Cuando comer es un infierno (6 page)

En un principio intenté aplicar a mi sueldito de profesora el viejo principio de ahorrar el cincuenta por ciento; unos meses más tarde el dinero que cobraba a fin de mes había volado cinco días más tarde. Me esforzaba por ser una buena profesora, y creo que lograba hacer las clases agradables, y que los niños me querían, pero durante aquellas horas sólo podía pensar en comer, en comer, en comprar comida, esconderme y comer. Tenía la sensación de que nada de lo que hacía desde que me levantaba hasta que me acostaba me gustaba, que no había ni un mínimo hueco para una afición, para un hábito agradable.

A veces me he preguntado cómo es posible que mis padres no se dieran cuenta de esa infelicidad amarga que arrastraba. Lo cierto es que no creo que la manifestara en exceso, en parte porque no deseaba preocuparles (nuevamente eso me hubiera convertido en una mala hija) y en parte porque los consideraba en otro mundo, con ideas y aspiraciones totalmente ajenas. Greo que pensaron, sencillamente, que se debía a la edad. Yo no me mostraba especialmente rebelde, continuaba siendo expresiva, afectuosa y un poco exagerada en mis gestos, y ellos no tenían demasiadas chicas cerca con las que comparar mi conducta.

¿Cómo hubieran podido detectar el problema? Nadie había oído hablar en aquellas fechas de la anorexia, y cuando ésta hizo su aparición se caracterizaba por niñas esqueléticas y que se negaban a comer, nada más lejos de mi conducta y apariencia. Ni mis notas ni mis ocupaciones variaron a sus ojos, y lo único que habían observado era un aumento de peso y mi obsesión por hacer dieta. No fumaba, no bebía, no frecuentaba malas compañías, no salía con chicos, rechazaba la droga por propio convencimiento... unos kilos de más no sembraban la alarma.

Eso vino después, cuando la comida comenzó a desaparecer, cuando no me molestaba en ocultar las señales de haber vomitado, cuando encontraban comida o envoltorios escondidos, cuando les mentía a diario. Mientras tanto, no había señales de peligro.

Mi padre era un hombre hecho a sí mismo, volcado absolutamente en el trabajo, honrado, silencioso y sufrido como no he visto otro. Sus aspiraciones de entrar en el ejército habían quedado truncadas por una enfermedad cuando aún era muy joven, pero jamás se le oía lamentarse por ello, ni por ninguna otra oportunidad perdida. Su vida se componía de su trabajo y su familia, y no parecía valorar en exceso el trato con los demás, como no fuera para ayudarles. No hablaba de sus problemas y preocupaciones, se enfrentaba a las dificultades sin subterfugios, y su sentido práctico podía resultar abrumador. Desconfiaba de todo exceso y de toda emoción, e intentaba que cada día fuera igual al anterior, cada año similar, un punto medio, un silencio y una supresión de sentimientos constantes.

Nunca le vi alegre sin razón, tampoco enfadado. A veces, cuando tenía que reparar algo en casa, silbaba. Era tan discreto a la hora de expresar sus gustos, tan templado en sus aficiones y necesitaba tan pocas cosas para vivir que regalarle algo siempre suponía un problema. Se preciaba de controlar sus instintos, y en ocasiones le escuché decir que sólo la fuerza de voluntad separaba a los hombres de los animales. Afirmaba que si de él dependiera fumaría y bebería, y comería de manera desatada, porque eran tendencias que se encontraban en el interior de todos, pero que del sentido común dependía el alejarse de los vicios y los excesos.

Tenía una ligera tendencia a engordar, sólo le gustaban unos pocos platos sencillos, y se alimentaba de una manera muy sobria, sin la menor concesión, por el bien de su salud. Cuando ésta empeoró, cumplió los regímenes que le mandaron de manera inflexible, y sin añorar nada. Nunca dio señal de apreciar una comida, y la única manera de deducir si le había gustado o no era ver si repetía una pequeña porción. Era parco pero muy terminante con las críticas, y rechazaba la mayor parte de los alimentos nuevos.

De su actitud estoica aprendí muy pronto a despreciar a los quejicas, a los enchufados, a los derrochadores, a los niños de papá, a los aduladores, a quiénes se aprovechaban de su posición o sus amistades para medrar. Critiqué por imitación a quienes deseaban destacar, a los histriónicos y a quienes se dejaban llevar por las pasiones. Sin embargo, yo poseía un temperamento hipersensible y excesivo, y sufría a diario por el vaivén de mis emociones, de modo que sabía que estaba expuesta a la censura muda e inmisericorde de mi padre. Adopté de él un acusado sentido del deber, y la manera callada de demostrar cariño. Tampoco, como él, aprendí nunca a sentirme cómoda con los halagos o los elogios.

Mi madre, en cambio, era expansiva y sensible, y con una tolerancia aún menor que la mía a las críticas. Fueran éstas reales o imaginadas, le ofendían y dolían tanto que una ausencia de comentarios sobre el arroz, o el apunte de mi padre de que no era gran cosa le arrumaban el día. Era creativa y con afición por el arte, y procedía de una familia en la que hablar de sentimientos y proyectos resultaba normal y cotidiano.

