Historias de amor (13 page)

Read Historias de amor Online

Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

Puedo, pues, darme por bien servido, sobre todo cuando no recuerdo que en las relaciones de amor, si una persona influye en otra, lo habitual es que esto ocurra desde el principio. Después de muchos años ¿a santo de qué influirá uno? ¿Por qué Emilia dejó de ir al club? ¿Por qué no recae en sus aventuras nocturnas? ¿Por mí? Asustado, como el enfermo que en medio de la noche se pregunta si no tendrá un mal sin cura, yo me pregunto si no se habrá deslizado otro hombre en la vida de Emilia.

Ahora le contaré lo que pasó en nuestra fiestita, señor Grinberg. En lo más ardiente del verano hay una fecha que celebramos, Emilia y yo, con una fiestita. Yo compro en Las Violetas un pollo de chacra y me ingenio para obtener el
champagne
chileno, preferido de Emilia, quien por su parte contribuye al banquete con almendras y otros manjares, cuyo mérito principal consiste en ser elegidos por ella. Este año temí que se complicaran las cosas, ya que en la misma noche inauguraban en el club una
kermesse
, con baile y tómbola, y se revelaría a las doce el resultado de una rifa que Emilia deseaba ganar. El premio era un mantón de Manila.

«Si me toca el mantón, lo pongo sobre el piano» declaró Emilia, riendo, porque sabe que un mantón sobre un piano es el colmo del mal gusto y porque sabe también que ella tiene una personalidad bastante fuerte para poner, sin riesgo, el mantón sobre el piano y lograr para ese rincón de la casa el encanto de lo que es típico de otros medios o de otras épocas. «Sobre el mantón pongo a Mabel» continuó Emilia, riendo a más y mejor. Mabel es una muñeca de trapo, con la que todavía juega.

Creo conocer a Emilia, haber advertido, a lo largo del tiempo, abundantes pruebas de su impaciencia y de su curiosidad, de modo que no me permití ilusión alguna sobre el cumplimiento normal de nuestro aniversario. Cargada de envoltorios, mi amiga llegó más temprano que de costumbre. Trajo uvas, almendras, una botella de salsa Ketchup y hasta una palta. Como hacía calor, yo abrí de par en par la ventana. Emilia dice que un cuarto cerrado la ahoga. Poco antes de la medianoche, en alguna casa contigua, un hombre de voz vibrante y rica, empezó a cantar
El Barbero de Sevilla
. A mí la ventana abierta me incomodaba, no sólo por los enérgicos
Fígaro qua, Fígaro la
que conmovían el centro mismo del cráneo, sino por un vientito sutil que acabaría por resfriarme; pero no me atreví a cerrar, porque Emilia siempre clama por ventilación, al punto de que en pleno invierno me tiene con todo abierto. Imagine usted, señor Grinberg, mi sorpresa, cuando preguntó:

—¿No te sofocas, de verdad, si cierro?

La miré interrogativamente: no sabía si agradecer una amabilidad o festejar una broma.

—Se invirtieron los papeles —exclamé—. ¿Jugamos a que uno es el otro?

No me oyó, porque el reloj con picapedreros que tengo sobre la chimenea se puso a dar las doce. Emilia partió a la cocina, en busca del
champagne
, que se enfriaba en el hielo. Caminó de un modo extraño. Cuando volvió con la botella y los vasos, nuevamente la observé. Descubrí entonces lo que había de extraño en su modo de caminar: un no sé qué masculino. Mi convicción de que Emilia estaba imitándome fue muy viva.

De repente se me ocurrió que su premura en llegar y ahora esa corridita para buscar el
champagne
y las copas ocultaban el propósito de partir cuanto antes. «Está procurando formular una frase aceptable» pensé «que empiece con
Bueno
y, después de una pausa, proponga, en tono inofensivo,
vamos hasta el club, entro para ver si gané la rifa
y
en cinco minutos me tienes de vuelta
». No ignoro de lo que es capaz una mujer en un baile. Me vi en la esquina del club, esperando durante horas y preví que de esa noche yo guardaría un recuerdo triste.

