Crónicas de la América profunda (2 page)

Nacer en una familia de la clase baja en la América trabajadora nos lleva a algunos de nosotros —probablemente a la mayoría— a tener conciencia de clase toda la vida. Por esta razón, buena parte de este libro trata sobre las clases en América, especialmente la clase en la que nací, ese último tercio de los norteamericanos que conforman la clase trabajadora pobre no reconocida como tal: ciudadanos conservadores, políticamente desinformados e indiferentes, y patriotas en perjuicio propio.

No es que en este momento yo siga siendo pobre. Después de un largo viaje por caminos tortuosos, de los años transcurridos desde que me fui de Winchester, pobre como una rata y cateto a más no poder, hasta que regresé a la edad de cincuenta y tres años, he alcanzado un modesto éxito como editor y periodista, y ahora casi soy un miembro de la clase media y uno de esos liberales de los que me burlo con frecuencia. Pero las raíces de una persona no desaparecen porque haya conseguido cruzar por los pelos la línea divisoria entre las clases, esas fronteras que según el gran cuento nacional americano no existen. Y lo que veo es que mi gente, los trabajadores del viejo vecindario —pese a que han adquirido más electrodomésticos y coches más modernos—, están peor que cuando me fui, en lo que se refiere tanto a su calidad de vida como a su estabilidad.

Y luego están los que han ido engrosando las masas de la clase indigente, que no para de crecer en América. Los ves por todas partes.

Sin ir más lejos, me encuentro en la cola de la caja de una de las cadenas de supermercados más cutres, Food Lion, observando al tipo que está delante de mí, Eddie Coynes, que recibe el cambio con los dedos manchados de nicotina y se guarda los billetes arrugados en el bolsillo de la pechera de su camisa. Su mujer le está contando a la dependienta que su iglesia hizo una colecta para comprarles a Eddie y a ella una camioneta de segunda mano después de que les embargaran la anterior: «Necesita un neumático de recambio, pero ya se nos ocurrirá algo».

«¡Alabado sea el Señor!», exclama la dependienta, como si el Señor se hubiera aparecido con un grupo de cinco músicos para hacerles entrega personalmente de esa camioneta Toyota de 1990. Es evidente que todos ellos son cristianos renacidos. La mujer recoge sus compras —un pack de Pepsi Light y una caja de bizcochos Little Debbies— y se dirige a la puerta.

Detrás de mí hay otros cuatro o cinco clientes que podrían ser sus dobles: todos ellos obesos, con los dientes careados, ropa barata y pinta de que les hayan pegado un tiro y fallado por poco, y de que se les hayan cagado encima y dado de lleno, cada cual con su colección de problemas legales, sanitarios y económicos. Estoy seguro. Los conozco. Sé muy bien cuál de ellos no consigue que lo contraten a tiempo completo en la fábrica, y cuál es la mujer cuyo hijo tiene «un problema con las drogas», por decirlo con sus palabras, y lo despidieron por estar enganchado a la oxicodona, la heroína de los pobres. Las cosas no le van mucho mejor a la cajera. La he visto hacer sus compras con cupones alimentarios nada más acabar su turno. Todos ellos han trabajado toda su vida, y en los últimos veinticinco años han ido perdiendo terreno en relación con la media del país. El veinte por ciento de los vecinos de Winchester que realmente pueden considerarse de clase media realiza sus compras en un lugar un poco más selecto, en Martin's, y no en este extremo de la ciudad, donde no podrían encontrar un aguacate o un puerro, un pan integral o una baguette, ni siquiera una agua mineral con gas.

Cuando los ciudadanos de clase media de Winchester o de las nuevas zonas periféricas de Estados Unidos —más o menos el veinte por ciento de los americanos cuyas vidas son las que más se asemejan al modelo de clase media— se cruzan en su camino con estos luchadores de clase obrera, a menudo no los reconocen como luchadores. Ese viejo sabio que viste un chaleco naranja y sonríe a los clientes en la sección de tuberías de Home Depot, el que sabe todo lo que se puede saber sobre fontanería, anda cojeando por ahí con sus rodillas artrósicas a los sesenta y siete años, y si funciona es porque le han metido unos cuantos injertos óseos tras toda una vida como empleado de la construcción. Ahora trabaja exclusivamente para cubrir los gastos de los medicamentos que toma para el corazón y para cubrir el seguro sanitario privado que necesita si no quiere que las facturas del hospital le hagan perder la desvencijada casa de una planta que él y su mujer compraron en 1964, la misma que ahora se encuentra en un barrio tan chungo que sólo un agente especialista en barrios depauperados le ofrecería algo por ella, aunque no mucho. Como otros muchos ciudadanos, hace veinticinco años que va perdiendo terreno.

