Historias de amor (19 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

Como guiado por el diablo en persona Rivero preguntó:

—Usted dijo que algunas, cuando el cliente las confunde…

—Juegan a ser chicas buenas, a pasar una tarde de amor. Sin ir más lejos, una antigua compañera del bar.

—¿De atrás de la Magdalena?

—De atrás de la Magdalena. ¿Le digo lo que pienso? Yo digo: Esa conducta no es sana, ni propia de una profesional. Es la conducta de una aficionada, de una mujer deshonesta.

—Su compañera trabaja en el bar.

—Trabajaba. Ahora la señora ha conseguido una parada de privilegio. Saint-Philippe-du-Roule, nada menos. Se llama Mimí, pero ni siquiera es francesa. Alemana, lo juro. ¿El secreto del éxito en este país? Venir del extranjero. Se quedan con todo lo mejor. ¿No ves? Tú mismo, un extranjero, me tienes a mí. ¿Qué más quieres?

AD PORCOS

Aquel sábado a la mañana, en Montevideo, cuando volví al hotel, a preparar las valijas y pagar la cuenta, tropecé con un compatriota, un viejo tenorio rosarino, que en su molino harinero había encontrado la fuente de Juvencia. Por lo menos, mantenía a perpetuidad un airecillo juvenil, aunque no fresco, sino afantochado, a causa del curioso colorido del pelo a la altura de las sienes. En diversas oportunidades me aseguró que «el secreto residía en el germen de trigo». Este señor, de cuyo nombre apenas recuerdo las sílabas mi y ni, me arrinconó contra una columna del hall y en tono confidencial declaró:

—Malas noticias. Parece que el gobierno va a impedir los viajes al Uruguay. Grotesco. Todo lo que quiera. Constitucionalmente imposible. Por lo tanto, verosímil.

Tal vez dijo
lo viajes
. Pregunté si la noticia era de buena fuente. Contestó:

—De buena.

Trajo a colación el germen del trigo, y yo, ni corto ni perezoso, me alejé. No me dirigí hacia la Caja, sino hacia la calle, pues la sola idea de que me vedaran las visitas a Montevideo me infundió una viva ansiedad por diferir la partida. No podía diferirla por mucho tiempo; lo haría por veinticuatro o por cuarenta y ocho horas (por un número de horas considerable e indefinido) y mientras tanto me daría la satisfacción de no fijar fecha. Por la Ciudad Vieja vagué sin rumbo, despidiéndome de zaguanes y de esquinas. Me pregunto si tales arranques románticos afloran espontáneamente o si nos conmovemos ante nosotros mismos porque nos imaginamos héroes de episodios novelescos.

Almorcé en un gran hotel, dormí una amplia siesta y me llevé a pasear, en un doble faetón de alquiler, por Pocitos y por Carrasco. Cuando el conductor quiso mostrarme el aeródromo de Carrasco, le ordené en seguida:

—Pegue la vuelta.

El punto espinoso era la noche. No podía meterme, como en una ocasión cualquiera, en un cinematógrafo. Además, ya había visto los dos o tres
films
que probablemente no llegaran a Buenos Aires. Bajé del coche en la Pasiva, porque era temprano, y estiraría un poco las piernas, mirando vidrieras, antes de comer a cuerpo de rey en el Águila. Curiosearía, de afuera nomás, el teatro Solís, pues ya sabía, por instinto, que no era para mí la función. Dieran lo que dieran, no entraría en la sala. A lo largo de los años me he mantenido a prudente distancia de gran parte de los espectáculos públicos; del teatro clásico francés, por ejemplo, para no mentar el español. Si la humanidad y yo nos pareciéramos, hace tiempo que la ópera habría callado. No digo esto con arrogancia; hablo con la humildad de quien conoce y acata sus propias limitaciones.

Leí el programa. Esa noche cantaban: «
La condenación de Fausto
, leyenda en cuatro partes, de Héctor Berlioz». No me había engañado el instinto: se trataba de una suerte de ópera y ahí adentro yo me hallaría fuera de lugar. Como el protagonista de Estanislao del Campo, si ustedes recuerdan.

