Cuando comer es un infierno (8 page)

¿Cuándo iba a finalizar aquella tortura, aquella decepción continua?

El dietista no podía entender el súbito aumento de seis kilos, y mis padres lo explicaron como un error de báscula. Quedaba una semana de régimen, que el médico se empeñó en continuar, y me impuse seguirlo con corrección. Perdí cuatro kilos, pero aun así, pesaba más que al inicio del régimen. Cuando mi madre fue a hablar con él y le contó que yo comía a escondidas, el dietista le sugirió que me escarmentara, que me castigara y me atara corto, que con mi comportamiento estaba mintiendo a mis padres y arruinando su prestigio.

El infierno. Tengo miedo.

CREDO DE LA ANORÉXICA

Creo en el Control, la única energía con suficiente fuerza como para ordenar el caos en el que vivo.

Creo que soy la persona más rastrera, inútil y despreciable que haya existido jamás en la Tierra, y que soy absolutamente indigna del tiempo o la atención de nadie.

Creo que quienes me digan algo distinto son idiotas.

Si pudieran verme como soy realmente, me odiarían tanto como yo lo hago.

Creo en leyes irrompibles, en deberes y obligaciones que determinen mi comportamiento diario.

Creo en la perfección, y lucho por obtenerla.

Creo en la salvación a través de realizar un esfuerzo cada día mayor.

Creo en las listas de calorías como la palabra de Dios, y de acuerdo con esa creencia las memorizaré.

Creo en las básculas de baño como indicador de mis fracasos y éxitos diarios.

Creo en el infierno, porque en ocasiones pienso que vivo en él.

Creo en un mundo en blanco y negro, en la pérdida de peso, el remordimiento por los pecados, la negación del cuerpo y una eterna vida de ayuno.

(Encontrado en varias páginas pro anorexia, invierno de 2002)

Parte de la verdad a la que yo no tenía acceso se reveló bajo la forma de una revista femenina: yo las adoraba, y aunque apenas prestaba atención a sus artículos, a los que indicaban de qué manera comportarse, y cómo lograr un trabajo mejor, o exponer requerimientos urgentes a los jefes machistas, era capaz de reconocer en qué número había aparecido tal modelo con tal vestido.

Se acercaba el verano, y con él sus exigencias, y con él, mi cumpleaños, una nueva ocasión para lamentar haber nacido, para lamentar haber crecido y haber arrojado mi vida por la ventana. Aquel año nadie pensaba en las vacaciones: antes era preciso pasar el examen de selectividad y ser admitido en una universidad. Yo, que me había tomado el curso con un desprecio apenas disimulado sin que por ello mis notas se vieran afectadas, afronté la prueba con la misma actitud; sabía que no tendría problemas para entrar en la universidad: me había decidido por Arquitectura, de modo que mi amor por el dibujo podría encontrar una respuesta, y mi necesidad de planificar todo cuidadosamente podría salir a la luz.

Mi cabeza estaba ocupada por la obsesión por la comida, y mis días con el sentimiento de culpa y las sospechas de mis padres: me habían prohibido tomar parte en el viaje de fin de curso, porque no se fiaban de mí, y porque creían que me descentraría en los estudios, y yo había aceptado el castigo con resignación, convencida de que realmente no me lo merecía. Mis padres no sabían hasta qué punto me había involucrado con el viaje, de modo que no sospecharon que nuevamente renacía mi idea de que cualquier esfuerzo que me tomara no llevaba a nada. Mis compañeros, por su parte, se habían limitado a lamentarlo por mí y a disfrutar de lo que el comité, del que yo formaba parte, había organizado. Me apenó descubrir que no me habían echado de menos, y me reafirmé en mi idea de que la vida normal de la gente de mi edad me estaba prohibida.

