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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Cronicas del castillo de Brass (26 page)

Pero Lyfeth extendió una firme mano, agarró la barbilla de Ilian y la obligó a levantar la cabeza.

Ilian abrió los ojos y trató de mirar a Lyfeth. Los ojos de la joven eran enigmáticos. Reflejaban odio, pero también compasión.

—Ódiame, Lyfeth de Ghant —susurró Ilian, para que sólo la oyera Lyfeth—. Será suficiente. Pero también escúchame, porque no he venido a traicionarte.

Lyfeth se mordió el labio inferior. En otro tiempo había sido hermosa, más hermosa que Ilian, pero sus rasgos se habían endurecido y su piel era pálida, áspera. Llevaba el pelo corto, hasta la nuca. No utilizaba ningún adorno. Vestía una especie de camisa verde, para camuflarse en el follaje, ceñida a la cintura con un ancho cinturón trenzado, del que colgaban la espada y el cuchillo. Calzaba sandalias de suela dura. Su indumentaria era idéntica a la de los demás. Ilian experimentó la sensación de que iba demasiado vestida, con la cota de malla y las polainas.

—Carece de importancia que hayas venido o no a traicionarnos —dijo Lyfeth—, porque sobran motivos para castigarte por la muerte de Bradne. Sé que es una opinión poco civilizada, Ilian, pero la siento en el fondo de mi corazón. Sin embargo, si cuentas con medios de derrotar a Ymryl, tendremos que escucharte. Katinka van Bak ha razonado bien. —Lyfeth se apartó y dejó caer la cabeza de Ilian—. ¡Bajadles!

—El Cuerno Amarillo no tardará en hacer planes para atacar a occidente —dijo Jhary-a-Conel.

Su gato había saltado sobre su hombro y lo acarició con aire ausente, mientras contaba a Mysenal y los demás lo que había averiguado por su mediación.

—¿Sabéis quién reina en occidente ahora?

—Un tal Kagat Bearclaw había conquistado las ciudades de Bekthorm y Rivensz —dijo Lyfeth—, pero las últimas noticias apuntan a que fue asesinado por un rival y hay un gobierno conjunto de dos o tres personas, entre ellos un individuo llamado Arnald de Grovent, lo menos parecido a un hombre, pues posee cuerpo de león y cabeza de mono, aunque anda sobre dos patas.

—Una criatura del Caos —musitó Jhary-a-Conel—. Hay muchas por aquí. ¡Es como si Garathorm se hubiera convertido en un lugar al que son exiliados todos aquellos que sirven al Caos! Una idea muy desagradable.

—Había dos ciudades grandes más al oeste —recordó Ilian—. ¿Qué sabéis de Poytarn y Masgha?

Mysenal aparentó sorpresa.

—No os habréis enterado. Una gran explosión destruyó Masgha, y a todos sus habitantes. Fue provocada por los que se resistían al invasor, según parece. Se destruyeron por accidente. Algún experimento relacionado con la brujería, sin duda.

—¿Y Poytarn?

—Saqueada, arrasada y abandonada. Sus atacantes continuaron hasta la costa, con la esperanza de completar sus tropelías. Se habrán llevado una decepción. Los pueblos ribereños estaban desiertos. Los habitantes de la costa fueron los más afortunados. Muchos se hicieron a la mar y escaparon a islas lejanas antes de que los invasores llegaran. Los invasores carecían de barcos y no pudieron perseguirles. Espero que estén bien. Intentaríamos seguir su ejemplo, si nos quedara alguna embarcación.

—¿Han efectuado contraataques?

—Aún no —dijo Lyfeth—, pero confiamos en que no tardarán mucho.

—Quizá no lo hagan —dijo alguien—. Si tienen sentido común, esperarán su oportunidad, o se olvidarán de los problemas que existen tierra adentro.

—En cualquier caso, son aliados en potencia —dijo Bak—. No sabía que había escapado tanta gente.

—No podemos ponernos en contacto con ellos —recordó Lyfeth—. No tenemos barcos.

—Tal vez haya otros medios, pero ya pensaremos en esa posibilidad más adelante.

—Tengo la sensación —dijo Ilian— de que Ymryl confía demasiado en ese cuerno amarillo que cuelga de su cuello. Si consiguiéramos robarlo o destruirlo, debilitaríamos su confianza. Es posible que extraiga su poder de ese cuerno, como él cree. En tal caso, aún hay más motivos para apartarle de él.

—Buena idea —dijo Mysenal—, pero difícil de llevar a la práctica. ¿No opináis así, Katinka van Bak?

La aludida asintió.

—Sin embargo, es un factor importante, que no debemos dejar de lado. —Hizo una expresión de desdén y arrugó la nariz—. Lo primero que necesitamos son armas mejores que éstas. Algo más moderno, para utilizar mi jerga. Lanzas flamígeras y cosas por el estilo. Si cada uno de nosotros fuera armado con una lanza flamígera, se triplicaría nuestra capacidad de ataque. ¿Cuántos sois en total, Lyfeth?

—Cincuenta y tres.