Hablo de la impaciencia de Emilia, pero la mía no es menor. Por salir de la duda yo estaba dispuesto a anticipar, a provocar la resolución que tanto temía. Diciéndome que era generoso, que si Emilia deseaba algo yo debía contentarla, aun a costa de mi propia ruina, pregunté:

—¿Vamos al club, a ver si ganaste el mantón?

Su respuesta me dejó atónito. Emilia replicó:

—Ni locos. ¿Para qué? ¿Para saber hoy que perdí la rifa? Saberlo mañana es igual.

Un enamorado tiene mucho de tonto y de suicida. Yo insistí:

—¿Pero, Emilia, vas a aguantar hasta mañana la incertidumbre?

—Yo creo —contestó— que uno debe edificar su casita y hacer la cama en la incertidumbre. Total, en la vida, nada hay seguro.

La miré sin comprender. En su cabeza una peluca blanca no me hubiera parecido más postiza que tales palabras en su boca; reconozco, sin embargo, que habló con naturalidad.

En seguida se recostó, miró el vacío, con ojos redondos, fijos; una sonrisa que no le conocía —arrogante, obscena, un tanto feroz— afloró a sus labios. Quién sabe por qué la sonrisa aquella me contrariaba profundamente. Murmuré algo para arrancar a mi amiga de su abstracción. ¿Cómo me pidió que callara? Dijo:

—Por favor, Emilia, no hables, no me interrumpas, que estoy pensando.

Ya sé: hay mujeres que por vanidosa afectación emplean su nombre para interpelarse en voz alta; pero Emilia habló conmigo.

¿En ella se cumplía el ideal de todos los enamorados, de confundirse con la persona querida, y realmente creía que ella era yo y que yo era ella? ¿Por qué tardo tanto, me pregunté, en comprender que la suerte me entrega, en su pureza perfecta a una muchacha enamorada? Trémulo de gratitud, estreché su mano. Ay, esa mano no estrechó la mía; diríase que Emilia se había alejado y que la dejó por olvido. Recordé entonces la frase que mi amiga pronunció minutos antes:
Yo creo que uno debe edificar su casita y hacer la cama en la incertidumbre. Total, en la vida, nada hay seguro
. La frase no es de ella, me dije, ni mía tampoco. Rápidamente razoné: Hay personas impacientes (como Emilia y como yo) y hay personas que reprimen la impaciencia. Entre estas últimas no faltan ejemplares pintorescos, como el predicador inglés del parque Chacabuco. Y usted mismo, señor Grinberg ¿no me dijo en una oportunidad: «Lo espero sin apuro. En la vida no se apure, si quiere salirme bueno»? Todo esto no significa que usted sea mi rival ni que lo sea el inglés del parque; hay más gente capaz de formular la frase aquella; lo que todo esto significa es que no sólo hay otro hombre en la vida de Emilia, sino que Emilia, cuando está conmigo, remeda a ese otro, cuando me besa, imagina que el otro está besándola y cuando la beso imagina que ella está besando al otro.

Me turbé demasiado para ocultar mi despecho; ignoro si Emilia lo advirtió. Durante una semana traté de no verla. Eso no era vida. Cuando volvió a casa me pareció que me daba a entender, aun sin hablarme, que existía el otro. Sin duda estaba jugando, con la puerilidad y buena fe propias de su carácter, a ser él. Tal vez mi situación parezca un poco absurda y bastante innoble. Pero ¿no es absurdo todo amor? ¿De verdad Fulanita será tan maravillosa? ¿Estará Fulanito justificado en desvivirse por ella? Y ¿por qué es más noble el amor retribuido que el desinteresado y sin esperanza? Tal vez piense usted que yo soy el más infortunado de los hombres. Yo sé que sin Emilia no lo sería menos. Usted dirá que tenerla como la tengo no es tenerla. ¿Hay otra manera de tener a alguien? Aunque vivan juntos, los padres y los hijos, el varón y la mujer ¿no saben que toda comunicación es ilusoria y que en definitiva cada cual queda aislado en su misterio? Yo sólo pido que mi rival no la trate demasiado bien, porque entonces ella me dejaría, y que no la trate demasiado mal, porque entonces ella, que lo imita, me trataría muy mal a mí. Últimamente cruzamos un período borrascoso, pero por fortuna pasó.