Había cuidado de nosotros y de la casa siempre, y su sentido del deber le hacían esforzarse más de lo común. Perfeccionista y autocrítica, intentaba siempre una decoración novedosa, o un plato de alta cocina, se ocupaba de vestirme a la última, o de destacar de alguna manera que denotara estilo y elegancia. Esbelta, con clase y buen gusto, era patológicamente tímida, y los reproches que se hacía continuamente por no estar a la altura no le ayudaban demasiado.

Cocinaba estupendamente, y comía de todo; habitualmente ella se reservaba la peor pieza, o el pastelito roto, y terminaba con las sobras. Aunque en mi niñez y adolescencia hizo un par de dietas, comía abundantemente sin engordar, y no paraba quieta. Nunca la vi desocupada.

De ella imité desde muy niña los sentimientos de culpa si algo iba mal, la negación de mis derechos a favor de los otros, la compasión por quienes sufrían, la actitud de echar una mano siempre que fuera posible y el miedo a las críticas. Aprendí lo que sé de cocina, y el amor por las cosas bellas y delicadas. Interioricé también que quien expresa sus emociones es tenido por débil y lleva las de perder, y que la sensibilidad lleva aparejado el sufrimiento.

Aunque coincidían en los criterios de mi educación, quizás mi padre un poco más estricto, mi madre más cercana, sus principios vitales eran opuestos: llevaban a mi padre a considerar a mi madre como endeble y dependiente, y a mi madre, a su vez, a sentirse herida y cuestionada. Según fui creciendo, los problemas se agudizaron, y las discusiones aumentaron. Se enzarzaban en continuas luchas de poder, que podían estallar por cualquier cuestión nimia, y el resentimiento aumentaba cada vez más: ninguno de los dos era capaz de pedir perdón, y ninguno de los dos cedía.

El punto de referencia hasta entonces inamovible se tambaleaba, y mi reacción fue cerrar los ojos: no soportaba que discutieran, no quería escuchar que las broncas en una pareja eran normales, y no quería ni siquiera pensar que pudieran divorciarse. ¿Qué haría yo? ¿Con quién tendría que quedarme? ¿Cómo podría elegir, sabiendo que eso significaba una traición al otro?

Cuando discutían yo me escondía detrás del escritorio de mi habitación, y dibujaba durante horas. Si alguien entraba en el cuarto ocultaba las láminas bajo los deberes, y cerraba el cajón de la mesa: siempre guardaba allí las galletas, el chocolate, las patatas o incluso la lata de atún. Lo que fuera que me pillaran comiendo en aquella ocasión.

Descartadas mis amigas, descartados los sueños no convertidos en realidad en la academia, descartados mis padres, ¿qué me quedaba? No sabía a quién pedir ayuda, y de haber hallado a alguien, tampoco hubiera sabido a quién dirigirme. Cada uno de los días se extendía ante mí largo, eterno, con una interminable lista de obligaciones, una insospechada cantidad de frustraciones y una sonrisa impuesta para cubrir cualquier problema.

Imaginaba continuamente mi vida junto a la del chico que me gustaba. Continuaba siendo el mismo del año anterior, Juan Manuel, para quien seguía pasando tan desapercibida como antes. Reunía todas las características del hombre ideal que me había construido, otro hermoso Frankenstein. Fue uno de los primeros en adoptar el aire desvalido que más tarde el movimiento grunge popularizaría, y que le hacía destacar entre el grupo de muchachos que aún intentaban afianzar su masculinidad mediante gestos bruscos, risotadas y desprecios a las chicas. Juan Manuel cultivaba su aspecto descuidado, trataba a sus compañeras con una distante cortesía, y nunca acompañaba a los demás en sus burlas. Su éxito con ellas era tan evidente que nadie podía vengarse acusándole de afeminamiento.

En aquel momento yo no pedía nada más en un chico que belleza exterior y respeto. Mi ignorancia de la psicología masculina era absoluta, y creía que eran más o menos como las chicas, pero más brutos. Creía que buscaban lo mismo, y que sus esperanzas se fundaban en los mismos objetivos. Como nunca tuve ninguna experiencia que lo desmintiera, pensaba que el énfasis de las chicas («Todos piensan en lo mismo») era erróneo, y más propio de las generaciones anteriores. Nosotros habíamos sido criados en igualdad, y conocíamos sin aspavientos y de manera oficial todo lo relacionado con el sexo: es decir, lo que se refería al sexo reproductivo y cómo evitarlo, a las enfermedades venéreas y cómo evitarlas, y para de contar. Nos habían hablado del sexo oral, o al menos de sus riesgos, y sabíamos que las películas le echaban mucho cuento a la cosa.

Yo
estaba convencida de que un excesivo interés por el sexo se debía a una insuficiente información y, por lo tanto, no aceptaba que los chicos pudieran sentir nada aparte de una curiosidad moderada por las chicas. Mi fascinación por Juan Manuel era puramente estética, y no iba nunca más allá de desear un beso. Ni siquiera relegaba el sexo al matrimonio: sencillamente, no pensaba en ello. Creía que tiempo habría para esas complicaciones: ya bastante traumático había resultado convivir y ocultar la regla hasta entonces como para más historias.

