Historias de amor (6 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

—¡Cómo cambió!

—No crea —dijo—. Si descubren que me escapé, me matan, me ponen en penitencia. ¿Quiere que le cuente mis amores romanos?

La áurea Filis, de mirada virginal y gritos de pájaro, me refirió que un caballero de la corte papal —lo vi en una fotografía dedicada, casi gordo en su impecable levitón blanco— le había pedido la mano. La escena ocurría en un restaurante de Roma y no recuerdo la contestación que le dio la muchacha, pero recuerdo que lo ofendió pidiendo, al
maître d' hôtel
, un
beefsteak
.

—Es viernes —observó el caballero.

—Ya sé —respondió Filis.

—Entonces ¿cómo se atreve a comer carne?

—Soy argentina y en mi país no hacemos vigilia todo el año.

—Estamos en Roma, soy caballero de la corte papal y aquí observamos la vigilia todos los viernes del año.

—No volveré a comer carne los viernes. Pero ya he pedido y no me gusta molestar al mozo diciéndole que no la traiga.

—Prefiere apenarme a mí.

(Yo no quería confesar, me dijo Filis, que tenía hambre).

Trajeron el
beefsteak
, un tentador
beefsteak
, y Filis, con ademanes de irritada resignación, no lo tocaba, lo dejaba en el plato.

El novio preguntó:

—Y ahora ¿por qué no come?

—Porque no quiero apenarlo —contestó ella.

—Ya que lo ha pedido, cómalo —concedió él, desdeñosamente.

Filis no esperó que insistiera; todavía enojada, pero con apuro y con placer, devoró el
beefsteak
. El novio exclamó con voz dolida:

—Nunca hubiera esperado este golpe.

—¿Qué golpe?

—Todavía se burla. Que coma esa carne, que martirice mi sensibilidad.

—Usted dijo que la comiera.

—La puse a prueba y fue un desencanto —comentó el caballero.

Pocos días después la llevó, sin embargo, a la playa de Ostia. Hacía mucho calor y al promediar la tarde el caballero confesó:

—Usted me turba. Aunque me duela decirlo, no callaré: la deseo.

Filis le contestó que si no la hacía suya esa tarde misma, no volverían a verse. El noble se arrodilló, le besó la mano y casi llorando le dijo que ella no debía permitirle esos malos pensamientos: que muy pronto iban a casarse; que muy pronto ella sería princesa. Filis le explicó entonces que era argentina y que en su país la nobleza no significaba nada; que en Buenos Aires y en cualquier parte ella era una persona de familia conocida y, además, rica; que sus padres tenían estancias y que un noble europeo era, en cambio, un artículo bastante sospechoso. Ella misma, a pesar de quererlo y de no dudar de la pureza de sus sentimientos, no podía disimularse la íntima convicción de que él planeaba un matrimonio de conveniencia… Todo esto ocurría en el tren que los llevaba de vuelta a Roma, entre una multitud que llenaba los asientos y los pasillos, que mascaba sandwiches, y que parecía muy próxima, en ese cálido atardecer.

Cuando llegaron, Filis preguntó a su novio dónde pensaba llevarla y el cortesano balbuceó vaguedades en que se mezclaban nombres de restaurantes y nombres de cinematógrafos. Filis, implacablemente, repitió su amenaza: o la hacía suya o no volvería a verla. Entonces el novio pasó a explicar que en Roma no había dónde ir.

—No hay hoteles para parejas —decía entre orgulloso y desesperado.

—¿Y no tienes un departamento?

—¿Un departamento, para llevar amigas? Nadie lo tiene en Roma. Habría que ser muy rico. Me contaron que antes de la guerra…

—Llevame a cualquier parte —insistió Filis, añadiendo argentinamente—: Para eso sos hombre.

Mientras tanto vagaban por calles interminables. Cuando Filis vio, en una esquina, a una prostituta, encontró la solución. Dijo:

—Vamos a la casa de esa mujer.

—Imposible hablarle —se defendió el novio—. No podemos acercarnos los dos juntos; no puedo dejarte sola y acercarme yo.

—Entonces yo le hablaré.

El novio procuró disuadirla; repitió: «¿Cómo voy a llevarte a la casa de una mujer de la vida?». Intentó variantes: «¿Cómo vamos a contaminar nuestra primera noche de amor con la sordidez del cuarto de una desdichada?». Filis, sin mirarlo y con voz cortante, preguntó:

—¿Vas vos o voy yo?

