Por el momento me distrajeron del propósito los comentarios de la muchacha sobre aspectos de la representación. Yo también aprecié detalles, pero por más que me devanaba la mente no elucubré observaciones dignas de formulación en voz alta, no pasé de «¡Muy lindo, muy lindo!», que repetí hasta lo increíble. Con todo, no callé. Gracias al mayor volumen vocal, impuse mis opiniones y dominé el diálogo. Ahora de buena fe ignoro quién dijo esto, quién dijo aquello; quién, por ejemplo, señaló el mérito del verso o tal vez de la situación apuntada por el verso:
En mis sueños yo lo he visto
.
Recuerdo a la perfección que las palabras corresponden a la partitura de Margarita. —Mefistófeles le había infundido sueños en que ella vio a Fausto, cuando no lo conocía aún— pero todo se entrevera en la misma nostálgica lejanía, confundo los pasajes oídos antes y después del entreacto, lo hablado por nosotros en el teatro y lo hablado más tarde en otros lugares de esa noche extraordinaria. No imaginen que yo había perdido la cabeza ni que me había entregado plenamente. Me defendí hasta el fin. Como en un apuro toda arma es buena, cuando la muchacha me dijo que se llamaba Perla solté bromas y comentarios que la zaherían, sin articular palabra, sin que de labios para afuera nada asomara, porque no iba yo a dificultar con impertinencias una aventura que se presentaba —hasta ahí, por lo menos— bajo signos tan favorables. Para quien se crea refinado, el humorismo que estriba en nombres acaso peque de basto. En cuanto a mí, que una muchacha blanquísima se llamara Perla me pareció el colmo. Admito, además, que en el instante de recibir la información me estremecí a ojos vistas. Hoy encuentro todo eso un poco increíble. Perla es Perla, naturalmente, y para designarla cualquier otro nombre resultaría ridículo.
Insisto en que no perdí la cabeza: noté su manera de hablar, que unía a un acento extranjero el cómodo manejo del vocabulario y de las frases hechas de una niña argentina.
Concluida la función, demoramos la salida hasta quién sabe cuándo, porque Perla no se resignaba a poner término a los aplausos. Yo me entretenía en observar esa actividad frenética y, sin duda, significativa. Ella me explicó que no lloraba para que no se le corriera el rimmel. «Te ha de gustar esta Perla», pensé, «porque sin contrariedad reprimes la irritación, no giras sobre los talones y sin más la plantas». Por último, salimos de aquella sala, tomé del brazo a mi nueva amiga y audazmente la dirigí rumbo al restaurante. El espectáculo había durado hasta horas que nunca abordo con el estómago vacío. Mientras caminábamos pausadamente, ocupados en proponer fórmulas adecuadas para definir el arte de Berlioz y para elogiarlo, en lo íntimo yo eliminaba entradas complicadas, que llevan tiempo, y resolvía preceder la gallina en pepitoria por un simple fiambre, aunque mantendría el espíritu abierto a cualquier sugerencia del
maître d'hôtel
, que pudiera servirse pronto y que se distinguiera, desde luego, por lo copiosa. Conozco a fondo mi languidez: reclama alimento inmediato y ante la menor demora amenaza con desmayos. Háganse cargo de mi estado anímico al oír, de boca de Perla, una de esas despreocupadas frasecitas que importaban nada menos que el fallo del destino. Despreocupada, sí, pero incontrovertible. Aunque de mujeres entienda poco, sé cuándo puedo contrariarlas y cuándo no. En aquel trance no quedaba otra alternativa que escamotear la personalidad entera, con sus anhelos y sus renuencias, y exclamar como quien bate palmas: ¡Encantado! Perla había dicho:
—¿Dónde vamos? ¿Al restaurante? ¿A comer? ¡Qué opio! Demos una vuelta.
