Historias de amor (4 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

Diríase que desde entonces la luz del mundo cambió para mí. Margarita era la mujer más linda de la reunión. La tomé de la mano, por el placer de tocarla y para que todos vieran que yo no estaba tan desamparado y tan huérfano.

Mientras tanto, abriéndose paso entre la muchedumbre, progresaba hacia nosotros, con ceremoniosa lentitud, un caballero alto, canoso, de cara inexpresiva, como hecha de cartón o de madera, vagamente parecido a ese rey de Suecia que logró fama de tenista mediocre. Margarita murmuró:

—Mi marido.

La solté rápidamente, pero ella, retomando mi mano, dijo:

—El vejete no importa.

La aparición de este personaje, que me había alarmado, dio ocasión a una nueva gama de placeres: presentarlo a la
belle madame
, al escribano y a su familia, demostrarles que tengo, por el mundo, mi reserva de amigos (no podían saber desde cuándo lo conocía). El caballero se inclinaba un poco, levantaba otro poco la mano de las damas, les besaba los guantes negros o grises, con una cortesía quizá lúgubre, pero elegante.

—Esto es una droga —suspiró Margarita—. Llévame a bailar, a Biarritz.

—De acuerdo —contesté—, pero primero vamos a comer. Verte despierta el hambre.

Yo quería ganar tiempo, en la esperanza de salvarme del largo viaje a Biarritz. Mi amiga respondió:

—A mí también.

No sé qué quiso decir.

—¿Habrá que llevar a tu marido?

—¿Estás loco? Gustav no cuenta. Tiene eso de simpático y de práctico: uno puede olvidarlo en cualquier parte.

La llevé a un restaurante de la calle Barthou, llamado
Chez Pierre
. Nos atendió un criado viejo, de saco negro; sospecho que se trataba de Pierre, en persona. Por una mueca de Margarita descubrí que el saloncito del piso alto, donde nos metieron, con paredes desnudas, de zócalo pintado, con sillas de esterilla y madera rubia, rodeando una mesa evidentemente destinada a regalar familias burguesas, no la deslumbró. Las mujeres, aunque tienen el vigor del caballo, se deprimen por todo. Un restaurante las deprime; prefieren comer en uno de esos lugares donde suena un piano y donde, al favor de la oscuridad, se besuquean las parejas y tal vez ingieren cucarachas. Yo olvido estas preferencias y, a lo largo del tiempo, con diversas mujeres, cometo idénticos errores. En la noche de mi relato, Pierre me reivindicó, exaltó mi fama de hombre conocedor, conquistó (para mi causa, desde luego) a Margarita, bajo el peso de un caldo con migas de pan tostado, al que siguieron
paté
de pato con salsa de uvas y fondos de alcauciles, truchas del
gave, ortolans
con papas fritas (no indignas del Perosio y del Pedemonte), quesos
camambert
y del país,
omelette surprise
y un café que no valía la pena. Pedí un vinito del Jurançon y, por indicación de mi compañera, un vino tinto. En homenaje a Toulet, me mantuve fiel al Jurançon, hasta que trajeron el
champagne
dulce, al promediar el postre. Cuando salimos a la calle, miré las persianas de la ciudad dormida y anuncié:

—Ahora a casita. ¿O quieres, todavía, dar una vuelta?

—¿Una vuelta? Me llevas a Biarritz, a bailar.

—¿Con todo lo comido? Tu cuarto y tu cama te esperan. ¿No te atraen?

—Nunca me atraen. Me deprimen. ¿Conoces mayor depresión que la de un cuarto de hotel? Quizá la de la propia casa. Me gusta que me lleven de paseo. De noche, de madrugada, soy andariega, como los gatos. Lo único que me deprime un poco es el café con leche, con pan y manteca, a la mañana temprano, en un bar recién abierto, con las sillas patas para arriba, sobre las mesas, y un lavacopas fregando el piso; pero como es una prueba de que pasé la noche fuera de casa, lo tolero bien.