CAVAR UN FOSO

Raul Arévalo cerró las ventanas y las persianas, ajustó los pasadores, uno por uno, cerró las dos hojas de la puerta de entrada, ajustó el pasador, giró la llave, colocó la pesada tranca de hierro.

Su mujer, acodada al mostrador, sin levantar la voz dijo:

—¡Qué silencio! Ya no oímos el mar.

El hombre observó:

—Nunca cerramos, Julia. Si viene un cliente, la hostería cerrada le llamará la atención.

—¿Otro cliente, y a medianoche? —protestó Julia—. ¿Estás loco? Si vinieran tantos clientes no estaríamos en este apuro. Apaga la araña del centro.

Obedeció el hombre; el salón quedó en tinieblas, apenas iluminado por una lámpara, sobre el mostrador.

—Como quieras —dijo Arévalo, dejándose caer en una silla, junto a una de las mesas con mantel a cuadros—, pero no sé por qué no habrá otra salida.

Eran bien parecidos, tan jóvenes que nadie los hubiera tomado por los dueños. Julia, una muchacha rubia, de pelo corto, se deslizó hasta la mesa, apoyó las manos en ella y, mirándolo de frente, de arriba, le contestó en voz baja, pero firme:

—No hay.

—No sé —protestó Arévalo—. Fuimos felices, aunque no ganamos plata.

—No grites —ordenó Julia.

Extendió una mano y miró hacia la escalera, escuchando.

—Todavía anda por el cuarto —exclamó—. Tarda en acostarse. No se dormirá nunca.

—Me pregunto —continuó Arévalo— si cuando tengamos eso en la conciencia podremos de nuevo ser felices.

Dos años antes, en una pensión de Necochea, donde veraneaban —ella con sus padres, él solo—, se habían conocido. Desearon casarse, no volver a la rutina de escritorios de Buenos Aires y soñaron con ser los dueños de una hostería, en algún paraje apartado, sobre los acantilados, frente al mar. Empezando por el casamiento, nada era posible, pues no tenían dinero. Una tarde que paseaban en ómnibus por los acantilados vieron una solitaria casa de ladrillos rojos y techo de pizarra, a un lado del camino, rodeada de pinos, frente al mar, con un letrero casi oculto entre los ligustros:
Ideal para hostería. Se vende
. Dijeron que aquello parecía un sueño y, realmente, como si hubieran entrado en un sueño, desde ese momento las dificultades desaparecieron. Esa misma noche, en uno de los dos bancos de la vereda, a la puerta de la pensión, conocieron a un benévolo señor a quien refirieron sus descabellados proyectos. El señor conocía a otro señor, dispuesto a prestar dinero en hipoteca, si los muchachos le reconocían parte de las ganancias. En resumen, se casaron, abrieron la hostería, luego, eso sí, de borrar de la insignia las palabras
El Candil
y de escribir el nombre nuevo:
La Soñada
.

Hay quienes pretenden que tales cambios de nombre a trasmano, estaba quizá mejor elegido para una hostería, traen mala suerte, pero la verdad es que el lugar quedaba de novela —como la imaginada por estos muchachos— para recibir parroquianos. Julia y Arévalo advirtieron por fin que nunca juntarían dinero para pagar, además de los impuestos, la deuda al prestamista, que los intereses vertiginosamente aumentaban. Con la espléndida vehemencia de la juventud rechazaban la idea de perder
La Soñada
y de volver a Buenos Aires, cada uno al brete de su oficina. Porque todo había salido bien, que ahora saliera mal les parecía un ensañamiento del destino. Día a día estaban más pobres, más enamorados, más contentos de vivir en aquel lugar, más temerosos de perderlo, hasta que llegó, como un ángel disfrazado, mandado por el cielo para probarlos, o como un médico prodigioso, con la panacea infalible en la maleta, la señora que en el piso alto se desvestía, junto a la vaporosa bañadera donde caía a borbotones el agua caliente.

