Historias de amor (15 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

—Es un accidente —afirmó Julia—. A la larga se convencerán. Ahora mismo la policía no descarta la posibilidad de que la señora esté sana y buena, extraviada quién sabe dónde. Por eso no hablan de la plata, para que a nadie se le ocurra darle un palo en la cabeza.

Era un luminoso día de mayo. Hablaban junto a la ventana, tomando sol.

—¿Qué serán los elementos de juicio? —interrogó Arévalo.

—La plata —aseguró Julia—. Nada más que la plata. Alguno habrá ido con el cuento de que la señora viajaba con una enormidad de plata en la valija.

De pronto Arévalo preguntó:

—¿Qué hay allá?

Un numeroso grupo de personas se movía en la parte del camino donde se precipitó el automóvil. Arévalo dijo:

—Lo descubrieron.

—Vamos a ver —opinó Julia—. Sería sospechoso que no tuviéramos curiosidad.

—Yo no voy —respondió Arévalo.

No pudieron ir. Todo el día en la hostería hubo clientes. Alentado, quizá, por la circunstancia, Arévalo se mostraba interesado, conversador, inquiría sobre lo ocurrido, juzgaba que en algunos puntos el camino se arrimaba demasiado al borde de los acantilados, pero reconocía que la imprudencia era, por desgracia, un mal endémico de los automovilistas. Un poco alarmada, Julia lo observaba con admiración.

A los bordes del camino se amontonaron automóviles. Luego, Arévalo y Julia creyeron ver en medio del grupo de automóviles y de gente una suerte de animal erguido, un desmesurado insecto. Era una grúa. Alguien dijo que la grúa no trabajaría hasta la mañana, porque ya no había luz. Otro intervino:

—Adentro del vehículo, un regio Packard del tiempo de la colonia, localizaron hasta dos cadáveres.

—Como dos tórtolas en el nido, irían a los besos, y de pronto ¡patapún! el Packard se propasa del borde, cae al agua.

—Lo siento —terció una voz aflautada—, pero el automóvil es Cadillac.

Un oficial de Policía, acompañado de un señor canoso, de orión encasquetado y gabardina verde, entró en
La Soñada
. El señor se descubrió para saludar a Julia. Mirándola como a un cómplice, comentó:

—Trabajan ¿eh?

—La gente siempre imagina que uno gana mucho —contestó Julia—. No crea que todos los días son como hoy.

—Pero no se queja ¿no?

—No, no me quejo.

Dirigiéndose al oficial de uniforme, el señor dijo:

—Si en vez de sacrificarnos por la repartición, montáramos un barcito como éste, a nosotros también otro gallo nos cantara. Paciencia, Matorras. —Más tarde, el señor preguntó a Julia—: ¿Oyeron algo la noche del suceso?

—¿Cuándo fue el accidente? —preguntó ella.

—Ha de haber sido el viernes a la noche —dijo el policía de uniforme.

—¿El viernes a la noche? —repitió Arévalo—. Me parece que no oí nada. No recuerdo.

—Yo tampoco —añadió Julia.

En tono de excusa, el señor de gabardina anunció:

—Dentro de unos días tal vez los molestemos, para una declaración en la oficina de Miramar.

—Mientras tanto ¿nos manda un vigilante para atender el mostrador? —preguntó Julia.

El señor sonrió.

—Sería una verdadera imprudencia —dijo—. Con el sueldo que paga la repartición nadie para la olla.

Esa noche Arévalo y Julia durmieron mal. En cama conversaron de la visita de los policías; de la conducta a seguir en el interrogatorio, si los llamaban; del automóvil con el cadáver, que aún estaba al pie del acantilado. A la madrugada Arévalo habló de un vendaval y tormenta que ya no oían, de las olas que arrastraron el automóvil mar adentro. Antes de acabar la frase comprendió que había dormido y soñado. Ambos rieron.

