Crónicas de la América profunda (7 page)

¿Cómo demonios se nos ocurrió a los norteamericanos que una panda de vendedores de conservas, gasolineros minoristas y chorizos inmobiliarios con oficina en el centro eran el pilar de nuestra democracia y el indicador de lo que es bueno para este país? Bien, no se nos ocurrió a nosotros, desde luego. Fue idea de los vendedores de conservas y de los políticos y de las grandes empresas que son propietarias del Congreso. Una vez que se descubrió que estos pequeños negocios explotaobreros eran un magnífico generador de empleos mal pagados, sin afiliación sindical, desechables, a tiempo parcial y sin asegurar, y que cualquier mierda de trabajo vale como cualquier otro a fines estadísticos (incluso un empleo consistente en echar veinticuatro horas a la semana cortando con una sierra los cadáveres hinchados de cerdas preñadas para sacarlas a trozos de las jaulas de madera en las que supuestamente tenían que parir, un trabajo que de hecho desempeñé yo durante un par de meses), sus dueños pasaron a ser vistos como poderosos motores de reducción del paro. ¡El corazón vivo que hace latir nuestra economía! Y ahora Wall Street sube y sube a velocidad de vértigo ante las noticias de que las empresas despiden a gente a miles, mientras todos los demás cantamos a coro: «¡Ay ho, ay ho! ¡Vamos a trabajar!», mientras nos dirigimos risueños a la franquicia local de Tyson Foods, donde apuñalaremos pavos durante horas con alegría y cobrando justito el salario mínimo al lado del salvadoreño que no deja de vigilar por si somos una amenaza para su puesto de trabajo.

A pesar de la globalización, los dueños de las pequeñas y medianas empresas son los que controlan el núcleo del país. Muchas de esas ciudades pintorescas que vemos pasar por la ventanilla desde la carretera interestatal son pequeños feudos gobernados por redes locales de familias adineradas, banqueros, constructores, abogados y comerciantes. Es la cara de la vida real que no alcanzamos a captar ni desde la carretera ni desde la habitación del hotel Marriott, y que seguramente no aparece en los folletos turísticos que promocionan el
Winchester's Apple Blossom Festival
o el
Oktoberfest
en las ciudades del Medio Oeste. Entre los intereses de estas provincias prósperas y conservadoras figura el mantener el estado feudal a costa de impuestos bajos, una normativa local escasa o inexistente, ausencia de sindicatos, un sistema escolar de bajo coste y una cámara de comercio en comunicación rápida y directa con el Senado estatal. Al mismo tiempo, esas gentes controlan a la mayoría de los cargos electos y gobiernos municipales. Parece lo más natural que los dueños de estas pequeñas empresas, después de varias generaciones adulterando productos y vendiendo gato por liebre, lleguen a la conclusión de que en Estados Unidos sólo se trata de hacer dinero rápido. «Que se joda el paisaje del puto riachuelo de postal y que se jodan todos esos fanáticos ecologistas. ¡Van a darme la franquicia para abrir un Outback Steakhouse! ¡Venga cemento, nena!».

Los miembros de la clase empresarial, esa legión de listillos del Rotary Club, son vitales para el buen funcionamiento de la maquinaria empresarial y política norteamericanas. El timo institucionalizado que sufre la clase obrera por parte de las grandes empresas encuentra su paralelo firme y seguro en este otro nivel, básico y popular, y consigue un inestimable apoyo entre ellos, siempre dispuestos a impedir cualquier incremento en el salario mínimo o a frenar todo cambio del sistema impositivo que pueda ser ni remotamente justo. Como parte integrante de los gobiernos locales, esta banda de
kiwanis
y rotarios disfruta de excelentes contactos. Son ellos los que consiguen la recalificación de un terreno de cuarenta hectáreas para edificar un Wal-Mart, o la financiación con dinero de los contribuyentes para el alcantarillado que necesita ese barrio de dos mil viviendas unifamiliares para millonarios. Cuando los grandes negocios necesitan que alguien agilice las cosas en el nivel local, estos amigos y sus abogados pueden resucitar a los muertos o conseguir que los ciegos recuperen la vista. Son un regalo de Dios para las grandes compañías antisindicalistas y las fábricas contaminantes que andan en busca de un río puro donde mear cadmio en grandes dosis. Ahí aparecen los seguidores de la derechona de toda la vida. Unos tíos tan de derechas que hasta se niegan a comer el ala izquierda de los pollos.

