Historias de amor (5 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

Por poco que te muevas
,

despiertan mis angustias
,

y él había exclamado: Es verdad. ¿Cómo pedir a un ser tan vivo como Emilia, que permaneciera quieta a su lado, que no fuera inconstante? No pidió nada, pero el milagro de fidelidad ocurrió. Tal vez por eso ahora se hallaba en medio de una soledad tan extrema, sin nadie para compartir el dolor. El cansancio de los últimos días lo llevó a pensar en imágenes; poco menos que soñando despierto, se vio a sí mismo como un jardinero de tumbas. «Todos los viernes pondré aquí un ramo de rosas», murmuró, «para compensar las calas que traerán esas mujeres».

Cuando advirtió que el individuo había partido, lentamente emprendió el camino de vuelta. Cruzó lugares abiertos y desolados, bajó hasta la plaza y a la sombra de los árboles de la calle Artigas, en la tibieza del aire y en un olor de hojas presintió la todavía lejana primavera. Un piano, en una de las casas próximas, tocaba una marcha, circense y trivial, que no oía desde hacía tiempo. Recordó a Argüello, o Araujo ¿cómo se llamaba su antecesor? Era éste un personaje borroso, que nunca lo inquietó. Por lo que había colegido, la conoció a Emilia cuando ella tenía menos de veinte años, y probablemente se valió de la circunstancia. Nada concreto le había dicho Emilia contra ese primer amor —era incapaz de ello—, pero sin lugar a dudas le dio a entender que en su vida había contado poco. El episodio no tenía otro significado que el de probar lo ciega y lo cruda que era la juventud.

Se detuvo para cruzar la calle. Miró su casa: el frente de imitación piedra, la angosta y oscura puerta de madera, los dos balcones laterales, los de arriba (en previsión de un piso alto); se admiró de que alguna vez todo eso le hubiera parecido alegre. Abrió la puerta y entró como en un sepulcro.

Aquella tarde no pudo renunciar a una convicción absurda. Cuando llamaban a la puerta, acudía temblando de esperanza. A pesar de que había llevado una vida retirada, se encontró con que tenía numerosos amigos, y a pesar de las particularidades de su luto, las visitas se sucedían a las visitas. Él recordaba otras, de un ayer que había quedado muy cerca y muy lejos: ni bien cerraba los ojos, creía ver a Emilia, llegando un poco atrasada, agitada por haber corrido, y creía sentir en el rostro la frescura de su piel; pero nada fuera de lo regular ocurrió hasta el viernes por la mañana, cuando acudió al cementerio, con un ramo de rosas blancas. Apenas ajado, como si estuviera allí desde la víspera, encontró sobre la tumba un ramo de rosas rojas. Por dos motivos el hecho le extrañó: porque se le hubieran anticipado con la ofrenda, las hermanas, y porque desafiando las convenciones, hubieran elegido flores de color. Opinó que el azar era capaz de todo. Transcurrieron siete días y olvidó el asunto. El viernes acudió a la tumba, con sus rosas blancas. Ahí encontró, por cierto, un nuevo ramillete de rosas rojas.

Aunque resolvió no pensar más, caviló bastante por aquellos días, hasta la mañana del jueves, en que tuvo una inspiración. Apresuradamente se dirigió a un puesto, donde compró flores. En Rivadavia subió a un taxímetro. Muy pronto había depositado su ofrenda y estaba un poco perplejo, sin saber qué hacer. Mientras erró por el cementerio, los minutos pasaron con señalada lentitud. Descorazonado, cruzó el pórtico y en la soleada escalinata se detuvo un instante; se volvió, para dar otra oportunidad al destino, y en el fondo de la alameda oblicua divisó con estupor la escena que toda la mañana había previsto y esperado: el hombre colocando en la tumba las rosas rojas.