Si le hubiera tocado llevar esa vida de trabajo duro y fuese de los que prefieren cualquier cosa antes que recibir una limosna del Estado, usted también sería conservador. No me refiero a un
neocon
de mirada asesina. Quiero decir que sería tan cauteloso y reaccionario como para votar al hombre que parece suficientemente firme para mantener los precios de la vivienda en alza, acabar con los enemigos invisibles que acechan desde el extranjero y darle a Dios la palabra en lo relativo a la política interior. El problema es que ni los ancianos que compran en Home Depot ni ninguno de los demás vivimos ni trabajamos en 1956, ni podemos votar a Eisenhower.

Para la clase media y para los políticos, la gente como el hombre del chaleco naranja pertenecen a la llamada «clase obrera tradicional». Veteranos que, al regresar de la guerra de Corea, construyeron por toda América aquellas casitas de cien metros cuadrados y estilo Cabo Cod de imitación revestido de aluminio. Ahora ninguno de estos trabajadores, ni los viejos ni los jóvenes —en su mayoría blancos y con apenas un diploma de la escuela secundaria—, pertenece a clase alguna (a excepción de los que son vistos como lo peor de lo peor, que sí tienen nombre:
white trash,
«basura blanca»). Son familias formadas por dos cónyuges y dos hijos que en 2005 todavía intentaban ganar más de 35.000 dólares al año y que aún constituyen el 24% de los trabajadores estadounidenses, 35 millones de personas como mínimo, según los cálculos del propio gobierno.

En Estados Unidos, ser pobre o simplemente estar cerca de la pobreza siendo blanco constituye una paradoja. Se supone que los blancos, especialmente los hombres, poseen una ventaja que explotan sin piedad. Sin embargo, un poco más del cincuenta por ciento de los pobres norteamericanos son blancos. De hecho, los blancos pobres superan en número a todas las minorías pobres juntas. La pobreza de los negros se extiende a la mayor parte de la sociedad negra, eso está claro. Pero no impide que haya diecinueve millones de pobres y trabajadores pobres blancos, una cantidad que sigue en aumento. (Por cierto, la mayoría de los pobres trabajan. Cerca de la mitad consiguen un empleo durante al menos seis meses al año; las ayudas estatales sólo dan cuenta de una cuarta parte de los ingresos anuales de los americanos pobres. Y, dicho esto, bien podría ser que la distinción entre pobres y trabajadores pobres no sea más que una absurda distinción moral que viene determinada por la ética protestante respecto al trabajo. El pobre es pobre, tenga o no que trabajar para sobrellevar su miseria). De hecho, a día de hoy, según los datos de la Oficina del Censo, los blancos pobres son el único grupo que sigue creciendo en números absolutos y empobreciéndose cada vez más. Todos los demás grupos están estancados, a pesar de que la Administración Bush se pavonee respecto a los cambios relativos.

Aun así pervive el mito del poder de la piel blanca, como también la creencia sobreentendida de que si una persona blanca no triunfa es por culpa de la pereza. Pero al igual que los habitantes de los guetos latinos y negros, los blancos pobres y trabajadores viven en un orden social sin salida donde el fracaso está casi garantizado.

Incluso los liberales educados y biempensantes lo tienen difícil con el asunto de la población blanca de pobres y semipobres. Si admiten el fenómeno, por lo general no aciertan en la comprensión de su escala. Si reconocen su escala real, a menudo son objeto de burla por parte de las minorías que integran los movimientos antipobreza. Los fondos disponibles para la lucha contra la pobreza son celosamente acaparados por los grupos que los reciben; no quieren que esos fondos se repartan entre más gente aún. ¿Alguien puede culparlos? Pero en relación con la pobreza, ¿acaso a los blancos pobres les va mucho mejor que a los negros? Y ¿el hecho de que la mayoría de los ricachones sean blancos ayuda a los blancos pobres más de lo que ayuda a los negros pobres el hecho de que la mayoría de raperos millonarios sean negros? No importa que los defensores de las minorías afirmen que el «índice de pobreza» (esa ridícula pauta federal sobre los ingresos inferiores al salario mínimo) de los negros haya caído al ocho por ciento, o que el índice de pobreza de los blancos sea de un veinticuatro por ciento. Todo eso importa una mierda, porque la cuestión es que sigue habiendo enormes cantidades de personas que pasan grandes apuros, y todas las estadísticas sobre la pobreza a cargo de los investigadores universitarios no les sirven de nada.

Sin embargo, el acceso universal a una educación decente podría mejorar a largo plazo las vidas de millones de personas, sobre todo teniendo en cuenta que muchos de los peores aspectos de la pobreza son el resultado del vacío intelectual y la brutalidad del entorno. Recuerdo a mi padre echándome la bronca por leer libros de arte con desnudos de Rubens en la portada. Para él eran sólo «guarradas». Y recuerdo que mi madre me preguntó si era maricón porque me pasé un día entero dibujando al carboncillo el
David
de Miguel Ángel. La apatía intelectual es algo que marca a familias enteras durante generaciones.

