Historias de amor (18 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

Más tarde ella pacíficamente dormía y a su lado Rivero, mirando el techo y fumando uno de esos mismos Gaulois que entonces acremente menospreciaba y que muy pronto elogiaría con nostalgia, planeaba la futura exposición ante los muchachos. Para tal oportunidad acuñó la reflexión: «Libre de las estrategias de la coquetería, todavía de rigor entre quienes viven supeditadas a un Amo, la mujer europea ha conquistado su emancipación y por grandeza de alma merece nuestro saludo». También observó Rivero que hasta esa tarde (y, probablemente, desde la partida en Ezeiza) él nunca se había sentido feliz. ¿Por qué? En el acto contestó: por vivir aislado por no abrir el corazón a los amigos del quinto piso. De ahora en adelante, prometió, no retacearía confidencias.

Despertó Mimí, tuvieron hambre, empuñaron el pomo del timbre, la criada apareció, pidieron alimentos. Juiciosamente sentados en la cama, con las bandejas sobre las rodillas, bebieron sendos tazones de chocolate: reforzados de pancitos y de medialunas. Ya se sabe, la comida recrea y enamora. Tras la segunda tregua vino esa lánguida plática, tan plácida que vale por todo. Hablaron de la infancia y de la tierra natal. Murmuró la muchacha:

—La tierra está lejos.

—No la tuya —corrigió Rivero.

—No como tu Buenos Aires, pero demasiado para mi corazón —reconoció ella.

—No entiendo —confesó él.

Mimí aclaró:

—Soy romántica, soy alemana.

Al rato Rivero extrañó —en todo hombre se embosca un traidor— la compañía de los muchachos. Inventó, pues, para esa noche un banquete en casa del cónsul. Desde luego, la pobre Mimí no se atrevió a pedir que por ella desairara a tan encumbrado personaje. Tras el embuste, sin empacho Rivero omitió toda mención del viaje que a la mañana emprendería, pero insistió en dictar el número de teléfono del hotel —que ella asentó con patética aplicación en una muy ajada libreta de direcciones— por si a la tarde le venían ganas de llamarlo. El punto prueba que no somos de vidrio y que nadie ve nuestros pensamientos; también, que Rivero se enteraba con alguna lentitud de lo que pasaba en su propio corazón. Es verdad que esa noche, al detallar el asunto a Tarantino, a Sarcone, a Escobar, respiró la tonificante vanagloria, cumbre de júbilo que no alcanzamos en el trascurso de ningún hecho, sino después, ante el auditorio amigo, cuando nos pavoneamos; pero a la otra mañana, acurrucado en el asiento del «autocar» que lo arrancaba de París (ahora su París) para siempre, se preguntó si en definitiva el idilio no había concluido demasiado pronto, si encontraría alguna vez una muchacha como Mimí, si no era característica de la mala suerte que de un tiempo a esta parte persigue a los criollos la situación en que se veía: a las veinticuatro horas justas de topar con la mujer que tanto había anhelado, esclavo de su deber hacia Tusa retomaba el camino cual gitano infatigable. Así mismo se comparó —no sin consuelo— con los marinos, que tienen un amor en cada puerto.

Del trayecto a Bretaña los compatriotas recordarían muy particularmente ese instante del atardecer, junto a las murallas de una ciudad medieval, en que el aparato de radio del ómnibus los conmovió con los entrañables compases del tango
Mi noche triste
.

Entre Dinan y Dinard el señor de Tusa les comunicó lo que de un modo unánime el grupo reputó como la primera grieta en el impecable servicio de la compañía: a Tarantino, a Sarcone y a Escobar los alojaría en el hotel Printania y a Rivero, solo y su alma, en el Palace. La falta no era grave, pero cometida por Tusa —y en qué momento— para Rivero importaba un desengaño, acaso el desamparo moral.

Si encontramos un pelo en la sopa, pronto pescamos el cuero cabelludo. Apenas notificado el ingrato ukase relativo a hoteles, el mismo señor salió con la novedad de que el gran mérito de Dinard era la calma. Trató de embriagar con palabras:

—Para el hombre moderno, que vive hacinado en su enjambre, la soledad es un lujo —sentenció.

—No venimos desde América —repuso Tarantino, que en el fondo no conocía el respeto— para que nos metan en un despoblado.

Ya en la apacible Dinard, Rivero no pudo contenerse:

—La ciudad está encajonada. Con Miramar ni la comparo. Otra cosa: amplitud por todos lados, horizontes.

Los muchachos callaron, porque a Miramar la habían visto únicamente en fotografías. La circunstancia pinta al argentino, que recorre Europa como la palma de la mano, pero con tal de no visitar las maravillas del país declara que todo kilómetro es polvoriento y que todo ferrocarril, una calamidad.

En el estado de ánimo de Rivero resultaba muy duro el aislamiento en el Palace. Debatir francamente a Mimí con el grupo, contar, de nuevo, a calzón quitado, el lisonjero episodio, acaso le hubiera impartido el coraje del alcohol. Extrañaba sin paliativos, no encontraba salida para la angustia. Llegó a creer que ni siquiera el regreso a París, recurso que por indigno de la entereza de un criollo descartaba por el momento, le devolvería a la muchacha. No sólo apellido y domicilio: todo ignoraba de Mimí.

