Historias de amor (10 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

Debatí el asunto con mi amigo Narbondo. En el barrio así lo llamamos, a despecho de su verdadero apellido, según creo Rechevsky, por estar al frente de la antigua farmacia de aquel nombre, que en el treinta y tantos compró a un anterior Narbondo, a quien conocíamos por tal, pese a su verdadero apellido, Pérez o García. Alegó el farmacéutico:

—Allá tenemos unos parientes que están muy bien. Explotan una red de estaciones de servicio, desde la costa hasta el Tandil. Ganan más de lo que gastan, usted me entiende, y año tras año levantan un
chalet
. Si quiere le pedimos que le alquilen uno de los mejorcitos.

—¿Cómo no va a querer? —protestó la señora—. Un artista en un cuarto de hotel muere de asfixia.

—Hago la salvedad —dije— de que José Hernández, en hoteles ¡y de entonces! escribió el
Martín Fierro
, ida y vuelta. Un argumento en favor de la vida de hoteles.

—O de la vida de cárceles —observó el farmacéutico—. ¿No redactó Barca, en la cárcel de Henares,
La vida es sueño
? Así le salió.

Hablaban tan rápidamente que usted no tenía tiempo de rectificarlos. Ya insistía la señora:

—Una casita proporciona otra tranquilidad. Con su buena chimenea y la vista al mar, yo misma daría rienda suelta a la inspiración y escribiría una novela.

Me dejé persuadir. «No busco aventuras», reflexioné, «sino condiciones favorables para el trabajo». Los farmacéuticos telegrafiaron a los parientes, los parientes telegrafiaron a los farmacéuticos y yo, en Constitución, me encaramé a un tren y encontré la aventura, la sórdida aventura interminable que es hoy, en esta república, todo trayecto ferroviario. A las cansadas llegué a Mar del Plata, a mi casa, donde por no sé qué agradable generosidad del destino me esperaban imágenes que la señora del farmacéutico evocó en nuestro diálogo: en la chimenea los leños crepitando, en la ventana el mar.

También me esperaban los parientes de Narbondo, el matrimonio Guillot; me entregaron la casa y con delicadeza notable miraron que nada faltara. Yo había pensado: «Prósperos nuevos ricos de una ciudad un tanto materializada. ¡Cruz diablo!». Me llevé una sorpresa. Quizás en Juan Guillot, admitidas la inteligencia, la ilustración, la rectitud, la liberalidad, quedara por perdonar una que otra futesa, innecesaria prueba de que el hombre se hallaba en pleno curso de refinamiento detrás del mostrador; pero su mujer, Viviana, doña Viviana (como todos la llamábamos, aunque tenía menos de veinticinco años), era una persona extraordinaria, en quien no sabía yo si preferir la belleza tan nítida o la gracia, el don de gentes, que me dejaba satisfecho de la vida y de mí. La definí como la esposa perfecta, no sólo para el circunstancial marido comerciante, sino para el potencial cualquiera, artista o escritor.

Cuando partieron abrí la valija, escarbé entre la ropa que me había acomodado la señora del portero —con porfía afloraron objetos relativamente inútiles: una máquina de asentar hojas de afeitar, cuyo fabricante previó tal vez una nueva edad de oro, donde no cupieran la prisa ni la impaciencia, un traje de baño que de sólo verlo usted por las dudas tomaba una aspirina, un bastoncito que requería de quien lo empuñara un coraje superior a mis fuerzas, un catalejo anhelado largamente, que después de comprado quedó en un cajón—, como pude extraje los zapatos con suela de goma, los pantalones de franela, una gruesa tricota con mangas. Con ese conjunto plenamente marrón y con la pipa encendida (pipa y conjunto que me depararon cierta fama, entre las mujeres, de espíritu curioso), me senté frente a la chimenea. Pensé: «Debo comprar una botella de whisky. Con el vaso de whisky en una mano, la pipa y un buen libro en la otra, ¿quién me echa sombra? Completaría el cuadro» reconocí «un perro fiel. De todos modos, con o sin perro, antes de volver a Buenos Aires, me fotografiarán en este rincón. Cuando la novela aparezca, lograré que algún librero exponga la fotografía».

