Crónicas de la América profunda (17 page)

Después de aguardar otro par de años llegaba el día en que nos dejaban ayudarles a limpiar las armas, así que nos poníamos a lubricar los cañones por dentro y tímidamente sacábamos brillo a las culatas y al metal, siempre bajo la mirada atenta de nuestros abuelos, padres y tíos. Manteníamos un gesto grave y poníamos todo el cuidado del mundo en cada movimiento, como si aquellas armas estuviesen hechas de dinamita, tratando de demostrar que su capacidad destructiva nos imponía el debido respeto para que, así, esos hombres confiaran en nosotros y las dejaran en nuestras manos. Pero el momento más impresionante llegaba cuando papá descolgaba la pequeña escopeta del 22 de la pared de su habitación para que empezáramos con las prácticas de tiro al blanco, siguiendo siempre al pie de la letra las que hoy se conocen como «medidas de seguridad para la manipulación de armas», una enumeración de comportamientos prudentes que para los muchachos granjeros de aquel entonces eran totalmente instintivos y de sentido común. Durante años habíamos presenciado las prácticas con armas, asimilando lecciones inolvidables. Por ejemplo, nunca cruces una cerca de alambre de púas a rastras con el arma cargada. Nunca apuntes a una persona con un arma, y procura no hacerlo por descuido cuando esa persona camina a tu lado. Nunca mates a un animal si no vas a comértelo, a menos que sea un animal indeseable como una marmota o una serpiente venenosa que ha llegado hasta el porche de tu casa. Nunca dispares en dirección a una casa, por más lejos que se encuentre. En doscientos cincuenta años de cacería en los montes de la zona, ningún miembro del clan Bageant ha resultado herido accidentalmente mientras cazaba, lo que dice mucho en favor de la responsabilidad práctica de los nativos de las montañas del sur que desde hace tres siglos viven inmersos en la cultura de las armas.

Seis años después de aquella Navidad en la que papá vendió la Ivers y Johnson, yo tenía trece años y era lo bastante mayor como para empezar a cazar con una vieja escopeta calibre 12, una reliquia con el cañón y el extremo delantero de la culata unidos por una tela negra denominada «cinta de alquitrán», como llamábamos por aquel entonces a la cinta aislante. Recuerdo que, mientras caminaba bajo un cielo frío y luminoso en pleno mes de octubre, bajé la vista y me quedé mirando aquella arma, y supe que mi abuelo había recorrido los mismos prados en los tiempos en que esa joya era la última novedad del catálogo de Sears, y que con esa misma arma había llevado mucha carne a aquella cocina vieja y humeante de la casa de la granja. Supe que mi padre había caminado bajo un cielo parecido llevando la misma escopeta, y que mi hermano menor también seguiría esos pasos. Es la historia de los clanes y sus rituales. A través de generaciones, los miembros de mi familia han ido pasándose a modo de legado un juego de cuchillos de caza. He oído que los carpinteros noruegos hacen lo mismo con sus herramientas. Y puede que exista el mismo ritual de traspaso de herencias y costumbres entre los hombres de la familia cuando los hijos varones de clase alta, como los Bush, por poner un ejemplo, salen de un colegio privado y les entregan las llaves del Lincoln. No tengo ni idea de si es así. El símbolo de mi iniciación fue una antigua escopeta con el cañón sujeto con una cinta negra.

Para millones de familias como la mía la primera pregunta que surge tras la muerte del padre es: ¿quién se queda con las armas de papá? Puede que esto suene extraño para quien no haya crecido en una cultura de cazadores profundamente arraigada. Mi hermano Mike usa las mismas armas que empleaba mi padre. Si existe un gen de cazador, él lo tiene, por eso heredó las armas de la familia. Como era de esperar, Mike es un cazador que mete un par de ciervos machos y una hembra en el congelador cada año, y probablemente se las apañaría para cazarlos aunque sólo fuera armado con un saco de piedras.

Quien haya crecido entre cazadores sabe que cazar es un ritual de muerte y plenitud, un rito animista en el que el hombre hace estallar el corazón viviente de una criatura de Dios y luego, si es un auténtico cazador, siente una profunda y sincera gratitud por la generosa recompensa del Creador. La carne en nuestras mesas nos une con aquellos días de la pólvora negra y la piel de ciervo. Puedo vislumbrar la razón de que millones de urbanitas, cuyas familias vinieron de ciudades europeas superpobladas y desembarcaron en la isla de Ellis, no alcancen a comprender los vínculos entre las armas, la supervivencia y el patriotismo de los primeros colonos celtas y germánicos que habitaron estas tierras. La razón es que la pólvora apenas forma parte de sus vidas. Por desgracia, esa completa falta de conocimiento y experiencia no impide a los liberales urbanitas no aficionados a la caza creer que saben a ciencia cierta qué es lo mejor para los demás, o simplemente reírse de aquello que no comprenden.