Mientras los afortunados que habían marchado en el viaje de estudios visitaban Amsterdam, las clases se suspendieron: los profesores nos ayudaban a repasar para la selectividad, o nos dejaban estudiar en la biblioteca. Yo me sentaba, charlaba con la bibliotecaria, hacía excursiones y descansos para comprar chucherías, y hojeaba revistas femeninas.

«¿Eres bulímica?», preguntaba uno de los artículos, y a mí me llamó la atención la palabra, que nunca había oído. Aquella revista dedicaba una página a un trastorno alimenticio que parecía aumentar en número y gravedad en Estados Unidos. Se consideraba una enfermedad mental. Incluía veinte preguntas sobre los hábitos de alimentación, y aconsejaba consultar al médico si se superaban los siete síes, «¿le atracas regularmente de comida? ¿Vomitas después? ¿Sientes que no puedes controlar lo que comes? ¿Te preocupa tanto adelgazar que interfiere en tu vida diaria?».

Yo cumplía dieciocho de aquellos requisitos. Nunca había consumido laxantes ni diuréticos, y nunca me había herido a propósito. Salvo eso, todo coincidía. Con la revista sobre las rodillas sentí cómo una nueva forma de angustia me invadía, cómo me atacaba el miedo a haber estado loca durante esos dos años, a haber comenzado casi jugando algo que prometía ser muy grave.

La ilustración del artículo mostraba a una mujer pelirroja con pies como yunques que devoraba con una boca enorme un escaparate de pastelería. Me resultó repulsiva: así me veía yo también, un túnel sin fondo, un estómago insaciable. Pensé en los alcohólicos, en cómo las últimas tendencias les consideraban enfermos, e intenté encontrar algún síntoma de dolencia en mí. No lo hallé: nunca hubiera considerado el sufrimiento mental como una enfermedad, y aunque sabía que mi comportamiento era extraño, no pensaba en él como enfermizo.

Aquel artículo tampoco hablaba de las consecuencias físicas de la bulimia (horrible palabra, con una horrible traducción, «hambre de buey». Eso era yo, una vaca, una vaca omnívora y descontrolada). No mencionaba el dolor que causaba, ni las causas que la motivaban. Se limitaba a describir los comportamientos.

Aunque el mundo cambió en muchos aspectos, en los principales ni siquiera se alteró. El hecho de saber que estaba enferma, que se podían reconocer los síntomas, no me sirvió en absoluto para modificar mis costumbres. Continué comiendo, continué vomitando, continué haciéndolo a escondidas y furtivamente, y ni mi dolor ni mi angustia se aliviaron. Si acaso, una nueva duda entró en mi mente. ¿Estaría realmente cuerda? ¿Entraba dentro de lo normal comportarse de esa manera, mantener esa distancia mental de los otros, sentirse tan sola? ¿Era común aquella sensación de desconsuelo, de desesperación, ese continuo sufrimiento? A veces me imaginaba que mi cerebro estaba al descubierto, y que una parte de él recibía un golpe: sangraba. Sólo a eso podía comparar mis experiencias.

¿Y si estaba loca? ¿Cómo reaccionarían frente a ello mis compañeros de clase? Me preocupaba mucho más la opinión de los extraños que el propio riesgo de perder la razón, tomar medicamentos o la pena de mis padres. Si estaba trastornada podía entender por qué a veces parecían existir dos Glorias enfrentadas, la que se disponía a luchar contra el peso como fuera, la que me recomendaba qué alimentos sanos tomar y cuáles no, y la que me hacía entregarme a los atracones, la que sugería medios para esconder comida y mentir a mi familia. El ángel y el diablo, las voces interiores, tan bien descritas en mis adoradas películas. ¿Y si era esquizofrénica?

Tímidamente comencé a insinuar que deseaba que me llevaran a un psicólogo. Mis padres no quisieron oír hablar del tema. Pensaban que yo tenía ya suficientes problemas con la comida y con las mentiras como para qué nadie cercano se enterara de que iba a una terapia. El tratamiento psicológico, para ellos, estaba cargado de connotaciones pésimas. Pensaron protegerme de esa manera.