La odié mientras la escuchaba; sobre todo, cuando declaró:

—Si me devuelves a casa ¡te odio! ¡te odio! y muero de depresión.

Ya lo dije muchas veces: junto a las mujeres, la vida es una milicia; una milicia que debiera ser obligatoria para la juventud, pues completa la educación y forma el carácter; por ellas triunfamos de nuestras debilidades y, lo que es más importante, aprendemos a cuidar el detalle personal, a tender la cama, a preparar el té.

Sintiéndome poco menos que heroico, dirigí mi Ford hacia la carretera que va a Biarritz, por Orthez y por Bayona. No sólo me abrumaba el cansancio; el vinito de Jurançon estaba activo.

Yo he descubierto que es muy peligroso aplicar a la conducta ideas literarias. Uno se retira a una estancia, con la intención de llevar una vida natural y con el sueño de convertirse en un
gentleman farmer
, pero no tarda en corroborar el dicho del viejo Wilde de que el campo embrutece, envejece, empobrece; o para imitar a modelos de la Puerta del Sol o de Montmartre abraza la vida de cafés, duerme poco, pierde la salud, ya no escribe; o para saludar a Toulet, de quien uno es amigo por algún epigrama leído veinte años después de su muerte, bebe copas de Jurançon y, por la ruta de Biarritz, una noche, es el hombre más desdichado del mundo.

Por fin llegamos. En una esquina pregunté a un transeúnte qué lugar había para bailar.

—El Luna Park —dijo, e indicó el camino.

Encontramos el Luna Park, después de extraviarnos dos o tres veces.

—Esto no es lo que buscamos —declaró Margarita.

Como si hubiera perdido toda la confianza en mí, ella misma interrogó a un
chauffeur
de taxímetro. Me comunicó después:

—Vamos a La Paiva, en el Casino Bellevue.

Bailamos interminablemente. Yo hubiera querido echarme en un rincón, a mil leguas de Margarita y del género humano. En algún momento tomé, en el bar, dos aspirinas, un vaso de agua, dos tacitas de café. Persuadí luego a mi amiga de que volviéramos. Dijo:

—Perfectamente. Pero volvamos por caminos del interior. Recorreremos el país vasco antes de que amanezca, pero lo fundamental es llegar al Bearn, que es la parte linda del trayecto, con el alba.

Todavía no había amanecido, cuando le pregunté:

—¿Por qué te casaste con él?

—Ustedes no entienden eso, pero las mujeres tenemos ansia de seguridad. Como decía la descocada de Rómula, sin ropa de hombre en la casa, no es vida. La más aventurera de nosotras clama por un puerto, por un hogar sólido, por un protector. Cuando lo vi a Gustav, me dije: Éste es el marido que busco: experimentado, tranquilo, varonil. Hay momentos en que la mujer necesita a su lado un hombre de veras. El loco de Julio —eso no es hombre ni es nada— me había dejado medio deshecha y, lo que es peor, ya sabes cómo, y con la frasecita que me repetía con la cara impávida: «Vieja, es cosa tuya». No tuve tiempo de preguntarme a quién se lo cuelgo, y ya apareció, tan cortés, el vejete, y no había pasado una semana sin que fuéramos el más flamante matrimonio en Montevideo, eso sí, porque su primera mujer está en Europa y yo de Clemens no me olvidaré mientras viva: debí de tener una venda en los ojos cuando me casé con el monstruo. ¿Sabes que de noche despierto en un mar de lágrimas, porque sueño que todavía estoy casada con Clemens? Gustav es otra cosa. Me dio prueba sobre prueba de mi acierto en elegirlo. Con el nacimiento del niño, se reveló como un caballero de proporciones considerables. ¿Tú crees que se rebajó a determinar el grupo sanguíneo? Nada de eso. Como tabla reconoció a su hijo. Por su parte, mi padre me había arrancado la promesa formal de que le llevaría al heredero a Lima, ni bien naciera. Pero cuando llegó Gustavito me entró una flojera tan absoluta, que le dije al Gordo…

—¿Quién es el Gordo?

