Historias de amor

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

 

Los dieciocho relatos reunidos en Historias de amor tienen como denominador común la relación amorosa contemplada desde la perspectiva de un humorismo distanciador, un escepticismo civilizado y una implícita valoración del sentimiento. Adolfo Bioy Casares explora ese tema eterno a través de una gran variedad de situaciones argumentales, entre ellas la desgracia de un hombre que pierde lo que tiene sin lograr lo que desea, la supervivencia de una mujer en la memoria de dos rivales, la extrañeza de los primeros encuentros, la defensa de la intimidad a través del crimen, una frase que arruina una situación largo tiempo esperada, o la hibernación casual de dos amantes enemistados que se reconcilian cien años después.

Adolfo Bioy Casares

Historias de amor

ePUB v1.0

hermes 10
22.10.12

Título original:
Historias de amor

Adolfo Bioy Casares, fecha de publicación del original.

Editor original: hermes 10 (v1.0)

ePub base v2.0

Palabras

Siempre creí que es agradable que a uno le cuenten cuentos. Muy pronto tuve la oportunidad de comprobar que la realidad y yo no coincidíamos del todo. Cada vez que le anunciaba a Robert Laffont, mi editor francés, un nuevo libro de cuentos, yo sentía que le estaba dando la peor noticia y que él no sabía qué hacer con esos textos, porque sin duda la gente prefiere leer novelas. Para atraer a los lectores, Laffont decidió reunir una selección de mis cuentos en dos volúmenes. Los tituló «Historias fantásticas» e «Historias de amor». Me parecieron títulos acertados porque mis historias fantásticas tienen, por lo general, una historia de amor.

Todos esos relatos, los que escribí a partir de Guirnalda con amores, son más satíricos y también más rápidos, menos elaborados, que los de mis primeros libros. El cambio provino de una suerte de remordimiento. Un día pensé que hasta ese momento yo había escrito sobre lo que no entendía y quizá sobre lo que nadie entendía, que era lo fantástico, y que debía escribir sobre lo que conocía un poco, que eran las mujeres. Historia romana es casi la trascripción de un episodio que me refirió su protagonista; creo que ese primer relato impuso el tono de los demás y me ayudó a componer mis historias de un modo más descansado para los lectores.

Algunas amigas pensaron que en mis cuentos de amor me burlo de las mujeres, porque a veces las presento en situaciones ridículas o frívolas. Les puedo dar mi palabra de que están equivocadas. Todos sabemos que el escritor satírico bromea con lo que más quiere y también con lo que más le duele. Mi vida ha pasado entre mujeres; mis interlocutores más constantes —salvo unos pocos amigos— siempre fueron mujeres; si en mis cuentos deslizo alguna queja, entonces, no es por indiferencia hacia ellas sino porque de alguna forma yo he sido su mártir.

A. B. C.

ENCRUCIJADA

Por la ventana llega el rumor del agua, casi inmóvil, y veo, delicadamente desdibujada, la ribera opuesta, verdosa o azul en la tarde, con las primeras luces titilando en el camino que va a Niza y a Italia. Diríase que no hay límites para la paz de este golfo de Saint-Tropez, pero aquí estoy yo, sin embargo, procurando componer las frases, para reprimir un poco la angustia. Me repito que al término de la narración he de encontrar la salida de esta maraña. Lo malo es que mi maraña se compone únicamente de vacío y descampado, y no sé cómo uno puede salir cuando ya está fuera.