—Entonces necesitamos cincuenta y cuatro armas buenas; la extra será para Jhary, que tiene armas tan primitivas como las vuestras. Armas que dependen de una fuente energética… —indico Katinka.

—Ya os entiendo —dijo Jhary—. Cuando Ymryl y los demás se enzarcen en sus disputas internas, dilapidarán sus recursos. Si nosotros poseemos armas similares a las lanzas flamígeras, gozaremos de una ventaja considerable, por pocos que seamos.

—Exacto, pero el problema es cómo hacernos con un número tan elevado de armas.

—Quizá deberíamos entrar en Garathorm —dijo Ilian.

Se levantó, estiró sus músculos doloridos y se encogió. Se había quitado la armadura y llevaba una camisa verde como los demás. Se esforzaba por demostrar a sus ex amigos que deseaba ser aceptada por ellos.

—Porque ahí es donde encontraremos esas armas —concluyó.

—Y la muerte —dijo Lyfeth—. Puede que también encontremos la muerte.

—Tendríamos que disfrazarnos.

Katinka van Bak se acarició los labios.

—Lo mejor sería que las armas vinieran a nosotros —dijo Jhary-a-Conel.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Ilian.

5. El ataque a Virinthorm

Eran ocho.

Ilian marchaba en cabeza. Vestía de nuevo su resplandeciente armadura, el yelmo sobre su cabello dorado y una espada delgada en su mano enguantada.

Guiaba a los otros siete por las anchas ramas de los árboles, moviéndose con suma pericia, porque había utilizado las sendas arbóreas desde que era niña.

Virinthorm apareció ante ellos.

Llevaba colgada a la espalda una lanza flamígera. La otra se había quedado en el campamento con Katinka van Bak.

Ilian se detuvo cuando llegaron a las afueras de Virinthorm, desde donde vieron a los conquistadores de la ciudad deambular por sus calles.

A lo largo de los meses, Virinthorm se había dividido en una serie de ciudades más pequeñas. Cada ciudad atraía a grupos o raza de hombres u otros seres, de forma que se agrupaban los de eras similares mundo similares, o rasgos físicos similares.

Ilian y su pequeña partida habían seleccionado esta ciudad especialmente. Estaba habitada en exclusiva por gente que, pese a su notable parecido con los hombres, no eran humanos.

Los rasgos de estos seres (transportados desde muchas eras y esferas) eran familiares a Ilian. Al verlos, dudó de llevar el plan adelante. Eran altos y esbeltos, de rasgados ojos almendrados y orejas que casi terminaban en punta. Mientras que los ojos de algunos eran como los de los hombres normales, otros tenían ojos purpúreos y amarillos, y los de otros consistían en puntos azules y plateados que centelleaban sin cesar. Parecía una gente altiva e inteligente, y procuraban relacionarse lo mínimo posible con sus compinches. Sin embargo, Ilian sabía que tal vez eran los más crueles de los invasores.

—Llámales eldren, llámales vadhagh, llámales melniboneanos —había dicho Jhary-a-Conel—, pero recuerda que todos son renegados, de lo contrario no se habrían aliado con Ymryl. Y sirven al Caos con el mismo entusiasmo que Ymryl, no os quepa duda. Hagáis lo que hagáis, no tengáis remordimientos.

Ilian cogió la llama flamígera y se deslizó hacia el extremo más alejado del enclave no humano. En aquel punto habitaba un grupo de guerreros nacidos al final, o poco después, del Milenio Trágico. Era uno de los grupo mejor armados. Cada hombre tenía, como mínimo, una lanza flamígera.

Faltaba una hora para el anochecer. Ilian consideró que había llegado el momento. Eligió al azar un guerrero no humano, apuntó la lanza flamígera con una destreza que no tenía derecho a poseer y tocó el botón enjoyado. Un rayo de luz roja surgió al instante del extremo rubí y practicó un limpio agujero en el peto del guerrero, en su torso y en el peto de la espalda. Ilian soltó el botón y se escondió entre las ramas más provistas de hojas para ver qué pasaba.

Una multitud se había congregado alrededor del cadáver. Muchos de los hombres con aspecto de eldren señalaron a la vez hacia el campamento vecino. Las espadas surgieron de sus vainas. Ilian oyó juramentos, aullidos de rabia. Hasta el momento, su plan funcionaba. Los no humanos habían llegado a la conclusión de que su camarada había sido asesinado por el grupo cuya arma fundamental era la lanza flamígera.

Dejaron el cadáver donde estaba y un grupo de treinta seres, todos vestidos de manera distinta y con rasgos faciales que les diferenciaban, se precipitaron hacia el campamento vecino.

Ilian sonrió. Estaba recuperando su antigua afición por la guerra y las tácticas de combate.

Vio que los no humanos gesticulaban cuando llegaron al otro campamento. Salieron guerreros de las casas, con las espadas desenvainadas. Sabía que Ymryl había prohibido el uso de armas energéticas en los confines del campamento, con lo cual el crimen resultaba doblemente traicionero. De todos modos, no esperaba que el conflicto degenerara en batalla campal, de momento. Había observado que en el campamento reinaba una disciplina somera pero eficaz, cuyo objetivo era impedir enfrentamientos entre ambas facciones.