Su repugnancia de las cosas de la muerte, un tanto neurótica y obsesiva, lo había llevado a tomar por empleado de pompas fúnebres al hombre que rondaba en un automóvil negro, por la casa de Emilia, en los días del accidente. Ahora recordaba una fotografía de Araujo, que había mirado distraídamente años atrás. El hombre era Araujo.

Si no quería que lo sorprendieran ahí, debía alejarse cuanto antes. Aún se demoró un poco. Partió luego, caminando despacio. Todo el día esperó; esperó sin inquietud, como quien está seguro. A las diez de la noche llamaron a la puerta. Antes de abrir, sabía con quien iba a encontrarse. Araujo le dijo:

—Caminando se conversa mejor. Sobre todo, caminando de noche. ¿No quiere dar una vuelta?

Por Bacacay y por Avellaneda bajaron hasta Donato Alvarez; rodearon la plaza Irlanda; volvieron al oeste por Neuquén. Durante horas caminaron y hablaron plácidamente de la mujer que habían querido. Araujo explicó:

—No le llevo flores de muertos, porque me parecen una afrenta para Emilia. ¡En ella la vida era evidente! —Después de una pausa agregó—: Tenía algo sobrenatural, sin embargo.

Él pensó: «Yo no lo había advertido, pero es verdad». Aunque aparentemente contradictoria con algunas afirmaciones anteriores, encontró que no era menos cierta otra observación de Araujo:

—Porque era sobrenatural, debemos ahora conformarnos. Tal vez nunca perteneció a este mundo.

En algún momento lo molestó que alguien la hubiera conocido mejor que él y no estuvo lejos de los celos. Araujo debió de adivinar el sentimiento, porque declaró:

—No podemos juzgarla como a las otras mujeres. Emilia estaba en un plano distinto. Era de luz y de aire.

Se despidieron. Vio partir a Araujo en el automóvil negro: entró en la casa, encendió el calentador, preparó unos mates. Quería meditar sobre el descubrimiento de esa noche: porque otro la había querido, él no estaba solo, la memoria de Emilia se ensanchaba y más allá de la tumba continuaba el milagro de la vida.

CASANOVA SECRETO

"Casanova llegó a Constantinopla con una carta de Acquaviva para Claudio Alejandro, conde de Bonneval, que se pasó a los turcos. En Buyuk Dere compartí el cuarto con el veneciano, a quien también frecuenté en Constantinopla, donde almorzábamos y cenábamos juntos. Con toda franqueza discutíamos nuestros vanos intentos de trabar relación con otomanos más o menos notables. En cuanto a Bonneval, me consta que una tarde lo recibió. Volvió Casanova ponderando la espiritualidad del conde, pues tenía éste una biblioteca que, bien mirada, era bodega, y otras ocurrencias de parejo tenor. Cuando procuró visitarlo nuevamente, le dijeron que el conde estaba atareado y que no podía atenderlo. Casanova acabó por declararme que la famosa biblioteca-bodega, lejos de cubrir de gloria a su propietario, lo presentaba como parangón de vulgaridad. A mi entender la importancia del objeto en cuestión, curioso desde luego, no justificaba que lo discutiéramos diariamente.

De tales contratiempos compensó la fortuna a Casanova con inauditas aventuras amatorias. Que un cristiano se introduzca en un harem musulmán es un hecho corriente en los libros; en la vida lo tengo por impracticable. No una, sino dos veces, penetró Casanova en el palacio de Yusuf, filósofo displicente. Cuando le pregunté cómo cumplió la hazaña, respondió:
Fatam viam inveniunt
y, por cierto, el hado halló el camino, ya que la primera ocasión bastó a mi veneciano para enamorar a una esposa del filósofo, Sofía de nombre, y la segunda para recoger el premio del coraje. En qué consistió el premio no es claro, pero Casanova trajo como reliquia un velo (objeto de paño que ahora servirá para disipar vuestros temores de que el episodio se reduzca a una alegoría). Por si lo anterior fuera poco, en el orden de las aventuras algo más ocurrió en una fiesta. Con mis propios ojos lo vi con esa esclava de Imael Efendi, compatriota suya, bailando frenéticamente la forlana.