Sin embargo, en el mundo de la clase empresarial encontramos gente que está incluso más a la derecha y que resulta aún más peligrosa: los grandes industriales fracasados. Los aspirantes a millonarios. ¡Y pensar que hay quien se mete con la ira descaminada de los obreros! Hablo de ese tipo que está sentado a un extremo de la mesa y se pone a parir porque nadie le pasa la salsa. Me refiero a Buck, oyente de las tertulias radiofónicas más reaccionarias, que se pasa por el Royal Lunch cuando necesita contratar a un carpintero o un pintor de brocha gorda, algún desprevenido que no esté al tanto de que a Buck es más fácil arrancarle los dientes que la paga. Buck se dedica a la venta de bienes inmuebles en este mercado saturado de intermediarios. El cree en el sueño americano, al menos en la versión que a él le gusta, es decir, un sueño en forma de dinero y nada más que dinero. Quiere un Jaguar, una mansión y una rubia tontorrona con unas tetas como balones de baloncesto. Con cuarenta y nueve años, y divorciado, todavía piensa que la vida consiste en eso y está convencido de que, si se lo curra, algún día será suyo. Un deportivo, un Rolex, una supermansión, la releche.

En cualquier otra época, Buck habría podido ganar la partida. Pero no lo ha logrado. En los tiempos que corren el curso del dinero se desvía mucho antes de que él se entere, absorbido por los millonarios del petróleo apadrinados por Bush y los nuevos peces gordos de las finanzas. Así que, a diferencia del constructor Mifflin Cooper, nuestro amigo común que nació con un pan debajo del brazo, Buck no consigue hacerse sitio en el abrevadero. Ni tiene la riqueza ancestral de la familia Byrd, dueña de todos nuestros periódicos locales y regionales, ni pinta nada en la familia Lewis, dueña de la emisora de radio que emite las tertulias de los conservadores. Y cuando por fin logra darse cuenta de que, aunque se haya pasado la vida besándole el culo a esta gente, él nunca conseguirá formar parte de los superprivilegiados, Buck se vuelve una mala bestia que culpa al mundo de su mala fortuna. El tenía lo que hay que tener para ser rico y se lo merecía, de modo que ha de echarle la culpa a alguien. A los gorrones que viven de la asistencia social; seguro que son ellos. La culpa es de todos los impuestos destinados a los programas sociales para las minorías, el dinero que va a parar a los negros y los mexicanos. La culpa es de los liberales, con su manía de crear impuestos y gastar lo recaudado en estupideces. La culpa es de que hay «demasiado gobierno», que es sinónimo de ineficacia. Sólo se libran de la culpa las élites de ricachones porque, ¡maldita sea!, lo que mi amigo Buck quiere es, precisamente, llegar a ser uno de ellos.

Dudo que Buck haya echado alguna vez un vistazo a los presupuestos federales para ver qué porcentaje de sus impuestos —un cuatro por ciento como mucho— se destina a lo que él llama «programas socialistas». Y seguro que nunca cuestiona que un cuarto de dólar del impuesto sobre la renta se utilice para el pago de los intereses de los opulentos titulares de bonos del Estado. Nunca cuestiona el coste de los portaaviones nucleares, aviones espía ni el del envío de tropas a lugares remotos para reforzar el imperio americano. Ese imperio, de hecho, es algo de lo que siente orgulloso.

Seguramente Buck está más que dispuesto a permitir que los corredores de bonos y los banqueros que invierten en Wall Street saboreen delante de sus narices los frutos del trabajo del propio Buck. Al fin y al cabo eso es lo que a él le gustaría: llevarse una mayor tajada del pastel. Sin embargo, los pequeños empresarios reales lo están pasando bastante mal, lo cual no impide que todos y cada uno de los carpinteros, fontaneros y electricistas de esta ciudad sueñen con tener una empresa propia en lugar de trabajar como autónomos para los grandes constructores, que de este modo se libran de pagar las prestaciones sociales. Todos los carpinteros y electricistas que se encuentran esta noche en el Royal Lunch son autónomos víctimas de la gran estafa de los grandes constructores, que aplican sistemáticamente la idea de subcontratar al personal de las obras para de este modo ahorrarse el dinero de la Seguridad Social, las indemnizaciones en caso de accidente y demás. El resultado de esta política son estas contratas de trabajadores individuales no asegurados, los cuales a su vez contratan a algún borracho «empleado» o pagan en negro a un familiar para que eche una mano levantando los materiales más pesados.

A fin de asegurarse de que el pequeño autónomo no se convierta en una amenaza, el gobierno actual ha vuelto a recortar los fondos destinados a la Administración de Microempresas, por la sencilla razón de que los auténticos empresarios que se llaman a sí mismos «pequeños empresarios» no son para nada pequeños sino que, como ya he dicho, constituyen una serie de grupos de empresas muy potentes que actúan en los niveles local y regional. A ellos sí que los cuidan. Al fin y al cabo, estos grupos de empresarios donan mucho dinero para las campañas electorales. Los políticos conocen las reglas: sé listo y baila con los que te llevarán al trono. ¿Para qué tirar el dinero en un préstamo a Raynetta Jackson, que a trancas y barrancas logró criar a sus seis hijos y ahora quiere abrir una guardería? ¿Para qué darle una oportunidad a Bobby Jenkins, que se sentiría capaz de montar el mejor taller de chapa y pintura de la ciudad si tuviese algo de dinero para empezar? En lugar de eso, dile a Raynetta que los liberales van a incitar a todos sus nietos a que lleven condones a la escuela, y dile a Bobby que como no se ande con ojo habrá una coalición urbana (donde «urbana» es una palabra en clave para referirse a los afroamericanos) que pretende quitarle a su padre esa escopeta de caza que es la reliquia de la familia. Siempre funciona.