Pedí ayuda a una de mis profesoras, a la que admiraba, pero sin entrar en profundidades. Le hablé de depresión, de mi aislamiento, de mis ganas de llorar. Ella me dijo que mi instituto no contaba con un psicólogo, pero que si quería, ella me escucharia. Se lo agradecí, y hablé con ella, pero fui incapaz de describirle mi gran secreto.

Una revista contemporánea hubiera incluido una lista más detallada de síntomas, hubiera hablado de los daños que produce, hubiera puesto la bulimia en relación con la anorexia: aunque parcialmente, habría tratado de inferir las causas. Entonces, en el año 91, nada de eso era común. En ninguno de los medios a mi alcance, ni mucho menos a través de mis educadores, había encontrado la menor información sobre mi enfermedad.

Sin embargo, en otros aspectos el término «bulimia» me ayudó a saber que era posible reconocer mi dolencia. Al fin y al cabo, eso significaba que otras personas la sufrían, y que aunque extremadamente rara (de eso seguía convencida) era una manía controlable. Creo que, una vez asumí que estaba trastornada, parte del miedo, al menos el que sentía al no saber qué me pasaba, se disipó.

Controlé más o menos mi peso desde entonces, y en adelante ya nunca superé los cincuenta y ocho kilos. Mis atracones perdieron parte de su desesperación: ya no sentía impulsos de comer lo que fuera, cualquier cosa, incluso azúcar a cucharadas, sino que escogía con cierto cuidado qué iba a ser. Los alimentos casi nunca variaban. Pan y embutidos, patatas fritas y similares, los salados. Chocolate, galletas y hojaldre, los dulces. Aprendí a no asaltar las reservas de mi casa y aunque de cuando en cuando la desesperación era tanta que recurría a ello, prefería comprar fuera las chucherías que me gustaban, de modo que no privara a nadie de nada y no viviera con la sensación de estar robando comida.

Cuando superé la selectividad estaba agotada, y unos días más tarde me encontré mal. Me sentía atravesada por un costado, como si me hubieran clavado una lanza. El médico me hizo todo tipo de análisis, revisiones y hasta una ecografía. Mientras el sensor se deslizaba sobre mi vientre untado con gel, recordé a la muchacha que había ocultado su embarazo y sonreí ante la ironía: yo, que de ninguna manera podría estar embarazada, recibía los cuidados propios de ese estado. No encontraron nada, y me recomendaron relajarme y esperar.

Mi madre me acompañó en todo momento, y contestó a las preguntas del médico por mí, como solía ser habitual. Éste no me preguntó nada en referencia a mi dieta, de modo que ninguna de las dos mencionamos los atracones. El dolor cedió al cabo de mes y medio, y, según dijo, fue causado, aparentemente, por causas psicosomáticas. Con esa conclusión se zanjó el asunto. Como si eso disminuyera su intensidad y su presencia.

La extenuación se extendía también a mi forma de vida, a lo que hasta entonces había dado por normal. El instituto dejó de parecerme el centro del universo, y ansiaba acudir a la universidad. Dejaría atrás parte de mis frustraciones, y quizás conocería a gente nueva.

Había abandonado desde meses atrás toda ilusión con Juan Manuel. Obviamente, no estaba interesado en mí: había cambiado en aquellos dos años y medio dos veces de novia sin, por supuesto, considerarme como una posible candidata. De manera imprevista me enteré de que sabía de mi debilidad. Nunca la había ocultado, precisamente porque mi objetivo era que lo supiera, pero la certeza de que él me consideraba enamorada de él, de que a sus ojos era vulnerable, me sumió en una vergüenza profunda. Comencé a evitarle, y a figurarme escenas bochornosas. Di por cierto que se habría sentido acosado, que sólo me mantenía la mirada por cortesía, y que no bien yo volvía la espalda estaría riéndose, o al menos consintiendo las burlas de sus amigos. Necesitaba sentirme importante incluso cuando me despreciaban, y prefería pensar eso a que yo le era indiferente.

