Crónicas de la América profunda (20 page)

Cada nuevo intento por regular y controlar las armas de fuego dispara las ventas aún más. Teniendo en cuenta su popularidad, podría pensarse que el derecho a portar armas es uno de los más defendidos por las mayorías. Pero lo cierto es que el derecho que otorga la Segunda Enmienda sigue siendo una especie de huerfanito entre los derechos constitucionales. La gente de los grupos mejor coordinados y equipados, los que luchan por preservar los derechos y libertades civiles, preferirían beber lejía antes que respaldar públicamente la Segunda Enmienda. Y eso es una lástima, porque la defensa de un derecho cuyas raíces se encuentran en el pensamiento político tradicional de los ingleses queda en manos de los conservadores, y casi siempre ha consistido en una serie de triquiñuelas políticas que ridiculizan un derecho que es incluso más antiguo que la creación de la República de los Estados Unidos. Los historiadores políticos americanos también han minimizado la importancia de la Segunda Enmienda, a pesar de que recoge un derecho fundamentado en la
Bill of Rights
inglesa, uno de los precursores de nuestro propio derecho a tener armas, y que fue redactada un período de gran malestar civil en Inglaterra. Muchos han considerado la Segunda Enmienda un derecho que solamente tiene que ver con la caza. Y el Tribunal Supremo norteamericano, muy aficionado a citar los
Comentarios sobre las leyes de Inglaterra,
de William Blackstone, interpreta a Blackstone según le convenga al equilibrio inestable de los jueces que lo conforman en cada momento. Y esos jueces tienden a preguntarse: ¿qué diablos sabrán de armas estos británicos adictos al té?

Expertos y analistas constitucionales que se han tomado la molestia de estudiar las enmiendas Segunda y Decimocuarta, entre ellos Joyce Lee Malcolm, autor de
To Keep and Bear Arms: The Origins of an Anglo-American Right
(«Tener y portar armas: los orígenes de un derecho angloamericano»), llegan a la conclusión de que ambas fueron redactadas para proteger los derechos de los ciudadanos a portar armas. La obra de tres volúmenes
Gun Control and the Constitution,
publicada por Robert J. Cottrol, reúne documentos históricos que son difíciles de poner en entredicho por los defensores del control de armas. De modo que se limitan a ignorarla.

Desde el comienzo, las leyes nacionales que rigen el uso y la posesión de las armas han incorporado un elemento de discriminación racial, a menudo oculto tras el disfraz de las piadosas medidas de seguridad de armas. Se ha escrito mucho al respecto, pero los liberales han preferido no tocar el tema, mientras que los
neocons
le han sacado partido y los defensores de las armas de la derecha más perturbados han abusado de ellas (para un análisis objetivo de este asunto recomiendo empezar con los textos de Malcolm y Cottrol). Lo cierto es que el derecho de todo ciudadano a tener un arma era algo que se daba por sentado hasta que empezaron a surgir periódicamente las cuestiones de la raza y la inmigración. Después de la guerra civil, los blancos del Sur negaban a los negros el derecho a portar armas. De ahí que raza y propiedad de armas se convirtieran en factores que incidieron en la ratificación de la Decimocuarta Enmienda en 1868. Además de anular los «códigos negros», que prohibían a los negros viajar, testificar ante los tribunales y demandar a los blancos, la enmienda garantizaba claramente a los negros el derecho a la propiedad y la posesión de armas. Esta garantía contribuyó en gran medida a que la enmienda se aprobara en el Congreso. Los defensores de los derechos de los negros entendían que un ciudadano armado «estaba mucho menos expuesto a la opresión». Es decir, que tenía menos probabilidades de que lo lincharan.

Sin embargo, pese a la Decimocuarta Enmienda los sureños se las ingeniaron como siempre para mantener a los negros desarmados. Y en los primeros años del siglo
XX
aquellos sureños que temían a los negros encontraron un nuevo aliado para negar a las minorías el derecho a las armas. Amedrentados por la llegada de millones de inmigrantes, los blancos del Norte empezaron a presionar para que se restringiera el acceso a las armas por medio de una reinterpretación de la Segunda Enmienda. Debido a la extraña estructura de la ley (casi parecía haber sido escrita de improviso, como si su sentido fuera tan obvio que no necesitara una acotación o una consideración especial), se encontraron con que reinterpretar la explícita cláusula principal no iba a ser nada fácil. Así que la pasaron por alto y se aferraron a una cláusula subordinada que se refería a «las milicias correctamente reguladas», y a partir de aquí se establecieron los fundamentos para el control de armas.

Hacia el año 1911 los miedosos neoyorquinos habían hecho muchos progresos. El estado de Nueva York aprobó la Ley Sullivan, que permitía la venta de armas sólo bajo licencia y convertía en delito la posesión furtiva. Pero junto con aquella ley llegaron Al Capone, Baby Face Nelson y John Dillinger, que acojonaron a todo el mundo y provocaron un escándalo público que dio lugar a la Ley Nacional de Armas de Fuego de 1934, la cual controlaba la tenencia de armas largas recortadas y las automáticas.

