Crónicas de la América profunda (6 page)

En fin, Mary Golliday carecía de techo la primera vez que la vi aguantando de pie en una esquina bajo la lluvia de invierno: no tenía ni casa ni dientes, y todo su cuerpo era un podrido amasijo de arrugas. El encargado de una tienda infantil me llamó por teléfono para preguntarme si la Asociación de Inquilinos podía hacer algo por ella. En una muestra infrecuente de celo, el Departamento municipal de Sanidad había inhabilitado el espacio donde se alojaba Mary por graves infracciones de las ordenanzas. El propietario reaccionó echándola a la calle y llevándose todas sus pertenencias —en su mayoría chatarra de segunda mano— en un camión de carga. Se habían volatilizado los dos meses de adelanto que vaya usted a saber cómo la pobre mujer consiguió pagar en su momento. El propietario no le daba nunca un recibo.

Veinte minutos después de la llamada, Mary yo nos reunimos y rellenamos un formulario exponiendo su caso en el albergue del Ejército de Salvación, que estaba atestado de gente. Le regalé un paquete de galletas Lance de mantequilla de cacahuete, y resultó que le encantaban y las comía siempre que tenía ocasión. A continuación telefoneé al sheriff de la ciudad, que entre otras cosas se encarga de los desahucios ilegales. Según la ley, sólo el sheriff puede autorizar un desahucio. Al escuchar por teléfono la historia de Mary, el nuestro contestó: «Ah, sí, la señora Golliday. No es la primera vez que tenemos problemas con ella». Y eso fue todo.

En esta ciudad inclemente, Mary Golliday no disponía de ningún recurso. En Virginia un desahucio ilegal es un asunto civil, lo cual significa que su único recurso frente al desahucio era contratar a un abogado y llevar al propietario a los tribunales. No resultaba muy probable que eso ocurriera, dado que Mary vivía con un cheque mensual de algo más de quinientos dólares que recibía de la Seguridad Social, de los cuales cuatrocientos se le iban en el alquiler. Por otra parte, ningún abogado de la ciudad aceptaría llevar un caso de un inquilino contra un casero. Los abogados se toman sus copas con los caseros en el club de campo y obtienen considerables honorarios gestionando transacciones inmobiliarias. Se ganan muy bien la vida obstaculizando cualquier demanda judicial contra los propietarios, ya sea por parte del ayuntamiento o de un arrendatario. Yo tampoco pude ayudar a Mary Golliday, ya que la Asociación de Inquilinos no disponía de otra fuente de financiación que no fuera mi tarjeta Visa. Y aquel patético pedazo de plástico plateado ya había agotado el tope por los anteriores esfuerzos realizados en beneficio de inquilinos jodidos, deprimidos y con la imborrable marca de un sistema en el que la propiedad tiene muchos más derechos que los ciudadanos.

El caso de Mary no es nada infrecuente, como tampoco lo es que recibiera esa clase de trato por parte de las instituciones locales y los organismos públicos, que son pura fachada. Unas y otros no hacen casi nada porque el propio municipio empieza por dotarlos de fondos manifiestamente insuficientes, y porque quienes los dirigen entienden que su trabajo consiste en reducir gastos y, por lo tanto, servicios. Para que actuaran sería necesario subir los impuestos, pero Virginia es un estado que hace propaganda de sus impuestos bajos a bombo y platillo. A veces, el esfuerzo de los organismos por negar su ayuda se torna ridículo. Hace algún tiempo uno de esos organismos del sur del estado decidió que un anciano que vivía en una caravana y sobrevivía recogiendo latas de aluminio era un «empresario autónomo del sector del reciclaje», y en consecuencia no necesitaba ayuda social. En Winchester no tenemos viviendas a precios razonables y no hacemos nada por los pobres a menos que lo pague el gobierno federal. Se supone que no es preciso porque de todo eso ya se encargan las iglesias y, recientemente, otras organizaciones relacionadas también con la fe religiosa.

No hace falta rebuscar mucho para encontrar a millones de Mary Gollydays a lo ancho del país. La única diferencia es que aquí, en el Sur, cuando los individuos como Mary están en apuros, los pisoteamos, de acuerdo con el principio cristiano según el cual a la gente caída hay que darle una buena patada porque es la manera de proporcionarles un incentivo para levantarse. Después del puntapié intentarán retomar el baile cuyo ritmo marca la mano invisible del libre mercado. A menos que algún liberal con buen corazón esté dispuesto a cargarlo en su Visa, no habrá justicia alguna para las Mary Gollidays.

