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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

Historias de amor (7 page)

—¡Al Grand Hotel! —exclamó Tulio, como si el entusiasmo lo inflamara; en seguida inquirió—. ¿Qué dirán, si se enteran, mis relaciones? ¿Qué dirán de mi futura esposa, la nobleza blanca y la nobleza negra?

—Si nos casamos —respondió Mildred— todo quedará en orden y si no nos casamos, pronto me olvidarán.

—¡Nos casaremos! —prometió Tulio.

En el Grand Hotel, porque Tulio no pidió cuartos contiguos, Mildred se disgustó y se contuvo apenas de intervenir en el diálogo con el señor del
jaquet
negro. Subieron al primer piso. El señor del
jaquet
los condujo por anchos corredores hasta unas habitaciones amplias, muy hermosas, con vista a la plaza de la Esedra y a las termas de Diocleciano. El mismo señor abrió la puerta que comunicaba un departamento con otro. Por fin quedaron solos. Se asomaron a una ventana. La belleza de Roma la conmovió y de pronto se sintió feliz. Con mano segura, Tulio la llevó hacia el interior de la habitación. Aquella primera y acaso única infidelidad de Mildred a su marido fue delicadamente breve. Después del amor, Tulio se durmió como un niño, se dijo Mildred, como un ángel, quiso pensar. ¿Y ahora por qué la invadía esa congoja? Procuró ahuyentarla: ¿No estaba en Italia, con su amante? ¿Algo mejor podía anhelar? Si ella siempre se había entendido con los italianos, pueblo hospitalario e inteligente, que vive en la claridad de la belleza ¿cómo no se entendería con Tulio? Trató de dormir y lo consiguió. Las emociones del día la hundieron en un sueño profundo, que duró poco. Al despertar se creyó en la casa de Londres, junto al marido. Entrevió de repente una duda que la asustó. Examinó las tinieblas y halló anomalías en el cuarto. Con angustia se preguntó dónde estaba. Cuando recordó todo, echó a temblar. El hermoso cuarto del hotel le pareció monstruoso y el hermoso muchacho que dormía a su lado le pareció un extraño. «Algo atroz» dijo Mildred. «Un cocodrilo. Como si yo estuviera en cama con un cocodrilo. Te aseguro que le vi la piel áspera y rugosa y que tenía olor a pantanos». Comprendió que no podía seguir allí un instante más. Con extremas precauciones, para no despertar a Tulio, salió de la cama, recogió la dispersa ropa y, en el otro cuarto, se vistió. Dejó una nota, que decía:
Por favor, manda las valijas a Londres. Perdona, si puedes
. Huyó por los corredores, bajó la escalera; con visible aplomo cruzó ante el único portero y, por fin, salió a la noche. Corriendo, en la medida que lo permitían los tacos, volviendo la mirada hacia atrás, llegó a la estación, que no queda lejos. Cambió libras por liras; compró un boleto para Londres, vía París, Calais y Dover; con miedo de que apareciera Tulio, esperó hasta las cinco de la mañana, que era la hora de la partida. Cuando el tren se movió, Mildred, muy silenciosa, empezó a llorar; sin embargo, estaba feliz. Como si un escrúpulo la obligara, reconoció: «Nunca he sido tan feliz después de cumplir una buena acción». Desde luego, la frase es ambigua.

Yo mismo telegrafié al Gran Hotel para pedir los cuartos —uno para Violeta, otro para mí—, de modo que la repetida e imperturbable frasecita del gerente «De acuerdo a su pedido, reservamos uno solo» me indignó. ¿Cómo quedaba yo ante mi amiga? ¿Podría persuadirla de que no obré con astucia, de que no me aproveché de su confianza, de que no le tendí una trampa? La situación era grave. El Gran Hotel estaba lleno; arrastrar a una señora a un hotelucho contraría mis principios; irme solo, equivalía a renunciar, en el acto, no meramente a una esperanza, que bien podría resultar ilusoria, sino al mayor encanto de mi temporada en las sierras. Me había puesto a gritar «¡Que me muestren el telegrama!», cuando Violeta dijo con dulzura:

—A mí no me importa compartir el cuarto, ¿a ti?

