Como un pecador que no perdiera la fe, yo confiaba en que esta rutina, por una admirable transición, algún día me abocaría de lleno en el trabajo de la novela, cuyo manuscrito me acompañó en mis andanzas fielmente, bajo el brazo. En determinado momento pareció que la previsión se cumpliría. Con relación a las dos mujeres (tan diferentes, que debo acallar escrúpulos para juntarlas en una frase) me resignaba al papel de espectador; por otra parte, indudablemente empezaba a acercarme a la historia del libro, los personajes eran de nuevo reales para mí.
Después de comer, mientras volvía a casa, mirando el cielo amenazador, una noche me encontré en plena invención de los episodios finales de la novela. Había leído en un diario, que el ocupante previo dejó en mi mesa, un suelto sobre la «costa galana». Me pregunté si con el epíteto
galana
habría alguna frase tolerable. Como respuesta, los versos de López Velarde me vinieron a la mente:
¿Quién en la noche…
(siguen unas palabras olvidadas)
no miró antes de saber del vicio
del brazo de su novia la galana
pólvora de los fuegos de artificio
?
Rápidamente inventé el episodio de los fuegos artificiales, que los héroes contemplan de la mano. Sólo faltaba la voluntad de pasar todo aquello al papel. Resolví madurar el tema, rumiarlo durante la noche, postergar el trabajo para el otro día. En este punto salí burlado, porque ya en cama el sueño me abandonó, inconteniblemente urdí situaciones y frases. Muy tarde me habré dormido, porque en seguida las detonaciones me despertaron. Primero creí que eran salvas de la fiesta de mi libro. Después comprendí que ocurrían en el mundo de afuera, pero lo comprendí con una razón tan oscurecida por el sueño, que me atribuí la culpa. «Quién me manda pensar en pirotecnia», dije asustado. No era para menos. De tanto en tanto, por la persiana entraban iracundos relumbrones, como extremas olas de un creciente mar de luz. «No se embrome el barullo: no me va a sacar de la cama. Habrá tiempo mañana de averiguar las cosas». Me tapé completamente con la cobija, me imaginé a mí mismo como alimaña en la madriguera. Ya el previsto sueño me solazaba, cuando reventó, yo diría que en mi propio cuarto, una bomba o un rugido enorme. El relumbrón inmediato fue vivo. Incorporado en la cama proyecté en pared y techo una sombra que me intimidó: «La pereza es la madre de los vicios», mascullé, mientras me vestía con notable prontitud. No omití la chalina, porque la noche debía de estar fresca. «Voy a ver qué pasa. No vaya a convertirme, dentro del
chalet
, en pichón al horno».
Abrí la puerta. No hacía frío. La noche tenía una insólita tonalidad de cobre. Había grupos de gente mirando hacia el lado del faro; del lado del puerto llegaba más gente. Cuando en un grupo avisté a don Fructuoso corrí como a los brazos de un amigo.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Fuego, un incendio bastante gordo —contestó.
—Saboteadores —explicó uno de los que llegaban del lado del puerto—. Mientras aquí no apliquen la pena de muerte, estamos fritos.
—El país no tiene fundamento —dijo otro.
—¿Qué se quemó? —pregunté.
—Pues casi nada —respondió don Fructuoso—. Verá usted.
—La estación de servicio —dijo la señora de la lechería.
—¿No la de Guillot? —pregunté con miedo en el alma.
Ya veía las llamaradas y la ingente columna de humo.
—La de Guillot —respondió don Fructuoso.
—¿Quién estaba adentro? —pregunté.
—El fuego los atrapó adentro —dijo la señora de la lechería.
La chica que atiende en la frutería agregó:
—También al pobre Cacho Bramante, sin comerla ni beberla.
—¿Cacho Bramante? —pregunté un poco atontado.
—El hijo del bañero Bramante —dijo la señora de la lechería—. El balneario queda enfrente del
chalet…
Interrumpí las explicaciones con la pregunta:
—¿No puede uno hacer nada por salvarlos?