Su cuarto en el Palace, con vista a la ensenada y a Saint-Maló, se le antojó un calabozo. Antes de abrir la valija, recién llegado, salió a dar una vuelta. Se metió en el ascensor y apretó el botón de la planta baja. Durante el viaje estudió el letrero de instrucciones para el manejo del artefacto. Cumplió el descenso con lentitud.

Por falta de ánimo desistió del paseo; estuvo sentado en el hall; recorrió los salones. Trató de razonar: «No atendamos el dolor de la pérdida, sino el valor de la conquista», se dijo. «El galardón engalana el pecho». Repitiéndose que no tomaría las cosas a lo trágico entró en el luminosamente blanco y dorado comedor del hotel. Tiempo se llama la amarga medicina del inconsolable.

Lo condujeron hasta una mesa, intercalaron entre él y la servilleta un descomunal rectángulo de papel acartonado: el menú. Para orientarse nomás, llevó ojeadas apáticas al menú inmediato, al salón circundante. En una mesa no lejana divisó a una rubia, un poco gorda, seguramente de baja estatura, nada fea, atareada, con el marido, en mimos recíprocos. Ordenada la cena, Rivero completó su imagen de la rubia: piel blanca, de las que por cualquier pretexto enrojecen; pelo rubio de origen, reforzado por tintura. No pudo menos que admirar a mujer tan alegre, conversadora, vistosa.

Primero con el
maître d'hôtel
, después con un amodorrado personaje entubado en un delantal verde, que dispensaba la lista de vinos, por último con el mozo, la rubia y el marido entablaron conversación; universales catadores de la variada ofrenda terrenal, auténticamente se imbuían en los sucesivos debates pero, retirado el interlocutor, sin pausa retomaban las caricias.

Cuando el marido hundió la calva, auroleada de pelo gris, en el plato de sopa, la rubia dirigió los ojos a Rivero. Éste pensó: «De puro distraído y triste se me fue la mano. Esa mirada reprende». Pero como seguía distraído y triste volvió a mirar. La rubia acariciaba la pelusa del marido. La cabeza acariciada bajaba a la sopa. Los ojos azules buscaban a Rivero. Como si con ellas manipulara un malabarista, las pupilas prodigiosamente se detenían en el aire y sostenían la mirada. El fenómeno era tan breve que, después de ocurrido, Rivero lo ponía en duda.

«Será una idea» se dijo; pero la ronda continuó: mimos conyugales, cabeza que baja, ojos que buscan, mimos conyugales. Rivero dedujo: «Una esposa infiel», como quien descubre, en este mundo de fraudes, un artículo genuino o siquiera un unicornio o un ángel.

Cuando él se retiró del comedor, la rubia volvió a mirarlo e, indudablemente, guiñó un ojo. Inquieto, por no tener un plan de conducta, caminó por el hall. No había mucho en qué ocuparse, ni siquiera ficticiamente: unas pocas vitrinas con boquillas, con alhajas, con portamonedas; cartelones que anunciaban, para fecha pretérita, espectáculos en dos o tres cinematógrafos y en el casino High Life. Agotado aquello, se dejó caer en un sillón.

Aparecieron viejo y rubia. Algo en la actitud de la pareja, acaso una plausible jovialidad, proclamaba que estando juntos nada necesitaban de nadie. Platicaban y reían, pero la animación aumentaba ni bien terciaba el portero de la noche o el mozo del bar o aun el lúgubre señor de la recepción. «Oh matrimonio, matrimonio» moralizó para sí Rivero, sacudiendo la cabeza benévolamente. Era un poco retacona la bella infiel, pero con qué gracia le lanzó un guiño, a espaldas del mimoso, del mimado marido, que se la llevaba en el ascensor, como en una jaula romántica, vaya uno a saber a qué alcoba del vasto Palace.

Como toda acción quedaba archivada hasta el día siguiente, él también se retiró a su cuarto.

Lo despertó la voz en cuello de Sarcone:

Qué lindo es estar metido

Tiradito en la catrera

Rivero articuló con rabia:

—Mejor cantaba eso la Maizani.

—Falta poco para mediodía —dijo Escobar.

—La viudez no le quita el sueño —comentó Tarantino.

—No tanta viudez —respondió Rivero y puso a calentar el agua para el mate. Mientras meticulosamente se afeitaba refirió la conquista de la rubia.

—Se presentaban condiciones desfavorables —peroró—. Francamente desfavorables. Problema: irrumpir en una pareja unida, con el marido al pie del cañón. Lo conseguí, no me pregunten cómo. Les hablo con el corazón en la mano. No me crean mago ni nada por el estilo. Cualquiera de ustedes empata mi performance. ¿Les doy el secreto? Atropellar a ojos cerrados. ¡En tierra extranjera el arrastre del criollo es irresistible!

Circulaba el mate. Rivero se vestía.

—Píntenos a la rubia —pidió Sarcone.

