Crónicas de la América profunda (19 page)

Charlie resopla a modo de respuesta: «¿Has estado alguna vez en una feria de coleccionistas? ¿Te has fijado en la clase de gente que suele visitarlas? Ahí nunca verás ni camellos ni pastilleros ni exhibicionistas. Créeme. No se sentirían nada cómodos. ¡Debes reconocerles cierto mérito a los coleccionistas y a los vendedores, por el amor de Dios! No son estúpidos, no quieren que los delincuentes lleven armas. Piensan lo mismo que tú y yo. Y están hartos de que la gente los desprecie y echen pestes de ellos. Hay quien dice que se cometen cientos de crímenes con las armas que se compran en esas ferias de Virginia. Qué quieres que te diga, es imposible».

Ed, ex policía, no está completamente de acuerdo, pero como ha dedicado toda su vida a meter en chirona a más criminales de los que es capaz de recordar, tiene algunas opiniones categóricas sobre la delincuencia que no guardan ninguna relación con el miedo que sienten los urbanitas liberales cada vez que les parece ver algo que parece una arma. «Verás, hay una solución para acabar con todo esto. Es algo que nadie va a hacer, porque ya es demasiado tarde y en cualquier caso quizá ahora mismo no resulta viable. Hablo de retirar definitivamente las drogas de las calles. Limpia las calles de toda esa mierda y a tomar por saco el índice de criminalidad. Lo que no vas a reducir es la histeria de la gente que cree que la culpa de la delincuencia la tienen las putas armas de fuego, de eso puedes estar seguro. Pero que sepas que un adicto al crack no se lo pensará dos veces antes de ponerte un cuchillo al cuello o atizarte con un martillo en la cabeza para robarte. Hay que seguir la pista del verdadero problema: la droga».

«Bien dicho, Sherlock Holmes», comenta Charlie.

Y que a nadie se le ocurra mencionarle a Ed la cuestión de las armas de fuego y los críos. Es lo que él llama «la principal causa tocahuevos de los putos liberales de Hollywood y los judíos de Nueva York, después solamente de la defensa de los pederastas». Es un tema que a mí me viene al pelo porque da la casualidad de que en mi mochila tengo bastante material sobre la obsesión de Hollywood por la violencia de las armas y su efecto sobre los niños (dos cosas que Hollywood nunca soñó explotar para ganar dinero, ojo al dato). Por ejemplo, la Handgun Control Inc. (HCI) es una organización que se dedica al control de armas para la seguridad pública. En una carta abierta a la Asociación Nacional del Rifle, la HCI manifiesta con rabia: «Odiamos todo lo que las armas están haciendo a nuestras comunidades, a nuestras escuelas, a nuestras familias y sobre todo a nuestros hijos». La carta está firmada por muchas figuras de Hollywood («esos mamones que beben Chardonnay», como los llama Ed): Baldwin, Bergen, Brinkley, Cher, Donahue, DeGeneres, Gere, Geraldo, Madonna, Nicholson, O'Donnell, Pfeiffer, Sarandon, Streep, Streisand y Springsteen.

Personalmente debo decir que como actores me encantan todos. Pero también es cierto que, en lo relativo al asunto de las armas, parece que la gente de Hollywood tiene menos sentido común que una galleta mojada. Quizá firmaron esa carta para respaldar a la HCI sólo porque los agentes les dicen a los actores que les conviene identificarse con alguna causa noble, y ya nadie puede subirse al tren de la lucha contra el sida porque en sus vagones ya no cabe ni un alma. No sé qué pensar. Pero según la HCI, y según creen todas las estrellas bienintencionadas pero despistadas que respaldaron su declaración, «cada día mueren trece niños en este país a causa de las armas… Este no es un debate sobre las armas de fuego. Es un debate sobre nuestros niños». Anda ya. Yo te diré de qué va este debate: va de una clase media liberal que se lo pasa de puta madre masturbándose, y de marcas registradas de celebridades que construyen su imagen pública defendiendo toda suerte de causas. Para ser exactos, te diré que el noventa por ciento de «los niños» que mueren por culpa de las armas de fuego son pandilleros de entre quince y diecinueve años, dato que no tiene absolutamente nada que ver con que un niño de primaria salga a pegar tiros por el vecindario o le dispare a su hermanito con la Magnum de papá.

A pesar de lo que ocurrió en Columbine, lo cierto es que los norteamericanos, incluidos los urbanitas, presentan un historial excelente en lo que se refiere a no dejar las armas al alcance de sus hijos. Las muertes accidentales de niños provocadas por armas de fuego son casos aislados, de ningún modo una epidemia, lo que desmiente la denuncia de la HCI. Tomemos el ejemplo de Nueva York —esa metrópoli que en la mente del americano de clase media no es más que un monumento a la metrosexualidad, el crimen y el caos—. La ciudad tiene más de 2,6 millones de niños menores de diez años, y las muertes accidentales provocadas por armas de fuego en ese grupo de edad sólo alcanzan una media de 1,2 al año, y eso que hay unos tres millones y medio de armas en manos de los adultos. El sentido común nos dice que la mayoría de la gente, neoyorquinos incluidos, son muy cautelosos con las armas de fuego. Al igual que Ed, a la larga me he vuelto sordo ante esas protestas santurronas de los intelectuales antiarmas que viven en el barrio de Chelsea en Manhattan, muchos de los cuales llevarían una pistola Glock en el tobillo si el salmón ahumado y la carne enlatada crecieran en el Central Park.