Sin embargo,
La condenación de Fausto
no era una ópera. Así lo dio a entender una señora de peinado caótico y de aspecto intelectual, que junto a la boletería alentaba a un hombre (un pobre hermano mío, tal vez). Le explicaba:

—Nada temas. No encontrarás la acción dramática de las óperas, ni esa falsedad que te espanta. Un oratorio y, qué más quieres, música de Berlioz.

A pesar de las circunstancias apuntadas yo no me considero un
imbecile musicale
. Más aún: con mi dejo de
snobismo
alardeo de afición por la música. El
snobismo
intuitivamente nos orienta en la dirección prestigiosa.

—Hum —discurrí con prontitud—. Berlioz. Sin duda un exquisito. Sin duda un inolvidable. Lo que busco para jalonar esta última noche. También: qué oportunidad para aumentar el bagaje cultural.

Yo me sabía al borde de un error, pero no me ponía a salvo. Diríase que el Mefistófeles del oratorio o lo que fuera me tendía sus redes. Intenté alguna defensa:

—Vamos por partes —reflexioné, aparentando flema—. Veamos a qué hora levantan el telón.
Nulla da fare
: a las veinte y treinta. Demasiado temprano. No me queda tiempo para comer. La comida es, ya se sabe, sagrada.

No hay duda de que Mefistófeles o su abogado se ocupaban de mí. En el acto argumenté:

—Si quiero que esta noche no se parezca a las otras ¿por qué no cenar después del teatro, de acuerdo a la prestigiosa tradición de los grandes calaveras?

Ustedes me vieran frente a la boletería, primero esperando turno, después comprando mi entrada. No sé por qué se me ocurrió que en tal momento yo procedía como un mono amaestrado. Buena parte de nuestra conducta a lo mejor es propia de animales amaestrados.

Cuando ocupé el asiento advertí con abrumadora claridad la magnitud del error cometido. Atado a esa platea pasaría quién sabe cuántas horas. ¿Qué me retenía ahí? En parte, el gasto (considerable, pero no exorbitante). Yo era demasiado tímido para apersonarme al boletero a gestionar una devolución y carecía del temple necesario para levantarme y, ante el suspenso de toda la sala, arrojar al aire, en ademán de suprema liberación, la entrada hecha bollo y con paso airoso recuperar la noche de afuera. ¿Salir tan pronto no configuraba el acto de un loco? El lector que haya sobrellevado temporadas en ciudades lejanas habrá descubierto, como yo, que la soledad, con su interminable monólogo interior y el rosario de nimias decisiones —ahora hago esto, ahora aquello— peligrosamente se parece a la locura.

Yo tenía la platea a mitad de fila, de modo que para salir molestaría a una larga ristra de espectadores. Como el asiento a mi izquierda estaba vacío, me animé a salir en esa dirección, cuando noté que por ahí justamente avanzaba una señora de blanco. La señora se sentó a mi lado, y yo murmuré: «La suerte está echada. Me quedo».

Entonces me pregunté cómo sabía yo que Berlioz era un músico seguro, un nombre que el aficionado puede manejar sin temor al traspié. Es claro, Cecilia me había hablado de él; Cecilia, por la profusión de sabiduría tan superior a mí como los gigantes del Renacimiento italiano a los hombrecitos de nuestro siglo. Fuimos amigos la vida entera, y el momento de llegar a algo más, no recuerdo claramente cómo, se nos pasó (cuando pasa no vuelve, lo explicó ella misma). Hoy nos vemos tarde y nunca, pues no vivimos en el mismo continente. Cecilia acompaña a su marido, pinche diplomático hace poco despachado a cierto oscuro apostadero de la Europa Central; pensándolo bien, el tiempo corre, quizás a estas horas el hombre esté por fin encaramado, sea todo un embajador maduro para la jubilación y el desecho. Cuando llaman al marido a la cancillería —una penitencia, anda intratable, lo obligan a que trabaje y, como si no bastara el insólito castigo, le pagan en moneda nacional— yo dejo caer a todo el mundo y me dedico a Cecilia. Aquella noche en mi platea del teatro Solís arribé a la siguiente conclusión: «No cabe error: distingo a Cecilia entre las otras mujeres, como a una persona real entre figuras dibujadas en un papel. Es la mujer de mi vida, aunque sólo hay amistad entre nosotros». De pronto recordé su frase: «Berlioz, para cualquiera, un gran compositor de segundo orden y, para los que entendemos, uno de los pocos y únicos músicos».