La emoción me paralizó. Articulé la palabra «gracias», pero entonces no quedaba nadie para oírla. Eché a correr por los pasillos, en pos de Violeta y del gerente. Presentí que nuestro cuarto consistiría, ante todo, en una inaudita cama camera; me equivoqué; era una habitación amplia, con dos camas estrechas, colocadas ¡ay! a cuatro o cinco metros una de otra, paralelamente a paredes opuestas. Aquello no parecía un dormitorio de hotel, sino un dormitorio de quinta. Ustedes conocen el establecimiento: diríase que es la enorme quinta de una enorme familia, que ocupa cien habitaciones. En la hora de la llegada, otros habrán mirado con aprehensión la alfombra de tono incierto, que todo lo absorbe, como el mar, los sillones de cretona desvaída, las breves camas de hondo pasado inescrutable y el grisáceo cuarto de baño; para mí, porque me acompañaba la persona que más admiro y que más quiero, los objetos, la casa, el mundo, resplandecían mágicamente. Cuando el gerente cerró la puerta y nos dejó en nuestro cuarto, pensé:

Ahora empieza un período importante de la vida, un período inolvidable.

Entre Violeta, su marido y yo planeamos el viaje. Javier (el marido) me dijo:

—Para las vacaciones de invierno, Violeta se va a Córdoba. Yo no puedo acompañarla. ¿No irías tú?

Estaba de más la pregunta.

Recuerdo que esa tarde discutimos acaloradamente sobre la verdad. Según Javier, la verdad es absoluta, una sola; yo creo que es relativa. Con poco tino, y acaso con no mejor lógica, estuve a punto de alegar, como ejemplo de verdad relativa, el viaje proyectado. Las razones de Javier, para desear que yo acompañara a Violeta, y las mías, para acompañarla, se excluían mutuamente; sin embargo, unas y otras eran buenas.

Javier supone que Violeta está segura a mi lado. No ignora que la quiero: descuenta que la cuido. No ignora que soy celoso: descuenta que la vigilo. Imagina que ella lo adora: descuenta que no tengo esperanzas. Nos ve como somos: yo, demasiado enamorado para resignarme a una aventura con su mujer; ella, animada y feliz entre los hombres, encantadora, brillante, siempre casta. No hay duda de que Javier conoce los personajes y el planteo; pero mira una sola cara de la verdad. Porque yo miro las dos caras, afirmó que estoy en lo cierto (Dios mío ¿no estoy demasiado en lo cierto? Si todo es relativo ¿sé algo?). Sé, o creía saber, que las mujeres un día caen, como fruto maduro, en los brazos del enamorado constante. Desde luego, no debe uno desacreditarse por demasiada constancia y fidelidad; pero aun así las mujeres caen, porque la vida trae de todo y, cuando llega la hora del abatimiento, aparecemos como la roca de salvación, y cuando llega la hora de la incertidumbre, acometemos como un general con su ejército. También creo que siempre me mantuve alerta, como el general, que no descuidé mi prestigio. ¿Con qué resultado? Una a una confío a Violeta mis aventuras con otras mujeres. Invariablemente las escucha con simpatía y las comenta (sólo conmigo, después de un tiempo) con sarcasmo. En esas pláticas ulteriores pago mis confidencias. Violeta (la muchacha más dulce, menos maldiciente) me convence de la justicia de identificar, en cada oportunidad, a mi cómplice con una mona; en cuanto a mí, me compara con un sátiro y no deja duda de que el sátiro es, de los dos animales, el más ridículo. Al término de la conversación, me encuentro irreparablemente derrotado —mi personalidad, mi actividad, mi concepción de la vida, son erróneas—, pero no desespero, porque existe Violeta. Quienes no la conozcan, no entenderán. Si pienso en ella veo un resplandor, como el que nos anuncia la cercanía de una ciudad, cuando viajamos de noche. La imagen es pobre. Toda la gracia, toda la belleza, toda la luz reverberan en mi amiga. Vivir cerca de su resplandor compensa cualquier desventura. Además, cuando me ocurre algo malo, mi primer pensamiento es ¿cómo cobrárselo a Violeta? Fatalmente se lo cobro. Huye el administrador con mis ahorros de años de trabajo, se quema el altillo con los recuerdos de papá, muere mi hermano… ¿Cuál es mi reacción? Llamar a Violeta, sin pérdida de tiempo. ¿Para qué? Para obtener un rato de compañía, unas palabras tiernas. Si alguien juzga que me contento con poco, reflexione que todo es relativo, que para mí ese poco significa mucho, significa —los casos mentados lo prueban— que las desgracias me dejan recuerdos preciosos. A veces creo que en lo hondo de mi corazón las busco, las anhelo. Quién diría que un amor de los llamados platónicos, o algo peor, un amor no correspondido, mueva sentimientos tan reales. Por increíble que parezca, esta situación infortunada me llena de un orgullo amargo, pero firme. Yo quiero, celo, espero y sufro sin recompensa alguna, y me figuro que por ello aventajo moralmente a quienes noche a noche reciben su paga. Desde luego, aspiro a ser el amo de Violeta; si no lo consigo, me conformo con la cariñosa familiaridad que la muchacha otorgaría a un pariente que se hubiera criado con ella, al más generoso de sus tíos o al faldero predilecto, entre sus gatos y sus perros. Conformarse no equivale a renunciar. En cuanto el gerente nos dejó en la habitación, conté las noches que teníamos por delante y me dije: Nunca fue más probable mi esperanza, pero si no logro nada guardaré el delicioso recuerdo de haber compartido la intimidad de una mujer. Interrumpiendo estas reflexiones, Violeta propuso:

—Antes de que se acabe el día, demos una vuelta.

Bajamos y, por una puerta de vidrio, salimos a la galería exterior. Quien mira desde ahí, se cree en un barco —un barco rodeado de césped seco y polvoriento— o en Versalles, ya que el jardín se extiende en varios planos, con estanques y con un lago final. Paseamos por aquel Versalles de espinillos retorcidos, de
chalets
alternados con chozas, de
pelouses
de paja, por donde rueda algún bollo de papel de diario, tan reseco que si fuera bizcocho tentaría por lo quebradizo.

—¡Qué aire! —exclamé—. ¿No te parece que dejaste el lumbago en Buenos Aires?

—Nunca tuve lumbago —replicó Violeta.

—Yo sí.

Con agrado encaré el futuro inmediato: vivir plácidamente, en este lugar de convalecencia y ocio, la temporada de convalecencia y ocio que desde hace treinta o cuarenta años pasan aquí los argentinos: toda una tradición de costosa trivialidad.

Llegamos a los confines del parque. En una aureola de polvo inmóvil, un desvencijado camión avanzaba lentamente por una de las calles del pueblo, difundiendo nostálgica música vernácula, interrumpida por amenazadoras afirmaciones del partido gubernista. Hablé con firmeza:

—Volvamos a nuestro edén. Un tecito, bien caliente, confortará.

Servían el té —tibio, desde luego, en tazones cuya loza estaba impregnada del aroma de leches anteriores, con galletitas húmedas y con rebanadas de pan lactal, tostadas quién sabe cuándo— en el salón que tiene el águila embalsamada y el óleo de San Martín. Buena parte de la concurrencia era de ancianos. Me dije: Me pasaría la vida plácidamente platicando sobre una taza de té. Lástima que las plácidas pláticas no abundan, que el interlocutor me cuenta insulseces y que yo no tengo nada que decir. (Ahora es otra cosa, porque estoy con Violeta). Volvía a mis exclamaciones:

—¡Qué aire! Una gota de este clima tonificaría a un elefante. ¿Confesarás que te has aligerado de treinta años?