Nos instalamos en el Aïoli, el otro domingo. Amalia, en seguida, quedó embelesada con los muebles y con los cuadros del hotel. Yo le porfío que en materia hotelera sólo cuentan las comodidades, pero debo reconocer que en este aspecto nuestro alojamiento no envidia a ninguno. Muy pronto nos vinculamos a un interesante grupo internacional, integrado por Mme. Verniaz, la mecenas de Ginebra, que no se cansa de agasajar en París a los poetas; sus protegidos, Clarence y Clark, famosos tenistas australianos, a quienes la crítica augura, si perseveran en el juego en pareja (lo que yo tengo por probable), el campeonato mundial de dobles; Bárbara, llamada por los ingleses
Aussie
y por los franceses
Aussi
, una muchacha de Arkansas, una estatua, habría que decir —sin otro defecto que el de estar noche y día al pie de los australianos—, más alta que yo, con el pelo negro, con los ojos celestes y con la piel mejor tostada que he visto: el doctor Cesare Vittorini, hombre joven, pero de lo más apagado, aunque me aseguran que es una celebridad en no sé qué sanatorio de Florencia; y algún otro personaje, no menos pintoresco para quien lo trata. De mañana el grupo se reúne en una playa de verdadera arena, próxima a Sainte-Maxime; a la tarde nos dedicamos al tenis, como jugadores los unos, como espectadores los otros, en el pinar de Beauvallon y a la noche recorremos los casinos o llegamos a Super-Cannes, donde suelen tocar
A media luz, Garufa, Adiós muchachos
y, cuando ando con suerte,
Don Juan
. Ni qué decir que ofrezco a los compañeros lecciones de tango con corte. En toda la zona abundan los
fruits de mer, bouillabaisse
, la
quiche varoise
, la becasina
flambée
y el vinito de Gassin; de modo que yo no me quejo.

En cuanto a mi amiga, declaro que nunca estuvo tan linda, ni tan alegre, ni tan dulce. Esto no tendría nada de extraordinario si la pobre durmiera bien; pero el aire de mar, aunque el de aquí no es el de Mar del Plata, la desvela y noche a noche toma pastillas. Los muchachos del Richmond me habían asegurado: «Hay que viajar solo. Si cargas con mujer, acabas loco y aborreciéndola». Que haya ventajas en viajar solo, no lo niego; pero a lo largo del itinerario —y no es poco lo recorrido antes de llegar a Saint-Tropez— nunca tuve ganas de librarme de Amalia. El mérito, sin duda, le corresponde a ella. ¿Por qué negarlo? Yo la miro con orgullo patriótico. Se habla de la República Argentina, más conocida en estos parajes por Sudamérica, y lo que realmente espera el extranjero es que Amalia y yo seamos un par de negros. Quedan boquiabiertos cuando la ven, con ese aire de inglesita fina (que a mi lado se acentúa, por contraste), blanca, rosada, con el pelo de oro y los ojos azules.

Ayer de mañana, en la playa, nos encontramos con el cuadro habitual: Clarence y Clark, alejándose por las aguas en
pédalo, Mme
. Verniaz, proponiendo a los rayos solares la plenitud del cuerpo, el doctor Vittorini, absorto en algún árido opúsculo. Desde luego, para quien tiene ojos, cada día trae su novedad. La de ayer consistió en que Bárbara no escoltaba, siquiera a la distancia, a la pareja australiana, sino que se paseaba ansiosamente por la ribera, con algo de leona joven. Tenía que ir a Sainte-Maxime antes del mediodía —explicaba a quien la oyera—, antes de que cerraran las tiendas, para buscar unas raquetas que ella había dejado para encordar y que sus amigos necesitaban a la tarde, para un importante partido de entrenamiento. Como hacía calor, mientras yo oía esta cháchara, mi atención pregustaba con delicia la inminente frescura del mar. Vittorini cerró el libro y me preguntó:

—¿No comprende que la muchacha está desesperada porque la lleven? Usted, que tiene coche, hágase ver.

Antes de que yo encontrara respuesta, Bárbara me tomó de las manos y exclamó:

—Gracias, gracias.

Amalia fue la única en defenderme:

—No sean malos —dijo—. Al pobre no le gusta perder un baño.

—¿Y su Alfa Romeo? —pregunté a Vittorini.

—Prometo que mañana estará a disposición de quien lo requiera —contestó, con irritante solemnidad—. Hoy, los mejores mecánicos de la zona, lo ponen a punto, lo afinan. Un motor nervioso, usted sabe, tiene exigencias.

Como en la hora de la derrota es inútil andar con rodeos, subí los pantalones, bajé el
pullover
y dije, con la satisfacción de colocar un epigrama:


Aprés vous
.