Rompió la orquesta en afinaciones y demás prácticas previas. A mí me ganó una duda, que volvió penosa mi permanencia en el teatro. Ya no estaba seguro de que el sacrificio redundara favorablemente para el bagaje cultural, porque me pregunté si la frase de Cecilia no se refería más bien a Gluck y si yo no padecía una confusión, desde luego muy perdonable. El recuerdo de no sé qué guerra de piccinista y gluckistas —únicamente Cecilia me hablaba de esos temas— ahondaba mi recelo. Si no había que admirar a Berlioz ¿para qué yo estaba ahí? ¿Para crearme una penosa dificultad? ¿Para que me corroyera —hasta cuándo— la inquietud de saber si la música escuchada me gustaba o no?

Con la sana intención de distraerme de tales cavilaciones examiné a la vecina. No sólo estaba vestida de blanco; era blanca. Una piel pálida, demasiado pálida; sé perfectamente que para comentar a esas carnes descoloridas lo que se recomienda es la mueca reprobatoria; pero yo estoy cansado de fingir, lo confesaré, ¡no soy muy delicado!: para mí representan una variedad, no menos interesante que otras, del eterno femenino de Goethe.

Cecilia, que en su frivolidad de mujer bonita lleva oculta una mente activa y nada común, más de una vez me ha dicho que la vista y el tacto son dos niveles de un solo sentido. Me parece que la veo pontificar con su pedantería encantadora: «Si te miran mucho te sientes tocado. Aunque no la mencionen los tratadistas, hay una sensibilidad, sutil pero indudable, que nos avisa que nos miran». Mi vecina confirmó estas verdades. Tras de cambiar de postura en la platea, pausadamente —habría que decir: apenas pausadamente— me miró. Quedé alterado. Además de blanca era muy linda. Lo era de un modo peculiar, extraño y exquisito, más capaz, lo creí en aquel momento, de provocar un vivo arranque de atracción que un sentimiento duradero. Después de mirarla cerré los ojos, tal vez para serenarme, e imaginé largas siluetas en un friso con jeroglíficos, imaginé a una reina egipcia, cuya cabeza reprodujeron últimamente infinidad de revistas, y a una actriz de cinematógrafo que representó el papel de esa reina, o quizás el de Cleopatra. Volviendo a la muchacha de blanco, la juzgué belleza un poco rara para la mujer de mi vida, pero tan única, tan extrema, que si pasaba de largo y la perdía de nuevo en el mundo sin haberla estrechado entre los brazos, sin haberla mirado y conocido, el desconsuelo no tendría fin. Ya lo dije, cuando mucho monologamos en la soledad, bordeamos la locura.

