Crónicas de la América profunda (18 page)

En algún lugar entre ambos extremos estamos el resto de los nativos, y este tipo de cambios nos hace revivir la ira enterrada hace ya mucho tiempo, la ira que siempre nos han inspirado esos forasteros que parecen gobernar el mundo: la gente de la ciudad, la gente educada de la ciudad, los que siempre ganan y gobiernan mientras el resto trabajamos y perdemos. Puede que lo que les estoy contando les haga resoplar fastidiados, pero ésta es la idea de la vida con la que crecí y la misma que todavía predomina entre los míos, aunque no lo expresen tan abiertamente como en otros tiempos. Son éstos los sentimientos de los que los ricos temerosos de Dios y el Partido Republicano se aprovechan a fin de darles una buena patada en el culo a los liberales cuando llegan los comicios.

La ventaja que obtuvo el Partido Demócrata en las elecciones a mitad del mandato presidencial en 2006 no debería llamar a engaño ni hacer pensar que estos sentimientos han dejado de estar vivísimos en el corazón del país, estas zonas que han experimentado un veloz proceso de transformación que las ha convertido en áreas suburbanas. Aún resulta políticamente rentable exponer ciertos asuntos como una batalla entre los listos, es decir, los liberales, y el típico Joe con cara de pocas luces, es decir, la gente a la que le gusta el pan blanco, la hamburguesa más cutre y la cerveza de producción nacional. Cuando miras a tu alrededor y te fijas en las personas de las grandes ciudades, te cuesta creer que en este rincón del mundo haya quien nunca ha probado el sushi o quien sólo ha subido a bordo del avión que lo transportaba al campamento militar, con billete pagado por el Tío Sam. Tan sólo el veinte por ciento de los norteamericanos ha tenido alguna vez pasaporte. Para la gente trabajadora con la que me crié, la sofisticación en todas sus variantes, y especialmente la que encarnan los urbanitas, es algo muy sospechoso. Pero ¡qué diablos!, ¡si esos listos de la ciudad no han disparado una arma en sus vidas! Aunque, por otra parte, ¿quién se fiaría de Jerry Seinfeld, de Dennis Kucinich o de Hillary Clinton con una arma en la mano? A Dick Cheney por lo menos le va la caza, aunque no sea muy seguro practicarla con él. Y probablemente George W. Bush sepa reconocer una buena escopeta para cazar gansos nada más verla. Las armas son artefactos cotidianos, como las sierras radiales y las parrillas de barbacoa.

Por eso, cuando la izquierda empezó a demonizar a los propietarios de armas en la década de los sesenta, no sólo lo hicieron de un modo arrogante e insultante, ya que los asociaban con el universo del crimen, sino que también fueron políticamente estúpidos. Para la clase media tenía mucho sentido que el movimiento de control de las armas se centrara en las grandes ciudades, es decir, allí donde medran todas esas cosas de las que esa misma clase media trata de protegerse: las bandas callejeras, los bares de ambiente, los drogadictos que salen a robar, la gente de piel oscura que habla idiomas extraños. En cambio, desde la perspectiva de las ciudades pequeñas y medianas del país, los activistas antiarmas siempre han sido una pandilla de histéricos.

Poco a poco, sin embargo, la histeria antiarmas ha terminado afectando a las ciudades más pequeñas. Un buen ejemplo es el caso de aquel joven de diecisiete años llamado Joshua Phelps, de Pine Bush, Nueva York, una población de 1.539 habitantes. Pine Bush se parece a cualquier pequeña urbe de Virginia. El grupo étnico mayoritario (por un escaso margen de diferencia) está formado por gente de ascendencia escocesa-irlandesa. Delata esas raíces el hecho de que la ciudad se halle en el condado de Orange (en homenaje a Guillermo de Orange) y que el condado vecino sea el condado de Ulster. En Pine Bush el precio medio de una casa nueva antes de la caída del mercado era de 239.000 dólares, casi el mismo que en Virginia, hasta que un buen día los agentes inmobiliarios declararon con todo el morro que «el valor promedio de una casa en Pine Bush está
por encima
del valor promedio en el resto del estado» y que «el porcentaje de la población de raza negra en la ciudad está
muy por debajo
de la media en el resto del estado». (Las cursivas las pusieron ellos, no yo). Ni siquiera en una ciudad como Virginia, donde la gente es hipersusceptible respecto al tema de la raza y donde las elecciones siguen siendo supervisadas de acuerdo con la Ley de Derechos de Votación de 1965, que trataba de impedir la discriminación racial —por cierto, en Brooklyn, Queens y el Bronx rige el mismo sistema de control electoral—, ningún promotor inmobiliario tendría las pelotas para hacer semejante declaración en público, aunque es el típico comentario en voz baja que se oye a menudo.

