lo mejor de todo es que los hospitales sin ánimo de lucro también están libres de los impuestos sobre las rentas de las sociedades, y esa exención tributaria es especialmente valiosa para los hospitales situados en zonas adineradas, ya que ahí las ganancias son muy elevadas y la propiedad se cotiza mejor. Al mismo tiempo, estos hospitales atraen cada vez más a pacientes que están cubiertos por un buen seguro médico y apenas si atienden a unos pocos no asegurados.

Con una estrategia genial como ésta pronto se ven sentados sobre una montaña de billetes, y eso que en principio no podían obtener beneficios. Naturalmente lo primero que les pasa por la cabeza es ampliar el negocio. Así que invierten el dinero que les sobra para arrebatarles la cuota de mercado a los hospitales vecinos, absorbiendo aún más dinero médico, creciendo cada vez más en la región y dejando a los pequeños hospitales de las pequeñas comunidades como Romney la unidad de cuidados intensivos.

Luego está el tema de dar asistencia médica obligatoria a personas indigentes. Aunque éstos son hospitales sin ánimo de lucro que no pagan impuestos, de ningún modo son hospitales de beneficencia, y los primeros en reconocerlo son sus directores. Al igual que las clínicas privadas, nunca se instalan en zonas donde los clientes no puedan pagar por el servicio. Y tienen la suerte de preservar legalmente el rango de hospitales libres de impuestos con sólo tratar a unos pocos pacientes pobres cada año, a condición de que además ofrezcan cosas como grupos de apoyo para diabéticos y otros servicios de información de bajo coste. Otra manera de librarse de sus obligaciones para con los pacientes pobres es montar un complejo de salud de esos con balneario, gimnasio y toda la pesca. Así que si un diabético sin una perra en el bolsillo sobrevive a un choque insulínico y puede afrontar los pagos de la tarjeta empleada en la visita a urgencias, se le invita a unirse a un numeroso grupo de personas como él en el centro comunitario, donde le dan a una charla informativa sobre salud e incluso se le entrega un folleto gratuito, por cortesía del laboratorio farmacéutico líder en el mercado.

Si el pobretón vive en Winchester, o se molesta en trasladarse desde Romney, puede que acabe dándose de narices contra el cristal de nuestro complejo de deporte y salud, un gigante de diecisiete millones de dólares y 6.000 metros cuadrados, con piscina olímpica y una pista de atletismo, que pronto será emplazado en el campus del colosal Winchester Medical Center, perteneciente a la cadena de hospitales «no lucrativos» Valley Health. La verdad es que con 170 millones en metálico y otros activos, ¿qué otra cosa se puede hacer sino expandirse y dejar fuera del negocio a la franquicia Nautilus and Gold's Gym? La casa matriz Valley Health prevé que el complejo de deporte y salud que ha construido pueda haberse pagado completamente después de su segundo año (no hay que preocuparse por la amortización de la deuda si tienes 170 millones en metálico) y después del tercer año «dará unos rendimientos anuales de 1,3 millones de dólares». Dena Kent, directora ejecutiva del área de salud de la empresa, dice que todo forma parte del interés por acercarse más a la gente. Puede que Valley Health se esté acercando, desde luego, pero lo cierto es que cuando retira la mano la cartera del paciente pesa ochocientos dólares menos: la cuota estándar por sacarse un seguro de pago en esa institución.

Si al menos tuviésemos sentido común, algo nos diría que ese dinero debería utilizarse para brindar atención médica a los indigentes o para reducir los costes sanitarios, y no para llevar a la ruina a millones de personas.

En el camino de regreso de Romney a casa, justo antes del solsticio de invierno, el castañeteo de mis dientes en la fría oscuridad me hace pensar en la pobreza y la muerte. Si uno es un obrero blanco con más de sesenta tacos y vive en lugares como la vieja ciudad de Winchester o la mísera ciudad de Romney, tiene muchos miedos inconfesables. Uno de ellos es terminar en una de esas residencias para ancianos. Otro es acabar arruinado por las facturas médicas mucho antes de empezar a babear incontroladamente. Las facturas médicas podrían hacer que la propia vivienda pierda todo su valor mientras uno todavía está pagando la refinanciación que pidió para pagar otras facturas.

No son miedos injustificados. Les diré que, al igual que la mayor parte de los hospitales regionales de esta clase que se encuentran en el corazón del país, el Winchester Medical Center es el mayor generador de bancarrotas de nuestra zona. En Estados Unidos las facturas médicas son la principal causa de quiebra personal para la gente que carece de seguro de salud. La mitad de los no asegurados debe dinero a los hospitales, y en un momento u otro un tercio de ellos acaban siendo perseguidos por las agencias de cobros, que no dudan un segundo en demandarlos incluso por una suma de apenas cien dólares. En 2005, un estudio de la Universidad de Harvard reveló que el cincuenta por ciento de los expedientes de quiebra personal eran consecuencia total o parcial de los desembolsos para gastos médicos, y esto supone un incremento del 2.200 por ciento desde 1981. La deuda media de los individuos que tienen que pagar a los médicos de su propio bolsillo y que han terminado declarándose insolventes es de 12.000 dólares. En Estados Unidos cada treinta segundos alguien se declara en bancarrota como consecuencia de un problema de salud grave.

Todos estos datos son más que trágicos, por supuesto, pero he aquí la auténtica ironía: el 68 por ciento de esos ciudadanos que se declaran en quiebra cuentan con un seguro de salud. Y es que en la actualidad las cuotas adicionales, las deducciones y los gastos sin cobertura son tan elevados que el seguro que les paga la empresa donde trabajan no necesariamente los salva de la ruina, sobre todo cuando se acercan a la jubilación y sufren los problemas de salud que acompañan a la edad. A los sesenta años empieza para todos ellos una cuesta arriba de cinco años de trabajo duro y desesperación, a fin de alcanzar la cima de la Seguridad Social y su ingreso en el sistema Medicare, en el que pueden permitirse morir sin acabar irremediablemente arruinados.

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