Crónicas de la América profunda (33 page)

Como Ruth no podía sacarle partido a la casa, se la vendió a su hijo Robert, trabajador de la construcción, por 5.000 dólares. Una decisión que tenía su lógica: él se encargaría de reparar los desperfectos más graves, y más adelante construiría otra casa sobre el mismo terreno y derribaría la vieja. Mientras tanto, Ruth podría quedarse en su casa y pagar a plazos una nueva estufa y las facturas pendientes.

Pero el destino entró por la puerta y desbarató de una patada todos sus planes. Ruth tenía un grave problema de insuficiencia cardíaca del que nunca se había recuperado y por el que requería mucha más atención de la que cualquiera de sus chicos podía darle, ya que todos ellos trabajaban a tiempo completo. Hasta que llegó ese día temido en el que sufrió una mala caída en la cocina, tras la cual se quedó tendida en el suelo durante ocho horas con la esperanza de que su hijo hiciera una parada en el camino del trabajo a casa.

Aunque Ruth no se rompió la cadera, los médicos dijeron que era evidente que había sufrido un derrame cerebral y por tanto parecía conveniente internarla en una residencia con atención médica o incluso en una residencia con servicio de cuidados intensivos las veinticuatro horas del día. Pero pese a las necesidades de la población, en la zona y sus alrededores hay muy pocas residencias y cualquiera de ellas cuesta como mínimo 3.000 dólares al mes. En fin… Una residencia privada de 5.000 dólares estaba más que descartada. Además, para una familia de clase trabajadora ese margen de 2.000 dólares tampoco es como para considerarlo. Porque cualquier cosa que costara más de 400 dólares al mes, aunque el gasto se repartiera entre los dos hijos, para ellos sería como pagar un millón de dólares. Si su madre requería de cuidados médicos, debería recibirlos en una residencia en la que aceptaran Medicare.

Pero la mayoría de las residencias privadas tienen un número muy limitado de camas para Medicare. Esto supone una competencia reñida y un montón de papeleo sólo para conseguir un lugar en la lista de espera. Ruth tuvo suerte, si se la puede llamar así. Una suficiente cantidad de personas mayores la palmaron en aquel momento y esto le permitió conseguir una cama en menos de dos meses.

El hecho de que Ruth todavía pudiera andar y estuviera en sus cabales era un serio inconveniente. Y es que las residencias no reciben financiación por los pacientes que también podrían estar en un centro de atención residencial, lugares que resultan demasiado caros para las familias de trabajadores y que no abundan en poblaciones como ésta. Por eso la familia de Ruth mantuvo varias reuniones con los médicos y con el director de la residencia, y después de mucho papeleo creativo a Ruth se le diagnosticó demencia. Eso suponía que la familia debía pagar unos doscientos dólares al mes por los gastos que no cubría Medicare, pero aun así respiraron aliviados. Consiguieron ingresarla en la residencia.

La demencia es a menudo el camino más fácil para las familias desesperadas que necesitan ingresar a sus mayores en alguna clase de institución antes de que se rompan la cadera o dejen caer una colilla encendida en el cajón del tocador justo antes de dormirse, como hizo mi madre. Qué les voy a contar, la mayoría hemos pasado por eso.

Los hijos y los nietos de Ruth iban a visitarla regularmente, y, al igual que la mayoría de los residentes con alzheimer o afectados por un derrame cerebral, ella siempre les suplicaba que la sacaran de allí. La diferencia entre Ruth y la pobre anciana del pasillo que entraba en la habitación y la insultaba acusándola de tener escondido a su difunto marido en alguna parte era que Ruth sabía que ella no había escondido a nadie y que no estaba senil. Y una semana tras otra ella les exponía sus razones a sus hijos, tratando de convencerlos de que no padecía demencia. Pero la familia se veía obligada a ignorar tanto sus alegatos como sus súplicas, ya que no había otra alternativa si querían que recibiera cuidados médicos. Todos salían hechos polvo de cada visita. Ni siquiera se alegraron cuando se llevaron a Ruth a casa para
Navidad
—la pobre estuvo todo el día llorando—, y con el tiempo sus hijos fueron visitándola cada vez menos para evitar la tristeza.

Una de las cosas en las que nadie pensó cuando Ruth fue admitida es que, si un paciente ingresa en una residencia con un diagnóstico de demencia, van a administrarle un tratamiento contra la demencia. Ruth estaba siendo medicada, y con el tiempo se fue volviendo cada vez más rara, negándose en ocasiones a caminar por el pasillo, lo cual era la principal actividad dentro del régimen de ejercicios de la residencia. «No quiero que esa gente me coja del brazo y me murmure cosas al oído», decía. Y era cierto. Al parecer, los residentes más perturbados son los más propensos a vagar por los pasillos. Ruth empezó a pasar cada vez más tiempo sin levantarse de la cama, y así fue perdiendo fuerza, movilidad y lucidez con el transcurso de los meses.

Ahora sus hijos ya no se sienten tan culpables. Su hija Carol comenta: «Me alegro de que estuviera en la residencia cuando empezó a decaer. Por suerte la ingresamos justo a tiempo».