A la otra mañana, con la pipa humeante, me lancé a una caminata por el barrio, operación de reconocimiento que aproveché para comprar yerba, azúcar, whisky, etcétera, en el almacén y para desayunar a cuerpo de rey en la lechería.

Probablemente porque el viajero es pájaro que viaja con la jaula, al entrar en el almacén de Mar del Plata me creí en el almacén de la vuelta de casa, en Buenos Aires: el mismo olor, la misma penumbra, la misma clientela de mujeres bajas, morenas y mustias. En el mostrador, es claro, no estaba el gallego don Faustino: estaba un gallego petisito, ojeroso, pálido, gris, notablemente desaseado, que se llamaba (no tardé en enterarme) don Fructuoso. Esperando el turno, lo veía despachar a las mujeres y pensaba: la identidad de la función borra cualquier diferencia entre don Faustino y don Fructuoso. En este país, aunque de muchas maneras últimamente se rebelaron, hay (por un tiempo breve, quizá) grandes reservas de mujeres tímidas y sumisas. Cuando les toca el turno en el almacén, continúan calladas, con los ojos bajos. Así quedarían interminablemente si el gallego, don Faustino o don Fructuoso, con un tono de cordial palmada en las nalgas no las animara: «Bueno, niña, ¿qué va a llevar?». Sin levantar los ojos, con una voz humilde como laucha que no se atreve a salir de la cueva, la mujer responde: «Y… cien gramos de mondiola». El gallego pesa la mondiola y pregunta: «¿Qué más?». Después de una pausa la mujer dice por lo bajo: «Una latita de mondongo». El gallego empuña la escalera, trepa, vuelve al mostrador, pregunta: «¿Qué más?». La voz queda emite: «Cincuenta de cebollitas en vinagre». Nada indica si el pedido es el último o si una larga lista continuará. El almacenero no ignora que de tales cerebros no hay que exigir la síntesis de un pedido conjunto. Con calma el hombre se encarama en la escalera, baja con la lata, obtiene de la clienta un nuevo pedido, lleva la escalera a otra parte, trepa en busca de otra lata, baja, obtiene otro pedido, vuelve la escalera al lugar de antes, trepa en busca de otra lata. Magnánimo con su tiempo y con el del prójimo, el almacenero acepta este inútil ir y venir, se cobra en familiaridad, en el tono de manoseo con que trata a su clientela. Hay mucha indulgencia de su parte, pero nadie ignora quién manda, quién es el amo; de verdad el gallego es el gallo en el gallinero, un turco en el harén. Me atrevo a creer que para esta relación del almacenero y las clientas, el mismo Freud hubiera encontrado una interpretación psicoanalítica.

Aunque el tiempo era desapacible, frío y ventoso, no tardé en bajar a la playa, pues las casas, con tablones que tapiaban puertas y ventanas, quién sabe por qué me deprimieron.

El mar está lejos, más allá de bañados cubiertos de maleza, que uno cruza por caminitos terraplenados. Llegué, para comprender, al fin de la peregrinación, que sólo quería estar de vuelta. Me alenté: «En una mañana fría, nada más agradable que una caminata». La verdad es que ya en la caminata, la cintura duele, como si hubiera que llevarlo a cuestas el cuerpo pesa, pies y calzado tardan, retenidos por la arena interminable.

