Cuando comer es un infierno (11 page)

Uno de esos secretos era la presunción de que en la universidad todo el mundo mantenía relaciones sexuales. Con cierta perplejidad asumí que los supuestos del instituto, aquellos que decían lo contrario, ya no servían en esta nueva etapa, y me pregunté cuándo demonios habían encontrado tiempo para lanzarse al proceloso mar del sexo y convertirse en expertos en la materia.

Ya no era tan crédula como para suponer que los chicos eran versiones mías con barba y músculos, pero me costaba aceptar que el sexo fuera una fuerza tan poderosa como para determinar una relación, como para nublar la razón o como para entregarse a ella sin más razón que el placer. El sexo disociado del amor me parecía casi una perversión, y continuaba creyendo en él como una concesión que la mujer otorgaba al hombre. No recuerdo sentir deseos sexuales, o quizás los negaba tan profundamente que pasaban desapercibidos. Me gustaba coquetear, y no me negaba a jugar a la seducción, pero imponía una distancia segura mucho antes de que pudiera comenzar a sentirme en peligro.

No pasaba de figurarme las relaciones amorosas como ideas abstractas, como estructuras mentales que algún día, con el hombre adecuado, tomarían cuerpo. Después de todo, a mis ojos implicaban demasiado riesgo, dolor, la preocupación por los anticonceptivos, el riesgo de embarazo, la posibilidad de ser abandonada, de haber ofrecido demasiado a cambio de muy poco, ios rumores, la mala fama. Día a día comprobaba que las chicas que mantenían relaciones íntimas con sus novios gozaban de cierto respeto, e incluso consideración; pero las que cambiaban con demasiada frecuencia de compañero no se libraban de etiquetas malintencionadas. Incluso las muchachas con un novio fijo perdían rápidamente su reputación si tras una ruptura se las veía coquetear con otros. El único seguro para la respetabilidad y para disfrutar del sexo seguía siendo un hombre, el mismo, durante el mayor periodo de tiempo posible.

Qué poco habían cambiado las cosas.

Ahora me encontraba en una clase en la que la mayoría de los alumnos eran un año menores que yo, recién salidos del instituto, y para mí resultaban muy obvias las diferencias. Con ellos como referencia, fui rápidamente consciente del estadio de estupidez en que se había convertido la adolescencia. Era evidente que no existían héroes, ni rebeldes, que la infancia se había reducido en duración bruscamente, y que el mundo de los mayores, con sus intereses comerciales y su amnesia sobre los auténticos intereses de los adolescentes, nos precipitaba hacia determinados valores adultos mientras nos mantenía sin responsabilidades auténticas en otros aspectos.

Uno de aquellos valores, especialmente para las chicas, era el sexo y la seducción, tan íntimamente ligados a la apariencia. No se nos concedía un momento de tregua, la captura del macho, y su conducción a la cama debía estar presente en todo momento. «Maquíllate siempre, incluso para bajar al supermercado: nunca se sabe cuándo va a aparecer el chico de tus sueños», rezaba una popular revista para adolescentes. «¿Quieres volverle loco? Aprende los trucos sexuales con los que siempre ha soñado» era uno de los titulares de portada de otra. No me refiero a las revistas femeninas adultas que yo leía, sino a publicaciones para chicas muy jóvenes, a las que se dirigían en los mismos términos que a las mayores, con cremas faciales adecuadas para su edad y mayor insistencia en ídolos masculinos jovencitos como única diferencia.

La conclusión que se extraía de ellas era que no existía valor más importante en el mundo que resultar sexualmente atractiva. Ni los estudios, ni un futuro trabajo, ni el deseo de colaborar con organizaciones humanitarias, ni la preocupación por la familia, ni la formación de lazos firmes entre las amigas, ni el respeto por otras mujeres, ni el bienestar personal. Este último podía conseguirse a través de los tratamientos de belleza o las compras. Su cuerpo dejaba de ser suyo desde que eran muy niñas y se ponía a disposición de otros. Aunque desaparecieron con los años, las dietas de alrededor de mil calorías eran frecuentes.

Tampoco la elegancia era un valor en alza: a cambio, proponían la última moda, los complementos nuevos y los
looks
extremos, que exigían invertir en ellos más dinero del que yo recibí nunca como asignación semanal. Jamás aparecían chicas rellenitas, o con aspecto infantil, con ortodoncias o acné, como es frecuente a los catorce años, sino jóvenes bellezas, calcos de las modelos adultas.

Los consejos de aquel tipo parecían olvidar que a esa misma edad los intereses masculinos son muy distintos, con una carga sexual mucho menor, y que los arsenales de seducción se desperdician en ellos. Las niñas con actitudes provocativas y aspecto de lolita tienen muchas más posibilidades de despertar deseos sexuales en hombres mayores que en sus compañeros. Ante ellos resultan mucho más vulnerables, las probabilidades de manipulación aumentan, y por desgracia, la idea de que una mujer merece una violación «porque lo iba buscando» está mucho más extendida de lo que sería deseable. No hay más que recordar algunas polémicas sentencias en las que vestir vaqueros o minifalda fue una atenuante.

