Crónicas de la América profunda (34 page)

Ahora bien, si alguien cree que a estos blancos conservadores, ya sean de clase trabajadora o de la pequeña clase empresarial, no les importa nada que se encuentre fuera de su zona de ignorancia, lleva razón sólo en parte. La verdad es que muchos de ellos no pueden ver nada que esté fuera de los límites de esa zona. Son demasiado ignorantes y están condicionados hasta la médula por la creencia de que un buen consumidor es un buen ciudadano. (Después de todo, comprar y acumular resulta mucho más divertido que cumplir con los deberes de la ciudadanía y, según nuestro presidente actual, es el gesto más patriótico que se puede realizar). Ahora que los liberales empezamos a lanzar invectivas contra la pérdida de las libertades individuales que trae consigo el nuevo Estado empresarial americano, ya se ha producido otra pérdida de dimensiones ampliamente superiores: hemos perdido la batalla contra la ignorancia.

Mientras Pottie, Nance, Dottie e incluso Bobby Fulk sigan siendo incapaces de leer o de captar lo que las mentes brillantes de la humanidad han aprendido y puesto por escrito, mientras no conozcan ni siquiera la diferencia entre una canción patriótica con ritmo de country y la realidad política, dudo que avancemos apenas en materia de calidad humana, al margen de lo bien que vaya la economía o cuántas cosas podamos comprar. Para eso tendremos que desconectarlos del holograma antes de que una crisis económica o petrolera, o bien el resto del mundo, lo hagan por nosotros.

La expresión personal, el modo en que nos reconocemos como seres humanos entre otros seres humanos, antes era algo desordenado e imprevisible, y reflejaba así la idea de que cada persona es única. Cada individuo debía encontrar su lugar en la sociedad sin demasiadas pistas, pero al menos tenía que adherirse a un presunto «estilo de vida». Cada niño se descubría a sí mismo siguiendo un método de prueba y error. Tenía que averiguar por su cuenta si era líder, creyente, atractivo o al menos pasable, simpático o aburrido, homosexual tal vez, y entender de qué manera encajaba su personalidad única entre sus semejantes, por ejemplo cuando cambiaba de escuela y se encontraba con un montón de otras personalidades únicas que pretendían patearle el culo en el patio de recreo. Cómo se las apañaban los niños de antes para conseguirlo sin todos los apoyos actuales sigue siendo un misterio. En aquel entonces no había ni ropa sólo para empollones, ni polos para pijos, ni pantalones de tiro bajo para pandilleros violentos, ni siquiera teléfonos móviles. Sin Braun, Nokia, Foot Locker, Oakley, Spy Optics, Salomon, Reebok, Levi Strauss, American Eagle, O'Neill Europe, Play Station, Hasbro, Columbia Sportswear, Warped Tour.

Ni nuestros padres, ni nuestros abuelos ni nosotros tuvimos que «navegar por ese paisaje de juventud tan velozmente cambiante» que surcan los chavales de hoy en día teniendo muy presente que, tal como les asegura el marketing de la moda juvenil, no podrán cruzarlos si no llevan al menos una gorra de béisbol con la inscripción
NO FEAR
, una chaqueta retro y unos resistentes pantalones cortos de safari —todo ello disponible en el centro comercial—. El holograma genera miles y miles de claves identificadoras como éstas. Una vez que el chaval ha combinado esto y lo otro y logra sentirse satisfecho con la identidad recién adquirida con esa parafernalia, la digitaliza en otro simulacro más con la cámara de su móvil y la envía a través de la ionosfera para que sea descargada al instante por otra criatura de similares características y que vive inmersa en el mismo holograma.

Desde que las dificultades para descubrir la propia subjetividad fueron cuidadosamente eliminadas por medio de la estandarización, tanto los palurdos como los urbanitas más sofisticados pueden escoger lo que más les guste en un catálogo preseleccionado de posibles identidades, pensado exclusivamente en función de lo que quieren comer, ver, vestir, oír y conducir. Si tu bebé, que va cómodamente sentado en la sillita reglamentaria de 400 dólares, saluda a alguien desde el Volvo agitando la manita, puede que atraiga a un observador lo suficientemente cerca de tu coche como para que éste se fije en la inscripción
PACIFISTAS COMPROMETIDOS
que la criatura lleva estampada en su camiseta ciento por ciento cáñamo. Cuando mucha gente como tú se agrupa alrededor de lo que sea, ya puedes decir que tienes «un estilo de vida». Si en cambio nadie se apunta a ese club unipersonal que te has montado, en un segundo encuentras cualquier estilo de vida más amplio y compartido. Para eso hay miles de revistas que sirven de orientación:
Elle, Savvy Sénior, Today's Black Wornan, Trailer Life, Harper's Baazar, Cabin Life, Town and Country,
y para los más pudientes
Grand
(una revista para abuelos ricachones), por no mencionar el
High Times
de toda la vida.