Efectivamente dimos una vuelta de noventa grados y me encontré avanzando en rumbo opuesto; pero su mano apretó mi brazo y, como hasta caer de viejos llevamos dentro a un adolescente sentimental, apenas contuve mi eufórica gratitud. En lugar de entrar en el acogedor salón del Águila desembocamos en la enorme plaza y no sé por qué involuntaria fantasía tuve una visión de nosotros dos, como tomada de lejos: una patética pareja perdida en el descampado. Recuerdo detalles de esa noche de Montevideo tan vivamente como si estuviera soñándolos.
Nos internamos en todo amor a través de vaivenes del sentimiento, que retrospectivamente nos alarman. ¿O el peligro de quedar afuera es ilusorio? Ya me abandonaba yo a ese juego incomparable, la gradual conquista de una mujer, cuando la mujer en cuestión retomó su monólogo:
—¿Meternos en un restaurante? Ni loca. Me da claustrofobia.
Calló inopinadamente, para luego preguntar:
—¿O usted es de los que da gran importancia a las comidas? ¿De los que tienen que comer dos platos, en mesa y con mantel?
Me describía como si me conociera, pero por desgracia el tono era despectivo. Remató la tirada con la declaración inapelable:
—¡Yo me arreglo con un
sandwich
a deshora!
Por favor, no me llamen misógino porque de vez en cuando suelte mi párrafo contra las mujeres. Ocasionales desahogos caben a lo largo de la vida y no perjudican a nadie. Yo adoro a las mujeres, pero las desenmascaro: son las anarquistas que dislocan la civilización. Créanme, si entre todos cuidamos las cosas chicas, este mundo caótico tendrá siquiera la apariencia del orden. Las mujeres constituyen el gran estorbo, son gitanas que no respetan las cuatro comidas del ser humano. Para avivar el enojo me digo que bajo tales ayunos late menos espiritualidad que temor a la gordura y recuerdo que a otra de estas devotas de la frugalidad, a una genuina sacerdotisa del estómago liviano que por varias noches me tuvo sin más plato sólido que un té con limón, la sorprendí una madrugada devorando como tigre junto a la heladera su arrolladito de dulce de leche.
Yo no soy un infame hipócrita que resta importancia a la comida. Aclarada la cuestión, afirmo que el hambre insatisfecha no era el único motivo de mi contrariedad. En efecto, un alto en el Águila, amén de sustancioso, resultaría providencial y poco menos que insustituible, pues decorosamente deslizaría la ocasión de conversar, de conocernos, de intimar hasta el punto en que la proposición de pasar juntos la noche no disonara. Sin el restaurante ¿qué camino quedaba para llevar la navegación a buen puerto? Tengo para mí que propuse el más adecuado.
—¿Vamos a tomar un whisky y bailar un poco? —dije.
No imaginen que yo estuviera ansioso por conducir a Perla a uno de esos antros costosísimos, pero el caballero se reconoce en que apechuga de tarde en tarde. Por lo demás yo especulaba con las relevantes ventajas que en la ocasión proporcionan tales comercios: la infalible mecánica del alcohol, de la oscuridad y del baile, a la par de las oportunidades de pellizcar, al amparo de la oscuridad mencionada, mis bocaditos de aceitunas, queso y maní. Añadan a lo anterior el mérito de lo consabido, de lo que por habitual no requiere explicaciones y valorarán mi sorpresa, ante la salida de Perla.
—¡Me invita a una
boite
! —exclamó—. ¡Qué primitivismo encantador! ¡Un niño de verdad, un alma fresca! Le juro que me tienta, pero ¿no le da claustrofobia y hasta un poco de pereza? ¡Qué opio!