—Allí arde nafta, mi buen señor —razonó don Fructuoso—. ¿Quién se arrima? Ni yo ni usted.
Un anciano que parecía muy débil opinó:
—Todos, póngale la firma, incinerados.
Me alejé de esa gente cruel. Rondé por donde pude, llegué hasta donde bomberos cortaron el paso. Realmente apretaba el calor. De nuevo encontré a la chica que atiende en la frutería.
—¿Está llorando? —me preguntó.
—Es el humo —contesté—. ¿A usted no le incomoda el humo?
—Dicen que no estaban todos adentro —anunció.
Yo no quería esperanzas, pero interrogué:
—¿Quiénes estaban?
—No sé —contestó—. Ojalá que no estuviera el Cacho.
«Pensamos en distintas personas» me dije «pero la ansiedad es igual». La tomé del brazo, la chica sonrió, yo hallé que había algo noble en su mirada y que debajo de mucho desaliño y poca higiene no era fea.
Afirmó un muchacho corriendo:
—El que no está es Guillot. Ayer a la tarde fue al Tandil.
Dios me perdone, quedé consternado. Solté a la muchacha, porque temí que me trajera mala suerte.
—Cuando vuelva —observó una mujer— ¡qué cuadro!
Dijeron otras:
—Yo, en su lugar, prefería haber muerto.
—Mil veces.
—Pasto de las llamas la señora y el pobre hijo inocente.
—También Cacho Bramante, sin comerla ni bebería —repitió la chica que atiende en la frutería.
—Ya serán polvo y hollín los pobres. ¡Miren qué infierno!
—No crea. El cuerpo humano aguanta. ¿No oyó hablar de los cadáveres de Pompeya?
—No me gusta hablar de esas cosas. Tengo imaginación. Pienso en doña Viviana, llena de vida ayer, y ahora… ¿qué parecerá? Yo tengo mucha imaginación.
—Yo he visto el cadáver de un siniestro: queda un mechón de pelo áspero y la dentadura blanquea.
—Tan blanca la señora: se habrá quemado como un terrón de azúcar.
—Tanto desvelo de doña Viviana por ese hijo. Ya no hay ni hijo ni Viviana.
—Muy joven doña Viviana y muy señora.
—Ayer nomás vi al chico en el triciclo.
«Qué gente» murmuré con rabia. «Qué manera de conmoverlo a uno». Me alejé, tratando de atender las cosas que me rodeaban, los pormenores del camino, el incendio a lo lejos; tratando de distraerme de mis pensamientos. ¿Quién no es un miserable? Casi tanto como la confirmación de la muerte de Viviana temía yo la eventualidad de llorar en público. «Es una vergüenza» repetía ambiguamente. «Si me hablan del pobre chico en el triciclo me revuelven un cuchillo adentro». Miré el humo y me encontré pensando que tal vez una parte ínfima de esa columna negra provenía del cuerpo de Viviana. Sin querer exclamé: «Pobrecita». Procuré callar la mente, pero ya formulaba otra reflexión: «No volveré ¡qué raro! a verla, nunca». Argumenté en el acto: «¿Quién sabe? No tengo más testimonio que el rumor de la calle». Recordé las obras de Gustave Le Bon, como si las hubiera leído, y sostuve que la multitud siempre se equivoca. «Ojalá se equivoque ahora» murmuré.
No había suficiente agua o faltaba presión, o todo era uno y lo mismo, de modo que tardaron los bomberos en apagar el fuego.
Como sonámbulo rondé por allá describiendo círculos cuyo obstinado propósito no imaginé. Los dueños de una casa me llevaron al balcón, para que viera mejor, y en otra, a medio construir, llegué al techo. Pronto bajé de estos miradores, afanado por continuar las vueltas. ¡Cuánto anduve aquella noche y aquella mañana!
—Acabará arrojándose a la hoguera —opinó la señora de la lechería.