La grúa, a la mañana, levantó el automóvil con la muerta. Un parroquiano que pidió anís del Mono, anunció:

—La van a traer aquí.

Todo el tiempo la esperaron, hasta que supieron que la habían llevado a Miramar en una ambulancia.

—Con los modernos gabinetes de investigación —opinó Arévalo— averiguarán que los golpes de la vieja no fueron contra los fierros del automóvil.

—¿Crees en esas cosas? —preguntó Julia—. El moderno gabinete ha de ser un cuartucho, con un calentador Primus, donde un empleado toma mate. Vamos a ver qué averiguan cuando les presenten a la vieja con su buen sancocho en agua de mar.

Transcurrió una semana, de bastante animación en la hostería. Algunos de los que acudieron la tarde en que se descubrió el automóvil, volvieron en familia, con niños, o de a dos, en parejas. Julia observó:

—¿Ves que yo tenía razón?
La Soñada
es un lugar extraordinario. Era una injusticia que nadie viniera. Ahora la conocen y vuelven. Nos va a llegar toda la suerte junta.

Llegó la citación de la Brigada de Investigaciones.

—Que me vengan a buscar con los milicos. —Arévalo protestó.

El día fijado se presentaron puntualmente. Primero Julia pasó a declarar. Cuando le tocó su turno, Arévalo estaba un poco nervioso. Detrás de un escritorio lo esperaba el señor de las canas y la gabardina, que los visitó en
La Soñada
; ahora no tenía gabardina y sonreía con afabilidad. En dos o tres ocasiones Arévalo llevó el pañuelo a los ojos, porque le lloraban. Hacia el final del interrogatorio, se encontró cómodo y seguro, como en una reunión de amigos, pensó (aunque después lo negara) que el señor de la gabardina era todo un caballero. El señor dijo por fin:

—Muchas gracias. Puede retirarse. Lo felicito —y tras una pausa, agregó en tono probablemente desdeñoso— por la señora.

De vuelta en la hostería, mientras Julia cocinaba, Arévalo ponía la mesa.

—Qué compadres inmundos —comentó él—. Disponen de toda la fuerza del gobierno y sueltos de cuerpo lo apabullan al que tiene el infortunio de comparecer. Uno aguanta los insultos con tal de respirar el aire de afuera, no vaya a dar pie a que le apliquen la picana, lo hagan cantar y lo dejen que se pudra adentro. Palabra que si me garanten la impunidad, despacho al de la gabardina.

—Hablas como un tigre cebado —dijo riendo Julia—. Ya pasó.

—Ya pasó el mal momento. Quién sabe cuántos parecidos o peores nos reserva el futuro.

—No creo. Antes de lo que suponen, el asunto quedará olvidado.

—Ojalá que pronto quede olvidado. A veces me pregunto si no tendrán razón los que dicen que todo se paga.

—¿Todo se paga? Qué tontería. Si no cavilas, todo se arreglará —aseguró Julia.

Hubo otra citación, otro diálogo con el señor de la gabardina, cumplido sin dificultad y seguido de alivio. Pasaron meses. Arévalo no podía creerlo, tenía razón Julia, el crimen de la señora parecía olvidado. Prudentemente, pidiendo plazos y nuevos plazos, como si estuvieran cortos de dinero, pagaron la deuda. En primavera compraron un viejo sedan Pierce-Arrow. Aunque el carromato gastaba mucha nafta —por eso lo pagaron con pocos pesos— tomaron la costumbre de ir casi diariamente a Miramar, a buscar las provisiones o con otro pretexto. Durante la temporada de verano, partían a eso de las nueve de la mañana y a las diez ya estaban de vuelta, pero en abril, cansados de esperar clientes, también salían a la tarde. Les agradaba el paseo por el camino de la costa.