—¿Cómo quién? El vejete, Gustav, mi marido. Entre nosotros lo llamo el Gordo.

—No tiene barriga.

—Pero es un hombre como queremos para la casa las mujeres. No está en la pavada, como tú; no es frívolo. Tiene los dos pies firmemente enterrados en el piso y piensa en problemas de su casa, de su familia, de mi dinero. Es un burgués. Cuentas con él, para lo bueno y para lo malo; a su manera es muy seguro. Los hombres de este tipo generalmente son calvos y barrigones; éste, por casualidad, tiene pelo y no tiene barriga; pero corresponde al tipo. Bueno, me entró tanta flojera que le dije: «Que papá se enoje, que Gustavito pierda sus millones, pero yo no viajo a Lima». Pensé, con lo que le importa el dinero, que Gustav sé convertiría en un loco furioso o más bien en un elefante enojado, porque tarda en indignarse, pero cuando se indigna es terrible. No te caigas de espaldas: Gustav se mostró comprensivo, cooperativo, como él dice, lleno de recursos. Consiguió, de un médico, un certificado de que yo pasaba por una demencia puerperal, o algo así, con la cláusula de que viajar en mi estado no era prudente.

—¿Sabe que el hijo no es suyo?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa? No se lo pregunté; pero tú debes compenetrarte de que no es gente como tú y como yo. Hace planes, piensa en el mañana. ¿Te acuerdas de la fábula de la cigarra y de la hormiga? Cuando era niña, la recitaba. Tú y yo somos cigarras; Gustav es la hormiga. Siempre trabaja, siempre esa cabeza está revolviendo algo. Cuando mi padre me escribió para anunciar que había puesto el dinero a nombre del niño, no le dije nada a Gustav, porque tan tonta no soy, pero vaya uno a saber qué hice con la carta, porque debió de leerla. ¡Con lo curioso que es con todo lo que se refiere a mi plata, a la de Gustavito y a la de mi padre! Lo cierto es que poco después de recibir yo esa comunicación, a Gustav le entró la manía de declararme insana —loca de atar— y un día se me aparecieron en la puerta dos individuos de guardapolvo blanco, que pretendían llevarme, pero los conquisté y me dejaron, y otra noche tuve que guarecerme en el Santísimo con Gustavito, porque los médicos del loquero me buscaban en serio.

Habíamos llegado a Mauleon. Cargué nafta en la plaza. Indicando el castillo, pregunté:

—¿No te gusta?

—Claro que me gusta —contestó—. Pero si nos quedáramos tú y yo a vivir en él, me gustaría más.

¡La subjetividad de las mujeres! Todo lo vinculan a cuestiones personales. Sin ningún amorío adentro, no aprecian este melancólico y digno castillito de provincia.

—En realidad —prosiguió Margarita— si yo tuviera algún seso, te obligaría a quedarte conmigo. Pero no temas: cuando estoy resuelta, no vuelvo atrás.

Continuamos el camino, entre laderas labradas, vivos verdes, ocres de tierra desnuda, caseríos con techo de pizarra, y de tanto en tanto, un castillo. El europeo desdeña este paisaje ordenado; Byron y Lamartine le enseñaron a maravillarse ante la naturaleza feroz del valle de Ossau, hasta el punto de que si en la guía usted lee
camino pintoresco
descuente que va a serpentear por las alturas, entre barrancos y peñascos. Cada uno se admira de lo que no tiene. El criollo prefiere el orden y el trabajo humano, porque el potrero y el cardo, la laguna y el duraznillo, lo aguardan en el primer hueco, a unos pasos de la plaza San Martín. Mientras tanto, Margarita contaba:

—Las peleas arreciaron, hasta que intervino un noviecito mío, que es abogado, y todo se calmó. Gustav anunció que tenía que irse a Islandia por una temporada. Tan bueno se había puesto, que se excusó de no llevarme y prometió que el próximo viaje lo haríamos juntos. En cuanto se fue, creo que al otro día de la partida, llegó una carta para él, de un compatriota suyo, que le escribía en su idioma. El noviecito mío, el abogado, la incautó; una vez traducida por otro amigo, el doctor Pulman, resultó que reseñaba la dirección de un médico del
Open Door
de Reykhavic. Después de tres meses de tranquilidad, en que engordé tres kilos, volvió Gustav. Estuvo tan cariñoso que seguí engordando. Hace cosa de veinte días me dijo, de buenas a primeras, que nos íbamos a Islandia. Pusimos pupilo a Gustavito y aquí me tienes, de paso. Mañana salimos para París y Londres; desde allá, el jueves, un avión nos lleva a Reykhavic.

Estábamos entrando en Pau. Le dije:

—No vayas.

—¿Por qué? —preguntó.

—Va a encerrarte, el crápula.

—Quizá no sea un crápula. Ya te expliqué: a veces creo que, al verse engañado, juntó rabia, como un animal grande, de reacciones lentas.

—Lo cierto es que va a encerrarte. ¿Cómo te defenderás? No hablas el idioma y allá nadie entenderá el español.

—Habrá algún cónsul del Perú, que conocerá a mi padre, aunque sea de nombre.

—No creo que en Islandia haya representación del Perú.

—¿Puedo saber por qué? Si no la hay del Perú, tampoco la habrá de la Argentina.

—Peor todavía. No es cuestión de patriotismo. Si te encierran…

—No te preocupes. Me arreglaré de algún modo. Una mujer debe seguir a su marido, a menos que…

—¿A menos que encuentre a otro? Quédate conmigo.

—Para eso me hubiera quedado con el noviecito. Por lo menos trabaja en su estudio.

—Como no te quedaste con él, lo damos por eliminado. Yo soy la última tabla de salvación…

Me apretó la mano, me besó la mejilla y bajó en su hotel. Con pena en el corazón la vi alejarse, pero la verdad es que a esa hora yo sólo podía pensar en mi cuarto y en mi cama.

REVERDECER

Seguía mirando el sepulcro, porque estaba resuelto a no moverse hasta que se alejaran las hermanas de la pobre Emilia y porque en el instante en que se volviera, para salir del cementerio, entraría en el mundo donde ya no podría encontrarla. No se resignaba a emprender el regreso platicando pías trivialidades con esas mujeres, ni se dejaría engañar por la esperanza, tan deplorablemente inútil, de buscar en ellas algún rasgo en que su amiga perdurara. Las mujeres partieron por fin; él estaba por irse, cuando descubrió, a una distancia que sarcásticamente calificó de respetuosa, al hombre de las pompas fúnebres, con el aire contrito, servil, implacable, que ya le conocía. Desde la noche del accidente, lo vio merodeando por los alrededores de la casa de Emilia, en un automóvil negro. Ahora pretendería, probablemente, venderle algún álbum de fotografías y de recortes o algún adorno para la tumba; pero lo aterraba la posibilidad de que el individuo, en el afán de ponderar el trabajo de la empresa, le comunicara pormenores macabros. Lo que estaba ahí debajo no era Emilia y para acercarse a ella no había en toda la tierra un lugar más incongruente que ese rectángulo de mármol, con el nombre y la cruz. Mientras él viviera, sin embargo, traería flores. Alguien debería hacerlo y la persona indicada era él. La persona indicada, reflexionó con orgullo, y la única, pues en la vida y en la muerte de Emilia estaba solo. Con dolor en el corazón, recordó que en alguna época había anhelado una seguridad como la que ahora tenía: la seguridad de que nada pudiera ocurrir. Juntos habían leído los versos de un poeta francés:

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