En el borde, la arena estaba firme. Del mar se desprendía ingrávida espuma que el viento deslizaba por la playa. Las gaviotas, compañeras únicas en aquella inmensidad, evocaron mis viajes y mis aventuras de alguna encarnación previa, y de pronto, olvidando el cansancio, recorrí un largo trecho, me encontré en el balneario de Atilio Bramante, frente a casa. Por la playa no tengo un punto más próximo. Aun así, para concluir la agotadora travesía debía andar unos trescientos metros (o quinientos ¿quién calcula estas distancias?). Con el pretexto de alquilar una carpa, buscaría al bañero y encontraría una silla. Confundido por la fatiga, estúpidamente olvidé mi verdadero propósito y con la idea fija de dar con el hombre amontoné más cansancio, mientras obstinadamente empujaba mi pobre humanidad por el desierto. Por último llegué a la vivienda de Bramante, en el centro del balneario, una casita de madera, sobre postes, pintada de azul; cuatro altos peldaños llevaban a la puerta de entrada, que estaba al frente, cara al mar; a ambos lados de la puerta había ojos de buey. En uno de ellos, como en un medallón, Bramante fumaba su pipa.

Le pregunté si era él. Sin apartar la pipa de la boca, sin mirarme, rugió, según entendí, afirmativamente.

—¿Puedo pasar? —fue mi segunda pregunta.

Subí y entré. La casa consistía en un cuarto, había un catre, cubierto por una manta gris; lonas apiladas, cuerdas; un cofre de madera, con una calavera pintada y el nombre Bramante; un salvavidas, con el mismo nombre, colgado en la pared; un barómetro y olor de cáñamo, de maderas y de resinas.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—Alquilar una carpa.

—Levanto todo —repuso—. La temporada se acabó. Por cuatro náufragos que quedan…

En esa vaga categoría despectiva, sin duda yo estaba incluido. No era cosa de enojarse: el aspecto del bañero reflejaba un tranquilo y concentrado poder que se me antojaba más que humano, como si procediera de las rocas o del mar, de algún ingrediente elemental de nuestro planeta. Atilio Bramante era corpulento; cobrizo, con la cara cruzada por una cicatriz lívida; con las manos cortas, hirsutas; con una pierna de palo. Vestía gruesa tricota azul, pantalón azul, que se perdía, en la pierna sana, en una bota de goma roja. Con tal individuo, en ese cuartito, yo me imaginaba en un barco, en medio del océano; pero no en un barco de ahora, sino en un velero del tiempo de los piratas y los corsarios. Probablemente el cofre con la calavera, tenía su parte en la ilusión.

—Yo paro en un
chalet
de los Guillot, por eso lo veo.

—Haberlo dicho —reprochó—. En esta casa un amigo de los Guillot manda.

Con el andar torpe y pomposo de un león marino fuera del agua, bajó a la playa, trajo dos sillas de mimbre. Del cofre sacó una botella y vasos.

—¿Ron? —preguntó.

También me convidó con unas galletas revestidas de chocolate, que se llaman Titas, o algo por el estilo, fumamos y conversamos.

Así comenzó una de mis tres o cuatro costumbres de aquella calmosa temporada que abruptamente desembocó en infortunios. El agrado que yo encontraba en los paseos junto al mar, en la pipa, el ron y el diálogo con Bramante, provenía, a lo mejor, de imaginarme en esas actividades y de suponer que me documentaba para alguna meritoria obra futura. En idear pretextos para postergar el trabajo es infatigable el hombre holgazán. ¿De qué me hablaba el bañero? De lejanos recuerdos de niñez, de buques y de tormentas del mar Adriático; del balneario donde nos hallábamos, distinto de todos (en su opinión) y muy superior; del caminito de acceso, que lo enorgullecía casi tanto como el propio hijo, una suerte de Apolo rubio, rojo y robusto, cuyo cuerpo joven, cubierto de vello dorado, tendía a la forma esférica; lo avisté más de una vez, como a un capitán en el puente de mando, en el centro de la herradura de carpas del balneario contiguo. A este hijo, que había formado a su lado, el verano último lo puso al frente de uno de los dos balnearios que regenteaba; el muchacho se portaba a la altura de las circunstancias y a la tarde trabajaba en la estación de servicio, donde el matrimonio Guillot lo trataba «como de la familia», y en las madrugadas de inviernos salía a pescar con la lancha, mar afuera.