Mi padre era un trabajador con estudios primarios, al igual que mi madre, que trabajaba en fábricas de tejidos y talleres de confección. Mientras viví con ellos nunca pensé en ir a la universidad, hasta que finalmente, unos años después de largarme, en su último impulso, la «gran sociedad» de Lyndon Johnson dio un espaldarazo a los de mi origen y mi generación. Se trata sencillamente de una cuestión de clase. Si tu viejo abandonó la escuela y alquiló el trasero por cuatro perras y jamás leyó un libro, y tu madre trabaja de camarera, no vas a tener muchas posibilidades de llegar a presidente de Estados Unidos, diga lo que diga tu profesor. Te pasarás la vida ganando ocho dólares por hora en una cadena de montaje, suplicando que te dejen hacer horas extras para poder pagar la factura de la calefacción. Y acabarán enfrentándote a tus compañeros de faena y a un centenar de nuevos inmigrantes del otro lado de la ciudad en defensa de ese puesto de trabajo. Y vas a llegar a la inevitable conclusión de que cada hombre debe salvar su propio pellejo. La solidaridad puede irse a freír espárragos. Los ocho dólares son lo primero.

Al mismo tiempo, si crees en el cuento chino nacional, asegurarás que todos estos trabajadores anónimos que compiten contigo forman parte de la gran clase media americana. Pero lo cierto es que somos un país de clase obrera. Si entendemos por «ser de clase obrera» el simple hecho de no tener un título universitario, por lo menos las tres cuartas partes de los americanos lo son.

Sin embargo, la «clase» no se define en función de los ingresos o los títulos, sino del poder. Sobre todo en relación con el trabajo. Si entiendes que ser de clase obrera consiste en el hecho de tener poder —los jefes lo tienen y los trabajadores no—, por lo menos un sesenta por ciento de la población estadounidense es de clase obrera, y la verdadera clase media —periodistas, profesionales y semiprofesionales, directivos, etcétera— no supera un tercio de la población, en el mejor de los casos. Dejando a un lado los números, la «clase obrera» bien podría definirse en estos términos: eres obrero si careces de cualquier control sobre tu trabajo. No decides cuándo trabajas, ni cuánto cobras, ni cuál es el ritmo de trabajo, o si te quedarás en la calle a la primera caída de la Bolsa. Ser de «clase obrera» no tiene nada que ver con el color de tu piel, ni mucho menos con los ingresos, como cree la mayoría, y en muchos casos tampoco lo tiene con el hecho de ser autónomo. En estos tiempos, la clase obrera está compuesta por camioneros, cajeros, electricistas, enfermeros y todo tipo de gente condicionada por el sistema para no pensar jamás en sí mismos como miembros de la clase obrera. Las líneas fronterizas no están claramente trazadas, por lo cual persiste la ilusión de la existencia de una clase media mayoritaria.

Sólo conozco a una persona que intenta hacerles comprender esto a los americanos. Michael Zweig, economista, escritor y activista de la Universidad Stony Brook, en el estado de Nueva York. Según Zweig, un camionero que tiene su propio camión puede o podría pertenecer a la clase media, pero un camionero que trabaja para una compañía naviera es de clase obrera. Un electricista autónomo que trabaja por contrata para una constructora no es un empresario ni un pequeño empresario: es un trabajador especializado al que las constructoras se niegan a contratar porque no quieren correr con los gastos de la Seguridad Social, la indemnización por accidente o el seguro médico. En lugar de eso, firman con él la contratación de un servicio, y el trabajador asume esos gastos y recibe órdenes de un encargado y se suma a la farsa pensando que es uno de los pequeños empresarios americanos pertenecientes a ese sector dinámico y en constante crecimiento formado por los «emprendedores». Por otra parte, nos recuerda Zweig, incluso los médicos y los catedráticos están cediendo el poder de decisión sobre su «jornada laboral» (aunque por un billete de los grandes al día la mayoría de nosotros cederíamos encantados un poquito de poder) a las sociedades médicas y los consejos directivos universitarios, y el proceso de «vaciado de la clase media» promete engrosar aún más las filas de la clase obrera y seguir empobreciendo a la gente trabajadora. Es fácil imaginar a los profesores haciendo huelga cuando son forzados a dar más clases, pero nuestro electricista autónomo que trabaja por contrata no va a oponer resistencia, no lo hará teniendo en cuenta que carga con una Mastercard con un saldo pendiente de 3.000 dólares en Home Depot a cuenta de las herramientas, los repuestos y el material para la siguiente obra.

En cualquier caso, ¿quién se ofrecería a apoyarle si se rebelara? Algo que por otra parte no sabría cómo hacer. Desde mi propia experiencia sindicando a trabajadores de la prensa y repartidores de periódicos, sé que eso requiere de alguien externo, experimentado, de izquierdas y con estudios que se ocupe de organizar sindicalmente a los trabajadores en las regiones antisindicalistas de este país, aunque sólo sea para tener la capacidad de navegar por el complejo mar de leyes americanas cuyo único propósito es desbaratar la labor sindical. Pero estas personas —«agitadores», como se los suele llamar— traen consigo otra cosa: se traen a ellos mismos como modelos de liderazgo. Y, con suerte, si son buenos en lo que hacen, aportan todo su potencial.

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