Las cosas quedaron como estaban hasta los años sesenta, cuando la violencia racial televisada, los asesinatos de Kennedy y King y el aumento del índice de criminalidad asustaban a los habitantes de las ciudades y zonas periféricas, e incluso a unos cuantos en la América profunda. En las ciudades, los conservadores compraban armas o engrasaban las que ya tenían. Los políticos descubrieron el rastro de un nuevo tipo de votante temeroso que sin embargo les resultaba familiar, y exigieron al gobierno un control severo sobre las armas de fuego. Lograron su objetivo con la aprobación de la Ley de Control de Armas de 1968, la cual, valiéndose del impacto producido por los asesinatos de King y Kennedy, pretendía eliminar la violencia provocada por las armas. Los columnistas antiarmas de aquel entonces y de la década siguiente no eran tan emocionales como las multitudes antiarmas de hoy en día, y además señalaban el clima de tensión racial que se vivía y que originó nuestras leyes para la regulación de armas. El periodista y escritor Robert Sherril (
The Saturday Night Special
), un firme militante antiarmas, no vaciló en escribir:

La Ley de Control de Armas de 1968 no fue aprobada para controlar el uso de las armas, sino para controlar a los negros, y como una mayoría del Congreso no quería prestarse a lo primero pero a su vez le avergonzaba demostrar que su objetivo era lo segundo, al final no hicieron ni lo uno ni lo otro. En realidad esta ley, la primera ley de control de armas aprobada por el Congreso en treinta años, fue una de las grandes farsas de nuestro tiempo. Para empezar, hay que tener presente que no se aprobó de una sola vez sino que era una combinación de dos leyes. La ley original de 1968 fue aprobada para controlar el uso de las pistolas después de que el revolucionario Martin Luther King, Jr., fuera asesinado con un rifle. Posteriormente fue revocada y revisada para incluir el control de rifles y escopetas, después del asesinato de Robert F. Kennedy con una pistola. Los moralistas de nuestra cámara legislativa, como los sentimentales columnistas de nuestra prensa biempensante, insisten en que la ley de 1968 es una especie de monumento conmemorativo en honor de King y Robert Kennedy. En ese caso, fue sin duda una conmemoración extraña, en tanto que no solamente es un disparate en el que no hay modo de adivinar si habla de pistolas o rifles, sino que además es una ley inaplicable al caso de sus muertes.

La herencia más duradera de aquella época son los grupos de presión a favor de las armas. Cada vez hay más. Por no mencionar el auge que está teniendo la ANR, que se cubre con el noble manto protector de la Segunda Enmienda, recién rescatada del fondo de un antiguo pozo de alquitrán, adonde había sido arrojada por unos desconocidos, que se encargaron de que quedara bien sepultada bajo el peso de un
jukebox
de música country. Curiosamente, la etiqueta de lavandería que llevaba aquel noble manto era de la Unión de Libertades Civiles Americanas.

A finales de los sesenta, cualquier cazador de ciervos apostado en los montes de Iowa creía que había personas —no estaba muy seguro de quiénes eran— que pretendían quitarle su arma y que ponían en entredicho los derechos amparados por la Segunda Enmienda. Pese a que él no conocía con exactitud el contenido de la susodicha enmienda, los políticos del Partido Republicano, los conservadores entendidos en la materia y los
neocons
de mirada asesina estaban más que felices de poder explicárselo. Por eso a día de hoy cabe la posibilidad de que ésta sea la única enmienda que nuestro cazador sabe recitar de memoria. En cualquier caso, allí estaban los miembros del Ilustre Partido Republicano, como perros de caza asediando con regocijo a los culpables del ataque contra ese sacrosanto derecho, esos liberales urbanitas que nunca habían visto una escopeta de calibre 12 ni habían pagado para que les pusieran el sello en la licencia de caza. Por una vez el Viejo Partido tenía toda la razón; desde entonces, los republicanos han estado montando el mismo caballo triunfador, y de eso hace ya cuarenta años.