«Los demócratas tienen que controlarse un poco —dice Ed remojando un trozo de pan en la yema de su huevo frito—, han de aprender a pensar por sí mismos acerca de qué cosas deberían cambiarse, en lugar de andar repitiendo todo lo que sueltan en la radio pública». Dicho sea de paso, Ed fue demócrata hasta los cincuenta años; se hizo republicano poco antes de que Bush ganara las elecciones. Me ha explicado sus motivos: «Llegué a un punto en el que miraba al Partido Demócrata y pensaba: "¡Ya está bien, hombre!". Mi cambio no tuvo absolutamente nada que ver con las armas ni con el control de armas, aunque los demócratas trataban ese tema como lo hacen todo últimamente: actúan como si no existieran los valores. Y sin valores la vida vale cada vez menos, porque ya no miramos por los intereses de los demás, sino sólo por los nuestros. Y, mientras que cualquier cabrón imbécil con una bomba bajo el brazo y cien dólares puede comprar un pasaporte y un billete a Estados Unidos, los demócratas sólo se ponen nerviosillos pensando en zarandajas como la defensa de la diversidad y redactar más leyes para controlar la posesión de armas».

Le digo que hay más de veinte mil leyes que rigen la tenencia y uso de armas de fuego, sumando las leyes estatales, federales y municipales, e incluyendo miles de ordenanzas locales. Y si se hace como la Brookings Institution y sólo se cuentan las principales leyes federales y las leyes exclusivas de cada estado, todavía salen unas trescientas. Siguen siendo muchas.

—¡Y que lo digas, joder! —responde Ed—. Pero si las leyes fueran la respuesta, no habría crímenes provocados por armas de fuego, ¿verdad? No hay un solo policía en todo el país que crea que las leyes son la solución. ¡Si hasta los jueces llevan una Glock, hombre!

—¿Los jueces? ¿Qué dices, Eddie?, ¿me estás tomando el pelo? —preguntó, fingiendo incredulidad, a pesar de que ya conocía esa información.

—Hablo en serio. ¿Tienes idea de cuántos jueces llevan pistola? Por lo menos la mitad.

Dista mucho de ser cierto que la mitad de los jueces lleven armas en la mayor parte de los estados, pero Ed no está totalmente equivocado. La autoridad competente del Departamento de Justicia no mantiene un registro de cuántos jueces, oficiales judiciales estatales y federales, magistrados o jueces del tribunal de quiebras portan armas en los tribunales. Pero las estimaciones publicadas en los boletines informativos del ámbito jurídico hablan de un veinticinco por ciento o más en los estados con una mayor afición a las armas, como Texas y Oklahoma, y de porcentajes inferiores al diez por ciento en algunos estados de Nueva Inglaterra. Muchos de ellos solicitaron al Congreso, a través de la Junta Judicial —organización que representa a la magistratura nacional—, que eximiera a los jueces del cumplimiento de las leyes locales y estatales relacionadas con las armas. El resultado es un proyecto de ley —HR 1752— de contornos imprecisos y lo bastante amplio como para que un juez pueda pasearse con una escopeta por los tribunales. Algunos senadores creen que sería una buena idea añadir a ese texto una cláusula que exigiera un curso de instrucción sobre medidas de seguridad para jueces. Ed, por su parte, no parece tener reparos en que los jueces lleven armas.

—Pues claro que no, joder —dice—. ¿Te imaginas la cara que pondría el acusado cuando el juez Roy Bean entraba en la sala con una Magnum calibre 12?

—¿Te imaginas la cara que se le queda al abogado del movimiento antiarmas cuando ve esa Glock sujeta al tobillo del juez? —añado.

—¡Que Dios ayude a esos pirados antiarmas! —replica Ed.

—Brindo por eso —digo.

—Ni lo sueñes. Antes de las doce del mediodía, ni un trago. —Ed se echa a reír.

Mientras tanto me quedo pensando en que la mayoría de los trabajadores blancos que conozco no se molestan en comprarse pistolas, lo que en la jerga local llaman «pussy pistol». Si uno cree que alguna vez puede verse en la situación de tener que cargarse a alguien por el motivo que sea, sabe muy bien que una pistolita que apenas produce una herida superficial es un juguete para taxistas. Lo que uno necesita es una buena escopeta de perdigones del calibre 12, y con eso sí que puede hacérsele a cualquiera un agujero lo bastante grande como para que pase un balón de fútbol.

