Historias de amor (16 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

—¿Ves? —preguntó Arévalo.

—¿Qué? —preguntó Julia.

—Es el nuevo hombrecito.

—Con la diferencia… —contestó Julia, y rió.

—No sé cómo ríes —dijo Arévalo—. Yo no aguanto. Si es policía, mejor saberlo. Si dejamos que venga todas las tardes y que se pase las horas ahí, callado, mirándonos, vamos a acabar con los nervios rotos, y no va a tener más que abrir la trampa y caeremos adentro. Yo no quiero noches en vela, preguntándome qué se propone este nuevo individuo. Yo te dije: siempre habrá uno…

—A lo mejor no se propone nada. Es un gordo triste… —opinó Julia—. Yo creo que lo mejor es dejar que se pudra en su propia salsa. Ganarle en su propio juego. Si quiere venir todos los días, que venga, pague y listo.

—Será lo mejor —replicó Arévalo—, pero en ese juego gana el de más aguante, y yo no doy más.

Llegó la noche. El gordo no se iba. Julia trajo la comida, para ella y para Arévalo. Comieron en el mostrador.

—¿El señor no va a comer? —con la boca llena, Julia preguntó al gordo.

Éste respondió:

—No, gracias.

—Si por lo menos te fueras —mirándolo, Arévalo suspiró.

—¿Le hablo? —inquirió Julia—. ¿Le tiro la lengua?

—Lo malo —repuso Arévalo— es que tal vez no te da conversación, te contesta sí, sí, no, no.

Dio conversación. Habló del tiempo, demasiado seco para el campo, y de la gente y de sus gustos inexplicables.

—¿Cómo no han descubierto esta hostería? Es el lugar más lindo de la costa —dijo.

—Bueno —respondió Arévalo, que desde el mostrador estaba oyendo—, si le gusta la hostería es un amigo. Pida lo que quiera el señor: paga la casa.

—Ya que insisten —dijo el gordo— tomaré otra caña quemada.

Después pidió otra. Hacía lo que ellos querían. Jugaban al gato y el ratón. Como si la caña dulce le soltara la lengua, el gordo habló:

—Un lugar tan lindo y las cosas feas que pasan. Una picardía.

Mirando a Julia, Arévalo se encogió de hombros resignadamente.

—¿Cosas feas? —Julia preguntó enojada.

—Aquí no digo —reconoció el gordo— pero cerca. En los acantilados. Primero un automóvil, después otro, en el mismo punto, caen al mar, vean ustedes. Por entera casualidad nos enteramos.

—¿De qué? —preguntó Julia.

—¿Quiénes? —preguntó Arévalo.

—Nosotros —dijo el gordo—. Vean ustedes, el señor ese del Opel que se desbarrancó, Trejo de nombre, tuvo una desgracia, años atrás. Una hija suya, una señorita, se ahogó cuando se bañaba en una de las playas de por aquí. Se la llevó el mar y no la devolvió nunca. El hombre era viudo; sin la hija se encontró solo en el mundo. Vino a vivir junto al mar, cerca del paraje donde perdió a la hija, porque le pareció —medio trastornado quedaría, lo entiendo perfectamente— que así estaba más cerca de ella. Este señor Trejo —quizás ustedes lo hayan visto: un señor de baja estatura, delgado, calvo, con bigotito bien recortado y anteojos— era un pan de Dios, pero vivía retraído en su desgracia, no veía a nadie, salvo al doctor Laborde, su vecino, que en alguna ocasión lo atendió y desde entonces lo visitaba todas las noches, después de comer. Los amigos bebían el café, hablaban un rato y disputaban una partida de ajedrez. Noche a noche igual. Ustedes, con todo para ser felices, me dirán qué programa. Las costumbres de los otros parecen una desolación, pero, vean ustedes, ayudan a la gente a llevar su vidita. Pues bien, una noche, últimamente, el señor Trejo, el del Opel, jugó muy mal su partida de ajedrez.