La actitud general era bastante similar: se hablaba con desprecio de los que se entregaban a besos desenfrenados apoyados contra un coche (ni se nos ocurría mencionar lo que podría pasar «dentro» de ese coche) y se daba por supuesto que todas las chicas, por mucho tiempo que llevaran con su novio, eran vírgenes. Al fin y al cabo, sólo teníamos dieciséis años.

En mitad de aquel ambiente de noviazgos pre-guerra civil, algo vino a desatar las lenguas y sacudirnos la modorra: una chica de nuestra edad, compañera de algunos de mi clase, había dado a luz en el cuarto de baño de un bar, un domingo por la tarde, ella sola. Nadie, ni siquiera su madre, sabía de su embarazo. De pronto, todos los tabúes dormidos por las clases de información sexual reaparecieron: el miedo, transmitido por nuestras madres, de quedarse embarazada estando soltera, la vergüenza de haber sido abandonada por el novio, la indecencia de haber accedido a las relaciones sexuales, el haberlas practicado sin los suficientes medios, el dolor del parto, el final brusco de la niñez al tener que hacerse cargo de otra criatura... los demonios que aguardaban en la mente cuando se anhelaba hablar con un chico, o caminar de la mano con él, o besarle con lengua, los riesgos de nuestro género, se revelaron al mismo tiempo.

Aunque compadecí cómo todos a la joven madre, mis pensamientos volvían una y otra vez al mismo punto: había parido en el cuarto de baño, se había refugiado allí con su secreto, como yo hacía con el mío. Se había liberado del peso de su vientre, como yo hacía con el mío. ¿Sería yo tan criticada como ella si era descubierta? Me identifiqué con ella, y la defendí en todo momento. Bastante tendría con los remordimientos. ¿Por qué había siempre que culpar a las mujeres, porque los hombres salían sin daño, no se quedaban embarazados, no engordaban, no eran elegidos sino que elegían? Mis atracones aumentaron tras aquello. No sabía qué me avergonzaba más, si comer sin medida o vomitar después, si comprobar mi falta de control o entregarme a un acto asqueroso varias veces al día. Al menos, me repetía yo, no hay nada irremediable en esto, nada irreparable, nada que condicione mi vida. Sólo hace un año y tres meses estaba delgada: puedo volver a estarlo.

No puedo recordar nada más: el miedo a ser descubierta, la tristeza como un puñal y el frío. No había lugar donde esconderse del frío aquel invierno. Desde hacía un año no aceptaba camisetas pese a la insistencia de mi madre, porque me hacían parecer más gorda, y sin blusas, sin ropa de abrigo, sin otra cosa que un jersey delgado y una gabardina, sobreviví, tiritando y estornudando, hasta la primavera.

Me enviaron a Irlanda aquel verano, una recompensa por la que yo había rogado, y que encajaba bien con la mentalidad de mis padres: en pago a mis buenas notas y mi buen comportamiento se me obsequiaba con otro mes de estudios en el extranjero, en un carísimo colegio. Obedecía al lema de mi padre de que para descansar de un trabajo lo mejor era otro trabajo. Nunca hubieran aceptado gastar tal cantidad de dinero en nada para ellos, pero sí en que yo aprendiera inglés: al año siguiente iría a la universidad, y no querían que me encontrara en inferioridad de condiciones.

En Irlanda viví con una familia obesa: no el nivel de gordura al que yo estaba acostumbrada, o que consideraba normal, sino una obesidad mórbida, patológica. Sólo el padre y uno de los cinco hijos mantenían un peso correcto. En la pared del salón reinaba la foto de bodas, en la que una delgadísima y preciosa madre se abrazaba bajo el confeti al padre. Pasé horas mirando aquella fotografía: ella no parecía recordar su pasada figura con pena, sino que se mostraba alegre, subía y bajaba escaleras, atendía su casa y a los estudiantes que vivíamos en ella de manera impecable, y era, para colmo, una estupenda cocinera. Yo, sin embargo, no podía romper la distancia que me separaba de ella. En sus ciento sesenta kilos veía mi futuro, y al mismo tiempo la insignificancia de mi peso, que no había pasado de cincuenta y ocho. Al mirarla intentaba descubrir qué quedaba en ella de aquella figurita elegante de la boda.

Nos alimentaba a conciencia con comida tradicional irlandesa, y a nadie se le hubiera ocurrido dejar restos en el plato. No contaba, como se hacía en mi casa, con que sobrara algo para otra ocasión, de modo que a cada cena la inmensa bandeja del horno se vaciaba. Se consideraba normal tomar pan y mantequilla con la comida, y cada día terminábamos con un postre diferente. El placer con que comían, el desprecio absoluto por su figura me resultaban tan chocantes que llegué a la conclusión de que vivía con personas sin gusto ni criterio. Sin embargo, eran felices, se querían, y las hijas obesas me hablaban de sus novios y sus líos, cosa que yo, con mi talla cuarenta, no podía hacer.

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