Las opciones son de molde, vale, pero aparentemente infinitas: una mujer muestra su lado tierno, afectuoso y maternal coleccionando ositos cariñosos excesivamente caros; por su parte, su marido expresa su virilidad agresiva conduciendo un todoterreno y vistiendo ropa informal de camuflaje, o incluso navegando desde su ordenador familiar trucado (el nuevo bólido de los chicos blancos). Mientras tanto, ascendiendo en la escala de la alfabetización, muchos miles de aspirantes a escritores exhiben su agudeza y lucidez —virtudes que por desgracia nadie ha sabido apreciar— como críticos de cine, utilizando algún software de circulación masiva diseñado para la creación y mantenimiento de blogs en el hardware de sus ordenadores de fabricación masiva, iluminando con sus comentarios películas de distribución masiva (partiendo de un supuesto predominante según el cual un público de lectores, por muy pequeño que sea, es garantía de autenticidad e individualidad). Puede parecer que son un grupo heterogéneo, pero todos tienen en común una característica: ninguno de ellos ha construido su identidad partiendo de cero.

Ha llovido muchísimo desde los tiempos en que millones de norteamericanos se preocupaban por su autorrealización, ya fuera explotando su potencial individual o a través de una búsqueda interna que los llevaba a preguntarse: «¿Qué puedo ofrecerle yo al mundo y qué camino debo emprender?». Durante los años sesenta en particular, una generación optimista hizo enormes esfuerzos por fomentar el desarrollo del talento y las aptitudes únicas de cada ciudadano. Las universidades abrieron sus puertas a los negros, a otras minorías y a los blancos pobres. Tan vital era la energía que llenaba el aire, tantas eran las posibilidades para los que vivíamos en América que incluso este jovencito de clase de trabajadora agarró un día a su mujer y le dijo: «¡Cojamos al bebé y vayámonos hacia el Oeste, cultivemos nuestras mentes y abramos nuestros corazones, leamos a Rilke, al jefe indio Joseph, a Rimbaud y a Lao-Tse y hagamos barbacoas al aire libre con los cowboys! ¡Quizá hasta nos encontremos con Allen Ginsberg!». Y eso hicimos. Pero todo aquello fue antes de que sentáramos cabeza y acabáramos por brindarle a la clase trabajadora unas oportunidades que apenas les permiten trabajar de reponedores de mercancías en los lineales de las cavernas fluorescentes de Wal-Mart durante el turno de noche.

Hoy día los miembros de la clase trabajadora americana están condicionados de tal manera que son incapaces de reaccionar como individuos cuyas opiniones podrían diferir radicalmente de las de sus semejantes, sino más bien como si todos y cada uno de ellos fueran propiedad de quienes los gobiernan. Tal como escribió el ensayista Lewis Laphan, están condicionados para ser «felices pueblerinos encantados de agitar la bandera de su país y hacer la guerra, agradecidos por la buena fortuna de estar en manos de un líder sublime». No hay «un texto específico que los una, sino un condicionamiento que modula sus costumbres y su forma de pensar». Por eso no son partidarios de ninguna doctrina política. Antes bien se empapan noche y día de toda la imaginería televisiva del nuevo Estado empresarial, en la cual resuena el glorioso graznido de las águilas sobrevolando las ruinas de las Torres Gemelas, junto con imágenes que muestran cómo el enemigo recibe su merecido en lejanas tierras extranjeras, y otras en las que los efectivos policiales montados en motocicletas y armados hasta los dientes marchan junto con los cuerpos especiales en un emocionante desfile de proporciones épicas. Y lo peor es que todos estos telespectadores ignorantes y saturados no se asustan lo más mínimo viendo esas imágenes en la pequeña pantalla. Todo lo contrario.

Ya sea liberal o conservador, el americano medio se pasa un tercio de su vigilia mirando la televisión, un hábito de efectos neurológicos profundos. Por ejemplo, como demostró el investigador Herbert Krugman, estar expuesto a la televisión duplica la actividad del hemisferio derecho en relación con el izquierdo, provocando así un incremento súbito en la segregación de los agentes químicos orgánicos: endorfina, betaendorfina y péptidos opioides, los cuales actúan sobre los receptores cerebrales como auténticos narcóticos. Otro estudio señala que la televisión repercute en la pérdida de aptitudes para el pensamiento crítico. Sin embargo, todos miramos la tele placenteramente, creyendo que entendemos lo que vemos, creyendo que siempre lo tenemos todo bajo control y que no somos demasiado influenciables.