El gordo calló, como si hubiera comunicado un hecho interesante y significativo. Después preguntó:

—¿Saben por qué?

Julia contestó con rabia:

—No soy adivina.

—Porque a la tarde, en el camino de la costa, el señor Trejo vio a su hija. Tal vez porque nunca la vio muerta, pudo creer entonces que estaba viva y que era ella. Por lo menos, tuvo la ilusión de verla. Una ilusión que no lo engañaba del todo, pero que ejercía en él una auténtica fascinación. Mientras creía ver a su hija, sabía que era mejor no acercarse a hablarle. No quería, el pobre señor Trejo, que la ilusión se desvaneciera. Su amigo, el doctor Laborde, lo retó esa noche. Le dijo que parecía mentira, que él, Trejo, un hombre culto, se hubiera portado como un niño, hubiera jugado con sentimientos profundos y sagrados, lo que estaba mal y era peligroso. Trejo dio la razón a su amigo, pero argüyó que si al principio él había jugado, quien después jugó era algo que estaba por encima de él, algo más grande y de otra naturaleza, probablemente el destino. Pues ocurrió un hecho increíble: la muchacha que él tomó por su hija —vean ustedes, iba en un viejo automóvil, manejado por un joven— trató de huir. «Esos jóvenes» dijo el señor Trejo «reaccionaron de un modo injustificable si eran simples desconocidos. En cuanto me vieron, huyeron, como si ella fuera mi hija y por un motivo misterioso quisiera ocultarse de mí. Sentí como si de pronto se abriera el piso a mis pies, como si este mundo natural se volviera sobrenatural, y repetí mentalmente: No puede ser, no puede ser». Entendiendo que no obraba bien, procuró alcanzarlos. Los muchachos de nuevo huyeron.

El gordo, sin pestañear, los miró con sus ojos lacrimosos. Después de una pausa continuó:

—El doctor Laborde le dijo que no podía molestar a desconocidos. «Espero» le repitió «que si encuentras a los muchachos otra vez, te abstendrás de seguirlos y molestarlos». El señor Trejo no contestó.

—No era malo el consejo de Laborde —declaró Julia—. No hay que molestar a la gente. ¿Por qué usted nos cuenta todo esto?

—La pregunta es oportuna —afirmó el gordo—: atañe al fondo de nuestra cuestión. Porque dentro de cada cual el pensamiento trabaja en secreto, no sabemos quién es la persona que está a nuestro lado. En cuanto a nosotros mismos, nos imaginamos transparentes; no lo somos. Lo que sabe de nosotros el prójimo, lo sabe por una interpretación de signos; procede como los augures que estudiaban las entrañas de animales muertos o el vuelo de los pájaros. El sistema es imperfecto y trae toda clase de equivocaciones. Por ejemplo, el señor Trejo supuso que los muchachos huían de él, porque ella era su hija; ellos tendrían quién sabe qué culpa y le atribuirían al pobre señor Trejo quién sabe qué propósitos. Para mí, hubo corridas en la ruta, cuando se produjo el accidente en que murió Trejo. Meses antes, en el mismo lugar, en un accidente parecido, perdió la vida una señora. Ahora nos visitó Laborde y nos contó la historia de su amigo. A mí se me ocurrió vincular un accidente, digamos un hecho, con otro, señor: a usted lo vi en la Brigada de Investigaciones, la otra vez, cuando los llamamos a declarar; pero usted entonces también estaba nervioso y quizá no recuerde. Como apreciarán, pongo las cartas sobre la mesa.

Miró el reloj y puso las manos sobre la mesa.

—Aunque debo irme, el tiempo me sobra, de modo que volveré mañana. —Señalando la copa y la taza, agregó—: ¿Cuánto es esto?

El gordo se incorporó, saludó gravemente y se fue. Arévalo habló como para sí:

—¿Qué te parece?