A estas alturas todos sabemos que la poderosa coalición liderada por Ronald Reagan fue la responsable de propinar el puntapié inicial que mandó a la calle a Mary y los de su especie (excepto aquí, en el Sur, donde para empezar rara vez les hemos dejado estar en otro sitio que no sea en la calle, porque pensamos que son simples excéntricos). ¿Recuerdan cuando se nos empezó a contar que las madres que vivían de la asistencia social eran unas ladronas que robaban al erario público y luego conducían un Cadillac? Después de treinta años, y pese al interludio de un par de gobiernos del Partido Demócrata, las cosas no han hecho más que empeorar. Sin embargo, no toda la culpa es de los republicanos. Bill Clinton estaba demasiado orgulloso de sí mismo con la firma del NAFTA y con la idea de haber creado una república de fondos de inversión para yuppies como para prestar atención a los norteamericanos que sólo tenían un trabajo normal y corriente, a pesar del modesto y folclórico suburbio donde nació (Hope, Arkansas, 1946). En realidad no debería decir que «todos» sabemos cómo terminó toda esta gente de patitas en la calle, porque ninguno de nosotros ha llegado a ser lo que fue Mary después del desahucio: una persona desaparecida. Y seguirá desaparecida hasta que el próximo ejemplar sanguinario de prensa amarilla vuelva a hacerla aparecer ante los ojos de la sociedad. Y lo único que ella esperaba de la vida era saborear unas galletas Lance de mantequilla de cacahuete y quedarse mirando la tele sumergida en su hedionda felicidad.

La miseria en la que viven personas como Mary Golliday es en buena parte el resultado de las políticas estatales, pero también consecuencia del conflicto de clases que se vive en el plano local. El problema es que sólo una de las partes comprende que existe un conflicto de clases, la parte de los que reciben las patadas en el culo. Para éstos, es como estar atado dentro de un saco de arpillera tratando de adivinar quién te está sacudiendo con un bate de béisbol. Por supuesto que aquí en el Royal Lunch nadie ha oído hablar de «lucha de clases». Y, sin duda, el trabajador medio de la construcción que frecuenta esta taberna no llega a comprender que el multimillonario constructor para el que trabaja, cosa por la que le está enormemente agradecido, es uno de los que aporrean el saco de arpillera.

Esto otorga al bloque neoconservador una ventaja diabólica a la hora de diseñar proyectos de ley y tácticas legislativas que permiten atracar legalmente a la clase trabajadora. Para llevarlo a cabo, los capos de las grandes empresas que son los amos del Congreso utilizan esta institución para facilitar el aplastamiento de los pobres de lugares como Winchester por parte de los empresarios locales. Los empresarios locales y regionales que controlan los gobiernos de ciudades, municipios y condados tienen el poder y la posibilidad de realizar esa clase de atracos legales. Son esos veinte millones de propietarios de pequeños negocios de este país a los que Reagan llamaba «la columna vertebral de la república», gente a la que debemos admirar, según las páginas de todos los periódicos en América.

Como muchos provincianos, yo empecé admirando al pequeño empresario independiente. En mi adolescencia trabajaba en una zapatería del centro y pensaba que era el trabajo más guay del mundo, y disfrutaba entrando y saliendo de la tienda con mi chaqueta azul de uniforme y mis mocasines, atendiendo a las chicas, peinándome cada cinco minutos. Y miraba fascinado al dueño, Riley Walker, un gigante cascarrabias, primogénito de un jugador de póquer que ejercía su oficio en el ferrocarril y que nunca se recuperó de la Gran Depresión, un tipo que odiaba a los negros y al que tampoco le gustaban sus empleados. En cierta ocasión me dio la tarde libre, a regañadientes, para que asistiera a mi boda al más puro estilo
tubite trash
al otro lado de la frontera, en Williamsport, Maryland, el lugar más próximo en el que una parejita de adolescentes pardillos podía casarse legalmente. Aquel viejo reptil de mi jefe se llevaba todos los premios al ciudadano modelo que entregaba la presuntuosa colectividad del Rotary Club. Acariciaba la pierna rolliza de cualquier matrona adinerada que pudiera soltar cincuenta dólares por un par de Naturalizers, y en aquellos tiempos eso era mucha pasta por unos zapatos de mujer. No dejaba entrar a los negros, escondía la barriga, sonreía a las ancianas y de paso se forraba apropiándose de todos los bienes raíces que quedaban a su alcance. Al final Riley Walker llegó a ser el promotor inmobiliario más sobresaliente de su época; su hijo y su nieto se encargaron de que la empresa creciera aún más. Por aquel entonces, al igual que ocurre ahora en ciudades como ésta, la mayoría de los ricos amasaban su fortuna con los bienes raíces, ya que por lo menos desde los tiempos de la guerra civil el suelo era casi lo único con lo que se podía ganar pasta de verdad; bueno, con eso y con la mano de obra barata.