Violeta no contestó. ¿Qué podía contestar? Con treinta años menos, no habría nacido. La verdad es que por los caminos del amor uno llega a situaciones diversas y, por fin, a la de niñero. ¿Qué digo, por fin? Bastante pronto. ¿No me repiten que estoy en la flor de la vida? El trato diario me induce a imaginar que Violeta y yo tenemos la misma edad, hasta que repentinamente descubro el error. Debiera manejarla como a una niña, pero es Violeta quien maneja. Además, para desdicha de los hombres maduros, el contemporáneo de la amiga tarde o temprano aparece. En esta oportunidad no se trata de uno solo, sino del equipo completo de esquiadores franceses, de paso en Córdoba, invitado por no sé qué repartición del gobierno provincial, en camino a Potrerillo, donde disputará un campeonato.

Hay leguas entre nosotros y la mujer que tenemos al lado. Yo juraría que ninguna persona normal puede fijarse en estos palurdos: aparentemente atraen a toda mujer. Son jóvenes, son fornidos, pero no los mueve sino el deseo o el propósito más inmediato. ¿En sus ojuelos brilla una luz? No lo dudéis; divisaron un vaso de leche, un pan de salud o a la mujer del prójimo. Pertenecen a una familia de animales notables por la estatura, por el corte del pelo, por la abundancia de tricotas. No son idénticos entre sí, de modo que sin mayor esfuerzo distingo al descomunal Petit Bob, a quien juzgué, en seguida, el más peligroso, y a Pierrot, un sujeto que en todo grupo donde no figura Petit Bob descuella como gigante. Reconozcamos, en este Pierrot, un lado sentimental, como lo señalaríamos en un tigre que se adormeciera con la música; sólo que no es por la música, sino por Violeta, que Pierrot entorna los párpados. Perfectamente desdeñoso de mí, con desenvoltura la corteja en mi presencia (siempre estoy presente). ¡Qué desventaja la del hombre cuyo mayor vigor es intelectual! Si a nuestro alrededor no la aprecian, la inteligencia trabaja en la penumbra, se perturba con resentimiento, deja de existir. Envidio la fuerza brutal. Si resolviera (digamos) pelear a Pierrot, lo peor no sería el polvo de la derrota; lo peor sería no llegar a pelearlo, quedar en el extremo de su brazo, trompeando y pataleando en el aire. Tuve una pesadilla con esto.

Desde un principio, los celos me convencían de no esperar nada bueno. Yo miraba con particular aprensión un recinto más o menos ovalado, con olor a zapatería, denominado la
boite
, donde nos reuníamos noche a noche. Cuando Pierrot sacaba a bailar a Violeta, yo me creía perdido, pero ella prontamente demostraba que mis temores eran infundados; no bailaba con Pierrot la próxima pieza; la bailaba con cualquier otro, o venía a mi lado, a conversar. ¿Cómo agradecer tan delicados escrúpulos, tanta generosidad? No olviden que los celos —los ocultos y los evidentes— resultan odiosos; ejercidos por una persona sin ningún derecho, como yo, son del todo intolerables.

Para huir de mi preocupación, recurrí a otras mujeres. A veces logré interesarme. Cuando Violeta bailaba, yo me decía que no debía seguirla con ojos de perro. Como hay que poner los ojos en alguna parte, las últimas noches miré con aplicación la piel del rostro, de las manos, particularmente de los brazos, de una tal Mónica. Estas cordobesas tienen manos y pies admirables. La misma noche que su marido partió a Buenos Aires, Mónica bebió un litro de
champagne
y me obligó a bailar con ella. Quisiera entender la irritación de Violeta. ¿Proviene de su fastidio contra «la vulgaridad de la lujuria», como ella pretende, o no es ilegítimo hablar de celos? Reflexioné: Si tiene celos, trata de retenerme; si tiene celos, no es perfecta; si no es perfecta, sí es una muchacha como otras ¿por qué no me ha de querer un día?

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