En fin, basta ya de reflexiones de borracho. Falta una hora para que cierren, y si hay una norma de cortesía que acato en esta vida es la de nunca ser el último parroquiano que abandona el bar. Sólo he tardado cuarenta años en aprenderlo. Así que pago y me dirijo hacia la puerta, cuando Carol, la camarera, me grita: «¡Coge un taxi, Bageant!». Y que lo digas, maldita sea, ¡ya lo creo que cogeré un taxi! Esta ciudad tiene leyes que regulan la embriaguez en la vía pública y un montón de policías cristianos renacidos que sienten una enorme y orgullosa satisfacción cuando se les presenta la oportunidad de hacerlas cumplir. Humildes servidores del orden público que te empujarán contra el coche patrulla, y bastará con que te entre la risa tonta para que se diviertan pateándote las rótulas. Y al día siguiente saldrás en la prensa local en la sección de noticias de orden público y juzgados. No, gracias.

Afortunadamente, la empresa de taxis de la ciudad —«Paria Taxi», así es como la llamamos, ya que los conductores son ex alcohólicos y residentes en centros de reinserción social— se halla justo al lado del Royal Lunch. Así que uno cruza la puerta y hace un gesto con la mano a los taxistas que están a la espera de un pasajero. Por lo general conocemos al taxista o fuimos a la escuela con algún familiar suyo. Y por el apellido que figura en el registro que llevan en la visera siempre sabemos que el taxista es uno de los nuestros: un compañero, un eslabón en la cadena de trabajadores corrientes de esta ciudad que nació hace dos siglos. Es una sensación agradable y familiar. A veces esta simbiosis entre los borrachos desinhibidos del Royal Lunch y los borrachos inhibidos de la parada de taxis parece ser lo único que funciona de maravilla en este lugar.

Mientras tanto, te llega débil la voz de Dottie y alcanzas a oír desde la calle:
I'm crazeeeeeee, crazy for feeling so lonely, crazy, crazy for feelin ’ so blue.
Y esas últimas notas se deslizan como un pañuelo de seda que cae por una escalera en lo más profundo de nuestros corazones. No hay nada más humano que la manera en que todos —el taxista, Dot, yo mismo— tomamos del otro lo que necesitamos, ese instante próximo a la medianoche en el que compartimos los fantasmas de esta vieja ciudad.

2
REPUBLICANOS POR DEFECTO
Miedo y orgullo en la era de las subcontrataciones

En el muelle de carga de Rubbermaid el personal chilla hoy como una familia de macacos con el culo al aire, apoyados en los palés y riendo hasta casi asfixiarse. Junie Reese se ha comprado un alargador de pene. Llegó por correo postal a su nombre. La ilustración y el texto que venía escrito en la caja lo explicaban todo: «¡Ínflelo y manténgase en forma! Este poderoso alargador de máxima calidad contiene un cilindro de 30 centímetros, una bomba para inflar y desinflar, y una manga de ultrasucción de 45 centímetros. Consiga una impresionante superpotencia con la bomba manual y use la válvula para liberar fácilmente la presión. Aplicando el efecto vibrador de múltiples velocidades, obtendrá un placer colosal».

«Veamos qué haces con ese artilugio, tío».

Junie es el trabajador más aborrecido en el muelle y un lameculos de la empresa, siempre listo para delatar a sus compañeros al supervisor. Esta noche está recibiendo parte de su merecido. Alguien se ha vengado enviándole por correo la caja del alargador de pene (una caja vacía, porque ni siquiera contiene el kit, sólo un texto obsceno). A sus treinta y cinco años, de cara y cabello rubicundos, Junie Reese lleva escrito en todo su cuerpo que es un cruce de varios perros callejeros americanos. En el dorso de la mano izquierda luce un tatuaje casero algo borroso. (¿Qué se supone que es eso, Junie?, ¿un cuchillo, una espada, una cruz? ¿Una jota de Junie? ¡Una jota mal hecha, tío!) Pues sí. El tipo es un genuino soplapollas sodomizado de la vieja escuela y una auténtica puta de empresa.

A modo de réplica, Junie empieza a dar patadones en el suelo y a sacar pecho frente a sus torturadores. Luego, cuando parece que ya ha pasado lo peor, lo llaman para que se presente en el despacho. «Señor Reese, no podemos tolerar semejante alboroto durante la jornada laboral. De modo que voy a tener que pedirle que no reciba más envíos personales en el trabajo. Está prohibido que le lleguen más paquetes a su nombre a la sala de correo de Rubbermaid. ¿Le ha quedado claro?». Junie explica que le han jugado una mala pasada. El supervisor contesta: «Y a mí qué, voy a tener que tomar nota, y sepa que mi advertencia sigue en pie». Junie murmura un «sí, señor», asiente con la cabeza y se retira, después de lo cual el supervisor se descojona.

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