A lo que iba, en octubre de 2004 Joshua Phelps era un alumno de secundaria y miembro del Club de Aficionados a la Guerra Civil del instituto. Un día, después de participar en una representación de la batalla de Chancellorsville, fue hasta su coche y dejó en el asiento trasero su uniforme de yanqui y una réplica de mosquete con balas de fogueo. Al cabo de un rato el segurata del colegio vio el mosquete y llamó a la policía. Aquel día Phelps fue detenido, esposado y acusado de posesión ilegal de armas.

Josh era un alumno entusiasta que sacaba notables, y había sido reclutado para el club en el instituto mismo. Al igual que muchos chicos de hoy en día, quería ampliar sus actividades extracurriculares para aumentar sus probabilidades de ingresar en la universidad, y vio ahí la oportunidad de hacerlo con algo que supusiera poco esfuerzo y mucha diversión. El instituto le había facilitado aquella réplica de mosquete. En el estado de Nueva York no es delito llevar la réplica de un arma de fuego al colegio. Pero nadie lo tuvo en cuenta. A Josh lo acusaron como si le hubiesen encontrado un rifle de asalto AK-47 o un lanzagranadas, y lo expulsaron del instituto. La junta directiva escolar insistió en su derecho de hacerlo detener, y en consecuencia el jefe de la policía se negó a retirar los cargos.

Entonces surgieron las típicas discusiones sobre qué debe ser considerado un arma de fuego. Los que defendían la legalidad alegaban que Joshua podría haber cargado aquella réplica con pólvora y perdigones de plomo y cepillarse con el mosquete a la mitad del alumnado. Al parecer esto bastó para que en una ciudad de mayoría republicana, una ciudad de armas y de cazadores situada cerca de una reserva protegida para la caza y la pesca, un avergonzado joven de diecisiete años fuera llevado a los tribunales y acusado de posesión ilegal de armas de fuego. Finalmente, en un ataque de sentido común poco habitual en esta clase de histéricos, el juez retiró los cargos. Pero en Pine Bush aquel incidente sigue dando que hablar, y seguramente será citado una y otra vez en las cenas durante los próximos años como un ejemplo de hasta dónde puede llegar el histrionismo de quienes se oponen a las armas, lo cual sólo sirve para que los liberales sigan perdiendo credibilidad en todo lo relativo a la tenencia de armas.

Si a mis diecisiete años yo hubiera dejado en el coche un arma a la vista en las instalaciones del instituto no se habría armado tanto jaleo. Como muchos otros habitantes del mundo rural, iba al colegio con chicos que guardaban sus escopetas del calibre 22 en las taquillas del instituto, para ir a cazar marmotas después de clase. Y si el director del colegio hubiera tenido alguna objeción, simplemente habría llamado a mi padre, quien me habría dado una buena patada en el culo, además de castigarme un mes entero a limpiar por él la fosa de la gasolinera en la que trabajaba.

Antes de que me recuerden que no estamos en 1960 déjenme señalar algunas diferencias entre ambas épocas. En 1960 el sentido común estaba repartido equitativamente entre liberales y conservadores. En aquel entonces hasta las personalidades liberales, como el senador por el Partido Demócrata y vicepresidente Hubert Humphrey, insistían en que las armas ocupaban un lugar importante en nuestros hogares puesto que la historia ha demostrado que los gobiernos, incluso los mejores, tienen por costumbre oprimir a la gente indefensa. Imaginen a cualquier demócrata de hoy en día diciendo algo así y en voz alta.

A lo largo y ancho de la América rural y provinciana, la campaña por el control de armas es vista como un intento de arrebatarle al ciudadano el derecho a proteger su hogar de todos esos chalados que andan sueltos y, según la percepción cada vez más generalizada, del autoritarismo del gobierno. La mayoría de la gente de Fort Shenandoah considera la posesión de armas desde este punto de vista, como una manera de pararle los pies a cualquier militar que pretenda franquear el umbral de tu casa. Teniendo en cuenta lo que hemos visto últimamente, no sé yo si no estaría de acuerdo con ellos. De entre todos los temas polémicos —el matrimonio homosexual, el aborto, la discriminación positiva a favor de las minorías, los derechos de los animales— que han dividido al liberalismo americano en bandadas rivales de gansos chillones, la posesión de armas de fuego es el único asunto que afecta a la vida de los votantes de la América profunda. Alcanza a casi todos ellos por igual, incluso a los que no tienen armas. Porque el simple derecho de poseerlas hace que suenen campanas de libertad a sus oídos.

¿Y por qué no? Ahora que tenemos a Michael Savage y Ann Coulter pidiendo a voces que se encierre a los liberales en campos de concentración y que la CIA sea autorizada a realizar detenciones secretas de ciudadanos por tiempo indefinido, y con un gobierno como el de Bush, que ha legalizado la tortura, digo yo que la próxima pregunta que deberíamos formularle a un miembro de la Asociación Nacional del Rifle (ANR) es la siguiente: «¿Qué clase de rifle de asalto cree usted que puedo comprar por trescientos dólares y cuánta munición necesito para evitar que el clásico zombi de unos cien kilos y con carnet de Seguridad Interior me lleve a un campo de concentración?». En la actualidad son cuarenta millones de americanos los que poseen armas. ¿Con quién prefiere que estén, con usted o con ellos?

