Crónicas de la América profunda (8 page)

Viéndola desde la autopista, la planta de Rubbermaid en Winchester no parece muy interesante, ni nadie diría que se trata de un teatro de variedades. Pero una vez dentro es como una pequeña ciudad, una cultura herméticamente sellada en la cual todas las personas son observadas y todos los movimientos registrados, mientras cada célula de la colmena se esfuerza para producir más y más plástico: cubos, escurreplatos, contenedores de basura y espátulas. Una célula llamada Miscellaneous One fabrica pequeñas papeleras y unos carteles amarillos de veinticinco centímetros de ancho por cincuenta de alto en donde dice «Precaución, suelo mojado», esos artilugios con los que uno se encuentra en aeropuertos y edificios públicos de medio mundo. Miscellaneous Two fabrica cubos de fregona, cucharas de goma y tapas para cubos de basura. En la zona de Espuma Estructural se fabrican los carritos de la compra, y luego está el departamento de Tratamiento de Plásticos, que vendría a ser el Departamento de Fuerza Bruta (hablaremos de eso más tarde).

Y no olvidemos el área de Moldeo Rotacional, conocida como la «mina de sal». En la puerta de acceso hay una fotografía de un brazo flexionado marcando músculos, que pertenece al tipo más duro de la planta, el que hace funcionar los mastodontes de acero que fabrican las carretillas de jardín y otros productos de gran tamaño. En este oscuro y estrepitoso infierno, toneladas de plástico se funden y se convierten en un líquido que luego es inyectado con jeringas en unos moldes lo bastante grandes como para escupir de una sola pieza un cobertizo; eso ocurre en algunas plantas de Rubbermaid, pero no en ésta. Se abren las puertas del horno, y los carros y contenedores salen expulsados bruscamente, a un ritmo incesante. Como ellos dicen, el área de Moldeo Rotacional no es «un lugar para canijos». Y los canijos se sienten la hostia de contentos de no estar allí. Incluso para los más musculosos, el trabajo de los departamentos de Moldeo Rotacional en el muelle de carga es muy duro.

A pesar de que oímos hablar constantemente de que millares de fábricas de Estados Unidos se trasladan a México o a China, millones de americanos trabajan aún en la industria manufacturera. Y mientras las demás industrias se deslocalizan, la gente sigue pensando que Rubbermaid es una empresa segura en la que vale la pena currar. Si bien es cierto que durante medio siglo las industrias manufactureras como Rubbermaid han elegido para instalar sus cadenas de montaje rincones del corazón de América como Virginia por la sencilla razón de que es ahí donde encuentran una mano de obra blanca, barata, arruinada y sin afiliación sindical, también es verdad que muchos de nosotros hemos prosperado en sus instalaciones, yo mismo incluido.

En 1967, poco después de dejar el ejército, entré a trabajar en Rubbermaid, antes de partir rumbo al Oeste para buscarme la vida, en 1969. El salario que me pagaban, 1,65 dólares por hora, era el sostén de la familia que acababa de formar —mi esposa, Cindy, y mi hijo, Tim—. Por aquel entonces en la mayor parte de los empleos el seguro de enfermedad era gratuito o casi. Me llevaba al trabajo una fiambrera de metal y me sentía orgulloso como cualquier padre de familia, mientras que Cindy disfrutaba el tiempo que pasaba con el bebé y organizaba el primer hogar que habíamos construido entre los dos. Para ambos había cierta dignidad en la vida que llevábamos, consagrada al trabajo y la familia; estábamos ansiosos por demostrar que ya éramos adultos y que el mundo era tal como lo imaginábamos.

Treinta y tres años después me encontré de regreso en Winchester y otra vez cerca de los trabajadores de Rubbermaid. Mientras esperaba a que apareciera un comprador para mi casa de Oregón, viví tres meses con mi hijo Tim, que ya tenía treinta y cuatro años y había estado haciendo turnos en Rubbermaid durante cinco. Lo que vi me partió el alma. La vida de los trabajadores como mi hijo y sus amigos me parecía tan dura, insegura y despojada de toda dignidad laboral que me entraban ganas de maldecir y llorar. Algunos residían en Virginia Occidental y recorrían más de ciento cincuenta kilómetros diarios en viajes de ida y vuelta para ir a trabajar, lo que equivalía a cuatro o cinco horas de desplazamiento. Lo hacían en grupos, utilizando una furgoneta de carga que, repleta de trabajadores, viajaba casi siete horas diarias; los trabajadores se turnaban para conducir y dormir como podían. Cuando la nieve les impedía volver a casa, lo cual ocurre a menudo si vives en las montañas de Virginia Occidental, algunos se quedaban a pasar la noche en casa de Tim, durmiendo en el sofá o embutidos en un saco de dormir. La mayoría de ellos eran padres de familia, algunos, hombres maduros, y otros, recién salidos del instituto; todos vivían en caravanas o en viviendas modulares. Eran gente decente y tranquila, siempre lo dejaban todo limpio y ordenado, pedían permiso para salir al porche congelado a fumar un cigarrillo, y no bebían. Vivían mortalmente preocupados ante la posibilidad de que la fábrica se trasladara al extranjero, y también por las facturas que tenían que pagar, sobre todo las facturas médicas. Sus mujeres trabajaban, y aun así estaban permanentemente con el agua al cuello.