El cortesano papal se resolvió, por fin; habló con la mujer, y los tres se encaminaron a la casa de ella. No iban juntos; la mujer caminaba unos metros adelante, sola. A él le aterraba la idea de que pudieran verlo con una prostituta; a Filis no le importaba que la vieran o no. Como la prostitución callejera está prohibida en Roma, cada vez que aparecía algún gendarme, el caballero pasaba angustias; aunque no iban con la mujer, quería huir y obligaba a Filis a que lo siguiera. ¿Qué se hubiera dicho si lo hubieran detenido —a él, un caballero de la corte papal— por andar mezclado con prostitutas? Filis le explicaba que no iban con la prostituta y que, precisamente, por ser caballero de la corte papal no se atreverían a detenerlo. Muchas veces, en esa peregrinación por las angostas callejuelas de la vieja Roma, perdieron a la mujer; muchas veces, con alivio, el caballero declaró que la habían perdido definitivamente y muchas veces Filis lo obligó a seguir buscando; siempre la encontraron y después de recorrer un oscuro, estrecho y maloliente laberinto, llegaron a la casa. El cuarto de la mujer tenía las paredes cubiertas de estampas; sobre la pequeña mesa de luz había un grupo considerable de estatuas de santos y de los barrotes de la cama colgaban las desteñidas coronas del último domingo de Ramos. El caballero declaró que esos testigos le hacían más difícil aún la tarea que tenía por delante. En la contigua cocina, la mujer freía algo y con golpes de cacerolas manifestaba su impaciencia.

—La pobre necesita el cuarto para otros clientes —explicó, acaso con superfluidad, Filis.

Pero el novio no hacía más que temblar y sudar. Filis repitió su amenaza; a las cansadas, el hombre cumplió, como pudo, con su deber y declaró que Filis era una mujer adamantina. Cuando se despidieron de la dueña de casa, ésta había recuperado la cortesía; les deseó mucha felicidad y, mostrando con un ademán circular las estampas y las estatuas, la bendición del cielo.

UNA AVENTURA

Creo que fue Mildred quien descubrió el mejor lugar para tomar el té. Ahora me acuerdo: era de tarde, caminábamos por el vasto y abandonado parque de Marly, me cansé inopinadamente, sentí que la sangre se me enfriaba en las venas y dije, en tono de broma, que una taza de té sería providencial. Mildred gritó, y señaló algo por encima de mi hombro. Me volví. Yo debía de estar muy débil, porque me incliné a pensar que por voluntad de mi amiga había surgido, en ese momento, en pleno bosque, el pabellón de La Trianette. Instantes después una muchacha, llamada Solange, nos condujo hasta nuestra mesa, en un jardín minuciosamente florido, encuadrado en un muro bajo, descascarado, cubierto de hiedra, que parecía muy antiguo. Había poca gente. En una mesa próxima conversaban una señora, rodeada de niños, y un cura. Por una de las ventanas de los cuartos de arriba se asomaba una pareja abrazada, que miraba lánguidamente a lo lejos. Fue aquél uno de esos momentos en que la extrema belleza de la luz de la tarde glorifica todas las cosas y en los que un misterioso poder nos mueve a las confidencias. Mildred, con una vehemencia que me divertía, hablaba de Interlaken y de lo feliz que había sido allí. Afirmaba:

—Nunca vi tantos hombres guapos. Quizá no fueran sutiles ni complejos, pero eran gente más limpia, de alma y de cuerpo, que los escritores. Yo les digo a mis amigas: Cuídense de los escritores. Son como los sentimentales que define —¿lo recuerdas?— el tonto de Joyce. No había escritores en Interlaken: tal vez por eso el aire era tan puro. Pasábamos el día afuera, en la nieve, al sol, y volvíamos a beber tazones de humeante Glühwein, a comer junto al fuego donde crepitaban troncos de pino. Bailábamos todas las noches. Si te dijera que una vez me besaron, mentiría. Tú no lo creerás ni los comprenderás: la gente era limpia de espíritu.

A ella la cortejaba Tulio, el más guapo de todos. Respetuoso y enamorado, se resignaba a las negativas y hallaba consuelo describiendo las fiestas que ofrecería para que los amigos la conocieran, si ella condescendía a bajar a Roma. Mildred volvió a Londres, al hogar y al marido. ¡Cómo la recibieron! Diríase que para el color del rostro del marido las vacaciones de Mildred en Interlaken resultaron perjudiciales. Nunca lo vio tan pálido, ni tan enclenque, ni tan colérico, ni tan preocupado con problemas pequeños. Una cuenta impaga había enmudecido el teléfono. No sé qué percance de un flotante había dejado las cañerías sin agua. La cocinera se había incomodado con la criada y ambas habían abandonado la casa. El marido formuló brevemente la pregunta «¿Cómo te fue?», para en seguida animarse con otras: ¿Ella creía que eran millonarios? Gastaron tantas libras y tantos chelines en leña. ¿La pesaron? Y tantas libras en el mercado. La cocinera llevaba todas las noches envoltorios repelentes. ¿Alguien exigió alguna vez que mostrara el contenido? Por cierto, no. Sin embargo, aun los países más atrasados fijan controles en la frontera. ¿Quién no tuvo, en la aduana, alguna experiencia desagradable? Nuestra cocinera, por lo visto.

¿Qué comería él esa noche? No importaba que él comiera o no; importaba que trabajara en las pruebas de Gollancz, pródigas en erratas, y que pagara las cuentas. Sobre todo, que pagara las cuentas. ¿Tres vestidos largos y una capita de colas de astracán eran indispensables? ¿Ella creía que si no hablaba de las cuentas y las dejaba para que él las pagara mientras en Interlaken se acumulaban otras, todo se olvidaría? Nada se olvidó. El monólogo concluyó en portazos y a la tarde Mildred visitó la compañía de aviación y las oficinas del telégrafo. A la mañana siguiente partió para Roma.