Para la gente que no es aficionada a la caza, la imagen de un cazador de ciervos con una escopeta en una mano y la Biblia en la otra puede resultar absurda, casi tanto como una pegatina que diga:
ATAQUEMOS A LAS BALLENAS CON BOMBAS NUCLEARES
. Sin embargo, esa imagen también refleja un aspecto conmovedor de la gente con la que crecí: el cruce de la caza y la religión. Este vínculo entre el fundamentalismo protestante y la caza de ciervos se remonta a la época colonial, cuando unos alborotados presbiterianos escoceses, junto con los protestantes reformistas ingleses y alemanes, colonizaron el país desarrollando la cultura basada en la caza y la agricultura, actividades que les han servido de sustento durante la mayor parte de la historia de Estados Unidos. Doscientos años después, sus descendientes ya se han asentado, pero no por eso han dejado de cazar y rezar. En la actualidad nos encontramos con organizaciones como la Asociación Cristiana de Cazadores de Ciervos (
www.christiandeerhunters.org
), que ofrece prácticos libros de bolsillo para la meditación, entre ellos
Oraciones para cazadores de ciervos,
una lectura que ayuda a matar el rato durante esas largas esperas previas al momento en el que empieza el juego de la cacería. Al igual que sus antepasados, los cazadores de ciervos de hoy en día entienden que permanecer solos y en silencio en medio de la naturaleza resulta estimulante para la contemplación de los regalos que Dios ha hecho al hombre. De modo que para ellos un libro como
Meditaciones para cazadores al acecho
debe ser valorado en su contexto histórico, y no se trata de ninguna broma. Para los afortunados que pasan días enteros en la espera silenciosa del bosque durante el mes de noviembre, contemplando las maravillas del Creador, no hay ni un ápice de ironía en la creencia de que su hijo anda asimismo al acecho no lejos de allí, y que seguramente está esperando el momento oportuno para cobrar un par de piezas en cuanto se pongan al alcance de su arma.

Hay algo en el olor del humo de la pólvora y en el de los desinfectantes de los mingitorios portátiles que aviva los sentimientos patrióticos de ciertos americanos y que los lleva a irse de acampada bajo la lluvia con tal de poder colocarse en posición de disparo en una trinchera en pleno monte para derribar a balazos un montón de macetas con flores o practicar el tiro al plato. Así que aquí estoy, agazapado bajo mi chubasquero en medio de una llovizna de octubre, observando a unos quinientos tipos, la mayoría de ellos pertenecientes a la clase obrera americana disparando como locos con sus rifles, mosquetes, viejos cañones de ruedas e incluso trasnochados morteros de la guerra civil. Pues eso… Bienvenidos a Fort Shenandoah, una fortaleza emplazada sobre más de cien hectáreas de bosques y montes en torno al río Back Creek, en el condado de Frederick, Virginia. Administrada por la Asociación de Escaramuzas Norte-Sur, la gente viene aquí a quemar pólvora de todas las maneras posibles, participando en las competiciones de mosquete, carabina, cañón de ánima lisa, escopeta de caza, revólver, mortero y artillería, y, además, las actividades de la Brigada Infantil de Rifles de Aire Comprimido.

Hoy me encuentran ustedes caminando con paso cansino entre la niebla y el humo de leña, pasando junto a las cabañas y las carretas de docenas de unidades militares de la época de la guerra civil que han sido reactivadas y que llevan nombres como Regimiento n.° 27 de Carolina del Norte, Compañía de Rifles del Penacho, 2.° Regimiento de Voluntarios de Virginia, 7.° Regimiento de Voluntarios de Infantería de Virginia Occidental y Regimiento de Caballería de Richmond. A mi izquierda, al otro lado del río y a lo largo de cientos de metros se extiende la línea de fuego. Por la manera en que retumban y chisporrotean los mosquetes al ser disparados me hago una idea de lo que debía de ser estar en plena batalla, bajo la nieve y la llovizna, en medio de los estallidos y los fogonazos anaranjados. La mayor parte de la gente aquí reunida se dedica a la recreación de ciertos acontecimientos históricos, pero no todos tienen esa afición. Algunos de los mejores tiradores son unos apasionados de la pólvora y armeros aficionados. Algunos visten los uniformes auténticos, aunque en su mayoría han tenido que hacérselos a medida, y de una talla mucho más grande que la que usaban los soldados de la guerra civil, debido a la corpulencia de los americanos de hoy en día. Algunos son obreros industriales blancos, pero también hay oculistas y profesores de instituto, y de vez en cuando te encuentras con un abogado, un catedrático o un médico.

Visitar este lugar es una experiencia que invita a la reflexión y que le hace a uno sentir la violencia que ha marcado gran parte de la historia americana. Uno también se conmueve ante la trivial honestidad de la gente que se reúne aquí para rendir tributo a ese legado simplón e idealizado de libro de texto. Sin duda son algunas de las personas más sinceras que puede ofrecer este país, unos trabajadores que no sueltan tacos ni se emborrachan delante de sus hijos y que se pasan los fines de semana junto con su mujer y la familia. Todos y cada uno de ellos guardan al menos un arma en casa, y la mayoría poseen unas cuantas. Muchos estarían dispuestos a matar y a morir por eso a lo que ellos llaman «América».