Al mismo tiempo parecía que Rubbermaid seguía prosperando. Las horas extras estaban cubiertas y la empresa había entrado en una nueva fase de expansión. Entonces, ¿por qué estos trabajadores tenían esa pinta de zombis con falta de sueño, y por qué eran incapaces de sacar adelante a sus familias incluso haciendo horas extras?

Durante décadas, Virginia ha sufrido una constante fuga masiva de puestos de trabajo en las industrias textil y manufacturera, y esa tendencia se aceleró a partir de 1994, cuando comenzó a aplicarse el tratado NAFTA. Pero mucho antes de ese acuerdo los virginianos ya hicimos historia como el principal estado norteamericano a la hora de salir a la carretera y subirse la falda y guiñarle un ojo a cualquier yanqui miserable y explotador que pasara por aquí hacia el sur, camino de Alabama, Misisipi o Latinoamérica, tentándole para que estableciera sus maquilas en nuestra tierra. Los peces gordos locales ganan mucho dinero vendiendo terrenos a los fabricantes del Norte, y los gobiernos de la ciudad y del estado pronuncian discursos sobre los muchos puestos de trabajo creados en un santiamén.

Así que no fue una sorpresa que en 2002 el gobernador Mark Warner proclamase orgulloso que Virginia había «derrotado a México» al apuntarse 240 puestos adicionales en la planta de 900 empleados que Newell Rubbermaid tiene en Winchester. Lo cual significaba que nuestra venerable ciudad había alcanzado la culminación de sus doscientos cincuenta años de progreso ganándole la batalla a la ciudad de Cadereyta, «capital mexicana del palo de escoba». Y para dejar fuera de combate a Cadereyta —también conocida por sus típicos chicharrones—, la ciudad de Winchester y el Estado tenían que financiar a Rubbermaid con un crédito blando de cerca de un millón de dólares en concepto de «ayuda a la expansión», es decir, exactamente el doble de la inversión de cincuenta millones de dólares que había realizado la empresa para llevar a cabo la ampliación de su planta. Para una ciudad como Winchester, un millón de dólares es muchísimo dinero, mientras que para Rubbermaid no es tanto. Es casi como si el matón del patio de recreo te diera un coscorrón en el cráneo después de haberte obligado a que le entregaras el dinero del desayuno. Hacen estas cosas porque pueden permitírselo. En cualquier caso, todo el mundo aplaudió cuando el gobernador aseguró que la costumbre de subirse la falda y guiñar un ojo en la carretera a los yanquis que venían del norte constituía un «entorno amigable para los negocios» en Virginia. El departamento de prensa de Rubbermaid subrayó «la lealtad y la ética laboral incuestionable que caracteriza a los vecinos de Winchester», lo que vendría a ser una manera eufemística de hablar del sentimiento antisindical reinante y la buena disposición para encajar los recortes de las prestaciones sociales con buen humor y una sonrisa.

Ahora, a riesgo de caer en el chovinismo cultural, debo decir que es terriblemente lamentable tener que noquear a la capital mexicana del chicharrón para conservar nuestros puestos de trabajo. Como humanista me alegra observar esta nivelación del terreno de juego en un mundo globalizado. Al fin y al cabo, los estadounidenses, incluida la clase trabajadora de Winchester, consumen muchos más recursos naturales de lo que cualquiera en su sano juicio se debería permitir, bebiendo dos litros de Pepsi Light de una jarra con la imagen de los Dulces de Hazzard, hablando sin parar por el móvil o pagando diez dólares por una horterada de sombrero que oculta unas latas de cerveza y que va provisto de unos tubos de plástico que llevan el líquido hasta la boca, maravilloso producto comprado en el Wal-Mart, que es el paraíso de las compras extrañas e innecesarias. (Por cierto, puede que el enorme éxito de Basuras-Mart sea la prueba de que los trabajadores norteamericanos no merecen cobrar un salario digno. El jurado sigue reunido para deliberar, pero las apuestas indican que en este terreno somos imbatibles). De todos modos, algo me dice que lo que mueve a Rubbermaid Corporation no es precisamente el deseo de redistribución de la riqueza mundial.

Más allá de eso, en lo que sólo puede ser visto como una contribución desinteresada al entendimiento intercultural, Rubbermaid está introduciendo en su planta industrial de Winchester un creciente número de empleados a los que algunos trabajadores anglosajones llaman «enanitos marrones» para que trabajen junto a corpulentos y rubicundos nativos. Contratados a través de alguna ETT, trabajan por menos, son desechables y expresan su gratitud porque, a la orden de «¡fuera!», desaparecen sin queja. Contra toda lógica, sin embargo, son muy pocos los empleados nativos que dejan asomar su resentimiento abiertamente. «Lo que hay que hacer es que las fábricas se queden en nuestro país y seguir siendo competitivos. Yo no tengo prejuicios. No tengo nada en contra de los mexicanos», me comentó Tom. Y otros me han dicho lo mismo. Sólo me cabe pensar que mienten descaradamente, que han sido adoctrinados por la empresa o que son tan gilipollas que apenas han aprendido a caminar. Apuesto a que la respuesta correcta es la primera.