—Más bien petisa, tirando a pizpireta. Rozagante, de piel rosada, buen estado.

—Es la que vimos abajo —dictaminó Escobar.

—¿Sola? —inquirió Rivero.

—Sola —declaró Escobar.

—Será otra —opinó Tarantino, con la cara ennegrecida por la envidia, y los ojos achicados, vidriosos—. Una mujer de esa categoría no repara en un pobre turista, que al fin es ave de paso.

—Ustedes me esperan —ordenó Rivero.

Impaciente, descartó el ascensor y corrió escaleras abajo. Sus trancos abarcaban dos y aun tres escalones, pero quizás el impávido ascensor hubiera ganado la carrera, como la tortuga de la fábula.

La rubia no estaba en el hall, ni en el salón, ni en los corredores, ni en el jardín de invierno. No había nadie en el corredor. Un parroquiano único, probablemente inglés, en el bar daba enfáticas explicaciones al mozo, que las escuchaba con indiferencia. Concluyó Rivero la inspección en la entrada del hotel, mirando afuera. Ahí la divisó del otro lado de la calle, de espaldas, apoyada contra la baranda de piedra, absorta en la contemplación de la ensenada.

Resueltamente caminó hacia ella. Por instinto sabía que en tales ocasiones la originalidad importa menos que un aire natural y confiado; de modo que dijo:

—Demos una vuelta. ¿Existe en Dinard un parque, algo parecido al Bois de Boulogne?

Claramente replicó la rubia:

—No, el bosque no.

Porfió con disminuida seguridad:

—Demos una vuelta.

—Es peligroso. Pueden verme —afirmó la rubia—. Lo espero en la plaza de la República. Yo voy por la calle Levavasseur, por aquí —indicó hacia la izquierda— usted toma la primera calle a su derecha y sigue hasta la plaza.

Como siempre, pensó Rivero, la mujer es el hombre y el hombre es el chico. Con disimulo volvió los ojos al Palace; halló lo que presentía: apiñados en la ventana de su cuarto, los muchachos reían y gesticulaban. Innegablemente. Tarantino hacía visajes. «Creen que me fue mal» se dijo. «Por eso están tan contentos. Los desengañaré, les contaré todo, pero abarataré un poco las cosas, porque entre varones, por delicado pudor, ocultamos lo que sentimos». Se encogió de hombros, a lo mejor se cuadró, acatando con estoicismo esa dura ley de la etiqueta viril, y apuró el paso. En la plaza lo esperaba la señora, con impaciencia que se adivinaba de lejos, en el balanceo de la cartera. Rivero, con voz gemebunda, preguntó:

—¿Dónde vamos?

Estaba un poco desesperado, porque habiendo obtenido lo principal, el asentimiento, tal vez lo perdiera antes de cobrarlo, por falta de iniciativa. Entre el mentón y un hombro de la señora apareció el letrero:
Hotel de la Republique
. Rechazó de plano la idea, por burda; o tal vez por no dar con una fórmula para proponerla. La señora lo miraba con irritado menosprecio, como reflexionando: «Con su irresolución pueril me expone —¡qué desencanto!— a que mí marido me sorprenda». Ni así espoleada la imaginación de Rivero aportaba soluciones. La visión del letrero lo inhibía. Por último, sacando fuerza de flaqueza, en una jugada que bien puede calificarse de manotón de ahogado, balbuceó:

—Para que nadie la vea ¿lo mejor no sería, al fin y al cabo, meternos en un lugar de por aquí cerca, por ejemplo, en ese hotel?

Una vez más admiró Rivero el temple de las mujeres, y el buen ánimo con que se avienen a la realidad, que nos parece crudo, porque nos tienen habituados a un tono general de fineza, que abarca modales, piel y ropa. La señora dijo brevemente:

—Vamos.

Al enfrentarse con la dilapidada habitación Rivero deploró la facilidad con que él perdía la calma. Peor aún: su falta de hombría. Nuevamente había cometido el error de llevar a una dama a un tugurio. Como dijo una Gladys de Temperley: «Esto no es marco para una señora». El hotel de la Republique era, con evidencia infame, una casa de citas. Las palabras que oyó entonces bastaron para dar a la desolada realidad un toque de sueño. Despierto ¿podía uno admitir que el lugar tan instantáneamente hubiera degradado a la señora? En efecto, ésta previno:

—Son doscientos francos.

La mente más ofuscada descubre de pronto un abra de luz. Confiado, Rivero contestó:

—Entiendo su ironía. No sea cruel. Este lugar no es para una dama. Perdón.

—Ah, no —replicó la rubia—. No tolero errores, ni fingidos ni deliberados. No soy como algunas que si el cliente las confunde, juegan a ser chicas buenas, a pasar una tarde de amor.

—Pero usted es casada. Está con su marido.

—¿Marido? Cliente. Me contrató en el bar, detrás de la Magdalena, en París, para que lo acompañara de vacaciones. Todos los años contrata a una, siempre en el mismo bar: es muy fiel. Quiere ocuparnos
full time
, pero ya me explicaron que sobresale por lo tacaño, así que me busco la vida.

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