Vale, no podemos olvidar todos esos casos de niños que encontraron la pistola de papá y sin querer dispararon contra sus hermanitas, pero han sido muy pocos, como veremos. También es cierto que hay muchas armas en manos de un montón de descerebrados que andan sueltos por la calle. Pero mientras no tengamos agallas para acabar con la compra, literalmente, de nuestro sistema político por parte de los grandes negocios, los directivos de la ANR, asociación que está en manos de la industria de las armas (y hay que recordar que sus afiliados no son dementes armados, como aseguran los expertos liberales), y los jefazos de esa propia industria van a seguir siendo los amos de los políticos, y lograrán que los ciudadanos que poseen armas, los payasos desinformados de la izquierda y los grupos que abogan por el control de armas sigan peleándose como perros rabiosos.

Pese a todo lo que he dicho sobre el simbolismo y el profundo sentido que pueden tener las armas para algunos americanos, entre quienes me incluyo, debo confesar que actualmente no hay armas en mi casa. Me interesa más cultivar los cálidos recuerdos del lugar que ocupaban en el legado familiar que el hecho de poseer una. Pero más de setenta millones de americanos, ciudadanos responsables que pagan sus impuestos, poseen y disfrutan de más de doscientos millones de armas. Por tanto, ¿no sería más sensato tomar medidas para acabar con la patología social que conduce al crimen que insistir en el control de las armas de fuego, cosa que sólo sirve para que el liberalismo americano siga perdiendo puntos en cada ciclo electoral?

Durante mi visita a Fort Shenandoah, entro en una cabaña del Regimiento de Caballería n.° 15 de Nueva York situada a orillas del arroyo. Sentado a una mesa que más bien es un tablón grasiento, Ed Cleary entorna los ojos y le da caladas a un cigarrillo Kool al mismo tiempo que se inyecta una dosis de insulina en su blanco y huesudo muslo. Su amigo Charlie Ross, que viste calzoncillos largos y sandalias, está friendo unos huevos encima de la estufa de leña. Charlie me insiste en que coma sentado con ellos a esa mesa sobre la que se extiende una enorme bandera roja manchada de humo, con una foto de Lincoln y un emblema de la Caballería de Nueva York en dorado y azul. Ed y Charlie han venido desde Búfalo, estado de Nueva York, para participar en el torneo nacional de mosquete, quemar un poco de leña en la estufa y tal vez aprovechar que sus mujeres no andan cerca para beber más cerveza de la que sus médicos les permiten. En 1996 Ed se unió a los falsos soldados de caballería que construyeron esta cabaña, justo antes de jubilarse como miembro del cuerpo de policía de Búfalo. Ahora es libre para ir liándola por allí con su colega Charlie, aunque eso no signifique más que freírse unos huevos, rascarse sus enormes y blancas barrigas y tirar al suelo las colillas.

Ed se pone de pie, abre la estufa de leña y golpea suavemente la jeringa usada encima del fuego. Charlie anuncia que los huevos están en su punto. Así que nos sentamos a comer y a conversar. «La gente que viene aquí —explica Charlie— no necesariamente participa en las reconstrucciones de las batallas, aunque lleven uniforme. Pero, eso sí, son todos unos apasionados de los viejos tiempos. En cuanto a nosotros, no hay mucha demanda de soldados de setenta años para la guerra civil, pero seguimos viniendo dos veces al año para asar un poco de carne y quemar unos puñados de pólvora. Para competir en las pruebas de tiro no hay que subir a lo alto de una peña cargado de trastos». Casi como si fuera la prueba de lo que acaba de decir, un hombre muy gordo, con una pierna amputada y vestido con el uniforme de los confederados, pasa junto a la puerta montado en una silla de ruedas eléctrica.

Resulta que Charlie se ha comprado una réplica de una carabina Spenser de 1864 en una feria de por aquí. A raíz de esto sale a colación la mala fama que tiene Virginia, considerada la «capital nacional del tráfico de armas». Algunos congresistas de Washington D.C. y de otras áreas urbanas como Richmond han insistido en que Virginia debe comenzar a exigir de inmediato que se investiguen a fondo los antecedentes de las personas que compren armas en las ferias. El Senado de Virginia, sin embargo, ha bloqueado sistemáticamente los esfuerzos para «acabar con el vacío legal» en relación con el control de armas y autoriza así a la gente a comprar armas de fuego procedentes de proveedores sin licencia tales como coleccionistas y vendedores privados en ferias de ese tipo, sin necesidad de someterse a una investigación de sus antecedentes penales. Entre otras cosas, para un coleccionista de poca monta es difícil poner en marcha un proceso de comprobación de antecedentes. Los defensores del control de armas sostienen que este vacío legal permite a los criminales adquirir armas. Y probablemente así sea, hasta cierto punto.

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