No puedo evitar pensar en Dottie, cuya vida late en estos días a un compás de cuatro por cuatro. Dottie canta en el Dairy Queen una vez a la semana acompañada por una banda country de cinco vejetes que tocan instrumentos de cuerda. «Vivir en una residencia me estaba matando de soledad, tenía que hacer algo», me confiesa. Siempre que suben al escenario, el Dairy Queen está a tope, y el otro día incluso vino un periodista para escribir una crónica sobre la reina del oxígeno que conmueve a todos los que la oyen cantar.

Dottie dice: «No creas que me resulta fácil desplazarme hasta el Dairy con la bombona de oxígeno a cuestas, pero en esta vida nada es fácil, chico. Hay que luchar para ganar. Si encuentras una sola excusa para mover el culo aunque sea un palmo debes hacer el esfuerzo y moverlo. Así es como sales adelante. Puede que yo no haya tenido una vida larga, pero sí ha sido intensa. He estado en Nueva York y en Florida. Y cuando me llegue la hora quiero que sea de pie frente a un micrófono. Si por una de esas casualidades estás presente cuando eso ocurra, quiero que te alces y aplaudas».

He aquí dos mujeres que trabajaron toda la vida y pagaron sus impuestos sin quejarse. Una llevó una vida de lo más convencional, y acabó sus días inconsciente debido al modo convencional en que nuestro sistema se ocupa de la gente mayor. La otra se resistió a ser víctima de ese procedimiento. Pero ambas son beneficiarias de la asistencia social en la maquinaria de un vasto sistema al que su salud le importa un bledo. Ni Dottie ni Ruth llegarán a oír los falsos debates en el Capitolio sobre la Seguridad Social y Medicare, los dos programas que rigen la vida del 53% de los norteamericanos que sólo disponen de la pensión de la Seguridad Social.

La mitad del país depende por completo de la ayuda pública al envejecer. Todos pagan por adelantado para recibirla. Muchísimos se encontrarán un día en los hospitales de América y esperarán que éstos antepongan su salud a lo demás. Pero cuando nuestro sistema sanitario en expansión se impone como objetivo acaparar el mercado en lugar de curar a la gente, y cuando el gobierno electo utiliza el problema nacional más acuciante para saldar antiguas deudas y resentimientos ideológicos, debemos preguntarnos si es posible salvarlo o, lo que es más difícil, reformarlo.

El nuestro es un sistema que destruye el tejido familiar de los miembros de la clase trabajadora y sus mayores. El sentimiento de culpa es insoportable. Llevo meses sin visitar a mi madre, y cuando lo hago ella sigue suplicándome: «Joey, hijo, sácame de aquí». Luego se vuelve en su silla de ruedas, coge otro cigarrillo y se queda mirando fijamente al pasillo. Ambos estamos condenados a saber que eso nunca ocurrirá.

8
EL HOLOGRAMA AMERICANO
El apocalipsis será televisado

Bobby Fulk, un agente inmobiliario con mucha pasta, está sentado en los reservados situados al fondo del Royal Lunch esperando una hamburguesa con patatas fritas. Tiene el periódico abierto sobre la mesa. Es un sesentón rubicundo con papada, y va bien vestido, con una gabardina y un jersey beige de cachemira y cuello alto. La mejor descripción de lo que está haciendo con el periódico es decir que está «mirándolo». No podríamos afirmar que está leyéndolo, ya que sólo repasa los titulares. Y es que Bobby no sabe leer, en el pleno sentido de la palabra. Nunca ha comprado un libro en una librería y probablemente nunca ha leído ni siquiera un libro sobre bienes raíces. Ni siquiera se detiene en los clasificados inmobiliarios, ya que en su despacho tiene acceso a Internet y a la base de datos del Servicio de Listas Múltiples para agentes inmobiliarios, y su secretaria se las imprime. Alguien le ha dejado el periódico y él asimila los titulares, que resumen los siguientes hechos:
el condado informa de que se han cometido siete homicidios a lo largo del año
(nadie que él conozca, de modo que a quién le importa);
Bush se mantiene firme en su decisión de liberar Iraq
(un buen tipo, la libertad es algo que todo el mundo necesita, piensa Bobby); y por último:
promotor solicita un cambio en la reglamentación de las recalificaciones
(él ya sabe que ese cambio está en marcha desde hace seis meses). Si saliera algo sobre los partidos de baloncesto o fútbol universitarios locales, Bobby podría adentrarse en los primeros párrafos, pero sólo para conocer el resultado.