Con caracoleo de semental emprendí el asedio. Me jugaba el todo por el todo: si la vecina me observaba fríamente yo estaba perdido, pues entregado a tales maniobras tal vez resulto ridículo. Intuí la salvadora posibilidad de que la destinataria de la demostración la valorara como justo homenaje y excluyera, por inoportuna, cualquier actitud irónica. Plenamente resuelto me lancé a la carga. En el acto sofrené. Las personas que ocupaban asientos a continuación de mi vecina ¿la acompañaban? Llegó sola, pero ¿no llegaría tarde, no sería del grupo? La simple idea de un incidente me incomodaba, créanme ustedes. Cuchicheaban entre sí; ella se mantenía callada. Entonado por esta circunstancia, me volqué de nuevo al ataque. Estaba en eso cuando otra duda clavó su lanceta. A lo mejor no consiguieron asientos juntos, a lo mejor había un marido, novio o quién sabe qué, emboscado en algún imprevisible lugar de la vasta sala, y yo daría un paso en falso, me expondría a miradas burlonas de la pareja, a pullas o tal vez a una peor humillación. Mientras tanto la función había empezado. Llevábamos un buen rato de canto y música, y sólo yo en el auditorio no miraba hacia adelante, no seguía el espectáculo. De pronto sentí una ofuscación pasajera, palpitaciones, un grato calor en el cuerpo. Recuerdo que me dije: «No puede ser». ¿Qué ocurría? En los delicados labios de la vecina se había esbozado una sonrisa, lo que significaba nada menos que el reconocimiento de mi existencia, el principio del diálogo. ¡El diálogo! ¡Un camino, recto o tortuoso, que me conduciría a la meta! Para retomarlo había que esperar hasta la caída del telón. No sé qué irreprimible seguridad, acaso una verdadera fe, volvía grata la expectativa: como si yo me sometiera de buen grado a las reglas del juego por saber intuitivamente que el juego ya estaba ganado y que sus reglas y dificultades llegarían a ser muy pronto un mérito adicional del premio. Noté después un leve movimiento de cabeza, que me conminaba —discreta, secretamente— a dirigir al escenario la atención. Para no parecer terco obedecí. Creí que no había dificultad en lo que me pedían. No tardé en advertir mi error. Esa cara blanca, nítida y breve, con delicadas efusiones rosadas, involuntariamente atraía mis ojos. ¿Involuntariamente? Una nueva duda me sobresaltó. ¿Me encontraba yo ante lo increíble, ante una profesional? Las sospechas tienen verdadero talento para hallar su confirmación. Está sola, argumenté, porque es una profesional en procura de trabajo. Si me atraían los planos blancos y rosados de la cara, la acuática profundidad azul de los ojos, ¿importaba mucho, preguntarán ustedes, la circunstancia de obtenerlos por dinero? En su fuero interno todo hombre incluye a un sobreviviente de la edad de piedra, pletórico de grosera vanidad, manejado por ideas de amor propio, conquista, presa cobrada y demás vulgaridades análogas. «Pero ¿habrá profesionales tan finas?» me dije, mirando las manos de la muchacha de blanco. «En el extranjero ¡qué sé yo!».

El entreacto puso coto a la suspicacia. Nuestros pasos divergieron despreocupadamente, para convergir luego en un rincón del
foyer
. Con prodigiosa naturalidad nos hablamos. Quedé supeditado al diálogo; tal vez pude desdoblarme lo necesario para advertir uno que otro signo de progreso; no para vigilar a mi interlocutora ni para juzgarla. Tan favorable aparecía la fortuna, que propuse:

—¿Por qué no vamos a comer por ahí?

—¿Cuándo? —preguntó.

—Ahora mismo —exclamé.

En seguida me explicó que
La condenación de Fausto
era una obra de gran belleza.

—El que se distrae —aseguró— comete un crimen. Por favor, escuche la tercera y la cuarta parte, que van a empezar.

Creo que a esa altura el tema de la profesional tuvo otra aparición en mi conciencia. Vino con el recuerdo de un desvencijado cinematógrafo que hubo frente a la plazoleta de Dorrego y que demolieron después. Apalabrado el cliente, me dije, estas mujeres no se quedaban hasta el fin de la vista. Es claro que la vista, con raras excepciones puramente pornográficas, trataba de alguna enfermedad secreta ¡nada del otro mundo como diversión o como estímulo! A diferencia de la deprimente pantalla, el local, un galpón infecto, resultaba alegre, con mucho movimiento, corridas por la platea, que sonaban como redobles, y risas ahogadas. El recuerdo, con su carga efusiva, tuvo resultado práctico, pues me convenció de la ventaja de no quedar como tonto, de por si acaso comunicar a la muchacha, no torpemente, sino por alguna salida reidera, la circunstancia que pondría a cubierto el amor propio. Sólo me faltaba encontrar cuanto antes el modo de colocar, con la apogiatura oportuna, más de una frase del tenor de «te conozco mascarita».

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