La verdad es que esta gente no sabe que para el criollo una frase en otro idioma siempre tiene algo de cómico. Para juntar fuerzas olí el pañuelo, empapado en agua de Colonia, y seguí a la muchacha hasta los pinos, a cuya sombra habíamos dejado el Renault. ¿Recuerdan el lugar? Es tan hermoso que infaliblemente serena el ánimo de quien lo mira. Yo no lo miré. En el breve trayecto manejé de manera automática y, en cuanto a Bárbara, la atendí apenas. Crispado, tenso, pensaba que si Amalia y yo partíamos en la fecha fijada, no cumpliríamos con los veintiún baños que prescribe la hidroterapia.

Ocurrió lo que debía ocurrir. En Sainte-Maxime nos encontramos con que la casa de las raquetas había cerrado y cuando llegamos de vuelta a nuestro punto de partida, Bárbara declaró:

—Yo no bajo. Con las manos vacías no me presento ante Clarence y Clark. No tengo valor. No bajo.

Esta actitud, minutos antes, me hubiera indignado; pero no hay duda de que en un lapso muy corto se operó en mi ánimo un cambio radical. Yo explicaría el fenómeno por los tamaños relativos del Renault y de Bárbara. Los Renault que uno alquila para viajar por Europa corresponden al modelo pequeño. Créanme, adentro de ese cuartito —nuestro automóvil— la muchacha resultaba inmensa e inmediata. Para que Amalia y los amigos no nos vieran desde la playa y pensaran quién sabe qué, puse de nuevo en marcha el automóvil, volví al camino y, poco después, distraídamente, enfilé por uno lateral, que se internaba en el
arrière pays
. Por un rato bastante largo guardamos un silencio notable.

Nada mejor puede uno hacer en medio de esa belleza tan delicada y tranquila.

No he de hallarme del todo libre del
snobismo
del individuo que por haber pasado una temporadita en un lugar, se cree conocedor y señala matices meritorios; pero habla mi corazón cuando afirmo que a la variada y espectacular perfección de la costa, con las rocas que recortan la intensidad de sus rojos contra el azul del cielo y bajo el azul del mar, prefiero la quietud bucólica de estos valles con olor a pasto, de estos caminos empinados, de estos pueblitos viejos y humildes, que ahí nomás, del otro lado de un recodo, están enclavados en el fin del mundo.

—Me muero por hacer una proposición deshonesta —dije en la pendiente de Grimaud.

—Ten cuidado —contestó Bárbara— porque voy a aceptarla.

Detuve el coche y, como en las películas, caímos uno en brazos del otro. No caímos también en el fondo del barranco, porque empuñé a tiempo la palanca del freno. En Grimaud —uno de los famosos
villages perchés
— luego de contemplar el panorama de sierras, valles y mar, bajamos en el Belvedere. Pregunté a la patrona si podía alquilarnos un cuarto.

—Eso no es difícil —respondió.

Llamó a una muchacha, le entregó una llave, le dijo:

—Denise, el once para el señor y la señora.

Seguimos a Denise por una escalera, por un corredor, hasta la puerta del once. La muchacha la abrió, encendió la luz y lo primero que vi fue el deslumbrado rostro de Bárbara. En verdad, no esperaba uno encontrar, dentro de las cuatro paredes de un hotelito de aldea, ese dormitorio admirable. Cubrían el balcón unas cortinas de seda rosada, y el empapelado, de tono gris, tenía escenas que recordaban a Fragonard y a Watteau. En algún momento, Bárbara apagó la luz y en otro abrió las cortinas; en el intervalo de penumbra enfrenté los botones del vestido; no los conté, pero afirmo que había más de veinte. Esos botones impusieron un alto, que me permitió valorar mi suerte. Después, todo pasó como un sueño. La moraleja del episodio es que las vírgenes y los mejores premios de la fortuna se nos dan gratuitamente y que tal vez para restablecer el equilibrio de la justicia resbalan como el agua entre las manos. Yo flotaba aún, mirando el techo, por íntimas lejanías, cuando Bárbara habló:

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