Entre 89 y 94 millones de norteamericanos adultos —casi la mitad de la población adulta estadounidense— son analfabetos funcionales, y Bobby es uno de ellos. Según el Instituto Nacional de Alfabetización, «carecen de aptitudes básicas (la capacidad de leer y escribir) para un desarrollo satisfactorio en nuestra sociedad». De todos estos adultos, entre un diecisiete y un veinte por ciento apenas pueden leer. Eso significa que no pueden rellenar una solicitud de trabajo, ni descifrar las etiquetas de los alimentos, y ni siquiera leerles un cuento a sus hijos. Otro veinticinco por ciento sabe leer, pero no lo suficiente como para seguir el hilo de cinco párrafos seguidos de un texto o un documento de lectura densa, como sería el caso de un contrato de compraventa. Bobby Fulk conoce de memoria el significado de los términos más usados en los contratos de bienes raíces; se le han quedado grabados a fuerza de repetirlos y de mirar los vídeos del curso de formación que tuvo que realizar para pasar el examen de agente inmobiliario. Sabe sólo las palabras clave. Jamás podría redactar un contrato, pero llegado el caso los agentes no deben ocuparse de eso: son los abogados de sus clientes los que se encargan de cualquier aspecto que se salga de lo rutinario en los contratos de compraventa de casas.

El hecho es que Bobby amasó gran parte de su fortuna comprando casas que nadie quería a muy bajo precio y alquilándolas durante veinte o treinta años, hasta que el boom de la vivienda empezó a dar beneficios sin parar, como una máquina tragaperras. El permiso para realizar transacciones inmobiliarias le ofrecía mayores oportunidades de intervenir en el juego. Cuando ya era evidente que Bobby se había forrado, la gente atribuyó su éxito al hecho de que tenía «una oficina inmobiliaria en el centro», en la que gestionaba más alquileres que compraventas. Hasta que vendió las propiedades de alquiler. Bobby no necesitaba saber leer ni escribir para cobrar el alquiler, le bastaba tener ojo para fijar la renta que podía pedir y mucha firmeza a la hora de cobrar. Para las transacciones con bienes raíces, ser astuto le valía tanto o más que ser un tipo leído.

Por supuesto, la alfabetización no sólo consiste en aprender a leer y escribir. En nuestra cultura es también importante ser capaz de distinguir un publirreportaje de una noticia, y entender el contexto de los delitos de Tom DeLay. Pero casi ningún parroquiano del Royal Lunch sabe ni siquiera quién diablos es Tom DeLay. Tampoco ven los telediarios nacionales, a no ser que Estados Unidos lance algún ataque contra un país extranjero, o Nueva Orleans esté inundándose. Y si alguno de ellos se tomara la molestia de leer
Rebelión en la granja,
de George Orwell, difícilmente comprendería que es algo más que una historia de animales.

En nuestra cultura resulta asimismo imprescindible poder interpretar el océano de siglas que nos rodea (IBM, CBS, GM, FBI, CIA…), que aparecen cada día en los anuncios, folletos de grandes corporaciones y gubernamentales, e incluso en las noticias. Sin embargo, la mayoría de la clientela del Royal Lunch ni siquiera sabe la diferencia entre gobierno y empresa, ni entre noticiarios y anuncios o publirreportajes. De ahí la incapacidad de Carolyn (aquel antiguo amor que me encontré en el aparcamiento de Food Lion) para distinguir una auténtica organización benéfica de cualquier negocio engañabobos como el del fabricante de cintas amarillas magnéticas para coche. Contemplada desde el interior del holograma americano, un águila es simplemente un águila, y una cinta amarilla no es más que una cinta amarilla. Los ignorantes que permanecen atrapados en el holograma, la gente como Carol y Bobby, nunca estarán preparados para participar en una sociedad libre, y mucho menos para tomar la clase de decisiones que nos preservan y nos protegen, salvo que de algún modo alguien les haga comprender la importancia de saber leer de verdad.

El problema es que ellos se sienten bastante contentos tal como están. Tanto la televisión como el cine les aportan el entretenimiento necesario para tener de qué hablar —cuando no están discutiendo si la comida del Olive Garden es mejor que la del Steakhouse—. Lo mismo ocurre con la mayoría de sus amigos y familiares, ninguno de ellos es el típico rebelde formado por un catedrático de Filosofía, de modo que no están acostumbrados a enfrentarse a ninguna manera distinta de ver las cosas.

Bobby es una de las muchas personas de Winchester que pertenecen a esa categoría de gente próspera que demuestra que América es realmente una tierra de oportunidades. En la misma categoría están los vendedores de coches, los contratistas de obras públicas y los mayoristas del sector alimentario que contratan a gente para que lea, escriba y cuente por ellos cuando sea necesario. Casi todos estos triunfadores del mundo de los negocios han llegado a esa posición creyendo a pies juntillas en las leyes del mercado libre y la idea de la supervivencia de los más fuertes. Todos ellos consideran que hay que ser implacable, y en consecuencia están en contra de los sindicatos y a favor de la pena de muerte y la guerra, pero esto último sólo hasta que sienten los efectos de la guerra en sus propios bolsillos y oyen una potente voz celestial que les dice: «¡Podrías ganar mucha más pasta si no estuviésemos costeando esta guerra entre todos!». Así es Estados Unidos, un paraíso en el que la codicia recibe el nombre de iniciativa y es considerada una virtud. ¿Acaso estos ciudadanos exitosos e incultos le sirven de algo a la sociedad? No. Le sirven de mucho a la economía, que para ellos, hombres pujantes y llenos de iniciativa, viene a ser lo mismo que la sociedad. «Poseer más cosas», «Ocupar y conquistar tierras»: éstas son sus únicas prioridades.

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