El mayor orgullo público de Walker, sin embargo, fue traer a la ciudad un colegio universitario presbiteriano radicado hasta entonces en el sur del estado y cuya fama estaba en franca decadencia —ganando de paso un dineral en todas y cada una de las fases del proceso—, lo cual le permitió convertirse en el padre de la educación superior de nuestra comunidad. Su legado es un colegio universitario de derechas muy sobrevalorado que ahora está catalogado como «universidad» por el simple hecho de albergar un departamento de historia sureña de tendencia revisionista y una escuela de negocios bautizada con el nombre de Harry Flood Byrd, el fundador del más importante movimiento de masas del estado de Virginia contra la supresión del segregacionismo en las escuelas. El nombre de Walker está por doquier: en edificios, calles peatonales y demás, y varias elegantes avenidas de las urbanizaciones de lujo llevan los ridículos nombres de pila de sus hijos. Es uno de los santos patrones de la comunidad empresarial. La pequeña coalición de compañías familiares del Sur que, siguiendo la tradición, han gobernado nuestra república bananera desde el Valle de Shenandoah, siguen prolongando esta orgullosa costumbre. Hoy en día se forran gracias a la febril sobreurbanización y dejan a los contribuyentes tirados en medio de los atascos del tráfico y cargando con el muerto de la falta de nuevas escuelas que habría que haber construido al ritmo del crecimiento demográfico. Es el mismo panorama que uno encuentra en Misuri, Oregón, Iowa o California, a lo largo y ancho de este país.

Sin embargo, los peligrosos de verdad son los particulares que tratan de engrosar su tajada a costa de quien sea y en el nivel local. No estoy hablando del peluquero o del salón de belleza con un solo secador, ni del dueño de la charcutería de mi calle. Me refiero a los agentes inmobiliarios, los abogados e intermediarios dispuestos a cualquier cosa mientras sirva para cargarse las normas urbanísticas, destruir los sindicatos y todo lo que en general conduzca a mantener los salarios bajos y los alquileres altos, y deshacerse de los
white trash,
de los liberales y de los «afroides» (tal como los llama un promotor carca de la zona). Este grupo de profesionales y semiprofesionales de la derecha son unos segundones que se mueren de ganas de jugar algún día en primera división. En su carrera por ascender en el escalafón te arrancarán los ojos, te pisarán la cabeza y mearán sobre los de abajo a cada paso.

Al mismo tiempo son unos imbéciles integrales. Como ese comerciante de la ciudad que regresó de un viaje por Europa y, sabiendo que soy un repugnante progre a machamartillo, me trajo un ejemplar de un periódico socialista. Me lo entregó como si estuviera de guasa y me dijo: «Tío, ¿te puedes creer que allá permiten que se venda eso? Menos mal que en nuestro país hay leyes que prohíben toda esta mierda». Le recordé que el partido socialista es probablemente el partido político más numeroso del mundo. «¡Y un huevo!», repuso. De modo que le pregunté: «¿Y cuál demonios crees que es el partido más numeroso?». «¡El Partido Republicano!, ¿no te jode? Somos el único país con partidos políticos de verdad». Pues bien, este tipo tiene un máster en administración de empresas que se sacó en una universidad del Sur, ocupa un cargo político y ejerce cierta influencia en los asuntos públicos de la ciudad. Son gentuza como él los que les pisan el cuello a millones de trabajadores pobres.

Mi padre murió con algunas de esas marcas de tacón en el cuello. Trabajó para un pequeño comerciante encargándose de una gasolinera con taller de reparación desde finales de los cincuenta hasta finales de los sesenta. Estaba orgulloso de su trabajo y de lo bien que se le daba. Hacía jornadas de doce horas seis días a la semana tumbado de espaldas debajo de los coches, limpiando el foso grasiento, echando gasolina y alimentándose a base de sándwiches de mortadela. Nunca bebía. No podía permitírselo, y además temía el castigo que el Dios de los fundamentalistas les tiene reservado a los bebedores. Si robabas te daba unos azotes en el trasero, pero si te portabas bien te llevaba a pasar la noche pescando en el río Shenandoah. Papá creía que Jimmy Hoffa era la confirmación de que todos los sindicatos son corruptos. Por la noche, cuando salía de trabajar, le gustaba sentarse en el sofá y comer helado directamente del bote. A veces yo bajaba las escaleras en pijama y, sin hacer ruido, me acurrucaba junto a él y veíamos juntos
La ley del revólver.
Sufrió el primer infarto hacia el final de la treintena y se pasó el resto de la vida endeudado con los médicos y los hospitales. Hasta que ya muy tarde acudió a la Seguridad Social, jamás había tenido un seguro médico. Los pequeños hombres de negocios para los que trabajó se enriquecieron gracias a los esfuerzos incansables de mi padre por ganar clientes y amigos, y porque se esmeraba en hacer su trabajo a la perfección, y todo por 45 dólares a la semana. Era el año 1962. Él creía en el sistema y asumía los apuros que pasaba como fracasos personales. Los viejos zánganos del Royal Lunch le recuerdan con cariño, y muchos de ellos asistieron a su funeral; ésa es una de las razones por las que vengo a este bar. Mi viejo tuvo un funeral de la hostia, el más concurrido de todos los que se celebraron en su iglesia. Y supongo que eso significa que le querían. Eso espero. Porque al fin y al cabo es lo único que consiguió en su paso por este mundo. Que yo sepa, creyó siempre que los pequeños negociantes que le apretaron las tuercas durante toda su vida eran verdaderos amigos. Y es que estaba convencido de que la gente que se montaba un negocio en cierto modo era más lista, estaba más preparada y era más competente que él, y la prueba era su éxito.

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