Todo esto lo mantuvo más ocupado en la imaginación que en los hechos. Para el viajero, Constantinopla es impenetrable. Quienes alguna vez vivimos dentro del precinto de la ciudad, guardamos recuerdo de haber vivido extramuros. El turco, ya lo dije, no se prodigaba; en cuanto a las mujeres recluidas en harem ¿alguien las trató? Sólo Casanova, en ocasiones poco menos que únicas. De manera que para platicar de nuestra vida y de nuestros amoríos el tiempo sobraba, al punto de que la sobremesa del mediodía se prolongaba en la sobremesa de la noche. Casanova me refirió sus prodigiosas aventuras turcas y las italianas, que pasan de cincuenta. Opino que no peco de crédulo si declaro que mi amigo no fue mentiroso. Prolijo, eso sí. Con idéntica desenvoltura narró sus triunfos y su derrota, que más de un caballero hubiera ostentado como galardón.

En las antecámaras del conde conoció a la señorita Bonneval. Sangre limusina, por parte del padre, y armenia, de la madre (una poetisa aclamada en mérito de la perfección corpórea) confluían en esta señorita, con sus primores y caracteres, de modo que en el rostro cobrizo la claridad de los ojos tenía la hondura de mundos que amanecen, y la belleza del conjunto, aunque no se allanaba a los patrones habituales, era alucinante.

Como las damas, en Constantinopla, reclamaban poco o nada de su tiempo, por todos los medios procuró el veneciano que la señorita le ofrendara la mayor parte del suyo. Bastante pronto la conquistó, o siquiera obtuvo favores que lo confirmaron en su buen ánimo y seguridad. Solía por entonces pavonearse con no retaceados panegíricos de la señorita Bonneval, a quien no podía menos que reconocer diferente de las otras mujeres. Elogiaba en ellas los arranques, aun los caprichos y la vitalidad. Esta vitalidad, más propia de una yegua que de una niña, fue nefasta para Casanova. En efecto, los días de su amante eran una apretada trama de ocupaciones, en las que apenas había, de tarde en tarde, un resquicio para nuestro aventurero. No sólo la requerían la fiesta y el sarao; por peregrino que parezca, la señorita se había erigido en amanuense de su padre, y con esa vitalidad por quemar y con su afán de advenediza —¿qué otra cosa, con relación al trabajo, es la mujer, sino una advenediza permanente?— se entregaba, según Casanova, de cuerpo y alma a los asuntos del despacho del conde (Consejero de la Sublime Puerta). Intencionalmente Casanova detalla de
cuerpo y alma
, pues (hay que atribuir la exageración al despecho) mantenía que para dar buen término a cualquier gestión que le encomendara su padre ella estaba resuelta a entregarse y aun a otros extremos. Poco a poco advirtió don Giacomo que en esta nueva intriga no lograba la felicidad que había descontado. Llegaba el fin de semana y la muchacha prefería retirarse a una propiedad de campo, en las orillas del Bósforo, donde se reunían jóvenes de su amistad, gente frívola, cuya majadería proclamaban los mismos motes y sobrenombres que se aplicaban entre ellos, a quedarse en la ciudad y correr, en un instante robado a la vigilancia de quienes la rodeaban, a los brazos de su querido, que la aguardaba en alguna alcoba tenebrosa. De veras, en esta situación, tocaba en suerte a nuestro don Giacomo (probablemente por lo despoblado de sus días en Constantinopla) el buscar, el esperar y el ansiar. Protestaba: «¿Hay alguien que no haya advertido que la ansiedad de la busca y de la espera no se miden por el merecimiento de lo buscado o esperado? Ganas no me faltan de hacer valer mis otros amores, pero en Turquía la menor infidencia es grave, porque pone en peligro la vida de las damas y la propia. Siempre mi desvelo fue persuadir a la mujer de que no la engaño; a ésta no podré nunca persuadirla de que no la quiero. También me tienta la ilusión de explicarle: Soy Casanova, terror de las damas, cuyos corazones estragué, como incendio empujado por el Siroco y el Mistral, desde Venecia hasta Roma, desde Ancona hasta Rimini; pero si la señorita es plenamente ingenua de mi renombre, por alto que éste sea ¿no caeré, al comunicarlo, en un género de vulgaridad y de fanfarronada?». ¿Quería decir que por un mero error de información, aquella chicuela que lo traía medio aturdido, no le temía ni lo respetaba mayormente y que él, de puro ocioso, encarnaba el papel de enamorado constante y manso, papel que en la odiada Constantinopla se le estaba volviendo una segunda naturaleza? ¡Con qué deleite denigraba por aquellos días a su enamorada! «Es ignorante» sostenía «como una paisana limusina, y tan astuta y embustera. Es belicosa como una vendedora de pescado de Chioggia, y artera como una ramera de Murano». Tras una carcajada hueca, agregaba: «A su respecto, nada hay de seguro. Ni siquiera que me engañe con los badulaques de fin de semana».