Una tarde, en el trayecto de vuelta, vieron por primera vez al hombrecito. Hablando del mar y de la fascinación de mirarlo, iban alegres, abstraídos, como dos enamorados, y de improviso vieron en otro automóvil al hombrecito que los seguía. Porque reclamaba atención —con un designio oscuro— el intruso los molestó. Arévalo, en el espejo, lo había descubierto: con la expresión un poco impávida, con la cara de hombrecito formal, que pronto aborrecería demasiado; con los paragolpes de su Opel casi tocando el Pierce-Arrow. Al principio lo creyó uno de esos imprudentes que nunca aprenden a manejar. Para evitar que en la primera frenada se le viniera encima, sacó la mano, con repetidos ademanes dio paso, aminoró la marcha; pero también el hombrecito aminoró la marcha y se mantuvo atrás. Arévalo procuró alejarse. Trémulo, el Pierce-Arrow alcanzó una velocidad de cien kilómetros por hora; como el perseguidor disponía de un automovilito moderno, a cien kilómetros por hora siguió igualmente cerca. Arévalo exclamó furioso:

—¿Qué quiere el degenerado? ¿Por qué no nos deja tranquilos? ¿Me bajo y le rompo el alma?

—Nosotros —indicó Julia— no queremos trifulcas que acaben en la comisaría.

Tan olvidado estaba el episodio de la señora, que por poco Arévalo no dice ¿por qué?

En un momento en que hubo más automóviles en la ruta, hábilmente manejado el Pierce-Arrow se abrió paso y se perdió del inexplicable seguidor. Cuando llegaron a
La Soñada
habían recuperado el buen ánimo: Julia ponderaba la destreza de Arévalo, éste el poder del viejo automóvil.

El encuentro del camino fue recordado, en cama, a la noche; Arévalo preguntó qué se propondría el hombrecito.

—A lo mejor —explicó Julia— a nosotros nos pareció que nos perseguía, pero era un buen señor distraído, paseando en el mejor de los mundos.

—No —replicó Arévalo—. Era de la policía o era un degenerado. O algo peor.

—Espero —dijo Julia— que no te pongas a pensar ahora que todo se paga, que ese hombrecito ridículo es una fatalidad, un demonio que nos persigue por lo que hicimos.

Arévalo miraba inexpresivamente y no contestaba. Su mujer comentó:

—¡Cómo te conozco!

Él siguió callado, hasta que dijo en tono de ruego:

—Tenemos que irnos, Julita ¿no comprendes? Aquí van a atraparnos. No nos quedemos hasta que nos atrapen —la miró ansiosamente—. Hoy es el hombrecito, mañana surgirá algún otro. ¿No comprendes? Habrá siempre un perseguidor, hasta que perdamos la cabeza, hasta que nos entreguemos. Huyamos. A lo mejor todavía hay tiempo.

Julia dijo:

—Cuánta estupidez.

Le dio la espalda, apagó el velador, se echó a dormir.

La tarde siguiente, cuando salieron en automóvil, no encontraron al hombrecito; pero la otra tarde, sí. Al emprender el camino de vuelta, por el espejo lo vio Arévalo. Quiso dejarlo atrás, lanzó a toda velocidad el Pierce-Arrow; con mortificación advirtió que el hombrecito no perdía distancia, se mantenía ahí cerca, invariablemente cerca. Arévalo disminuyó la marcha, casi la detuvo, agitó un brazo, mientras gritaba:

—¡Pase, pase!

El hombrecito no tuvo más remedio que obedecer. En uno de los parajes donde el camino se arrima al borde del acantilado, los pasó. Lo miraron: era calvo, llevaba graves anteojos de carey, tenía las orejas en abanico y un bigotito correcto. Los faros del Pierre-Arrow le iluminaron la calva, las orejas.

—¿No le darías un palo en la cabeza? —preguntó Julia, riendo.

—¿Puedes ver el espejo de su coche? —preguntó Arévalo—. Sin disimulo nos espía el cretino.