—Que no tiene pruebas —respondió Julia—. Si tuviera pruebas, por más que le sobre tiempo, nos hubiera arrestado.

—No te apures, nos va a arrestar —dijo Arévalo cansadamente—. El gordo trabaja sobre seguro: en cuanto investigue nuestra situación de dinero, antes y después de la muerte de la vieja, tiene la clave.

—Pero no pruebas —insistió Julia.

—¿Qué importan las pruebas? Estaremos nosotros, con nuestra culpa. ¿Por qué no ves las cosas de frente, Julita? Nos acorralaron.

—Escapemos —pidió Julia.

—Ya es tarde. Nos perseguirán, nos alcanzarán.

—Pelearemos juntos.

—Separados, Julia; cada uno en su calabozo. No hay salida, a menos que nos matemos.

—¿Que nos matemos?

—Hay que saber perder: tú lo dijiste. Juntos, sin toda esa pesadilla y ese cansancio.

—Mañana hablaremos. Ahora tienes que descansar.

—Los dos tenemos que descansar.

—Vamos.

—Sube. Yo voy dentro de un rato.

Julia obedeció.

Raúl Arévalo cerró las ventanas y las persianas, ajustó los pasadores, uno por uno, cerró las dos hojas de la puerta de entrada, ajustó el pasador, giró la llave, colocó la pesada tranca de hierro.

CONFIDENCIAS DE UN LOBO

Al pequeño grupo de compatriotas que viajaba por Tusa, inconfundible por el distintivo, en el ojal, con la sigla y aún más por los ambos marrones, un poco livianos para aquella inclemente primavera de París, los distribuyeron en dos pisos de un hotel de la rue de Ponthieu. Alojaron a Enrique Rivero Puig en una habitación del tercero, con vista al patio, y en dos del quinto a Tarantino, a Sarcone y a Escobar. En tal distribución descubría Rivero Puig otra prueba de que Tusa era acreedora de la confianza del turista: de nuevo, pues hubo que oírle una frasecita muy suya: «Esta gente sabe lo que hace». Efectivamente, a Tarantino, a Sarcone y a Escobar, que se criaron juntos, no los separaron, y en cuanto a él, a Rivero, un lobo solitario, según la fórmula que había empleado en repetidas oportunidades para comunicar, a relaciones de sexo femenino y de la localidad de Temperley, una imagen adecuada de su idiosincrasia, lo instalaron solo, pero no demasiado lejos de sus grandes amigos, cosechados en el trascurso del viaje. Para evitar roces, la plana mayor de Tusa había concentrado a los brasileros en un hotel de la rue du Colisée y al grueso de americanos en uno de la rue de Berri. Precauciones análogas fueron aplicadas, con invariable éxito, en las etapas previas: Madrid, Barcelona, Niza, Génova, Roma, Milán, Ginebra, Munich. Digno de admiración era el contento, desde luego estrepitoso y pueril, que los más exteriorizaban al verse de nuevo las caras, en el avión o en el ómnibus, tras la obligatoria separación en los hoteles urbanos. En esos breves minutos ¿cómo no creer en la íntima bondad del hombre común?

Donde se ofreciera y ante quien prestara oído, los criollos no se cansaban de alabar los méritos del viaje. Sin embargo, si usted los apuraba un poco, reconocían que no en todas partes hallaron idéntica satisfacción. El estado francamente ruinoso de las ruinas romanas les causó grima. Cuando alguno comentó que ni siquiera los ediles bonaerenses tolerarían tanto abandono, el lenguaraz defendió a la municipalidad local y, en un arranque imputable al despecho, cargó la culpa a los mismos turistas, que pagaban por visitar escombros y demoliciones. De tal suerte las giras constituyen ponderables cursos pedagógicos, y que mientras recorremos paisajes pintorescos nos asomamos a imprevistas peculiaridades de la mente humana.