Esa insistencia en maquillar a las chiquillas, en disfrazarlas de mayores, chocaba con la otra exigencia masculina: la naturalidad. Pero, por desgracia, la naturalidad no eran las piernas sin depilar, ni los dientes superpuestos, ni las gafas para corregir la miopía, o el pelo un poco fosco: la naturalidad implicaba muchas horas, muchos gastos, mucha atención. Mientras en un hombre resultaba viril y atractivo mantener una barba de cuatro días, una muchacha que mantuviera un pelo débil sin permanente, o el rostro completamente limpio de maquillaje se estaba abandonando. Una vez más, asomaba la idea de que si eran feas o poco populares, si estaban fuera del círculo social de aprobación, era porque les daba la gana.

A todos estos conceptos se le sumaban, desde una edad muy temprana, ideas poco realistas sobre la escasez de hombres, las presiones del reloj biológico, el inicio real del envejecimiento, la necesidad de estar continuamente emparejadas. Nociones como la de que era necesario mantener la inocencia, o esa apariencia, al menos, y al mismo tiempo, actuar como una mantis religiosa en la cama, eran dadas como lógicas.

Nadie pensaba en que el hecho de llegar a la edad biológica fértil y de poseer un cuerpo capaz de entablar relaciones sexuales no implicaba que mentalmente se estuviera preparado para ello. En ningún lugar se mencionaba que esas relaciones fueran algo más o algo distinto al coito: no se mencionaba la posibilidad de la masturbación como manera de exploración, ni los placeres que podían extraerse de una relación sin penetración. Nuevamente, el asunto del sexo se observaba desde el punto de vista masculino, que tradicionalmente necesitaba la penetración y el orgasmo para quedar satisfecho.

En ningún caso se potenciaba el entendimiento entre sexos, o la comprensión de las necesidades de los chicos, o la manera de exigir comprensión para las propias. La información sobre anticonceptivos o enfermedades de transmisión sexual se obviaba, o no se tocaba en profundidad. Y, por supuesto, la posibilidad de tendencias homosexuales, o de indefinición, ni siquiera se planteaba. Se daba por hecho que todas las chicas se sentían atraídas por los hombres, y que además, ese deseo regía su vida.

Para colmo, cualquier idea que tuviera que ver con el cuerpo femenino y sus procesos despertaba burlas y desprecio. Yo, que como casi todas las chicas que conocía, había recibido la regla sin traumas, pero tampoco con alegría, había olvidado pronto esa sensación para limitarme a ocultarla, a que nadie notara que se daba un cambio hormonal en mí. Se hablaba con cierta naturalidad del síndrome premenstrual, pero los chicos no ocultaban su displicencia por la irracionalidad e histeria femeninas en «esos días». Cualquier acceso de malhumor o de furia era disculpado con la frase paternal y llena de sobrentendidos «estará con la regla». No parecía existir ninguna posibilidad de que los anuncios de compresas y tampones reflejaran mínimamente la realidad. Las preciosas chicas que aparecían en ellos se mostraban orgullosísimas de ser mujeres, como si la regla realzara su femineidad, no les aquejaba ningún dolor, molestia o hinchazón, sus novios no se quejaban porque esos días las relaciones sexuales se dificultaban o desaparecían, y llevaban vidas interesantes, con muchas horas para el ocio, que no se veían interrumpidas por sus cuerpos.

O, sencillamente, se negaba su existencia. Un anuncio para una famosa marca insistió durante varias temporadas en que no pasaba nada. Por supuesto que pasaba: las mujeres tenían la regla. De todos modos, daba igual qué técnica se empleara. Aún está por aparecer el anuncio relacionado con la regla que no despierte críticas, risas, parodias o comentarios despectivos. El cuerpo de la mujer, si no está idealizado, desodorizado, limpio y sano, no merece el menor respeto.

Según me hacía más consciente de esos mensajes que yo misma había recibido a lo largo de toda mi niñez y mi adolescencia a través de cualquier rendija del interior, me resultó más sencillo comprender por qué sentía esa necesidad imperiosa de agradar a los chicos, de tener novio. No había recibido ni una sola imagen de una mujer soltera y fuerte que resultara atractiva. Y entendí también que aunque yo era especialmente sensible a las opiniones ajenas, resultaba casi imposible librarse de esa presión continua sobre el aspecto físico, sobre la belleza. Eso me ayudó a sentirme menos débil y menos culpable, y, sobre todo, me enseñó a reconocer y a rechazar esos mensajes. Por supuesto, eso no ocurrió de la noche a la mañana. Me encontraba demasiado sumida en ese ambiente, y en una edad aún muy vulnerable. Pero el proceso se inició entonces, y cada vez despreciaba con mayor seguridad las exigencias imposibles de esa sociedad.