Las espadas del Milenio Trágico centelleaban a la luz del sol, pero no fueron utilizadas. Un hombre que debía ser el líder de los no humanos discutía acaloradamente con el jefe de los humanos. Después, los dos grupos se dirigieron en tropel al campamento de los no humanos para inspeccionar el cadáver. El líder del Milenio Trágico negó con energía la implicación de sus hombres en el crimen. Indicó que sólo iban armados con espadas y cuchillos. El jefe de los no humanos no quedó convencido. Tenía muy claro de donde había partido el rayo mortífero. Entonces, el jefe humano indicó su campamento y los guerreros cruzaron de nuevo al espacio que separaba los dos campamentos. El humano señaló una casa de gruesas paredes cuyas puertas y ventanas estaban aseguradas con candados. A una orden suya, un hombre se alejó y volvió con un manojo de llaves. El jefe abrió una de las puertas.

Ilian forzó la vista y consiguió escudriñar su interior. Como esperaba, en aquella casa se guardaban las lanzas flamígeras. Era un dato que necesitaba saber antes de continuar. Ahora, mientras las dos facciones se separaban, no sin intercambiar numerosas miradas ceñudas, Ilian y su banda se dispusieron a esperar la noche.

Estaban tendidos sobre las ramas que dominaban el campamento del Milenio Trágico, casi encima del almacén de lanzas flamígeras.

Ilian hizo una señal al joven más próximo, que asintió y extrajo de su camisa una daga de exquisita factura. Era una daga capturada a los no humanos. El joven descendió por los árboles en silencio, hasta posar los pies en la calle. Esperó casi media hora, hasta que apareció un guerrero. Entonces, saltó desde las tinieblas. Rodeó con un brazo la garganta del guerrero. La daga subió y bajó. El guerrero chilló. La daga se hundió de nuevo. El guerrero volvió a gritar. El joven no pretendía matarle, sino hacerle daño para que gritara.

La tercera puñalada fue la mortal. La daga segó la garganta del guerrero y su cuerpo cayó al suelo. El joven trepó por el costado de la casa, saltó a las ramas bajas de un árbol y se reunió con sus compañeros.

Esta vez, la escena tuvo lugar desde el punto de vista de los soldados procedentes del Milenio Trágico, que descubrieron el cadáver con la daga no humana clavada en el cuello.

Ocurrió lo previsto. A pesar de sus protestas de inocencia, los no humanos se habían vengado cobardemente de un crimen que no habían cometido.

Los soldados del Milenio Trágico se precipitaron como un solo hombre hacia el campamento de los no humanos.

Y fue entonces cuando Ilian saltó desde su rama al tejado de la armería. Cogió su lanza flamígera y practicó un agujero en el techo, lo bastante grande para que pasara su cuerpo. Entretanto, los demás también habían bajado al tejado. Uno de ellos aguantó la lanza flamígera de Ilian, mientras ésta se introducía en el edificio.

Se encontró en una especie de desván. Las lanzas estaban guardadas en las habitaciones de abajo. Descubrió una trampilla, la abrió y cayó en una oscuridad total. Poco a poco, sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Entraba un poco de luz por las grietas de las contraventanas. Al menos, había encontrado unas cuantas lanzas. Volvió por el mismo camino e indicó a los demás, salvo a uno, que la siguieran. Mientras se apoderaban de las lanzas y se formaba una cadena humana hasta el agujero del tejado, exploró las habitaciones inferiores. Encontró más lanzas, así como otras armas, incluyendo excelentes hachas arrojadizas. Había que desecharlas, y sólo podían llevarse unas sesenta lanzas en el tiempo que tenían, pues quedaba el problema de transportarlas hasta su campamento. Cuando iban a marcharse, una idea acudió a su mente. ¿Cómo sabía que los extremos de las lanzas se desenroscaban de las astas? No se paró en barras, sino que se encaminó hacia las lanzas y procedió a desenroscar los extremos rubíes. Mientras los desenroscaba cogió un hacha bien equilibrada, colocó el extremo sobre el suelo y descargó el hacha, no sobre el rubí, que era irrompible, sino sobre el tubo que se enroscaba en el asta, abollándolo para que les costara mucho reparar las lanzas. Era lo mejor que podía hacer.

Oyó voces fuera. Se acercó en silencio a la ventana más próxima y miro.

Habían aparecido más soldados en la calle. Se parecían a los que componían la guardia personal de Ymryl. Les habría enviado a poner orden. Ilian admiró la eficiencia de Ymryl. Daba la impresión de que nunca se preocupaba por esos detalles, pero siempre actuaba con celeridad cuando existía el peligro de alborotos en su campamento. Los soldados increparon a los contendientes y les obligaron a deponer las armas.

Ilian se reunió con su grupo, que ya estaba sacando la última lanza por el agujero.

—Vamos —susurró—. El peligro aumenta. Larguémonos.

—¿Y vos, reina Ilian? —preguntó el joven que había matado al soldado.

—Os seguiré, pero antes quiero terminar una cosa.

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