En Rubbermaid la paga máxima asciende actualmente a quince dólares la hora, o sea unos 35.000 dólares al año, un pastón, teniendo en cuenta el promedio de la ciudad, y a pesar de que el poder adquisitivo ha caído en más de un treinta por ciento desde el día en que Rubbermaid abrió sus puertas. Olvida que esos quince pavos ya son once o menos. Olvida que el seguro de enfermedad que te sale por 250 dólares al mes, con un límite deducible de 1.200 dólares, sólo te cubre el ochenta por ciento de las facturas médicas. En Winchester nos han inculcado la gratitud a punta de pistola, así que estamos encantados con esta situación.

Estamos encantados hasta que empiezan los problemas médicos, como le pasó a Joey Cave, que hace poco se quitó por última vez las gafas de seguridad que llevaba en Rubbermaid y ahora anda cojeando cerca de mi mesa en el Royal Lunch buscando un sitio donde dejarse caer. Es cinco años menor que yo, pero tiene mucho peor aspecto. Y mi aspecto es penoso. Yo soy sobre todo gordo y feo, pero Joey lleva las marcas de todos los años que ha vivido como miembro de la clase obrera de Winchester. Se ha matado a trabajar hasta quedar inhabilitado, para acabar desangrándose por cada céntimo que se llevan los médicos y abogados. En otras palabras: es la viva imagen del veterano medio salido de una fábrica hoy en día. El año pasado se le rompieron dos discos lumbares (los L4 y L5 de toda la vida, como les pasa a los amigos trabajadores tullidos del mundo entero) y el seguro de indemnización por accidente cubrió los gastos médicos y la cirugía.

—Pero cuando los médicos me dijeron que también necesitaba un trasplante de cadera —explica Joey—, Rubbermaid soltó: ¡Ni hablar! Para ellos no tenía nada que ver con mi trabajo, así que no me cubrieron el trasplante.

—Bueno, Joey, me da que esas caderas se te han gastado en el sofá, porque era el único lugar al que llegabas puntual además de a Rubbermaid.

—Ya, esos sofás tan cutres. —Sonríe—. Acabarán con todos nosotros.

A pesar de haberse quedado sin la indispensable prótesis de cadera, Joey sigue cargando con el muerto: seis de los grandes.

—Pero, oye, me he conseguido un abogado —dice.

Oír eso me provoca cierta tristeza, porque conozco al abogado, un buitre de por aquí especializado en demandas de este tipo. Parte de esa clase media depredadora que jura no ser depredadora, este carroñero y buen demócrata se ha tropezado con el caso y llegará a un acuerdo rápido y mísero con Rubbermaid, luego apartará una cantidad considerable de la liquidación para cobrar sus honorarios y desaparecerá, dejando a Joey con un par de miles de dólares, con suerte. Pero mientras Joey espera ese «supercheque» de Rubbermaid, que igual equivale a uno o dos meses netos de su antiguo salario, debe sobrevivir con un seguro de invalidez de 480 dólares mensuales y pagar 320 de alquiler en una casa compartida. Así que si quiere pasarse por el Royal Lunch un par de noches a la semana para beber una Schlitz de dos dólares, lo tiene peor que mal. Por eso le digo: «Métete el orgullo en el culo y déjame invitarte a una. ¿Necesitas tabaco, amigo mío?».

En cierto momento mientras escribía este libro pensé que podría añadir unas gotas de jugosa autenticidad si me decidía a mover mis tristes huesos y me iba a trabajar unos turnos en Rubbermaid. En los viejos tiempos llegabas al aparcamiento, caminabas hasta la entrada y le decías al recepcionista: «Quiero ver a Joe Bones», o a quien fuera, y entonces alguien a quien probablemente conocías te entregaba unas gafas de seguridad y te señalaba el camino. Ahora es como forzar una caja fuerte. Puedo decir por experiencia que para un periodista casi es más fácil el acceso a una prisión estatal que conseguir permiso para observar cómo los trabajadores americanos fabrican fregaderos de plástico durante el turno de noche. En ambos casos empiezas echándote el farol de que trabajas para un diario importante, luego buscas a la persona indicada, y listo.

Supe por el recepcionista que la persona indicada era Joe DeZarn, director del departamento de marketing y comunicación. Evidentemente también llevaba la prensa. Por puro capricho tecleé el nombre de DeZarn en Google mientras aguardaba a que se pusiera al teléfono. Lo primero que encontré fue esta muestra de su trabajo relacionado con los contenedores de basura y plásticos de alta resistencia en el departamento correspondiente de Rubbermaid.

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