Tales diálogos frente al océano duraban hasta el mediodía. Después yo juntaba fuerzas para emprender la vuelta, almorzaba como un tigre en la cantina y cuando llegaba a casa, con buen ánimo para el trabajo, caía en un siestón del que no despertaba del todo hasta la hora del té. Algún pretexto —por ejemplo, preguntarle si conocía a una muchacha para la limpieza— me encaminaba hacia el departamento de doña Viviana, que estaba en los altos de la estación de servicio. Allí, en buena compañía, yo absorbía, sin llevar la cuenta, repetidos tazones de chocolate espeso, más una cantidad notable de factura. Aunque mi conversación era pobre, por un prejuicio en favor de los escritores, del que tardaba en desengañarse, la señora me escuchaba como a un maestro, mientras yo, absorto en la visible suavidad de sus manos blancas, entreveía esperanzas descabelladas. Comportarme de tal manera no me preocupaba demasiado, porque estaba borracho por el aire fuerte y la digestión.

Los Guillot tenían un hijo: un gordo de tres o cuatro años que rodeaba en un silencioso y terco triciclo la mesa donde tomábamos el chocolate. Yo debía estar bastante enamorado de la madre, pues el chiquillo —por lo general, no los veo— me interesaba. Que al dirigirse a ella la llamara doña Viviana, me parecía una irrefutable prueba de personalidad. Un chico es un loro que repite lo que oye: yo sabía esto, pero lo había olvidado.

Mirando al gordo, una tarde afirmé:

—Sobrevivimos en la obra. Por eso hay que hacerla con amor.

Por todo Viviana se ruborizaba. Misteriosa y encantadoramente ruborizada, replicó:

—Qué disparate. La obra reemplaza al autor y no hay más que resignarse. ¿De verdad usted cree que revive Chopin cada vez que toco un nocturno? ¿Cuando alguien lea la historia de Flora, de Urbina y de Rudolf, dentro de cien años, el autor sonreirá en su tumba?

—Hablamos en serio —protesté, molesto y halagado de que me citara.

—No hay que renegar de las criaturas —declaró—. Yo sé que no sobreviviré en mi hijo, pero estoy contenta de que sea él quien me reemplace.

Pensé: nadie reemplaza a nadie. También: está contenta porque piensa que de algún modo su vida sigue en el vástago. Pero no me atreví a hablar, porque sabía que no encontraría las palabras, ni me atreví a decirle que yo deseaba un hijo, porque adiviné que la frase, en aquel momento, sonaría a vulgaridad.

Mayor audacia desplegué en mis tratos con Dorila, la muchacha que la señora Viviana me mandó diariamente para barrer, fregar y planchar. Al principio me llevé una desilusión, me dije que por ese lado no había esperanzas y la bauticé la Mataca. Era baja, de color cobrizo, de pelo negro, de cara ancha, de frente angosta, de ojos pequeños, bastante apartados el uno del otro y sesgados. Me ocurrió algo inexplicable: mientras procuraba pensar en mi novela, de algún modo yo seguía por la casa los movimienos de esta mujer joven. Días u horas de convivencia bajo un mismo techo operan en las personas auténticas metamorfosis. Perplejos asistimos al paulatino florecimiento de encantos: una insospechada morbidez en el brazo, o aquella región inexplorada entre la oreja y la nuca, blanca como los lados crudos de un pan, investida de no sé qué deseable intimidad, o los ojos, que de pronto revelan una ferocidad en la que uno quisiera entrar como en las aguas de un río. Desde luego me refrenaba el peligro del paso en falso que llegara a oídos de doña Viviana. Me hubiera muerto de vergüenza, aunque lo más probable es que tal extremo resultara innecesario, a juzgar por las familiaridades acordadas por la Mataca a repartidores y medio mundo. Presumo que hubo entre ella y yo un acuerdo tácito y que nos deslizamos, no sin vértigo de mi parte, hasta lo que se llama el mismo borde.

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