Vieran ustedes cómo me encocoré. Por dentro nomás, ya que por fuera impecablemente mantuve la amplia sonrisa que se me torcía en la boca. No era el momento de atender el amor propio, sino de salvar la noche. Esa mujer, con sus exclamaciones despectivas, diezmaba las posibilidades. Tras un inventario somero eché a temblar. ¿Sólo quedaba el paseo por la ciudad? ¿A pie, a tales horas, con el fresquete o en taxímetro, sin destino, con un
chauffeur
conversador? El dilema de dos cuernos tuvo sobre mi espíritu un efecto paralizante, sobre todo por el tercer cuerno que fatalmente propuso: la eliminación lisa y llana de las etapas intermedias. En verdad, para determinadas proposiciones carezco de coraje. ¿Y mi zarandeada sospecha sobre la profesión de mi compañera? Acababa de cambiarla por la certidumbre de haber estado al borde de un vergonzoso error. Intuí que articular la palabra hotel y convertirme en un extraño, en un indeseable, sería todo uno. Si todavía le propusiera un eufónico nombre capaz de sugerir imágenes que gratifican la vanidad. —Ritz, Plaza, Carlton, Claridges—, pero el desdoroso refugio que no se menciona… La previsión del lugar me enmudecía. Ya adivinaba la decaída madriguera cruzada por huidizos individuos mal abrazados a borbotones de sábanas usadas y atendida por un displicente pelafustán que digita papel moneda. ¿Cómo someter a una señora a experiencia tan vil? ¿Que el amor todo lo redime y todo lo puede? A condición de que le den tiempo. El impalpable tiempo es lo inexcusable, lo rígido.
—De acuerdo —alegué—. No vamos al restaurante. No vamos a la
boite
. Ayunamos. Lo que usted me pida, menos dejarla ahora.
Para componer la próxima frase o para respirar me detuve antes de explicarle que no debíamos perder tiempo, pues el plazo acordado a nuestra —¿cómo definirla?— relación, amistad, era brevísimo: a lo sumo dos o tres días. Un repentino escrúpulo —¡quién está seguro con las mujeres!—, el temor de cometer un desliz de orden táctico, de dar pretexto a que ella exclamara «¡Entonces no vale la pena!», demoró las palabras que ya se articulaban. No me arrepentí de la dilación. Perla reconoció:
—Por fin me dice algo simpático.
Estimulado, pero perplejo, pregunté:
—Entonces, ¿dónde vamos?
Contestó:
—Dondequiera. A cualquier parte.
—¿A cualquier parte? —aventuré.
—A cualquier parte —respondió.
A continuación la incalculable realidad desplegó lo que no vacilo en describir como la culminación de mi vida, su noche más extraordinaria. Admito que no cualquiera se pone a la altura de los grandes momentos, que son aterradores y magníficos. Yo mismo me amparé esa vez en eventuales distracciones, en medio de la dicha no perdía de vista el reloj y graduaba la gloria para que no durara más allá de las dos de la mañana, hora en que cierra el restaurante. En el maremagno de la pasión, en pleno vértigo de compenetración y entrega, no descuidé la pequeña astucia personal: ni una palabra dije sobre mi próxima partida de Montevideo. Más aún: mientras ávidamente adoraba a esas manos únicas, a esa cara entrañable, por una suerte de engañosa lucidez comprendí que ya no valía la pena prolongar mi permanencia en el Uruguay. Lo importante era el haber alcanzado la gloria; pero
un día más
¿no significaba un mero
segundo día
? ¡Yo volaría en el primer avión de la mañana! Argumentarán ustedes que si continuamente me retiraba a mis cálculos, no sería para tanto el amor. Se equivocan. En mi recuerdo sólo queda la plenitud. Para enumerar las imperfecciones, que sin duda existieron, debo esforzar la memoria y la buena fe. El íntimo gusano individual raramente se rinde, y con mayor facilidad nos abandonamos a la impaciencia que a los grandes pesares y alegrías. La vida está demasiado agolpada de cosas para que la vivamos fuera del recuerdo, que ni siquiera es ilusión. De aquellas horas con Perla tampoco olvido —¿otro defecto?— el hambre. Su trabajo de lima, continuo, sutil, me infundía una débil desazón que probablemente ahondó el aspecto casi místico de esa noche portentosa. Nadie lea esto como una admisión de que no bastara el solo encanto de la muchacha. Con total clarividencia descubrí que esa desacreditada blancura y ese desleimiento de tonos capaz de suscitar en algunos auténtica reprobación moral, estaban hechos para mí, constituían la belleza que mi alma desde épocas inmemoriales con vehemente sed reclamaba. Escuché después historias de un lejano país, de un castillo, de un bosque de Moravia, de una madre inglesa, de un impetuoso padre cazador, y también la revelación de secretos atinentes a una Liga Emancipadora, que se proponía —¿o habré oído mal?— la vuelta al pasado. Dios me perdone, persistí en los comentarios para mí mismo. No hay que tomar en serio, me dije, secretos revelados al primer venido. Nunca pensé que yo no fuera un primer venido; menos aún, que mi imperfecta comprensión absolviera de infidencias a Perla. En resumen, yo quedé más informado de amplios cuartos claros (como de quintas de las nuestras) donde había vivido aquella señora inglesa, que de conspiraciones y de espionaje.