Una verdadera pena, puesto que la imagen que tienen de su país es el producto de una confusión provocada intencionadamente por los telediarios de la cadena Fox y las patrioteras lecciones de historia que aprendieron en el colegio. Son poquísimos los que de verdad comprenden el hecho de que haya otras naciones en el mundo, otros sistemas de valores. Es cierto que algunos han estado en el extranjero, pero por lo general no han salido del entorno militar. Y los que hicieron el típico viaje de placer a Europa lo vivieron como lo vive la mayoría de los americanos, independientemente de su clase social o de sus ingresos: como si hubieran visitado un parque temático construido exclusivamente para entretenerlos. La mayor parte de los trabajadores americanos, incluidos los que hoy están en Fort Shenandoah apostados en la línea de fuego, siempre han sido la típica gente que nunca ha visitado otros lugares y que jamás ha sentido el menor interés por ellos. Las personas sofisticadas que viven en las grandes ciudades y en las zonas suburbanas se burlan de lo insuperablemente hortera que puede resultar un equipo de tiradores formado por un padre obeso y su hijo a los que una madre vestida con batita de algodón les sirve un plato de judías junto a una fogata de campamento. Y es que, al parecer, los campeonatos de natación y los paseos en bicicleta por senderos de hormigón son actividades familiares de un orden superior.

Una caminata por los bosques húmedos de Fort Shenandoah sirve también para desenterrar recuerdos. Aquí cazaba yo conejos cuando era pequeño y cortejaba a una niña en un pueblo diminuto, perdido al final de un camino, que se llama Gainesboro. Ella fue la primera en la breve lista de mujeres (tres en total) que han sufrido la indignidad de estar casadas conmigo. Hasta hace poco tiempo, éste era un territorio remoto, tanto por su ubicación geográfica como por su cultura. La gente que vivía aquí en los años treinta recuerda cuando bajaban a la carretera «la vieja N 600» —así la llamaban— los sábados por la noche para tirar piedras a los coches y a los extraños que pasaban por allí, siempre con la esperanza de que algún conductor se detuviera y apeara para pelearse con ellos. En una ocasión George Washington comentó que algunas criaturas primitivas de esta zona saltaban de un árbol a otro y que asomaban la cabeza y se reían como idiotas cuando lo veían pasar montado a caballo. Claro que sería más bonito creer que nuestros colonos de la frontera fueron todos tan nobles como Daniel Boone, pero sospecho que lo que más abundaba era esa gente a la que Washington hacía referencia: criaturas socialmente aisladas, de una ignorancia temible, y sí, muy violentas.

Todavía se puede encontrar gente de esa especie por aquí, en la zona de los ríos Back Creek y Hogue Creek, que pasan por detrás de Gainesboro. Durante los años cincuenta y sesenta, cuando yo era un chaval, resultaba realmente peligroso acercarse los fines de semana a Gainesboro. Los infames hermanos Kane, los Haliday y los muchachos Branson (no son sus verdaderos nombres) se lo pasaban pipa dándole una paliza de muerte al primero con el que se cruzaban por la calle. Por las buenas. No tenían ningún motivo para hacerlo. Estaban borrachos, eso es todo. La ira nacida de la ignorancia y de toda la aculturación propia de la estirpe de los escoceses del Ulster que poblaron la zona. Y supongo que también tenía que ver con nuestra conciencia de ser de clase baja y con el hecho de carecer de cualquier expectativa de futuro. Estábamos un escalón por encima de los negros, y varios por debajo de cualquier persona «de ciudad». Incluso si eras de «la capital», como llamaban entonces a Winchester, y como la sigue llamando la gente del condado, era sin duda un riesgo para la salud aventurarse en esa zona los fines de semana.

Pero, volviendo a estos bosques y prados, donde muchas de las más antiguas familias siguen viviendo como antaño en su granja (si bien han incorporado algunos accesorios de la vida moderna, como esas antenas parabólicas fijadas en muros de ladrillo de 259 años de antigüedad), es reconfortante percibir el olor del humo de la leña y ver pasar los delgados hilos de niebla que se deslizan lentamente como fantasmas entre los montones de leña, los graneros desvencijados, los graneros de maíz y la vieja casa de piedra sumergida entre enormes zarzales. Sin embargo, a tan sólo unos cerros de distancia está la gente que va y viene de los centros comerciales y que viaja a Washington para ir a trabajar, la misma gente que ha acabado comprando la mayor parte de estos antiguos remansos de tranquilidad. Los propietarios de las granjas ya no pueden pagar los impuestos correspondientes a esas ochenta hectáreas que, para el resto del mundo, son solares para promociones de casas unifamiliares de lujo. Y sus hijos, que suelen ser de los que tienen que desplazarse kilómetros hasta sus puestos de trabajo, aceptan encantados la primera oferta en metálico de los promotores.

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