En el aeródromo la esperaba Tulio. Con ropa de ciudad parecía otra persona; era notable la rapidez con que había perdido el tinte bronceado. Mientras los funcionarios trataban de valijas y de pasaportes, Tulio inquirió:

—¿Cómo van los trámites del divorcio?

—No hice nada, no pensé en eso.

—No volverás a tu marido —prometió Tulio, con firme ternura—. Pondremos todo en manos de un abogado de mi familia. Obrará en el acto. Nos casaremos cuanto antes. Hoy mismo te llevaré a nuestra propiedad de campo.

Algo debió ocurrir en la expresión de Mildred, porque Tulio aclaró rápidamente:

—En la propiedad de campo, muy cercana a Roma, más allá del lago Albano, a unos cuarenta minutos, a treinta y cinco en mi nuevo Lancia, a treinta y dos, vivirás en ambiente hogareño, junto a buena parte de la familia de tu amado: la
mamma
, el
babbo
, el
nonno, sorellas y fratelli
, que van y vienen, la
cugina carnale
, Antonietta Loquenzi, que está firme, por así decirlo, la
zia
Antonia, y la alegre banda de
nipoti
.

Cargaron las valijas y Mildred subió en el automóvil.

—¿No miras la joya mecánica? ¿no felicitas al feliz propietario? —inquirió Tulio, fingiéndose ofendido—. Te ruego que me des tu aprobación.

Como le abrieron la puerta, Mildred bajó.

—Está muy nuevo —dijo, y volvió a subir.

Tulio, mientras manejaba, precisaba pormenores técnicos: sistema de cambios, caballos de fuerza, kilómetros por hora. Al rato interrogó:

—Dime una cosa, mi amada ¿qué te decidió a venir a Roma?

Aunque la cuestión era previsible, se encontró poco preparada para responder. La verdad es lo mejor, se dijo; pero la verdad ¿no suponía ser desleal con uno y descortés con otro? En ese instante, un automóvil los pasó; Tulio sólo pensó en alcanzarlo y dejarlo atrás. Mildred reflexionó que debía agradecer el respiro que le daban; sin embargo, estaba un poco resentida. Cuando dejaron atrás al otro automóvil, Tulio, sonriendo, exclamó:

—¡Convéncete! ¡No hay rival! ¡Éste es el automóvil de la juventud deportiva!

Hubo un largo silencio. Tulio preguntó:

—¿De qué hablábamos?

—No sé —contestó ella, brevemente.

Mientras buscaba una respuesta —porque Tulio insistía— advirtió que estaban cerca del lago Albano y que no faltaría mucho para llegar a la propiedad donde esperaba la familia. Bajando los ojos, murmuró:

—Yo prefiero que hoy no me lleves a tu casa. Les dices que llego, tal vez, mañana, que no llegué.

Bruscamente, Tulio detuvo el automóvil.

—Y… —balbuceó, mirándola— ¿pasarás la noche conmigo en Roma?

—Es claro.

—Gracias, gracias —prorrumpió él, besándole las manos.

Sin entender el fenómeno, Mildred notó que las manos se le mojaban. Cuando comprendió que Tulio estaba llorando, se dijo que ella debía conmoverse y le dio el primer beso cariñoso.

Con evoluciones espectaculares, casi temerarias, emprendieron el regreso, rumbo a Roma.

—Iremos a un restaurante donde nadie nos vea —afirmó Tulio, recuperando, luego de enjugadas las lágrimas, su agradable seguridad varonil.

El olor a comida los recibió en la calle y se espesó en el interior de la fonda, que era bastante desaseada.

Tulio habló por teléfono con la familia. Sentada a la mesa, lo esperaba Mildred, pensando: Debo agradecerle que me haya traído aquí. Quiere protegerme. No es como tantos otros que se divierten en exhibir a sus amigas. Ese gusto mío porque me exhiban tiene mucho de vulgar. En cuanto a mi preferencia por el comedor blanco y dorado de cualquier hotel, sobre el
bistró
más encantador, es un capricho de malcriada.

En la sobremesa, Tulio conversó animadamente, como si quisiera postergar algo.

—¿Vamos? —preguntó Mildred y recordó a las muchachas que en las calles de Londres acosaban a su marido.

—Es claro, vamos —convino Tulio, sin levantarse—. Vamos, pero ¿dónde?

—A un hotel —contestó Mildred, ocupada con los guantes y la cartera.

—¿A un hotel? ¿A un albergo?

—Es claro. A un albergo.

—¿Y tu reputación?

—Esta noche no me importa mi reputación —declaró Mildred, tratando de mostrarse contenta.

Como reparó en que Tulio quería besarle las manos, se quitó los guantes; pero cuando pensó que su amigo nuevamente lloraría de gratitud, le dijo, para distraerlo y también para que no se repitiera con el hotel la experiencia del restaurante:

—Quiero que me lleves al mejor hotel de Roma. Al más tradicional, al más lujoso, al más caro. Al Grand Hotel.

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