Era increíble: hablaba de mí y todos convenían con ella. Sospecho que el mucho trajinar me habrá dado aire de loco. Fue inútil resistir: me arriaron al almacén, en cuya trastienda me sentaron a una larga mesa, cubierta por un pulcro mantel de diarios, presidida por don Fructuoso y compartida por la señora de la lechería, los fruteros, que son turcos acriollados, la chica y otros vecinos que no identifico en la memoria.
—Corra pues aperital con granadina —ordenó el dueño de casa.
El siniestro, como decían, les abrió el apetito; a mí me cerró la garganta. En una fuente enlozada trajeron un lechón —juro que parecía un niño rubio—, un lechón entero, con todos los detalles de ojos, orejas, etcétera. Con voracidad lo devoraron. Era admirable en esa gente la cálida fraternidad, tan generosa, tan dispuesta a no excluir a nadie, que me incluía a mí: la valoro con gratitud.
Una mujer me gritó en la oreja:
—Ahogue la pena en vino dulce.
Bebí; quería huir; cada trago era un paso que me alejaba. Aún hoy no entiendo por qué los pormenores macabros, referencias pías a cadáveres carbonizados o no, que todo el mundo aportaba en la comilona, combinados con tanto lechón, me incomodaban. Comí poco. Bebí el aperital con granadina; después, vino dulce. Mi último recuerdo es de alguien que llegó de repente y declaró de un modo indefinidamente dramático:
—Anoche lo vieron al hijo de Bramante cuando salía por una ventana.
—¡Bravo! —aplaudió la muchacha de la frutería.
Luego me enteré de que me llevaron a casa y me metieron en cama. Desperté a la madrugada. La noche íntegra soñé con Viviana y su hijo, carbonizados y vivos, o admirablemente blancos y muertos, con Bramante, con el hijo de Bramante, huyendo por la ventana como ladrón; soñé con fuego, con explosiones, con ambulancias, con carruaje de bomberos aullando sirenas.
Lo que en el sueño repetidamente interpreté como sirenas fue sin duda el viento. Diríase que arrancaría la casa. Ventanas, marcos, tirantes, unían sus quejidos al quejido de todo lo de afuera. Dominando el estruendo general bramaba el mar, inmediato como si rodara y reventara encima.
Me levanté, en la cocina preparé un café negro y salí, bastante arropado, a beberlo al corredor. El alba se trocó en mañana luminosa. No podía uno menos que mirar hacia la playa. Era muy notable el rumor de las olas: nunca oí un rumor tan grande. En cuanto al mismo mar, próximo y colérico, nadie hubiera dudado de su poder, si un antojo meteorológico lo ordenaba, de acabar con nuestra tierra firme. Por todos lados, el aspecto era de restos dispersos, desolación, tumulto. Los bajos y el camino del balneario estaban anegados. Las olas todavía llegaban a la casa de Bramante. Cuando divisé un punto negro y móvil entre las desnudas armazones de las cargas recordé el catalejo. Yo estaba seguro de haberlo sacado de la valija. Después de un rato lo encontré.
En el nítido lente del catalejo apareció mi amigo, el bañero Bramante. Para salvar las maderas de sus carpas luchaba con el mar a brazo partido, de igual a igual.
—Qué madrugador —me espetó el turco frutero.
Tenía una inconfundible manera de modular sinuosamente las palabras.
—Usted también —repliqué.
—Pobre Bramante —dijo.
—¿Por qué? —pregunté con algún fastidio.
La imagen de Bramante atareado allá abajo, que me traía el anteojo, sugería un león, una antigua locomotora a vapor, cualquier símbolo de poder y de orgullo, pero, francamente, no el término
pobre
.
—La noche entera peleando con el mar para salvar palos y estacas. No le queda otra cosa.
Lo miré sin entender y repetí:
—¿No le queda otra cosa?
—Al hijo hay que darlo por perdido. Salió con la lancha ayer a la madrugada. Todos los pescadores volvieron, menos él.