Empezó entonces una persecución al revés. El perseguidor iba adelante, aceleraba o disminuía la marcha, según ellos aceleraran o disminuyeran la del Pierce-Arrow.

—¿Qué se propone? —con desesperación mal contenida preguntó Arévalo.

—Paremos —contestó Julia—. Tendrá que irse.

Arévalo gritó:

—No faltaría más. ¿Por qué vamos a parar?

—Para librarnos de él.

—Así no vamos a librarnos de él.

—Paremos —insistió Julia.

Arévalo detuvo el automóvil. Pocos metros delante, el hombrecito detuvo el suyo. Con la voz quebrada, gritó Arévalo:

—Voy a romperle el alma.

—No bajes —pidió Julia.

Él bajó y corrió, pero el perseguidor puso en marcha su automóvil, se alejó sin prisa, desapareció tras un codo del camino.

—Ahora hay que darle tiempo para que se vaya —dijo Julia.

—No se va a ir —dijo Arévalo, subiendo al coche.

—Escapemos por el otro lado.

—¿Escaparnos? De ninguna manera.

—Por favor —pidió Julia— esperemos diez minutos.

Él mostró el reloj. No hablaron. No habían pasado cinco minutos cuando dijo Arévalo:

—Basta. Te juro que nos está esperando del otro lado del recodo.

Tenía razón: al doblar el recodo divisaron el coche detenido. Arévalo aceleró furiosamente.

—No seas loco —murmuró Julia.

Como si del miedo de Julia arrancara orgullo y coraje aceleró más. Por velozmente que partiera el Opel no tardarían en alcanzarlo. La ventaja que le llevaban era grande: corrían a más de cien kilómetros. Con exaltación gritó Arévalo:

—Ahora nosotros perseguimos.

Lo alcanzaron en otro de los parajes donde el camino se arrima al borde del acantilado: justamente donde ellos mismos habían desbarrancado, pocos meses antes, el coche con la señora. Arévalo, en vez de pasar por la izquierda, se acercó al Opel por la derecha; el hombrecito desvió hacia la izquierda, hacia el lado del mar; Arévalo siguió persiguiendo por la derecha, empujando casi el otro coche fuera del camino. Al principio pareció que aquella lucha de voluntades podría ser larga, pero pronto el hombrecito se asustó, cedió, desvió más y Julia y Arévalo vieron el Opel saltar el borde del acantilado y caer al vacío.

—No pares —ordenó Julia—. No deben sorprendernos aquí.

—¿Y no averiguar si murió? ¿Preguntarme toda la noche si no vendrá mañana a acusarnos?

—Lo eliminaste —contestó Julia—. Te diste el gusto. Ahora no pienses más. No tengas miedo. Si aparece, ya veremos. Caramba, finalmente sabremos perder.

—No voy a pensar más —dijo Arévalo.

El primer asesinato —porque mataron por lucro, o porque la muerta confió en ellos, o porque los llamó la policía, o porque era el primero— los dejó atribulados. Ahora tenían uno nuevo para olvidar el anterior, y ahora hubo provocación inexplicable, un odioso perseguidor que ponía en peligro la dicha todavía no plenamente recuperada… Después de este segundo asesinato vivieron felices.

Unos días vivieron felices, hasta el lunes en que apareció, a la hora de la siesta, el parroquiano gordo. Era extraordinariamente voluminoso, de una gordura floja, que amenazaba con derramarse y caerse; tenía los ojos difusos, la tez pálida, la papada descomunal. La silla, la mesa, el cafecito y la caña quemada que pidió, parecían minúsculos. Arévalo comentó:

—Yo lo he visto en alguna parte. No sé dónde.

—Si lo hubieras visto, sabrías dónde. De un hombre así nada se olvida —contestó Julia.

—No se va más —dijo Arévalo.

—Que no se vaya. Si paga, que se quede el día entero.

Se quedó el día entero. Al otro día volvió. Ocupó la misma mesa, pidió caña quemada y café.

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