De hecho, la televisión hace funcionar el holograma, pues construye la realidad en la que vivimos todos los norteamericanos, además de regular tanto la percepción que tenemos de nuestro país como un montón de alucinaciones acerca de quiénes somos los americanos: los mejores, los más valientes, los más ricos y poderosos, el país más libre sobre la faz de la Tierra. La televisión alimenta la ilusión cotidiana, nos habla del coche que destruye el medio ambiente como un derecho otorgado por Dios a todos los americanos, o de las razones por las que Estados Unidos se vio obligado a lanzar la bomba atómica contra Hiroshima, y nos explica por qué nosotros, aunque apenas constituimos el seis por ciento de la población mundial, tenemos derecho a explotar una cuarta parte de los recursos del planeta. La televisión despliega sus menús ante nuestros ojos: un día son los candidatos políticos preseleccionados por poderes invisibles; otro, artículos de consumo (quizá un día acaben por fusionarse unos y otros).

Puesto que nuestra conciencia depende por completo de aspectos neurológicos y neuroquímicos de nuestro cerebro, y dado que la televisión es la voz y la imagen proyectada hacia las masas, las parrillas televisivas regulan las temporadas de nuestra conciencia nacional. La temporada de fútbol llega a la pantalla con todo su espíritu competitivo, tal como sucede con la temporada de las campañas electorales, la temporada de las compras navideñas y sobre todo las temporadas de los nuevos lanzamientos comerciales, que anuncian la salida al mercado de una nueva línea de coches, de las películas veraniegas y de las colecciones de prendas otoño-invierno y primavera-verano. La vida económica del país depende tanto de los medios de comunicación que según muchos expertos la nuestra es la «economía de la atención», dado que en los tiempos que corren la cantidad de globos oculares atentos al contenido de las pantallas de los televisores y ordenadores lo son todo. La televisión regula el estado de ánimo nacional, despierta las emociones patrióticas durante las guerras y promueve el inquieto estado de alerta ante la amenaza de los terroristas invisibles, y esa misma televisión responde al ataque de las Torres Gemelas con un mensaje muy claro: “Sigan comprando”, salido de los labios del mismísimo presidente.

El sistema de creencias fabricado por los medios de comunicación funciona como un manual de instrucciones para la sociedad. La televisión nos enseña cómo se comporta la gente exitosa, en qué gasta su dinero y cómo se relacionan entre ellos. Los realitys de policías y delincuentes nos muestran lo que nos pasará si no sabemos comportamos. La televisión nos enseña lo horrible que es el mundo en que vivimos. Con la puntualidad de un reloj, cada noche nos invita a contemplar la ración cotidiana de carnicerías a través de las guerras televisadas y las imágenes de violencia y asesinatos domésticos, intercaladas con los cadáveres hallados por el detective Lenny Briscoe en la serie «Ley y orden», todos los días de la semana a las siete, ocho y once de la noche respectivamente. La tele nos señala a quién debemos odiar (Hugo Chávez y Fidel Castro, en primer lugar). Y cualquier cosa que quede fuera de sus parámetros representa el miedo y la caída en un abismo psicológico. Cualquier cosa ajena a la televisión es sucia, impredecible, incomprensible y cargada de riesgo y tragedia.

Por supuesto, hay millones de norteamericanos que no sucumben del todo al holograma, en su mayoría por el hecho de tener estudios superiores, sobre todo en artes y humanidades. Esos ciudadanos son capaces de entender que la tragedia del millón de muertos en Sudán o la destrucción de la atmósfera planetaria son hechos igual de reales y quizá más importantes que el partido de los Washington Redskins o la semana de ofertas en Popeye's Chicken & Biscuits (y conste que las galletas de Popeye's están de muerte). Y sin embargo apenas uno de cada cincuenta trabajadores americanos tiene esta percepción de la realidad.

Pero no son ellos los responsables del progresivo desmantelamiento de nuestro sistema educativo, que se ha producido durante todos los gobiernos recientes, republicanos y demócratas. Los que han obtenido mayores beneficios de ese sistema son justamente los principales culpables de su destrucción, en particular la clase media alta y la clase adinerada de las zonas suburbanas que sirven a las necesidades administrativas del imperio —sus comisarios, abogados, auditores, contables y corredores de Bolsa—. Todos ellos forman parte del servicio de catering, y forman una clase social compuesta por hombres y mujeres a quienes las grandes corporaciones y las marcas para las que trabajan dotan de una identidad. Al fin y al cabo, la marca hace posible la acumulación de bienes que les confiere su elevado estatus social y les asegura que nunca se verán obligados a beber agua del grifo o a vivir en una casa modular como Nance. De la misma manera que los antiguos fascistas servían sumisamente al Estado, los miembros del servicio de catering, ya sean liberales o conservadores, sirven a esa brutal marca americana que es el capitalismo de mercado. Sin ellos nada de esto podría funcionar. Por eso los compran pagándoles un precio muchísimo más alto que a la plebe. Son más culpables que nadie porque son muy numerosos y sólo ellos tienen el verdadero poder para sublevarse. Nadie se atrevería a machacarlos en público (pese a que también ellos están perdiendo fuerza sin que nadie se entere). ¿Culpar a la clase dirigente? Ni hablar, sería demasiado obvio, demasiado fácil, a nadie se le ocurriría. Porque todos creemos verlos, aunque sean invisibles.

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