De tal modo, a este hombre, que en la propia estima brillaba como irresistible para las mujeres y de cuyos enredos ulteriores vosotros contáis portentos, yo he visto suspirar de amor por Angélica María Clara Yolanda Josefina de Bonneval, que casó con tudesco y hoy es madre de un lozano ramillete de hijos".

Trascribo estos párrafos de la carta del caballero Pierre Mirande, del séquito de Venier, cuyo original descubrió en la Biblioteca de Lausanne, en 1951, Louise Bennet, por la luz que puedan arrojar, etcétera, etcétera.

HISTORIA ROMANA

A las diez y media, todas las mañanas, yo bajaba del hotel Gassion; mis vecinas venían del hotel de France. En el
boulevard des Pyrénées
, en distintos bancos, frente a las mismas montañas, uno leyendo
Daisy Miller
, otras repitiendo lecciones, nos entibiábamos al sol. Mis vecinas eran cinco niñas y una gobernanta. Quien mirara a las niñas distraídamente, podía tomarlas por una serie de ejemplares (de tamaño diverso, de edades que variaban entre los nueve y los diecinueve años) de una misma persona, sumisa, rubia, espigada, con ojos grises, con uniforme azul. De la gobernanta —mujer provecta y de mal genio— guardo un recuerdo indefinido.

Los contertulios de Sporting-Bar me informaron que las niñas eran compatriotas mías; que el padre, «un americano de sangre bearnesa», tenía estancias y una vasta fortuna en Buenos Aires, y que ahora la familia estaba en Pau, para cobrar una herencia.

Una mañana bajé a las diez. Al rato apareció la mayor de las hermanas y me pidió permiso para sentarse en mi banco. Entablamos conversación inmediatamente.

—Me llamo Filis —dijo.

—¿Le gusta Pau? —pregunté.

—Me aburre tanto como la estancia. También, la vida que llevo… Con la
mademoiselle
a cuestas ¿quién se va a divertir? No crea que siempre fue igual. Mis padres son locos: o me dejan completa libertad o me vigilan noche y día. En julio estuve en Roma, sola, en casa de unas italianas que conocí en Puente del Inca. ¿Usted escribe, no?

—¿Cómo lo sabe?

—En Pau uno sabe todo. ¿Quiere que le cuente lo que me pasó en Roma? Se va a divertir. Ahí viene la
mademoiselle
con las chicas. Lo veo esta tarde en el Casino.

Esa tarde no me encontré con una niña, sino con una mujer encantadora, que me tomó del brazo y echó a reír. Yo exclamé:

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