—Pobrecita —exclamé conmiserado—, criada en un castillo, tenía que conocerme a mí para bajar a este lugar.
—¿Qué tiene este lugar? —preguntó, mirando en derredor, como si no viera la sospechosa cobija parda, la rústica mesa de luz en cuya madera las colillas habían dejado cicatrices, la pared, rica en torpes dibujos e inscripciones a lápiz.
Muy pronto me abandoné al encanto de los relatos. Perla hablaba con gracia y con vivacidad. Es verdad que a la luz de aquella piel descolorida, como de pescado muerto, todo me fascinaba. Todavía no lo dije, pero ya habíamos dejado atrás la hora de improvisar una irrefutable despedida, para llegar al Águila antes de que cerraran. A tiempo miré el reloj y deliberadamente sacrifiqué mi previsto
boeuf a la Rossini
. De acuerdo a la idiosincrasia de cada cual son las pruebas de amor. Repito, pues, mi afirmación de que esa noche fue la más extraordinaria que me tocó vivir. A la otra mañana volé a Buenos Aires.
En el avión ¿con quién me topo?: con el rosarino. Efectivamente, en la estrechez aquella, entre valijas de mano, sobretodos y viajeros, el tenorio y yo nos inclinamos en reverente saludo, con el aludido resultado de mutuo cocazo. Tras palparse la frente mi conocido preguntó:
—¿Cómo le fue?
—Cómo quiere que me vaya —empecé a decir.
Al punto entreví esos curiosos colores, una bandera o cassata de pelo, a la altura de los parietales, recordé el germen de trigo, la fama de tenorio del oponente y, no me pregunten por qué, me embravecí. Para darme el gusto de restregarle un poco el último triunfo mío en una especialidad suya, ahí nomás de punta a punta le narré la noche anterior. Tuve tema para todo el viaje, incluido el trámite en la aduana. Me consta de que un sordo encono contra ese hombre, que al fin y al cabo se defendía a su manera y como podía de los topetazos de los años, me soltó la lengua y me llevó, sin un momento de vacilación, a inmolar a Perla, a desnudarla (¡figuradamente hablando!) y a exhibirla ante terceros, mientras allá en el fuero interno una vocecita me repetía las palabras: falta de lealtad.
Leal, lo que se entiende por leal ¿quién es? Ciertamente no la gente buena, demasiado blanda. Acaso algún engreído o nadie, probablemente. No, lo peor de aquellas confidencias en el avión fue la circunstancia de que para mí constituyeron un precioso curso de aprendizaje. Aprendí a contar el cuento, sin omitir en el proceso la melancólica ojeada sobre nuestras debilidades humanas ni la nota bufa. Como el perrillo amaestrado que sin ton ni son repite su prueba, fuera quien fuese el interlocutor que me saliera al paso yo contaba mi aventura con Perla.