Un rato antes, en el solitario salón, cara a cara, en una de las mesitas que en vano esperaban a los parroquianos, examinaron los libros y se hundieron en una conversación desalentadora.

—Por más que demos vuelta los papeles —había dicho Arévalo, que se cansaba pronto— no vamos a encontrar plata. La fecha de pago se viene encima.

—No hay que darse por vencido —había replicado Julia.

—No es cuestión de darse por vencido, pero tampoco de imaginar que hablando haremos milagros. ¿Qué solución queda? ¿Cartitas de propaganda a Necochea y a Miramar? Las últimas nos costaron sus buenos pesos. ¿Con qué resultado? El grupo de señoras que vino una tarde a tomar el té y nos discutió la adición.

—¿Tu solución es darse por vencido y volver a Buenos Aires?

—En cualquier parte seremos felices.

Julia le dijo que «las frases la enfermaban»; que en Buenos Aires ninguna tarde, salvo en los fines de semana, estarían juntos; que en tales condiciones no sabía por qué serían felices, y que además, en la oficina donde él trabajaría, seguramente habría mujeres.

—A la larga te gustará la menos fea —concluyó.

—Qué falta de confianza —dijo él.

—¿Falta de confianza? Todo lo contrario. Un hombre y una mujer que pasan los días bajo el mismo techo, acaban en la misma cama.

Cerrando con fastidio un cuaderno negro, Arévalo respondió:

—Yo no quiero volver, ¿qué más quiero que vivir aquí?, pero si no aparece un ángel con una valija llena de plata…

—¿Qué es eso? —preguntó Julia.

Dos luces amarillas y paralelas vertiginosamente cruzaron el salón. Luego se oyó el motor de un automóvil y muy pronto apareció una señora, que llevaba el chambergo desbordado por mechones grises, la capa de viaje algo ladeada y, bien empuñada en la mano derecha, una valija. Los miró, sonrió, como si los conociera.

—¿Tienen un cuarto? —inquirió—. ¿Pueden alquilarme un cuarto? Por la noche, nomás. Comer no quiero, pero un cuarto para dormir y si fuera posible un baño bien calentito…

Porque le dijeron que sí, la señora, embelesada, repetía:

—Gracias, gracias.

Por último emprendió una explicación, con palabra fácil, con nerviosidad, con ese tono un poco irreal que adoptan las señoras ricas en las reuniones mundanas.

—A la salida de no sé qué pueblo —dijo— me desorienté. Doblé a la izquierda, estoy segura, cuando tenía que doblar a la derecha, estoy segura. Aquí me tienen ahora, cerca de Miramar, ¿no es verdad?, cuando me esperan en el hotel de Necochea. Pero ¿quieren que les diga una cosa? Estoy contenta, porque los veo tan jóvenes y tan lindos (sí, tan lindos, puedo decirlo, porque soy una vieja) que me inspiran confianza. Para tranquilizarme del todo quiero contarles cuanto antes un secreto: tuve miedo, porque era de noche y yo andaba perdida, con un montón de plata en la valija y hoy en día la matan a uno de lo más barato. Mañana a la hora del almuerzo quiero estar en Necochea. ¿Ustedes creen que llego a tiempo? Porque a las tres de la tarde sacan a remate una casa, la casa que quiero comprar, desde que la vi, sobre el camino de la costa, en lo alto, con vista al mar, un sueño, el sueño de mi vida.

Other books

Love's Deception by Nelson, Kelly
The Secret Year by Jennifer R. Hubbard
The Legend by Augustin, G. A.
Because of You by T. E. Sivec
The Poisoned Arrow by Simon Cheshire
Silver by Cairns, Scott
The Man Who Loved Birds by Fenton Johnson
Tameka's Smile by Zena Wynn
Southern Hospitality by Sally Falcon