Para colmo, me había hecho dolorosamente consciente de mi cuerpo en esos meses. Había salido con frecuencia con otras tres chicas, y había creído formar, como desde hacía mucho tiempo no me pasaba, un grupo con quien hablar y comportarme como realmente era. Las tres creían tener problemas de peso, y no tomaban en consideración las quejas sobre el mío, porque objetivamente yo era la que pesaba menos y la menos voluminosa. No eran obesas: mostraban un sobrepeso de unos doce o quince kilos, y sin ser bellezas tenían rostros bonitos y cierto encanto.

Junto a ellas me sentía en cierta ventaja: yo sabía que no adelgazaba porque estaba enferma, pero ellas, a mi juicio, no adelgazaban por pura ausencia de voluntad. Yo, que sabía de los esfuerzos por seguir una dieta hasta que el ánimo se quebraba, las despreciaba por no tener la fortaleza de resistírse a un bombón: volcaba en ellas toda la rabia que había sentido contra mí al no ser capaz de adelgazar con aquel dietista, y su debilidad, descubrir que engordaban tras cada dieta, como yo había hecho, me reafirmaba en mi posición de ser la delgada del grupo.

Emitían juicios inflexibles sobre sus cuerpos y los ajenos. Por ellas supe lo que eran las estrías, y las reconocí con consternación en mis pechos y mis muslos. A partir de entonces, cada vez que mi mirada caía por casualidad en el espejo fijaba mi atención en mis nuevos defectos. Fueron ellas también las que me enseñaron a detectar la celulitis. Yo sabía de los insidiosos hoyuelos, pero por más que me observaba no los encontraba. Ellas, hartas de que yo negara tenerla, apretaron una de mis piernas, como si la estuvieran ordeñando. Allí, entre sus dedos, se formaban los temidos huecos que delataban una imperfección más. - Quise morirme. Hasta entonces había fantaseado con la idea de que cuando adelgazara todo volvería a ser como antes. Ante mis ojos encontraba marcas que no se irían. Todas las revistas insistían en la imposibilidad de hacer desaparecer la celulitis o las estrías. La fuerza estaba en la prevención. Yo lloraba: en la etapa de la prevención yo me había dedicado a cebarme, y allí tenía el castigo.

Inicié la universidad con mucho miedo y un peso razonable. Mi familia había vivido como un acontecimiento el que yo ingresara en ella, y a su manera discreta, me habían hecho saber lo mucho que se esperaba de mí y la satisfacción que les causaba. Entre mi madre y yo nos habíamos provisto de un nuevo guardarropa para mí, quizás demasiado formal, pero elegante, y con vistas a que yo engordara o perdiera peso. Mi armario estaba aún lleno de ropa de mi etapa delgada, y las prendas colgaban de las perchas, como ahorcados desvalidos, esperando a que yo regresara a mi peso ideal. Parte lo ocupaba mi ropa de gorda, la de la etapa posterior, ropa que yo odiaba y que había jurado no emplear de nuevo. El resto lo completaban las prendas nuevas.

Como ya he dicho, nunca volví a engordar por encima de los cincuenta y ocho kilos. Me daba pavor pensar en ello. Tenía el convencimiento de que si volvía a superar ese peso, no podría parar, lo daría todo por perdido, y me convertiría en una obesa sin remedio. Como cuando comía y no podía cesar, como si una vez que fallara o que sobrepasara lo establecido tendría que continuar hasta reventar. Ese miedo era el mayor que me asaltaba en los ratos sueltos, peor que suspender todas las asignaturas, peor que perder a mis padres, peor que morirme; sólo había algo peor, y eso era sufrir un accidente y quedar inválida o deforme.

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