—Ni volverá —dijo don Fructuoso que había llegado silenciosamente.
—¿Por qué? —pregunté.
—Con este mar —respondió el frutero.
—Que el mar se lo trague —sentenció don Fructuoso—. ¿Os digo lo que me dijo el auxiliar Boccardo? Está probado que aprovechando el viaje del marido al Tandil, el hijo de Bramante trató de deshonrar a doña Viviana. En el forcejeo la mató. Luego, para borrar crimen y rastros, el tipejo arrimó una cerilla a las cortinas: al rato los tanques de combustible completaron la faena.
Aquel día no tuve coraje de visitar a Bramante y a Guillot. Me recluí en casa, a trabajar. Para las comidas corría hasta una fonda, donde nadie me conocía ni me hablaba. Escribí con provecho. Porque al retratar a la heroína pensaba en Viviana y al explicar el dolor de los héroes refería mi dolor, escribí con elocuencia. A fines del invierno, en Buenos Aires, publiqué el libro; en mi opinión los críticos no lo entendieron debidamente.
Por cierto no dejé a Mar del Plata sin llevar antes mi pésame a Guillot —un cuarto de hora de incomodidad, en que hablé menos al deudo de su pena que de su
chalet
— y a Bramante. Cuando enfrenté la casita azul, el bañero asomado a un ojo de buey, como en aquella primera mañana que ahora me parecía tan remota, fumaba la pipa. Bebimos ron, comimos galletas revestidas de chocolate y por último conversamos. Involuntariamente me puse a consolarlo. ¿Quién era yo para consolar a Bramante? La desgracia no lo apocaba. Del hijo no quería acordarse y del mar afirmó que era un bicho nada simpático.
—Pero le debo algo —admitió—. En mi largo trato con el mar aprendí que lo más natural del mundo son los cambios.
Como yo estaba pobre de ideas, nuevamente lo arengué:
—No se descorazone —dije.
No lo tomó a mal. Admitía la posibilidad, confiado de dominarla. Declaró:
—No me descorazono, porque dejo obra.
Con un ademán sereno indicó la playa.
(
A E. P. tan amistosa
como secretamente
.)
Amor loco…
(REFRÁN ESPAÑOL)
La otra tarde, en la editorial, frente al enrejado castillete de la caja, cuando cobré mis últimos trabajos, usted me previno que el día menos pensado la gente se cansaría de Emilia y yo le prometí otras mujeres. Bueno, mi señor Grinberg, lo engañé. No lo engañé por cálculo, ni por enojo, sino porque mi espontaneidad es tan torpe que si yo hubiera intentado una inmediata justificación, lo hubiera irritado sin convencerlo. Usted dijo: «La cara de arlequín rubio de Emilia, y esos pechos en forma de pera de agua, son un caramelo que todo lector de la revista por demás ha relamido. Es hora de ponerse a trabajar; no de repetir la misma acuarela o el mismo dibujo: de trabajar en serio». Yo entiendo que para trabajar en serio debe uno trabajar con ganas, no como un escolar en el yugo de sus deberes. Mis ganas de retratar a Emilia no se agotaron. Basta mirarla para desechar el temor de repeticiones. Porque Emilia es un modelo infinito; siempre estoy descubriendo en su fisonomía o en su cuerpo una nueva luz, que no fijé aún. Me aventuro por mi modelo, como un explorador que descubriera bosques, montañas, torres, en el fondo del mar, y rescato para los lectores de la revista vislumbres de un mundo prodigioso, pero usted, el director, sacude la cabeza, agita una mano, grita ¡No!, reclama, en lugar de Emilia, un surtido de señoritas intrascendentes. «Vaya a la confitería», ordena, «de siete a nueve, y eche mano. Hay que moverse, hay que renovarse, amigo mío». Con el infalible instinto de un ciego, usted opina que estoy más interesado en Emilia que en el arte.