Ed y Charlie están más cerca de la verdad de lo que ellos creen. Durante la última década, los estudios criminológicos han echado por tierra la simplista idea de que es más probable que una persona armada mate a un miembro de su familia que a un intruso. Al contrario, como demuestran dichas investigaciones, las armas utilizadas en defensa propia les sirven a sus dueños para protegerse. Y entre tantos trabajos de campo que prueban eso que los grupos de presión antiarmas no quieren oír están los realizados por Gary Kleck, criminalista de la Universidad del Estado de Florida, cuyas investigaciones indican que cada año cerca de dos millones y medio de americanos encuentran en las armas de fuego una protección eficaz. Para que nadie se crea que Kleck es otro insensato defensor de las armas, hay que decir que su metodología y sus conclusiones fueron aprobadas y utilizadas por la Accounting Office del gobierno norteamericano, lo que constituye un logro jamás conseguido por los grupos antiarmas. El informe señala que más de dos millones de personas se salvan de convertirse en víctimas de crímenes por el hecho de poseer armas. Estas personas rara vez se ven en la necesidad de disparar. El truco parece estar en enseñar el arma y decir: «¡Que te largues, joder!». Si eso no funciona, con un disparo al aire es suficiente. El estudio también desmiente la creencia de que una pelea doméstica o una pequeña discusión casi siempre acaban en un tiroteo sangriento. Esas cosas no ocurren. Hay más de un millón de americanos con permiso para portar armas, y aun así los investigadores creen que el mal uso de las mismas por parte de este colectivo es estadísticamente insignificante.

Ahora que en la mayoría de los estados se han aprobado leyes para autorizar a los ciudadanos honestos a portar armas ocultas, los defensores de las armas están demostrando que tienen más razón de la que ellos mismos creían tener. Las más afortunadas son las mujeres —concretamente las mujeres pobres urbanas— y los pobres en general, que se benefician de las leyes para llevar armas ocultas. Nada mejor que eso para refregárselo en la cara a esos demócratas antiarmas. Allí donde las leyes han sido promulgadas se puede observar una notable disminución de las violaciones y los ataques a las mujeres. Un estudio realizado por John R. Lott Jr., autor de
More Guns, Less Crime: Understanding Crime and Gun Control Laws
(«Más armas, menos crimen: comprender el crimen y las leyes de control de armas»), revela que los pobres y las minorías de las ciudades viven más seguros llevando armas en bolsos y bolsillos: «Resulta evidente no sólo que las zonas urbanas tienden a ganar en su lucha contra el crimen, sino también que la reducción de los índices de criminalidad es más significativa precisamente en las áreas con los índices de delincuencia más altos, mayor densidad de población y mayor concentración de minorías». Aunque Lott es demasiado derechista para mi gusto,
More Guns, Less Crime
es un buen libro.

Porque ningún bando de los que participan en el debate está compuesto principalmente de mentirosos, y creo que los representantes de ambos lados harían bien en escucharse mutuamente de vez en cuando.

La mayoría de los que apoyan las campañas antiarmas no toman el bus interurbano después de hacer el segundo turno. No se esconden entre una farola y otra a la una de la madrugada cargando con el pesado saco de su colada hasta la lavandería, ni deben quedarse allí sentados casi siempre a solas, durante una hora o más iluminados por una luz fluorescente detrás del cristal de la tienda, como si fueran un apetecible trozo de carne fresca en un expositor, adornado con un bolso prometedor o con una cartera. No tienen que correr de una esquina a otra camino de casa mientras llevan en una bolsa de plástico el uniforme de camarera o el de cajera de un tugurio de comida rápida, fragante, lavado y secado. Apuesto a que Barack Obama nunca ha pasado por eso. Tampoco Hillary Clinton. Ni la mayoría de los americanos de clase media conocen en persona nada parecido. El valor de la Segunda Enmienda sobre el terreno de juego se les escapa a todos ellos.

La Segunda Enmienda «es a la Declaración de Derechos lo que Rodney Dangerfield a la comedia», en palabras de Robert J. Cottrol, profesor de Derecho de la Universidad George Washington. Cottrol —que se crió en Harlem y se define a sí mismo como afroamericano y una especie de «Humphrey demócrata»— escribe que es la enmienda que más ataques sistemáticos sufre por parte de columnistas, políticos demagogos y gente influyente de las élites liberales. Pero las principales embestidas provienen de la prensa. Según los estudios de las asociaciones de prensa, tres cuartas partes de los periódicos de Estados Unidos han defendido de manera intransigente la limitación de la propiedad de armas, pasando por alto que el derecho a ir armado está amparado por nuestra Constitución. Puede que el récord lo tenga el
Washington Post,
con setenta artículos antiarmas publicados en setenta y siete días durante el período previo a la aprobación de una de las numerosas leyes de la ciudad de Washington vinculadas al control de armas. El
Post
siempre se mantuvo firme, incluso cuando su columnista antiarmas Carl Rowan disparó con una pistola de largo alcance calibre 22, y sin licencia, contra un intruso adolescente que estaba dándose un chapuzón en la piscina particular de Rowan. Hacía poco tiempo que éste había reclamado en un artículo «la prohibición universal y federal de las ventas, la fabricación, la importación y la posesión de pistolas». Tanto él como el Post siguieron sin bajarse del burro, y Rowan nunca dejó de proclamar su creencia en un estricto control de armas hasta que falleció en el año 2000.

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