Muchas otras ideas sobre armas son también disparates en estado puro. Fíjense en las leyes contra las «armas de plástico». ¿Se acuerdan? Decían que había quien fabricaba modelos especiales para los terroristas. Lo cierto es que esas armas para terroristas nunca existieron; sin embargo, hasta la ANR apoyó la legislación que proporcionaba falsos remedios para falsas amenazas. Supuestamente, tenían estructura y empuñadura de plástico, que hacían que las armas resultaran invisibles para los detectores de metales. Obviemos el hecho de que jamás se ha fabricado un arma de fuego que funcionara sin metal o sin un cañón de metal, y olvidemos también que la estructura de plástico sofisticado de una Glock lleva más de 450 gramos de metal, lo suficiente para que cualquier detector de metal de un aeropuerto empiece a pitar descontroladamente. No se les ocurrió nada mejor que aprobar una ley específica, de modo que los senadores Strom Thurmord (Carolina del Sur) y Howard Metzenbaum (Ohio) —extraña pareja— presentaron un anteproyecto que establecía para todas las armas un requisito de metal mínimo de 90 gramos, menos de una quinta parte del metal contenido en la Glock «de plástico». La ley fue aprobada en el Capitolio gracias a un acuerdo bipartidista poco frecuente. Ningún fabricante de armas perdió un céntimo con aquella ley y los políticos salieron bien parados tras aparentar una gran preocupación en materia de seguridad.

Pero quizá el camelo más grande fue la campaña en contra de las «balas matapolis». Fueron inventadas para perforar los chalecos antibalas de los delincuentes o los materiales detrás de los cuales los delincuentes podían buscar protección. Estaban hechas de tungsteno y se vendían sólo a la policía, no podían comprarse en las tiendas. Ed comenta al respecto: «Los policías nunca usaron esas balas, y mucho menos los delincuentes. La munición normal de un rifle puede penetrar un chaleco antibalas si disparas a una distancia adecuada. Con esas balas, en cambio, atraviesas limpiamente a un criminal sin apenas herirlo. Por eso los policías siempre han preferido las balas de punta hueca, que se expanden en el momento del impacto y dejan un buen agujero en el cuerpo de cualquier hijo de puta, ¿verdad? Igualmente, los fabricantes siguen vendiendo "balas matapolis" a todos los departamentos de policía, pero ya te digo que ellos siguen sin usarlas».

Cualquier político que se atreviera a desenmascarar esta clase de legislación, que no tiene otro objeto que la pura apariencia, debería soportar que la izquierda lo pusiera a caldo y lo llamara puta de la ANR. Pero para millones de norteamericanos que entienden de armas y saben cómo funcionan, ese político sería más bien un hombre informado que dice la verdad. Sin duda alguna más valdría que la izquierda abandonara las quejas sobre las armas y destinara la mayor parte de su energía a promover unos salarios justos o un sistema público y universal de salud.

—Serían muy listos si se preocuparan por esos asuntos —dice Ed-.

Pero ésos son precisamente los que menos interesan a los liberales.

—La izquierda a veces no entiende nada —admito.

Entonces Ed dice:

—¡Eh, mira por la ventana!

Veo solamente a la cuadrilla 107 de Boy Scouts, vendiendo palomitas de maíz y leña, como cada año.

—No, más allá —dice Ed—; esa fogata… Son los del regimiento Alabama Racoon Rough.

Pues sí. Es la imagen perfecta para hacer entrar en calor a tres viejos como nosotros: una nena voluptuosa de cincuenta tacos, con la bandera confederada estampada en el trasero de sus tejanos, está sirviendo café a los hombres reunidos alrededor de la hoguera.

—¿Qué más podemos pedir, chicos?

Nada más, Ed. Ni una maldita cosa más.

Al recordar la charla con Ed y Charlie en su hedionda guarida de ancianos junto al río, me doy cuenta de que no mencionamos ni una sola vez la Segunda Enmienda de la Constitución. Pero lo cierto es que el ciudadano de a pie que posee armas de fuego no tiende a hablar mucho sobre este asunto (a excepción de la multitud de internautas que lo debaten en la red). O bien dan por sentado ese derecho, como lo han hecho la mayoría de los americanos armados y no armados a lo largo de toda la historia, o comparten el sentimiento general de la gente que acostumbra reunirse en sitios como Fort Shenandoah. Es decir: «Intenta detenerme si tienes huevos». Al margen de lo que uno opine sobre la gente de Fort Shenandoah, lo cierto es que ejercen los derechos amparados por la Segunda Enmienda. Y no dejarán que nadie se los arrebate.

Los políticos lo comprenden muy bien, pese a que el sector antiarmas de la sociedad no hace el menor esfuerzo por enterarse de la cuestión. En Estados Unidos la gente que tiene armas es casi el doble de la que acude a votar: 41 millones de votantes contra 70 millones de propietarios de armas de fuego. Según el informe de la General Accounting Office (Oficina General de Contabilidad Gubernamental, OGCG), aproximadamente en la mitad de los hogares americanos hay al menos una o dos armas de fuego. Algunas se usan para practicar deportes, pero en su mayor parte están destinadas a la defensa personal.

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