Por cierto a nuestros compatriotas —de los extranjeros no hablo— les bastaba con escarbar en el corazón para tropezar con el escollo de una doble duda. Cada cual la incubó mientras daba vueltas en la cama, inquieto por no dormir. Apuntaré aquí una circunstancia misteriosa: grandes campeones de regularidad en el sueño, los cuatro conocieron el insomnio ni bien pisaron tierra desconocida.

Como era inevitable, a todos llegó así la noche del cálculo de gastos, que pronto se convirtió en el terror de quien sorprende, a sus pies, un abismo. Amén del monto global, francamente vertiginoso, estaba el continuo dragado por propinas, recuerdos, regalitos y demás extras. ¿De veras los méritos del viaje compensaban semejante derroche? Afligían la imaginación visiones de un páramo fantasmagórico: la miseria. Por suerte en el señor de Tusa, que los acompañaba en la gira, encontraron siempre el apoyo que da a sus discípulos el maestro; en la señalada coyuntura les devolvió la calma con estas leales y atinadas palabras:

—Fuera del país —dijo— se va la plata: eso no lo discuto. Pero el número de los que viajaron antes y de los que viajarán después —¡no son cuatro gatos!— prueba claramente que nadie se arruina. Por otra parte, aunque ahora parezca increíble, ya verán que los recuerdos del viaje resultan impagables, dan tema para charlar a lo largo de una vida. ¿Qué digo una? ¡A lo largo de las vidas de los hijos y de los nietos!

Tarantino, Sarcone y Escobar tomaron la costumbre de visitar en su habitación a Rivero. Allí mateaban. Allí cantaba en seco Sarcone, que admiraba con
Flor de fango
, animaba con
El apache argentino
, arrancaba lágrimas con
Anclado en París
. Allí los amigos, como náufragos en una isla, alternaban confidencias; el mismo Rivero, por idiosincrasia, reservado, empezó a franquearse. Dijérase que angustias y contrariedades, compartidas por criollos como uno, se vuelven llevaderas.

A la reunión del tercer piso, quien más, quien menos, trajo otra preocupación, ésta muy personal, que resultó la de todos. El efecto de la misma variaba según el sujeto, desde la cólera hasta la melancolía, pasando por la pesadumbre, pero el motivo era uno: el monótono desfile de mañanas, de tardes y de noches desprovistas del bálsamo que infaliblemente constituye la sociedad, transitoria al menos, del otro sexo. El tormento empezó en Barcelona, donde el sociólogo reputa muy alto el nivel de la mercadería en oferta. Fuera por el atávico temor del fantasmón de alguna enfermedad felizmente borrada del mapa, hoy reimportada de las antiguas colonias, o por el apocamiento que nos aqueja en el extranjero o por simples prejuicios, la verdad es que nuestros muchachos no participaron del festín. Después vino Niza, con el Paseo de los Ingleses y con la legión de viejas, que no los confundió; expertos en la materia, discernieron a las otras, a las que prometen paraísos terrenales, y Escobar dolidamente resumió el sentir del grupo: «¡Cuántas mujeres lindas, todas ajenas!». En Génova o en Santa Margarita, en un camino de la costa, desde la ventanilla del ómnibus, vieron a una muchacha rubia, una ciclista, cuyo recuerdo arrancaba suspiros a Rivero Puig y lo rebelaba contra la propia suerte. ¡Quizá fuera la mujer de su vida!

Oh inevitable subjetividad de la experiencia, que invalida los mejores relatos de viajeros. El elenco ¡en Roma! les mereció el calificativo de pobretón, cuando no el ya feroz
de pobrete
, y así encontraron (como soldados por largo tiempo alejados de la batalla) nuevos pretextos para no aventurarse. La situación, hasta Munich llevadera, se volvió tensa en París, donde la realidad toda se volcaba en una frenética zarabanda —tal les pareció a ellos— en homenaje a los triunfos del amor. Necesariamente interrogaron la segunda duda: El viaje y sus maravillas ¿compensaban la falta de ese modesto ramillete de rubias y morenas que dejaron atrás?

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