Hasta entonces, mi salud había soportado todos los abusos de mí cuerpo sin resentirse: ni siquiera sufría de acidez de estómago. De un día para otro comenzaron los problemas. Inmediatamente después de vomitar me sentía mareada, y necesitaba beber agua. Se me hinchaban las manos y, a veces, también las piernas. Comencé a sentir palpitaciones, y el corazón se me aceleraba no únicamente tras devolver, que era algo a lo que ya me había acostumbrado, sino también durante los atracones, o sin ningún motivo, mientras caminaba o estaba sentada en clase. Sentía que no podía controlar mi cuerpo ni sus reacciones, y que algo que hasta entonces no había dado problemas se añadía a la interminable lista.

A lo largo de los cuatro años que llevaba vomitando y atracándome había creído cuidar de mis dientes: era consciente de que comía mucho dulce, y de que a veces me acostaba sin haberme cepillado los dientes, como castigo, y porque estaba demasiado deprimida y agotada como para hacer otra cosa aparte de dormir. Acudía al dentista con regularidad, y me habían tenido que reconstruir una muela empastada que se me había destrozado: le echaron la culpa al empaste que no había resistido, posiblemente por estar mal hecho, desvitalizaron el nervio, empastaron otra muela, y ahí terminó todo. Por supuesto, no le informé al dentista de mis hábitos alimenticios, y él no pareció notar nada extraño.

Noté que los bordes de mis dientes, hasta entonces lisos, se estaban mellando en ondas, y a veces me dolían con mucha intensidad. Me sangraban las encías con frecuencia. Una de mis amigas, con una dentadura impecable, tuvo que someterse a nueve empastes en los dientes: al parecer, tenía caries en la parte interior. A veces tenía pesadillas en las que perdía la dentadura, o en las que de pronto me aparecía una caries negra y grande en uno de los incisivos, de modo que no había manera de ocultarla. Yo no sabía que la mayor parte de las bulímicas desarrollan problemas dentales, debido al continuo masticar y a los ácidos que regurgitan. El esmalte se come o salta, los dientes se deterioran, y muchas veces las piezas son irrecuperables.

Tampoco sabía que no era conveniente lavarse los dientes inmediatamente después de vomitar, como yo hacía. De esa manera, el ácido reacciona con el dentífrico sobre el diente sensible y daña mucho más el esmalte. Los dentistas recomiendan enjuagarse la boca con agua, con bicarbonato sódico, o masticar
un
chicle, porque la saliva neutraliza el ácido. Mis dientes perdieron toda posibilidad de tener un color bonito, y fueron sensibles en adelante, pero no me falta ninguno. Tuve mucha suerte.

En una ocasión, una venita reventó en mi ojo derecho, y durante una semana cada vez que me miraba en el espejo me preguntaba si alguna vez sanaría y volvería a su tranquilizador color blanco. No recuerdo que fuera inmediatamente después de haber vomitado, pero una de las características más frecuentes que permiten identificar a una bulímica es la ruptura de los capilares en los ojos, debido al esfuerzo.

Cada vez que mi corazón se desbocaba, se iniciaba al mismo tiempo un acceso de angustia. Creía que había desarrollado una enfermedad cardiaca, que estaba muy enferma. Comencé a controlar mi tensión, y me convertí en una hipocondriaca. Me juraba que me cuidaría en adelante, si se me concedía una nueva oportunidad. Me maldecía por no haber sido capaz de apreciar mi suerte y mi salud y haber sido lo suficientemente estúpida como para arruinarla. Imaginaba que todo se debía a que apenas tomaba verduras, y a mis costumbres con la comida, pero prefería sufrir, o incluso morirme, antes que reconocer mi enfermedad o dejar de vomitar para no engordar.

A veces he pensado cómo no se me pudo ocurrir que si mis padres no estaban gruesos comiendo y cenando todos los días era porque llevaban una dieta equilibrada, y que por consiguiente no había muchas posibilidades de que yo engordara. Durante el tiempo en que duró mi enfermedad fui incapaz de relacionar causas y efectos, como si parte de mi cerebro se hubiera paralizado.

En febrero suspendí de nuevo, y los resultados de junio me aseguraron que si no aprobaba parte de las asignaturas en septiembre me expulsarían de la universidad. De nuevo mentí a mis padres, les aseguré que había suspendido únicamente dos, y ellos, que se iban acostumbrando a que mis resultados académicos brillantes fueran cosas del pasado, no dijeron nada y accedieron a enviarme de nuevo a Irlanda durante el verano.

Un mes antes del viaje, antes incluso de recibir unas notas que yo sabía que iban a ser catastróficas, regresé borracha a casa. No había bebido demasiado, pero justo antes de mis dos whiskys acababa de vomitar, y el alcohol pasó directamente a la sangre. No había vuelto tarde a casa, porque mis padres eran aún estrictos con las horas de llegada, y mucho más en época de exámenes; saludé, y me marché a mi habitación. Allí comencé a llorar, y a lamentarme, y mis padres me descubrieron casi inconsciente, gimiendo que quería morirme y que nadie me apreciaba.

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